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Los rencores del abate Bringas 6 page

—Asombroso —comentó don Hermógenes, admirándolo todo con ojos ávidos.

Se habían detenido a contemplar algunos títulos en los magníficos lomos dorados, a la luz de un candelabro que Dancenis encendió con algo que calificó de invento nuevo: unas prácticas cerillas azufradas que, al meterlas en un frasco de fósforo, se inflamaban a modo de pajuelas de luz.

—Es mi trinchera —comentó éste, abarcando la estancia con un ademán—. Retiro y paz de mi desierto, como dijo aquel poeta de ustedes, Quevedo, que tanto gusta a mi mujer, y que define bien el lugar.

Seguían mirando los dos académicos, extasiados. La biblioteca estaba clasificada por materias: filosofía antigua y moderna, historia, botánica, ciencia, viajes y navegación... Dancenis extraía volúmenes de los estantes y se los iba poniendo en las manos a sus invitados.

—Vean, éste es un compatriota suyo, el padre Feijoo. Su Teatro crítico universal en ocho tomos. Buena edición, ¿verdad? Es de la Imprenta Real de Madrid... Y también tengo este soberbio Quijote de Ibarra, en folio: el que ustedes, la Real Academia Española, publicaron el año pasado... Una obra magna, si me permiten decirlo, de impresión perfecta. Extraordinaria.

—Es nuestro orgullo —admitió complacido don Hermógenes.

—Y también mío, como feliz poseedor. Una joya que honra esta biblioteca.

—¿Lee usted en lengua española?

—Con dificultad. Pero un libro hermoso lo es siempre, esté impreso en la lengua que esté. Y su Quijote es bellísimo, aunque tengo otros, fíjense... Ahí está la edición Verdussen, impresa en Amberes, y también la magnífica francesa de Armand, de mil setecientos cuarenta y uno... En cuanto a usted, señor almirante, quizá le interesen en especial aquellos de allí.

Se acercó don Pedro a echar un vistazo, admirando los títulos en los lomos: Voyage de George Anson, Voyage de La Condamine... Lo sorprendió gratamente ver también, traducido y en dos volúmenes, el Voyage historique de l’Amérique Méridionale de Ulloa y Jorge Juan.

—Negocios afortunados me dieron el privilegio de retirarme aquí —dijo Dancenis—. Y ya ven. Tengo con qué llenar mi vida, o lo que de ella me quede.

—Le queda mucho, sin duda.

—Nunca se sabe... En todo caso, desde este lugar miro a Margot, participo de su mundo y puedo volver sosegadamente al mío, cuando se apagan las luces.

Don Pedro, que hojeaba uno de los volúmenes, sonrió con calor.

—Es usted un bibliófilo admirable.

—El término es excesivo —protestó Dancenis—. Sólo soy de los que procuran amueblarse el mundo con libros.

Devolvió el almirante el volumen a su lugar y siguió mirando: Lettres sur l’origine des sciences, Tableau méthodique des minéraux... Imposible no sentir, ante aquello, una razonable envidia.



—Una biblioteca no es algo por leer, sino una compañía —dijo, tras dar unos pasos más—. Un remedio y un consuelo.

Sonrió Dancenis, casi agradecido.

—Usted sabe de qué habla, señor. Una biblioteca es un lugar donde hallar lo conveniente en el momento oportuno.

—En mi opinión, incluso más que eso... Cuando algunos sentimos la tentación de despreciar demasiado a nuestros semejantes, nos basta para reconciliarnos con ellos contemplar una biblioteca como ésta, llena de monumentos elevados por la grandeza del hombre.

—Qué gran verdad, ésa.

En una mesita supletoria había una docena de publicaciones recientes: Journal des Sçavants, Courier de l’Europe, Journal Politique et Littéraire... Don Pedro las hojeó con curiosidad. Nada de aquello llegaba a Madrid. Como mucho, noticias recortadas y filtradas para la Gazeta por la censura oficial.

—¿Tiene las últimas novedades?... ¿Se mantiene al día?

—Sólo relativamente —sonrió Dancenis—. No todos los libros ni todos los seres humanos pasan de ese umbral.

Seguía sonriendo mientras señalaba más allá del pasillo como quien se refiere a un mundo extraño, lejano. Un lugar del que se procura mantener la distancia. En otro tiempo, en el mar, el almirante había visto a hombres que señalaban así una costa a sotavento.

—Sería —añadió Dancenis tras un instante— como si Europa se dejara colonizar por los salvajes de los bosques y las praderas de América, ¿comprende?

