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Los rencores del abate Bringas 7 page

—¿Muchos muertos? —se interesa Milot.

—Los suficientes para jiñarte en Dios y en la madre que lo parió.

—Entiendo.

Raposo desgrana ahora con lentitud las palabras. Su voz suena opaca, o tal vez indiferente.

—Después de un par de horas así —continúa tras un corto silencio— llegó la orden de atacar... Una granada había dejado listo de papeles a nuestro jefe de escuadrón, así que tomó el mando el teniente: un tipo mayor, chusquero... ¿Cómo lo decís aquí?

—Ancien? Vétéran?... ¿Procedente de la tropa?

—Sí, eso. Chusquero. Con mala suerte en los ascensos, bigotes grises y cara de cansancio... Había estado tragándose toda aquella mierda con nosotros, sobre su caballo, al frente de la formación. Oyéndonos protestar y blasfemar... Sabía cómo respirábamos.

Raposo calla un momento mientras se frota el estómago. Por unos instantes ha estado mirando el vacío, cual si en él se recrearan de nuevo, ante sus ojos, los detalles del recuerdo que narra. Y ahora se vuelve a Milot casi con sorpresa, o con gesto de duda. Se diría que de pronto le extraña verlo allí, a su lado, entre el humo y las voces de la taberna.

—Al fin —prosigue tras un instante— llegó un batidor con la orden. El teniente sacó el sable, dijo: «Listos para cargar» y nos puso al paso. Lo seguimos con la rienda floja, de mala gana. Seguían cayendo granadas. Cuando gritó: «Al trote», empezamos a pararnos. Y cuando ordenó la carga, ni uno de los que estábamos en la formación se movió. Nos quedamos quietos, tirando de las riendas, mientras el teniente se lanzaba al galope con el sable apuntando al desfiladero... Sabía que no íbamos a irle detrás, pero cabalgó hasta perderse de vista. Ni siquiera se volvió a mirarnos... Sólo lo siguió un corneta joven como de quince años, soplando el cobre, y lo último que vimos fue la nubecilla de polvo de los dos caballos y aquel absurdo toque de corneta que se alejaba, hasta que cesó de pronto.

—¿Y eso fue todo? —pregunta el policía tras un momento de silencio.

Aunque asiente despacio, Raposo tarda un poco en responder. El estómago empieza a dolerle en serio.

—Eso fue todo —dice al fin—. Nunca volvimos a verlos. El escuadrón fue disuelto, se fusiló a los sargentos, y a los demás nos mandaron cuatro años al presidio de Ceuta.

—Joder —Milot tiene la boca abierta de estupor—. Eso no lo sabía, compañero.

Raposo se pone en pie.

—Pues ahora ya lo sabes.

 

Un poco más tarde, Pascual Raposo recorre la rue de la Chaussetterie. El aceite del alumbrado público se extinguió hace rato, y la luz artificial se reduce a una breve claridad naranja en torno a las mechas que humean tras el vidrio de los faroles colgados de sus poleas. Con paso algo vacilante, embozado en su capote y calado el sombrero hasta los ojos, el antiguo soldado de caballería camina a la sombra de las casas, como un criminal. Sobre él gravita la noche, que añade sombras extrañas a la noche misma. El aguardiente y la conversación de hace un rato le han fijado en la cabeza imágenes antiguas, recuerdos que rinden ahora mal servicio. Y entre ellos flota uno especialmente incómodo: el rostro cansado y los bigotes grises de aquel teniente, de nombre olvidado, que hace dieciocho años cargó, seguido sólo por un corneta, en el desfiladero de La Guardia.



