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NURIA MONFORT MEMORIA DE APARECIDOS 1933-1955 1 page

No hay segundas oportunidades, excepto para el remordimiento. Julián Carax y yo nos conocimos en el otoño de 1933. Por entonces, yo trabajaba para el editor Josep Cabestany. El señor Cabestany le había descubierto en 1927 durante uno de sus viajes «de prospección editorial» a París. Julián se ganaba la vida tocando el piano por las tardes en una casa de alterne y escribía por las noches. La dueña del local, una tal Irene Marceau, tenía tratos con la mayoría de editores de París y, gracias a sus ruegos, favores o amenazas de indiscreción, Julián Carax había conseguido publicar varias novelas en diferentes editoriales con resultados comerciales desastrosos. Cabestany había adquirido los derechos exclusivos para editar la obra de Carax en España y América del Sur por una suma irrisoria que incluía la traducción de los originales en francés al castellano por parte del autor. Confiaba en poder vender unos tres mil ejemplares de cada una, pero los dos primeros títulos que publicó en España fueron un rotundo fracaso: apenas se vendieron un centenar de ejemplares de cada uno. Pese a los malos resultados, cada dos años recibíamos un nuevo manuscrito de Julián, que Cabestany aceptaba sin poner reparos, alegando que había suscrito un compromiso con el autor, que no todo eran los beneficios y que había que promocionar la buena literatura.

Un día, intrigada, le pregunté por qué continuaba publicando novelas de Julián Carax y perdiendo dinero en el empeño. Por toda contestación, Cabestany fue hasta su estantería, tomó una copia de un libro de Julián y me invitó a que lo leyese. Así lo hice. Dos semanas más tarde los había leído todos. Esta vez mi pregunta fue cómo era posible que vendiésemos tan pocos ejemplares de aquellas novelas.

– No lo sé -dijo Cabestany-. Pero lo seguiremos intentando.

Me pareció un gesto noble y admirable que no casaba con la imagen fenicia que me había hecho del señor Cabestany. Quizá le había juzgado mal. La figura de Julián Carax cada vez me intrigaba más. Todo lo referente a él estaba envuelto de misterio. Por lo menos una o dos veces al mes alguien llamaba preguntando por la dirección de Julián Carax. Pronto advertí que siempre era la misma persona, que se identificaba con nombres diferentes. Yo me limitaba a decirle lo que ya decían las contraportadas de los libros, que Julián Carax vivía en París. Con el tiempo, aquel hombre dejó de llamar. Yo, por si las moscas, había borrado la dirección de Carax de los archivos de la editorial. Yo era la única que le escribía y me la sabía de memoria.



Meses más tarde, por casualidad, me encontré con las hojas de contabilidad que el taller de impresión enviaba al señor Cabestany. Al echarles un vistazo advertí que las ediciones de los libros de Julián Carax estaban sufragadas en su integridad por un individuo ajeno a la empresa del cual yo no había oído hablar jamás: Miquel Moliner. Es más, los costes de impresión y distribución de las obras eran sustancialmente inferiores a la cifra facturada al señor Moliner. Las cifras no mentían: la editorial estaba haciendo dinero imprimiendo libros que iban a parar directamente a un almacén. No tuve valor para cuestionar las indiscreciones financieras de Cabestany. Temía perder mi puesto. Lo que hice fue anotar la dirección a la que enviábamos las facturas a nombre de Miquel Moliner, un palacete en la calle Puertaferrisa. Guardé aquella dirección durante meses antes de atreverme a visitarle. Finalmente, mi conciencia pudo más y me presenté en su casa dispuesta a decirle que Cabestany le estaba estafando. Sonrió y me dijo que ya lo sabía.

– Cada cual hace aquello para lo que sirve.

Le pregunté si había sido él quien había estado llamando tantas veces para averiguar la dirección de Carax. Dijo que no y, con gesto sombrío, me advirtió que no debía darle esa dirección a nadie. Nunca.

Miquel Moliner era un hombre enigmático. Vivía solo en un palacio cavernoso y casi en ruinas que formaba parte de la herencia de su padre, un industrial que se había enriquecido con la fabricación de armas y, se decía, la promoción de guerras. Lejos de vivir entre lujos, Miquel llevaba una existencia casi monacal, dedicado a dilapidar aquel dinero que consideraba ensangrentado en restaurar museos, catedrales, escuelas, bibliotecas, hospitales y en asegurarse de que las obras de su amigo de juventud, Julián Carax, fuesen publicadas en su ciudad natal.