—Perfectamente.

Fueron a reunirse con don Hermógenes, que escuchaba algo apartado mientras huroneaba en los estantes de filosofía y literatura. El hecho, comentó Dancenis, era que en Francia se publicaban demasiados libros. Leer estaba de moda. Cualquier abate hambriento, cualquier militar a media paga, cualquier solterona aburrida, se ponían a escribir y los libreros compraban el resultado por malo que fuera, pues había lectores para todo; y las obras impresas, por moda o por afición sincera, circulaban por todas partes. Con lo que se daba una maraña de historiadores, compiladores, poetas, diaristas, autores de novelas y otros bípedos más o menos implumes que pretendían ser Voltaire y madame Riccoboni al mismo tiempo. O dicho de otro modo, filosofar y ganar dinero. Para desgracia, naturalmente, de la maltratada filosofía.

Se había detenido con un libro en las manos —un espléndido Jenofonte en griego y latín—, inclinada la cabeza, cual si reflexionara sobre sus propias palabras.

—Sí —concluyó tras un momento—. Ustedes entienden lo que quiero decir... Son hombres de letras.

Habían llegado ante veintiocho volúmenes en gran folio, encuadernados en piel de color marrón, con bellos dorados cuajando sus lomos. Y ninguno de los dos académicos pudo evitar un estremecimiento.

—¿Es...? —preguntó don Hermógenes.

—Sí —sonrió Dancenis.

—¿Puedo tocarla?

—Por favor.

Allí estaba, en efecto, y la veían por primera vez: Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers. Al natural, con aquel papel soberbio, los amplios márgenes y la bella tipografía, impresionaba aún más que por referencias.

—Es una gran obra. ¿Conocen su prólogo?... Lo escribió D’Alembert y es magistral.

Había cogido don Hermógenes el primero de los pesados volúmenes, llevándolo hasta la mesa central. Y allí, con cuidado exquisito, se puso los lentes, lo abrió por la página 8 del discurso preliminar y leyó en voz alta, emocionado:

 

No es mediante hipótesis vagas y arbitrarias como conoceremos la naturaleza, sino por el estudio reflexivo de los fenómenos, por la comparación de unos y otros, por el arte de reducir, tanto como sea posible, un gran número de fenómenos a uno solo que pueda ser visto como principio general...

No pudo seguir. Se le quebró la voz, miró a don Pedro, y éste comprobó que tenía los ojos enrojecidos, húmedos de felicidad.

—Aquí está, señor almirante...

—Sí —apoyó éste, sonriendo, una mano en el hombro de su amigo—. Aquí está, por fin.

Dancenis los observaba con curiosidad.

—Incluso en Francia —comentó—, hay quien todavía mira esta obra como una indigesta compilación salpicada de paradojas y errores; pero otros la ven, o la vemos, como un riquísimo tesoro.

Asintió el almirante.

—Ésa es también la opinión de la Academia Española. Por eso estamos en París.

—Ah, claro. He oído a ese Bringas que buscan hacerse con una Encyclopédie.

—Así es. En su primera edición, como ésta.

—La primera es difícil de encontrar. Demasiadas reediciones y copias, me temo... —Dancenis reflexionó un instante, miró alrededor y se encogió de hombros, afable—. Lamentablemente, no puedo desprenderme de la mía. Quizá monsieur Bertenval, con sus contactos, les consiga una. Puedo darles la dirección de algunos libreros de mi confianza; pero una primera edición completa...

Se calló un rato para permitir a los académicos hojear algunos volúmenes de la obra, de la que admiraron especialmente los grabados de los suplementos.

—Me gustaría conocer su Academia, en Madrid —dijo al fin, melancólico.

—Cuando guste, señor, será bien recibido allí —se ofreció don Hermógenes—. Pero tememos decepcionarlo. Es una sede modesta, con pocos recursos.

Dancenis hizo gesto de fruncir los labios, muy a la francesa.

—No creo que eso ocurra nunca. Me refiero a viajar... Me da pereza. Yo viajo a través de estos libros, y eso me basta.

Los ayudó a devolver los volúmenes de la Encyclopédie a su lugar.

—Modesta o no —añadió—, creo que la suya en Madrid es una institución seria, que ha publicado diccionarios, ortografías y gramáticas de fácil manejo... Muy distinta, me parece, a la de aquí. Desde que la fundó Richelieu, nuestra Academia se ha convertido en una encrucijada de ambiciones, favores y vanidades... Los académicos franceses se llaman a sí mismos inmortales, y con eso está dicho todo.

