Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Los rencores del abate Bringas 5 page

Lo confirma sonriente Bertenval, que como colega académico se pone de inmediato a disposición de los españoles —fórmula que, por otra parte, en París no compromete a nada—, y cuya mano estrecha con calor el bibliotecario.

—Dios mío... —repite éste como para sí mismo, feliz—. Dios mío... Sólo por este encuentro ya se justifica haber viajado hasta París.

Los recién llegados toman asiento junto a la chimenea, y pronto la conversación gira en torno al trabajo de las academias de Madrid y París. Al elogiar el trabajo de la española y sus magníficos diccionarios, con el debate constante entre lengua, ciencia y religión, Buffon recuerda que también él, pese a su edad y a la prudencia con la que, respeto aparte, siempre se mantuvo desligado de los enciclopedistas y filósofos más radicales, fue denunciado hace dos años por un doctor en teología de la Universidad de París.

—Lo que demuestra —concluye, dirigiéndose con mucha cortesía a don Pedro y don Hermógenes— que no sólo en España revolotean los cuervos negros en torno a las ideas, nuevas o viejas.

—Le cambio sus cuervos por los nuestros —apunta el almirante.

Se celebra la agudeza. Al saberlo marino de profesión, lo interroga Bertenval sobre algunos aspectos de la construcción naval en La Habana y las ciencias aplicadas a la navegación. Acaban los dos hablando de Locke y Newton, cuyas obras, para sorpresa del enciclopedista —incluso de don Hermógenes, que asiste fascinado a la conversación serena y educada de su compañero—, confiesa admirar el almirante; quien a una pregunta de madame Dancenis se declara, con cortés firmeza, anglófilo en materia de ciencia. Felicita don Pedro en términos mesurados a Buffon por apoyar a Newton en la polémica que éste mantuvo con el alemán Leibniz sobre la invención del cálculo infinitesimal, y acaba introduciendo, con mucha pertinencia y cierto pundonor patriótico, el nombre del científico y marino español Jorge Juan. Para satisfacción de los dos académicos, tanto Bertenval como Buffon alaban la personalidad del aludido, cuya obra parecen conocer bien.

—Es una lástima que ese hombre notable no haya sido honrado en su patria y reconocido en Europa como merece —opina Buffon—. ¿Lo conoce en persona?

—Tuve esa suerte.

—¿Tuvo?... ¿Qué ha sido de él?

—Murió. Entre la indiferencia general.

—Lamentable... Individuos como él honran a quienes los escuchan, y deshonran a quienes los descuidan. Y realmente, sus Observaciones astronómicas y físicas...

—Observemos ahora cómo está dispuesta la cena —los interrumpe madame Dancenis tras advertir el aviso silencioso de un criado.



Todavía se presenta otra invitada: la pintora Adélaïde Labille-Guiard, amiga íntima de la casa. Es una mujer bella, hermosa de formas, de rostro redondo y simpático. A su llegada se levantan todos camino del comedor, coincidiendo en mitad del salón con el marido y los que jugaban. Pierre-Joseph Dancenis es hombre próximo a los sesenta, que tiene una frente despejada y lleva el cabello cano sin empolvar. Viste de frac color nuez, calzón negro y zapatos sin hebilla, con el descuido de quien se encuentra en casa y entre amigos de confianza. Su aspecto doméstico y tranquilo se ve confirmado por la sonrisa amable, más bien ausente, que pasea entre los invitados de su mujer.

Con el grupo viene el abate Bringas, que al ver a Bertenval en el salón se acerca a saludarlo; pero el almirante, que se encuentra cerca, advierte que el filósofo vuelve la cara con disgusto.

—Sólo quiero ofrecerle mis respetos —dice Bringas, desairado.

—Mejor ofrézcamelos por escrito, en vez de ensuciar mi nombre atacándome en esos folletos anónimos que publica.

—Le aseguro, señor...

—Déjeme de cuentos. En esta ciudad nos conocemos bien.

Sin pretenderlo, el almirante ha asistido a este intercambio, que zanja Bertenval dando la espalda al abate y, tras inclinarse hacia madame Dancenis, susurrarle mientras entran en el comedor: «Veo que sigue usted invitando a ese miserable».