– Dinero me sobra, y amigos como Julián me faltan -decía por toda explicación.

Apenas mantenía contacto con sus hermanos o con el resto de su familia, a quienes se refería como extraños. No se había casado y raramente salía del recinto del palacio, en el que sólo ocupaba la planta superior. Allí tenía montada su oficina, donde: trabajaba febrilmente escribiendo artículos y columnas para varios periódicos y revistas de Madrid y Barcelona, traduciendo textos técnicos del alemán y el francés, haciendo corrección de estilo de enciclopedias y manuales escolares… Miquel Moliner estaba poseído por esa enfermedad de la laboriosidad culpable y, aunque respetaba y hasta envidiaba la ociosidad en los demás, huía de ella como de la peste. Lejos de presumir de su ética de trabajo, bromeaba sobre su compulsión productiva y la describía como una forma menor de cobardía.

– Mientras se trabaja, uno no le mira a la vida a los ojos.

Nos hicimos buenos amigos casi sin darnos cuenta. Ambos teníamos mucho en común, quizá demasiado. Miquel me hablaba de libros, de su adorado doctor Freud, de música, pero sobre todo de su viejo amigo Julián. Nos veíamos casi todas las semanas. Miquel me contaba historias de los días de Julián en el colegio de San Gabriel. Conservaba una colección de antiguas fotografías, de relatos escritos por un Julián adolescente. Miquel adoraba a Julián y a través de sus palabras y sus recuerdos aprendí a descubrirle, a inventar una imagen en la ausencia. Un año después de conocernos, Miquel Moliner me confesó que se había enamorado de mí. No quise herirle, pero tampoco engañarle. Era imposible engañar a Miquel. Le dije que le apreciaba muchísimo, que se había convertido en mi mejor amigo, pero no estaba enamorada de él. Miquel dijo que ya lo sabía.

– Estás enamorada de Julián, pero no lo sabes todavía.

En agosto de 1933, Julián me escribió anunciándome que casi había terminado el manuscrito de una nueva novela titulada El ladrón de catedrales. Cabestany tenía unos contratos pendientes de renovación en septiembre con Gallimard. Llevaba ya semanas paralizado con un ataque de gota y, como premio a mi dedicación, decidió que yo viajase a Francia en su lugar para tramitar los nuevos contratos y, de paso, visitar a Julián Carax y recoger la nueva obra. Escribí a Julián anunciando mi visita para mediados de septiembre y pidiéndole si me podía recomendar un hotel modesto y de precio asequible. Julián contestó diciendo que me podía instalar en su casa, un modesto piso en la barriada de St. Germain, y ahorrarme el dinero del hotel para otros gastos. El día antes de partir visité a Miquel para preguntarle si tenía algún mensaje para Julián. Dudó un largo rato, y luego me dijo que no.

La primera vez que vi a Julián en persona fue en la estación de Austerlitz. El otoño había llegado a París a traición y la estación estaba inundada de niebla. Me quedé esperando en el andén, mientras los pasajeros partían hacia la salida. Pronto me quedé sola y vi a un hombre enfundado en un abrigo negro apostado a la entrada del andén que me observaba entre el humo de un cigarrillo. Durante el viaje me había preguntado a menudo cómo iba a reconocer a Julián. Las fotografías que había visto de él en la colección de Miquel Moliner tenían por lo menos trece o catorce años. Miré a un lado y a otro del andén. No había nadie más excepto aquella figura y yo. Advertí que el hombre me contemplaba con cierta curiosidad, quizá esperando a otra persona, al igual que yo. No podía ser él. Según mis datos, Julián tenía entonces treinta y dos años, y aquel hombre me pareció mayor. Tenía el pelo cano y una expresión de tristeza o cansancio. Demasiado pálido y demasiado delgado, o quizá fuera sólo la niebla y el cansancio del viaje. Había aprendido a imaginar un Julián adolescente. Me aproximé a aquel desconocido con cautela y le miré a los ojos.

– ¿Julián?