—Pues los señores Bertenval y Buffon son de trato agradable —opinó don Hermógenes.

—Sí. Con D’Alembert y alguno más, de los pocos tratables. Y por otra parte, Margot sabe suavizarlos bastante... Nadie como ella para armonizar lo ácido con lo dulce, lo frívolo con lo grave.

—Una mujer admirable —apuntó el almirante.

—Sí —Dancenis se quedó un instante pensativo—. Lo es.

Iban ya a retirarse cuando don Hermógenes descubrió un libro de Bertenval —De l’état de la philosophie en Europe— y se detuvo a hojearlo. Quizá debido a su imperfecto francés, el arranque le pareció algo pretencioso.

—El de los académicos en Francia es una especie de despotismo de las letras, que abre y cierra la puerta de sus favores —dijo Dancenis, como si adivinara su pensamiento—. Poco es lo que el pueblo llano se beneficia de sus trabajos.

Tomó el libro de las manos de don Hermógenes y sonrió levemente mientras lo devolvía a su lugar.

—Entre ustedes los académicos españoles, sin embargo —añadió—, no cuentan tanto las personas como la obra conjunta... Hacen un trabajo de educación patriótica muy importante. Y eso incluye las posesiones de América.

Fue hasta el candelabro, sopló las velas, y la biblioteca quedó iluminada sólo por la luz que llegaba del pasillo.

—No es un mal modo —dijo el almirante— de convivir con una esposa tan espléndida como madame Dancenis.

Se detuvo el dueño de la casa, con una brusquedad que en él parecía inusual. En aquella luz indecisa parecía más abstraído y ausente todavía. Don Pedro no pudo verle la cara, pero supo que lo miraba a él.

—El mejor que conozco. Todo lo demás queda fuera de esa puerta. ¿Comprenden?

—Perfectamente, señor.

Aún pareció dudar un segundo Dancenis.

—Ella tiene su propia biblioteca —añadió al fin—. Es otro estilo.

 

—Rue des Poitevins —grita el cochero desde el pescante.

El fiacre se ha detenido bajo el único farol del lugar, situado en un ángulo de la calle, que es corta, quebrada y miserable, con el suelo convertido en barro a causa del agua sucia que se vierte desde las casas. Huele a sal nitrosa y azufre, comprueba el almirante aspirando el aire con desagrado. La luz mortecina del reverbero no destruye las sombras, sino que las hace aún más intensas. Una decrépita torre medieval se adivina lejos, rematada por un cono de sombra.

—¿Dónde está su casa, estimado amigo?

—Ahí.

Apoyado con una mano en una pared, el abate descarga ruidosamente la vejiga.

—Aquí moran —dice mientras zigzaguea con el chorro en la oscuridad— los hombres justos y arruinados... Los misántropos geniales... Los alquimistas de las ideas y la pluma...

—Hay sitios peores —opina don Hermógenes, con torpe buena voluntad.

—Yerra usted, señor... Aunque llegará el día...

Pidiendo al cochero que espere, lo conducen entre ambos. El portal es en realidad una puerta de carruajes medio condenada con ladrillos y tablones, junto a un taller de encuadernación cerrado a esas horas, donde la luz del farol alcanza a iluminar apenas el rótulo pintado de la muestra: Antoine et fils, relieurs.

—Ah, no se molesten... A fe que puedo yo solo.

—No es molestia.

Don Pedro y don Hermógenes ayudan a Bringas a subir a oscuras los peldaños de madera, que crujen y parecen a punto de romperse bajo los pies, y una vez en el último piso lo ayudan a abrir la puerta de una buhardilla. Tanteando junto a la entrada, el almirante encuentra eslabón y pedernal para encender una vela, ante cuya luz corretea por el suelo, despavorida, media docena de cucarachas rojizas. Hace frío. En la casa, dos habitaciones de aspecto miserable, hay una jofaina, una mesa con mendrugos de pan bajo una servilleta, una cama turca, una estufa apagada, un armario ropero y una mesa con recado para escribir donde se apila medio centenar de libros y folletos. Hay otros tantos en el suelo, en su mayor parte muy usados y mugrientos. Todo huele a humanidad y ambiente cerrado, pan rancio, ayuno, soledad y miseria. Sin embargo, los libros se ven muy ordenados, y en el cesto de ropa blanca y planchada que está junto a la cama, dos camisas y un par de medias, aunque zurcidas y recompuestas, están inmaculadamente limpias.