—Me divierte —responde ella con desenvoltura.

—Bueno. Es su casa, querida señora... Todos necesitamos una extravagancia de vez en cuando. Y nunca hubo corte de reina sin bellaco chocarrero.

Toman asiento en torno a una mesa espléndida puesta con vajilla de Sèvres para dieciocho cubiertos, propia de una casa que, según comentó Bringas a los académicos cuando llegaban paseando, costó 800.000 libras, dicen, y cuyo servicio doméstico consiste en siete criados y doncellas sin contar los cocineros, cochero, paje y el suizo de la puerta.

—Ayer, en el Petit Dunkerke, vi a madame de Luynes —está contando el chevalier Saint-Gilbert—. Y ya saben ustedes lo que de ella se dice... Está tan gorda, que sus amantes pueden besarla durante toda una noche sin besarla nunca en el mismo sitio...

La cena es amena, con charla grata y altas dosis de ingenio, y la conversación pasa con naturalidad de un tema a otro, de las anécdotas divertidas de madame de Chavannes y el chevalier Saint-Gilbert a incursiones en política, moral e historia. Todo transcurre, para placer del bibliotecario y del almirante, en un ambiente de dulzura de conceptos, tolerancia mutua, buen humor que seduce fácilmente. Por todos se esgrimen opiniones diversas —al almirante le sorprende, aunque no lo manifiesta, que el anciano Buffon no exponga ideas tan avanzadas como le suponía—, pero en ningún momento la divergencia entre antiguas y nuevas tendencias se plantea como confrontación, sino como teorías abiertas donde cabe la extrema cortesía. Sólo Bringas, claramente contenido a su pesar, lanza feroces miradas a Bertenval desde el extremo de la mesa donde está sentado junto al peluquero Des Veuves, y en ocasiones emite suspiros sarcásticos o interviene destemplado en la charla; como cuando el escritor y filósofo, con destacado ingenio, narra sus cuatro estancias en la Bastilla y las órdenes de prisión o lettres de cachet —que denomina, humorísticamente, «mi correspondencia con el rey»—, y Bringas, con una copa de burdeos agarrada en una mano y alzando con la otra un tenedor que tiene pinchado un trozo de faisán goteante de salsa, sentencia desde su esquina:

—Hay Bastillas y Bastillas... Hay quien entra allí frívolamente, sabiendo que va a salir, pues goza de amigos en la corte, y hay quien se ve sepultado sin esperanza.

—Pues a usted, lamentablemente, siempre me lo encuentro fuera —comenta Bertenval con sonrisa despectiva.

Bringas se mete la comida en la boca, bebe vino y apunta al filósofo con el tenedor.

—Tiempo vendrá en que todo lo blanquearemos en la colada.

—¿El trueno de Dios? —se interesa el chevalier Saint-Gilbert, risueño como suele.

—¿De quién?... Repita el nombre, señor. El ruido de los tiempos, de los tronos y altares que pronto caerán me tiene sordo.

—Dejemos los tronos en paz por ahora, mi estimado abate —lo tranquiliza madame Dancenis, sentada entre Bertenval y Buffon—. Y en lo posible, también a Dios —añade dirigiendo una mirada severa a Saint-Gilbert.

Bringas pincha otro trozo del plato.

—Obedezco, señora. A la belleza y la inteligencia, único salvable en esta hipócrita Babilonia, me someto y obedezco.

—Así me gusta.