El extraño me sonrió y asintió. Julián Carax tenía la sonrisa más bonita del mundo. Es lo único quedaba de él.

Julián ocupaba una buhardilla en la barriada de St. Germain. El piso se reducía a dos piezas: una sala con una cocina diminuta que daba a una balaustrada desde la que se veían las torres de Notre-Dame emergiendo tras una jungla de tejados y neblina, y un dormitorio sin ventanas con un lecho individual. El baño estaba al fondo del pasillo del piso inferior y lo compartía con el resto de vecinos. El conjunto de la vivienda era más pequeño que el despacho del señor Cabestany. Julián había limpiado a conciencia y había dispuesto todo para acogerme con sencillez y decoro. Fingí estar encantada con la casa, que todavía olía al desinfectante y a la cera que Julián había aplicado con más empeño que maña. Las sábanas de la cama se veían por estrenar. Me pareció que eran de un estampado con dibujos de dragones y castillos. Sábanas de niño. Julián se disculpó diciendo que las había conseguido a un precio excepcional, pero que eran de primera calidad. Las que no llevaban estampado costaban el doble, argumentó, y eran más aburridas.

En la sala había un escritorio de madera vieja enfrentado a la visión de las torres de la catedral. Sobre él yacía la máquina Underwood que había adquirido con el anticipo de Cabestany y dos pilas de cuartillas, una en blanco y la otra escrita por ambas caras. Julián compartía el piso con un inmenso gato blanco al que llamaba Kurtz. El felino me observaba con recelo a los pies de su dueño, relamiéndose las garras. Conté dos sillas, una percha y poco más. Lo demás eran libros. Murallas de libros cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo, en dos capas. Mientras yo inspeccionaba el lugar, Julián suspiró.

– Hay un hotel a dos calles de aquí. limpio, asequible y respetable. Me permití hacer una reserva…

Tuve mis dudas, pero temía ofenderle.

– Aquí estaré perfectamente, siempre y cuando no suponga una molestia para ti, ni para Kurtz.

Kurtz y Julián intercambiaron una mirada. Julián negó, y el gato imitó su gesto. No me había dado cuenta de lo mucho que se parecían el uno al otro. Julián insistió en cederme el dormitorio. Él, alegaba, apenas dormía y se instalaría en la sala en un plegatín que le había prestado su vecino monsieur Darcieu, un anciano ilusionista que leía las líneas de la mano a las señoritas a cambio de un beso. Aquella primera noche dormí de un tirón, agotada por el viaje. Me desperté al alba y descubrí que Julián había salido. Kurtz dormía sobre la máquina de escribir de su dueño. Roncaba como un mastín. Me aproximé al escritorio y vi el manuscrito de la nueva novela que había venido a recoger.

 

El ladrón de catedrales

 

En la primera página, al igual que en todas las novelas de Julián, rezaba la leyenda, escrita a mano:

 

Para P

 

Me sentí tentada de empezar a leer. Estaba a punto de tomar la segunda página cuando advertí que Kurtz me miraba de reojo. Al igual que había visto hacer a Julián, negué con la cabeza. El gato negó a su vez, y devolví las páginas a su lugar. Al rato, Julián apareció trayendo pan recién hecho, un termo de café y queso fresco. Desayunamos en la balaustrada. Julián hablaba sin cesar pero rehuía mi mirada. A la luz del alba me pareció un niño envejecido. Se había afeitado y enfundado el que supuse era su único atuendo decente, un traje de algodón color crema que se veía gastado pero elegante. Le escuché hablarme de los misterios de Notre-Dame, de una supuesta barcaza fantasma que surcaba el Sena por las noches recogiendo las almas de los amantes desesperados que se habían suicidado tirándose a las aguas heladas, de mil y un embrujos que inventaba sobre la marcha con tal de no permitirme preguntarle nada. Yo le contemplaba en silencio, asintiendo, buscando en él al hombre que había escrito los libros que conocía casi de memoria de tanto releerlos, al muchacho que Miquel Moliner me había descrito tantas veces.

– ¿Cuántos días vas a estar en París? -preguntó.

Mis asuntos con Gallimard iban a llevarme unos dos o tres días, supuse. Mi primera cita era aquella misma tarde. Le dije que había pensado tomarme un par de días para conocer la ciudad antes de regresar a Barcelona.