—Déjenme... Les digo que puedo solo.

Bringas se deja caer en la cama, los ojos cerrados, haciéndola rechinar. Mientras don Hermógenes cuelga la peluca del abate en una bola de latón de la cabecera, le quita los zapatos y lo cubre con una manta, el almirante echa un vistazo al cuarto y mira los títulos de algunos libros: Le gazetier cuirassé, La chandelle d’Arras, Histoire philosophique et politique des établissements des européens dans les deux Indes... Hay muchos párrafos subrayados a tinta. Se mezcla allí todo, sin criterio aparente, desde literatura libertina a obras filosóficas o teológicas, desde Raynal al Aretino, o Montesquieu, pasando por Helvétius, Diderot o Rousseau. Y en la pared, sobre tan variopinta biblioteca, tres estampas coloreadas forman una insólita combinación de efigies: Voltaire, Catalina de Rusia y Federico de Prusia. A todos les ha pintado Bringas bigotes, cuernos y otros trazos grotescos.

—Está dormido —susurra don Hermógenes.

No hace falta que lo diga, comprueba el almirante. Los ronquidos que emite el abate hacen temblar las paredes.

—Pues vámonos.

Antes de apagar la luz, don Pedro repara en un texto manuscrito que está sobre la mesa, con aparente letra del propio Bringas. Por escrúpulo no se atreve a tocarlo, pero la curiosidad lo vence hasta el punto de inclinarse, vela en mano, para leer unas pocas líneas escritas con letra fina y quebrada, aguzada como puñales:

 

Un autor de ingenio que sepa manejar su pluma puede hacer gran beneficio a la libertad de los pueblos a través del público que asiste al teatro, diciendo allí con sólida y elegante elocuencia, mediante ejemplos y personajes artificiosamente tomados de la Historia, lo que el más ardiente patriota no puede, o no se atreve a decir a un príncipe, a un valido o a un poderoso. Por eso el teatro es principal fuente de felicidad pública y escuela de educación general, que puede convertirse en arma afiladísima en manos de hombres audaces sin otro límite que su coraje y su talento...

—¿Es suyo? —se interesa don Hermógenes.

—Lo parece.

Los dos académicos se disponen a salir.

—¿Y qué tal escribe?

—Nada mal, desde luego. Y tengo la impresión de que nuestro abate no es tan disparatado como aparenta.

En la puerta, antes de apagar la vela y dejarla donde estaba, el almirante dirige una última mirada al bulto inmóvil entre las sombras de la cama. Los ronquidos de Bringas siguen atronando el aire. Vino ajeno y miseria propia. El reposo breve de un guerrero.

 

Una hora más tarde, en la rue Vivienne, alzando la vista bajo el ala vuelta del sombrero calañés, Pascual Raposo observa cómo se apaga la luz de las habitaciones de los académicos en el hotel de la Cour de France. Después deja caer el cigarro, lo aplasta con el tacón de la bota y camina despacio, envuelto en su capote, alejándose del lugar. En realidad, la vigilancia personal de hoy no es necesaria; pocas lo son, pues el policía Milot y su red de confidentes mantienen informado a Raposo de cuanto el almirante y el bibliotecario hacen en la ciudad. Pero ocurre que, como en noches anteriores, el antiguo soldado de caballería sabe que aún tardará en dormirse; que pasará horas desvelado por el ardor de estómago, moviéndose sin objeto por la habitación, o fumando asomado a la ventana. Por eso procura retrasar el momento de meterse entre las sábanas hasta que el sueño sea más profundo, y no lo haga llegar al alba en esa duermevela agotadora que también le deja la cabeza confusa, la boca áspera y los ojos inyectados en sangre.

Ni siquiera Henriette Barbou, la hija de los dueños del hotel, es aliciente para templarlo. A estas horas, calcula Raposo, la joven podría haber ido a su habitación, descalza para no hacer ruido, en camisón y con una vela encendida, dispuesta a meterse en la cama con él —ese pensamiento le provoca una violenta e inoportuna erección—. Ya esta misma tarde se produjo un avance sustancioso cuando él la encontró de rodillas en el suelo, fregando el rellano de la escalera con cubo y bayeta, y ella aceptó una breve escaramuza que concluyó con la promesa de culminarla en la primera ocasión. Sin embargo, ni siquiera eso basta ahora para atraer a Raposo. Es demasiado pronto; si no para él —aunque los estragos de la mala vida empiecen a pasar factura, y la fatiga, ya que no el sueño, llegue cada vez más temprano—, sí para su estómago, su inquieta cabeza y los fantasmas que recuerda, o que genera. Así que, sin prisa, Raposo camina hacia donde sabe que su compadre Milot suele acabar cada jornada laboral: en alguno de los cabarets que abundan en torno a Les Halles, el corazón de los mercados de París.