No es, para ser exactos, remordimiento lo que agita el espíritu de Raposo. Sería demasiado pintoresco, en su caso. Igual que la mayor parte de los seres humanos, los individuos como él encuentran con facilidad justificaciones para cada uno de los actos de su vida, por crudos o miserables que sean; y raro es quien arrastra consigo más fantasmas de los que le conviene soportar. El suyo, esta noche, es más bien un recuerdo melancólico: una incómoda certeza de tiempo pasado y distancia irreparable. Quizá, también, de ocasiones perdidas. Al recordar el rostro de aquel oficial mientras sacaba el sable de la vaina y gritaba órdenes sabiendo que nadie las iba a cumplir, picando luego espuelas sin volverse a mirar atrás, Raposo se entristece más por lo que en otro tiempo pudo ser y no fue, que por otra cosa. Por sí mismo, en realidad. Por el hombre que en él dejó de existir, o de ser posible, apenas tiró de la rienda de su caballo, deteniéndolo como todos los otros, frente a aquel polvoriento desfiladero portugués. Es la suya, en fin, una melancolía tocante a su propia juventud, al tiempo transcurrido. A quienes pasaron por su lado sin que él retuviese de ellos lo que, tal vez, habría podido ayudarlo a dormir mejor en horas como ésta.

Un bulto que se destaca de la oscuridad. Un chasquido de lengua que detiene la mano que ya se introducía bajo el capote, en un bolsillo de la casaca, buscando la pistola. La puta ha salido de las sombras, situándose en el escaso contraluz del farol mortecino que tiene detrás. Lleva un corpiño de rayas rojas y blancas, y apenas puede vérsele el rostro, aunque las formas parecen correctas.

—Venga a pasar un buen rato, señor —dice con descaro profesional.

—¿Dónde? —inquiere Raposo.

—Tengo un sitio aquí cerca: cinco francos yo, seis sueldos una cama con sábanas... ¿Le va bien?

—Tengo prisa.

La mujer señala un callejón oscuro. Parece cansada.

—Pues lo hacemos ahí mismo.

Duda Raposo, frotándose el estómago dolorido. Llevarse una sífilis como recuerdo de París no es el objeto de su vida.

—¿Tienes protección?

—¿Cómo?

—Vainas protectoras. Preservativos... Tripa de oveja, vamos.

—Se me han acabado.

—Ya.

La puta se acerca un poco más. No lleva sombrero, y ahora Raposo puede verla un poco mejor. Parece joven. Huele a sudor y a vino mezclados con un perfume violento y barato. A hombres que esta misma noche ya pasaron por ahí.

—Me lo puede hacer por detrás si lo prefiere, señor.

—Sin vaina de protección, me da igual por detrás que por delante.

—¿Y con la boca?

Lo piensa un momento Raposo. Con cierto interés. Teniendo en cuenta que no es ésa una variedad del asunto que practiquen las putas españolas —son más de misa y rosario, y sus confesores lo prohíben—, la propuesta parece tentadora. Pero al fin menea la cabeza.

—No, déjalo.

—Tres francos.

—Te he dicho que no.

Mientras se aleja, escucha a la mujer insultarlo en voz baja. Salaud de merde, dice, o algo parecido. El tono vale para cualquier idioma. Y algo más allá, abierto el capote, Raposo alivia la vejiga orinando sobre un montón de ladrillos rotos, en un callejón corto y estrecho cuyas sombras, atenuadas por un ápice de luna creciente que en ese momento penetra entre dos aleros, permiten distinguir montones de basura; y también, en el instante en que Raposo se abotona el calzón, los ojos rojizos, brillantes y malignos de una rata que lo observa. Aquélla es casi tan grande como un gato, y está inmóvil, mirándolo con fijeza, replegada en sí misma mientras espera pasar inadvertida. Raposo la contempla un momento, y después se agacha despacio para coger uno de los trozos de ladrillo. La rata parece adivinar la intención, pues emite un chillido de miedo y amenaza que hace sonreír, cruel, al hombre que la observa alzando la mano con el ladrillo. Una rata acorralada en un callejón, entre basura. Perfecta imagen del mundo, piensa Raposo mientras le arroja el trozo de ladrillo.

 

 

Capítulo 8


Date: 2016-01-05; view: 767


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