– París exige más de dos días -dijo Julián-. No se aviene a razones.

– No dispongo de más tiempo, Julián. El señor Cabestany es un patrón generoso, pero todo tiene un límite.

– Cabestany es un pirata, pero incluso él sabe que París no se ve en dos días, ni en dos meses, ni en dos años.

– No puedo estar dos años en París, Julián.

Julián miró un largo rato en silencio y me sonrió.

– ¿Por qué no? ¿Alguien te espera?

Los trámites con Gallimard y mis visitas de cortesía a varios editores con quienes Cabestany tenía contratos ocuparon tres días completos, tal y como había previsto. Julián me había asignado un guía y protector, un muchacho llamado Hervé que tenía apenas trece años y se conocía la ciudad al dedillo. Hervé me acompañaba de puerta a puerta, se aseguraba de indicarme en qué cafés tomar un bocado, qué calles evitar, qué vistas apresar. Me esperaba durante horas a la puerta de las oficinas de los editores sin perder la sonrisa y sin aceptar propina alguna. Hervé chapurreaba un español divertido, que mezclaba con tintes de italiano y portugués.

– Signore Carax, ya me ha pagato con tuoda generosidade pos meus servicios…

Según pude deducir, Hervé era el huérfano de una de las damas del establecimiento de Irene Marceau, en cuyo ático vivía. Julián le había enseñado a leer, escribir y a tocar el piano. Los domingos lo llevaba al teatro o a un concierto. Hervé idolatraba a Julián y parecía dispuesto a hacer cualquier cosa por él, incluido guiarme hasta el fin del mundo si era necesario. En nuestro tercer día juntos me preguntó si yo era la novia del signore Carax. Le dije que no, sólo una amiga de visita. Pareció decepcionado.

Julián pasaba casi todas las noches en vela, sentado en su escritorio con Kurtz en el regazo, repasando páginas o simplemente mirando las siluetas de las torres de la catedral a lo lejos. Una noche en que yo tampoco podía dormir por el ruido de la lluvia arañando el tejado salí a la sala. Nos miramos sin decir nada y Julián me ofreció un cigarrillo. Contemplamos la lluvia en silencio durante un largo rato. Luego, cuando la lluvia cesó, le pregunté quién era P.

– Penélope -respondió.

Le pedí que me hablase de ella, de aquellos trece años de exilio en París. A media voz, en la penumbra, Julián me contó que Penélope era la única mujer a la que había amado.

 

Una noche de invierno de 1921, Irene Marceau encontró a Julián Carax vagando en las calles, incapaz de recordar su nombre y vomitando sangre. Apenas llevaba encima unas monedas y unas páginas dobladas, escritas a mano. Irene las leyó, y creyó que había dado con un autor famoso, borracho perdido, y que quizá un editor generoso la recompensaría cuando él recobrase el conocimiento. Esa era al menos su versión, pero Julián sabía que le salvó la vida por compasión. Pasó seis meses en una habitación en el ático del burdel de Irene, recuperándose. Los médicos advirtieron a Irene que si aquel individuo volvía a envenenarse, no respondían de él. Se había destrozado el estómago y el hígado, e iba a pasar el resto de sus días sin poder alimentarse más que de leche, queso fresco y pan tierno. Cuando Julián recobró el habla, Irene le preguntó quién era.

– Nadie -respondió Julián.

– Pues nadie vive a mi costa. ¿Qué sabes hacer?

Julián dijo que sabía tocar el piano.

– Demuéstralo.

Julián se sentó al piano del salón y, frente a una intrigada audiencia de quince putillas adolescentes en paños menores, interpretó un nocturno de Chopin. Todas aplaudieron menos Irene, que dijo que aquello era música de muertos y que ellas estaban en el negocio de los vivos. Julián tocó para ella un ragtime y un par de piezas de Offenbach.

– Eso está mejor.

Su nuevo empleo le granjeaba un sueldo, un techo y dos comidas calientes al día.