Pasa la una de la madrugada. Por las calles mal iluminadas crece la animación a medida que Raposo se acerca a su destino. A tales horas, cada noche, cuatro o cinco mil campesinos llegan al centro de la ciudad por diferentes caminos, con mulas y carretas, trayendo desde una distancia de varias leguas verdura, legumbres, fruta, pescado, huevos: todo lo que, por la mañana, aprovisionará los mercados que nutren el vientre enorme de la ciudad. Por eso este lugar de la orilla derecha se encuentra más concurrido de noche que de día. Carros y animales obstruyen algunas calles. En la rue de Grenelle, más iluminada que otras, hay varias tabernas abiertas; y en los angostos callejones laterales, sumidos en sombras, se adivinan bultos de mujeres que acechan a los transeúntes llamándolos con chasquidos de lengua.

—Coño, Pascual. Qué alegría verte por aquí.

En realidad Milot no ha dicho coño, sino parbleu; que es una manera de decir pardiez a la francesa. Pero a Raposo siempre le parecieron los juramentos y blasfemias demasiado suaves en lengua de Molière; de los que alivian poco. Muy alejados, por supuesto, de los sonoros voto a Dios y me cisco en Cristo con los que, sin ir más lejos, o yendo, un español de boca fácil se queda a gusto mientras echa fuera los diablos. Así que, en traducción libre, adapta el idioma gabacho a su manera.

—Tenía sed —responde Raposo.

—Estás en el sitio adecuado, compañero —el policía señala con el bastón de nudos un portal—. ¿Tinto o blanco?

—Déjate de mariconadas —se burla Raposo—. A esta hora, aguardiente.

Sabe que eso empeorará el ardor de estómago, pero le da igual. En su francés cuartelero ha utilizado la palabra emproseuries; que, comparada con las correspondientes en áspera lengua castellana, apenas tiene color: Laisse tomber avec tes emproseuries, ha dicho. Milot se echa a reír y lo conduce al cabaret, donde penetran hendiendo el humo de tabaco y el hedor a humanidad. Al ver entrar al policía, el tabernero deja libre una mesa y dos taburetes en un rincón, donde se acomodan.

—Eau-de-vie? —pregunta el tabernero, refiriéndose al aguardiente.

—Qué cojones agua de vida —sigue choteándose Raposo mientras se quita capote y calañés—. Agua que arde, hombre. Eau-qui-brûle, o como se diga. Con unos granos de pimienta, si puede ser.

—Te hacía durmiendo o jodiendo —comenta Milot cuando deja de soltar carcajadas.

—Cada cosa a su tiempo.

—¿Has ido tras tus pájaros?... Te dije que no hacía falta. Mi gente se encarga.

—Es igual. Me gusta echar yo mismo un vistazo, de vez en cuando.

—Pundonor profesional, llamo a eso.

—Llámalo precaución a secas. Por desconfiar, todavía no se ha muerto nadie.

Llegan la frasca de aguardiente y los vasos. Raposo huele la bebida, cauto, y luego la paladea con gusto. Es fuerte, y la pimienta ayuda a que suba a la nariz. Se enjuaga la boca con un sorbo antes de tragarlo. Sin dolor, de momento.

—Según mis noticias —cuenta Milot—, siguen sin conseguir su Encyclopédie. Hay un librero del Louvre, un tal Cugnet, que ha prometido buscar para ellos; pero ya me encargaré de convencerlo para que no lo haga...

—De todas formas —opone Raposo—, por mucho que entorpezcamos, no puede descartarse que al final localicen una. Y tengo algunas ideas para eso.

—¿Por ejemplo?

—Necesitarán dinero para pagar; y el dinero se roba. La ciudad está infestada de desaprensivos.

Milot se pasa una mano por la calva y le guiña un ojo a Raposo.

—Eso dicen.

—También tendrían que transportarla de regreso, si llegan a hacerse con los libros, que son un montón. Supone muchos fardos; y pesados, además... Sujetos a mil accidentes por esos caminos.

—Muy sujetos, sí.

—Pues ahí puede haber mil imprevistos.

—Desde luego. Y si permites un consejo policial, te sugiero una denuncia.

—¿De qué clase?... ¿Por libros prohibidos?