De vez en cuando, los ojos de la dueña de la casa coinciden con los del almirante, que está frente a ella y los sostiene con naturalidad cortés; y siempre corresponde al gesto una leve sonrisa que marca simpáticos hoyuelos en las mejillas de Margot Dancenis. Antes, cuando se dirigían al comedor, don Pedro la ha visto caminar con elegante seguridad sobre los tacones de unos zapatos de satén, altos de tres pulgadas, que imprimían a su cuerpo un ondulante atractivo. En cuanto al vestido, su drapeado a la francesa muestra en el escote generoso, apenas cubierto de muselina, la piel suave y blanca del arranque del pecho. El almirante fija un segundo allí la vista, involuntariamente; pero eso basta para que al alzar los ojos encuentre la mirada de la mujer, que ahora lo observa con un grato aire de diversión, o de sorpresa. Prudente, don Pedro aparta la suya y bebe un corto sorbo de vino. Y al dejar la copa sobre el mantel bordado y mirar de nuevo en torno, encuentra la mirada fría, inamistosa, del tal Coëtlegon: el individuo que, según Bringas, hace la corte a Margot Dancenis y tiene la fortuna de ser correspondido. Ignorando al otro, el almirante presta atención a lo que a su lado dice madame de Chavannes, que cuenta un episodio de su vida en la corte del difunto Luis XV, cuando el mariscal de Brissac intentó ir demasiado lejos en materia íntima mientras ambos, persiguiendo un jabalí, se encontraban perdidos durante una cacería real, en Vincennes.

—... Y entonces, interponiendo mi mano entre mis encantos y su deseo, le dije: «Señor, imagine que nos sorprende su esposa, o el jabalí»... A lo que el buen mariscal respondió con mucha presencia de ánimo: «Lo cierto, querida señora, es que prefiero imaginar que nos sorprende el jabalí».

Todos ríen, y la conversación gira hacia las costumbres francesas y españolas, los libertinos y el libertinaje.

—A menudo, cuando miro alrededor en esta ciudad magnífica —confiesa madame Dancenis—, no me reconozco en aquella jovencita educada en un mojigato pensionado de Fuenterrabía.

—Su San Jorge la rescató de las garras del dragón —apunta La Motte, el maestro de la Ópera.

Todos miran al marido, que trincha con mucha sangre fría el faisán de su plato, sentado a la izquierda de don Hermógenes.

—Hice cosas más osadas —dice aquél, sonriente—. Conseguir hace dos años que el señor conde de Buffon honrase mi biblioteca con su Époques de la nature, dedicado y gratis, sin pagar un luis, sí que fue una hazaña...

Todos ríen de nuevo, incluido el viejo naturalista, que tiene fama de tacaño. Después, el asunto de los libertinos vuelve a ser puesto sobre el mantel. Lo hace uno de los que jugaban al faraón con Dancenis y Coëtlegon; que, aunque viste de paisano, con coleta empolvada y frac color nuez con doble fila de ojales, ha sido presentado a los académicos como monsieur de Laclos, capitán de artillería. Es un hombre todavía joven, simpático, de rostro inteligente.

—Precisamente —comenta en tono ligero— me ocupo ahora del asunto en una novelita que tengo a medias: la seducción, la honestidad y la figura del libertino como cazador sin escrúpulos...

—¿Y será publicada? —se interesa la dueña de la casa.

—Así lo espero.

—¿Hay malvados?

—Malvadas, más bien. En femenino.

—Bravo. Qué, si no. ¿Y escenas subidas de tono?

—Alguna, sí. Pero no tanto como en esas novelas que lee usted para aliviarse los dolores de cabeza.

Sonrisas regocijadas. Alguien ha comentado antes, medio en broma y medio en serio, que madame Dancenis sufre de vapores después de recibir cada miércoles. Demasiada trascendencia. Y que se alivia leyendo libros filosóficos.

—No sea malvado, Laclos.

Éste hace un ademán para quitarse importancia.

—En realidad, mi novela es una historia sobre la instrucción de la inocencia. Dicho muy en corto.

—¿Ya tiene título?

—Todavía no.

—Me encantará leerla... ¿Sale el señor Coëtlegon?

Suenan carcajadas mientras el aludido inclina la cabeza en irónico saludo.

—A él —añade Margot Dancenis, falsamente severa— no le importa nada instruir a las inocentes, cuando le dan ocasión.

Escandalizado por aquella libertad de conversación, que considera inusual entre gente educada y en presencia de señoras, que además tienen el desahogo de intervenir en ella —sólo madame Tancredi, la acuarelista, permanece silenciosa y lánguida—, don Hermógenes se vuelve a menudo hacia el almirante, sin dar crédito a lo que oye. También observa, intrigado, la imperturbabilidad de monsieur Dancenis, que sigue comiendo con mucha flema, como si nada de aquello fuera con él; desempeñando con poco esfuerzo el papel de marido tolerante que se mueve entre los invitados sin participar en exceso, cual si la puerta siempre abierta de su biblioteca le ofreciera un refugio cómodo y cercano: un baluarte al que poder retirarse, en caso necesario, sin que adviertan su ausencia.