En París sobrevivió gracias a la caridad de Irene Marceau, que era la única persona que le animaba a seguir escribiendo. A ella le gustaban las novelas románticas y las biografías de santos y mártires, que la intrigaban enormemente. En su opinión, el problema de Julián es que tenía el corazón envenenado y que por eso sólo podía escribir aquellas historias de espantos y tinieblas. Pese a sus reparos, Irene era quien había conseguido que Julián encontrase editor para sus primeras novelas, quien le había procurado aquella buhardilla en la que se escondía del mundo, la que le vestía y lo sacaba de casa para que le diese el sol y el aire, quien le compraba libros y le hacía acompañarla a misa los domingos y luego a pasear por las Tullerías. Irene Marceau le mantenía vivo sin pedirle otra cosa a cambio que su amistad y la promesa de que seguiría escribiendo. Con el tiempo, Irene le permitió llevarse a alguna de sus chicas a la buhardilla, aunque sólo fuera para dormir abrazados. Irene bromeaba que ellas estaban casi tan solas como él y lo único que querían era algo de cariño.

– Mi vecino, monsieur Darcieu, me tiene por el hombre más afortunado del universo.

Le pregunté por qué no había regresado nunca a Barcelona en busca de Penélope. Se sumió en un largo silencio y cuando busqué su rostro en la oscuridad lo encontré cortado de lágrimas. Sin saber bien lo que hacía me arrodillé junto a él y le abracé. Permanecimos así, abrazados en aquella silla, hasta que nos sorprendió el alba. Ya no sé quién besó primero a quién, ni si tiene importancia. Sé que encontré sus labios y que me dejé acariciar sin darme cuenta de que también yo estaba llorando y no sabía por qué. Aquel amanecer, y todos los que siguieron durante las dos semanas que pasé con Julián, nos amamos en el suelo, siempre en silencio. Luego, sentados en un café o paseando por las calles, le miraba a los ojos y sabía sin necesidad de preguntarle que él seguía queriendo a Penélope. Recuerdo que en aquellos días aprendí a odiar a aquella muchacha de diecisiete años (porque para mí Penélope siempre tuvo diecisiete años), a la que nunca había conocido y con la que empezaba a soñar. Inventé mil y una excusas para telegrafiar a Cabestany y prolongar mi estancia. Ya no me preocupaba perder aquel empleo ni la existencia gris que había dejado en Barcelona. Muchas veces me he preguntado si llegué a París con una vida tan vacía que caí en los brazos de Julián como las chicas de Irene Marceau, que mendigaban cariño a regañadientes. Sólo sé que aquellas dos semanas que pasé con Julián fueron el único momento de mi vida en que sentí por una vez que era yo misma, en que comprendí con esa absurda claridad de las cosas inexplicables que nunca podría querer a otro hombre como quería a Julián, aunque pasara el resto de mis días intentándolo.

Una día Julián se quedó dormido en mis brazos, exhausto. La tarde anterior, al cruzar frente al escaparate de una tienda de empeños se había detenido para enseñar me una pluma estilográfica que llevaba años expuesta en el mostrador y que según el tendero había pertenecido a Víctor Hugo. Julián nunca había tenido un céntimo para comprarla, pero cada día la visitaba. Me vestí con sigilo y bajé a la tienda. La pluma costaba una fortuna que yo no tenía, pero el tendero me dijo que aceptaría un cheque en pesetas contra cualquier banco español con oficina en París. Antes de morir, mi madre me había prometido que ahorraría durante años para comprarme un vestido de novia. La pluma de Víctor Hugo se llevó mi velo por delante, y aunque sabía que era una locura, nunca gasté un dinero más a gusto. Al salir de la tienda con el estuche fabuloso, advertí que una mujer me seguía. Era una dama muy elegante, con el cabello plateado y los ojos más azules que he visto jamás. Se me aproximó y se presentó. Era Irene Marceau, la protectora de Julián. Mi lazarillo Hervé le había hablado de mí. Sólo quería conocerme y preguntarme si yo era la mujer a la que Julián había estado esperando todos aquellos años. No hizo falta que respondiese. Irene se limitó a asentir y me besó en la mejilla. La vi alejarse calle abajo y supe entonces que Julián nunca sería mío, que le había perdido antes de empezar. Regresé a la buhardilla con el estuche de la pluma oculto en mi bolso. Julián me esperaba despierto. Me desnudó sin decir nada e hicimos el amor por última vez. Cuando me preguntó por qué lloraba le dije que eran lágrimas de felicidad. Más tarde, cuando Julián bajó a buscar algo de comida, hice el equipaje y dejé el estuche con la pluma sobre su máquina de escribir. Metí el manuscrito de la novela en mi maleta y me marché antes de que Julián regresara. En el rellano me encontré con monsieur Darcieu, el anciano ilusionista que leía la mano de las muchachas a cambio de un beso. Me tomó la mano izquierda y me observó con tristeza.