—No. A estas alturas, la Encyclopédie se la trae floja a todo el mundo. Hasta el ministro de Policía tiene una. Necesitas algo más llamativo.

Un pescadero ebrio, que huele a su oficio, tropieza con Raposo al pasar. Éste lo rechaza con violencia y el otro se revuelve, airado. Milot va a intervenir y alarga una mano hacia el bastón de nudos, pero es suficiente con un cruce de miradas. Tras observar brevemente a uno y otro, el pescadero agacha la cabeza y sigue su camino. Milot atisba con ojo profesional el bulto en un bolsillo de la casaca de su compadre.

—¿Sigues llevando ese pistolete tuyo de doble caño?

Raposo encoge los hombros.

—A ratos.

—Ya sabes que está prohibido en la ciudad.

—Sí —conviene el otro, indiferente—. Eso tengo entendido.

Beben en silencio mirando alrededor, a la gente que fuma, charla o dormita el vino.

—Cabe la posibilidad —dice Raposo al cabo de un momento— de meter a mis viajeros en algún embrollo con ese abate que los acompaña... ¿Qué te parece?

—Es una opción —admite Milot.

—Algo que los entretenga una temporada. Que permita confiscarles libros, papeles y equipajes.

—¿Por ejemplo?

Arruga el ceño Raposo, pensando. Se ayuda con un trago y vuelve a pensar.

—Espionaje —concluye—. Para una potencia extranjera.

Milot considera las posibilidades del asunto.

—Oye —sonríe al fin—. Eso es muy bueno.

—Puede. Pero hay un inconveniente: Francia y España son aliadas.

—¿Y qué?... Se les denuncia como espías ingleses, y asunto resuelto.

Lo piensa Raposo un poco más.

—¿Puedes ayudarme en eso?

—Pues claro. Es mi especialidad, compañero. Levantar falsos testimonios, previo pago de su importe.

Chocan los vasos mientras hace cálculos Raposo. Momentos, oportunidades. Ventajas e inconvenientes. La idea de ver a los honorables académicos acusados de espionaje le arranca una sonrisa malévola.

—¿Cuánto tiempo me garantizaría algo así? —pregunta al fin.

Milot compone un gesto ambiguo.

—Depende de cómo se muevan ellos. Del interés que se tome vuestra embajada.

—Bueno, son miembros de la Academia Española. Gente de respeto... Y trajeron cartas de recomendación para el conde de Aranda.

—Entonces sería mejor jugársela fuera de aquí... Dos espías ingleses en cualquier pueblo del camino, figúrate. La ilusión que iba a hacer a los de allí. Entre el comisario que avisa al alcalde, o al revés, y el otro que pide instrucciones a París, y los interrogatorios... Mientras tanto, ese equipaje incautado, indefenso...

—En manos de cualquier desalmado que pueda hacerse con él o destruirlo —concluye Raposo, siguiéndole la idea.

—Ahí le diste, compañero.

—¿Parece razonable?

—Sí. Bastante. La guerra con Inglaterra facilita esa clase de cosas... ¿Pido más agua-que-arde?

La piden. Llega una segunda frasca y beben de nuevo. El estómago de Raposo sigue sin dar señales de protesta. Saca éste el reloj del chaleco y consulta la hora. Todavía es pronto, comprueba, para dormir como él desea. Después de todo, el cabaret no está mal, Milot resulta un buen camarada y la bebida es buena. Y de momento, indolora.

—¿Cuánto hace que dejaste el ejército? —se interesa el policía, que lo observa con curiosidad.

—Dieciocho años.

—¿Y tu última campaña?

—Contra los ingleses, en Portugal.

Tuerce Milot la boca.

—¿Y por qué lo dejaste?... ¿No era buena vida, la de soldado de caballería?

—No era mala.

Se ha ensombrecido Raposo, y el otro se percata.

—Oye, disculpa. Puede que no te guste hablar de eso.

—No me importa hablar.

Raposo se echa hacia atrás, apoyando la espalda en la pared. Mira el vaso de aguardiente y bebe otro trago. Ahora sí nota el alcohol escocerle dentro. Un poco.

—¿Has oído hablar del desfiladero de La Guardia?

—En mi puta vida.

—Pues fue allí, en el camino de Lisboa... Los ingleses y los portugueses se defendían bien. Estábamos cansados y con bajas, y nos tuvieron un buen rato esperando formados, inmóviles y al descubierto, con la artillería enemiga arrimándonos candela todo el tiempo...


Date: 2016-01-05; view: 994


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