– Vous avez poison au coeur, mademoiselle.

Cuando quise satisfacer su tarifa negó suavemente, y fue él quien me besó la mano.

 

Llegué a la estación de Austerlitz justo a tiempo para tomar el tren de las doce para Barcelona. El revisor que me vendió el billete me preguntó si me encontraba bien. Asentí y me encerré en el compartimento. El tren partía ya cuando miré por la ventana y avisté la silueta de Julián en el andén, en el mismo sitio que le había visto la primera vez. Cerré los ojos y no los abrí hasta que el tren hubo dejado atrás la estación y aquella ciudad embrujada a la que nunca podría regresar. Llegué a Barcelona al amanecer del día siguiente. Aquel día cumplí los veinticuatro años, sabiendo que lo mejor de mi vida había quedado atrás.

A mi regreso a Barcelona dejé pasar un tiempo antes de volver a visitar a Miquel Moliner. Necesitaba quitarme a Julián de la cabeza y me daba cuenta de que si Miquel me preguntaba por él no iba a saber qué decir. Cuando nos encontramos de nuevo no hizo falta que le dijese nada. Miquel me miró a los ojos y se limitó a asentir. Me pareció más flaco que antes de mi viaje a París, el rostro de una palidez casi enfermiza, que yo atribuí al exceso de trabajo con que se castigaba. Me confesó que estaba pasando apuros económicos. Había gastado casi todo el dinero que había heredado en sus donaciones filantrópicas y ahora los abogados de sus hermanos estaban tratando de desalojarle del palacete alegando que una cláusula del testamento del viejo Moliner especificaba que Miquel sólo podría hacer uso de aquel lugar siempre y cuando lo mantuviese en buenas condiciones y pudiera demostrar solvencia para mantener la propiedad. En caso contrario, el palacio de Puertaferrisa pasaría a la custodia de sus otros hermanos.

– Incluso antes de morir, mi padre intuyó que iba a gastarme su dinero en todo aquello que él detestaba en vida, hasta el último céntimo.

Sus ingresos como columnista y traductor estaban lejos de permitirle mantener semejante domicilio.

– Lo difícil no es ganar dinero sin más -se lamentaba-. Lo difícil es ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida.

Sospeché que estaba empezando a beber a escondidas. A veces le temblaban las manos. Yo le visitaba todos los domingos y le obligaba a salir a la calle y a alejarse de su mesa de trabajo y sus enciclopedias. Sabía que le dolía verme. Actuaba como si no recordase que me había propuesto matrimonio y que le había rechazado, pero a veces le sorprendía observándome con anhelo y deseo, con mirada de derrota. Mi única excusa para someterle a aquella crueldad era puramente egoísta: sólo Miquel sabía la verdad sobre Julián y Penélope Aldaya.

Durante aquellos meses que pasé alejada de Julián, Penélope Aldaya se había convertido en un espectro que me devoraba el sueño y el pensamiento. Todavía recordaba la expresión de decepción en el rostro de Irene Marceau al comprobar que yo no era la mujer que Julián estaba esperando. Penélope Aldaya, ausente y a traición, era una enemiga demasiado poderosa para mí. Invisible, la imaginaba perfecta, una luz en cuya sombra me perdía, indigna, vulgar, tangible. Nunca había creído posible que pudiera odiar tanto, y tan a mi pesar, a alguien a quien ni siquiera conocía, a quien no había visto una sola vez. Supongo que creía que si la encontraba cara a cara, si comprobaba que era de carne y hueso, su hechizo se rompería y Julián sería libre de nuevo. Y yo con él. Quise creer que era una cuestión de tiempo, de paciencia. Tarde o temprano, Miquel me contaría la verdad. Y la verdad me haría libre.


Date: 2016-01-05; view: 617


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