Los demás siguen a vueltas con el libertinaje. Causas y efectos. En ese punto, el filósofo Bertenval, a quien la conversación ha dejado un poco al margen, recupera terreno.

—Lo que perjudica la belleza moral, aumenta la belleza poética —opina, grave.

—Se trata más bien de combinar lo amargo y lo dulce —apostilla por su parte Buffon, que pese a sus años no desea quedarse atrás.

Frunce el ceño Bertenval, buscando un remate digno del competidor.

—Conjugando —concluye, clásico— la severidad con el placer.

—Tienen ustedes razón —responde madame Dancenis mientras ignora, como hacen todos, los aplausos sarcásticos que Bringas, ya algo bebido, dedica a Bertenval y Buffon desde su extremo de la mesa—. Con la virtud no se hacen más que cuadros fríos y tranquilos... A fin de cuentas, son la pasión y el vicio los que animan las composiciones del pintor, del poeta y del músico.

—Completamente de acuerdo en eso —tercia el maestro La Motte, mientras aprieta con disimulo la mano de mademoiselle Terray.

—Los libertinos —declara el físico Mouchy, reclamando su cuota de atención— son bien acogidos en la sociedad porque son desenfadados, alegres, manirrotos, amigos de todos los placeres.

—Y a menudo, atractivos —añade mademoiselle Terray.

—También conocen mejor el corazón humano —opina Adélaïde Labille-Guiard.

Bromea Laclos, bienhumorado.

—Hoy, en París, toda señora que se precie debe tener en su corte al menos a un libertino y a un geómetra, como antes tenían pajes.

La ocurrencia es muy celebrada. Mouchy y Des Veuves, intencionados, reclaman la opinión de Coëtlegon. Éste, que acaba de beber un poco de vino, se seca los labios con la servilleta, mira fugazmente a madame Dancenis y esboza una sonrisa distante.

—Sobre la geometría no me pronuncio... En cuanto a lo otro, algunos preferimos, supongo, los vicios que nos divierten a las virtudes que nos aburren.

—Detalle eso, Coëtlegon —pide alguien.

El aludido mira alrededor, dedicándoles a todos una sonrisa helada. Es atractivo, concluye el almirante: perfil delicado y masculino a la vez, gestos elegantes, algo desdeñosos, y aquella expresión tranquila, de suficiencia y despego. Le han dicho que el sujeto fue oficial del regimiento de granaderos del Rey, y eso quizá explique una parte de aquel aplomo. Su vanidad estrecha. Refinada.

—Mejor lo dejamos para otra cena —dice Coëtlegon—. Esta noche, el vicio parece estar en minoría.

—Puede usted contar con mi espada, señor —ríe Laclos.

Llegan los postres. Está siendo una cena estupenda, piensa don Hermógenes, que apenas ha probado el vino pero siente que el par de sorbos que tomó se le suben a la cabeza, inspirándole un amable bienestar. Al otro lado de madame de Chavannes, el almirante atiende a todo con su habitual serenidad, conversando tranquilo y amable; y el bibliotecario se siente orgulloso de la desenvoltura con que se conduce su amigo y compañero: hombre viajado, a fin de cuentas, y con la educación rigurosa de un oficial de la Real Armada; no como él, que pasó la vida gastándose los ojos en Plutarco a la luz de una vela. Entre los griegos, hablar es la parte de los sabios, y juzgar, la de los necios... Etcétera.

—¿Hay libertinos en España? —pregunta Adélaïde Labille-Guiard a los académicos.

—Como en todas partes —se oye decir a Bringas, pero nadie le hace caso. Todos miran a don Hermógenes y al almirante. Cohibido, el primero se echa atrás en el respaldo de la silla, deja sus cubiertos en el plato y mira a su compañero, transfiriéndole toda la responsabilidad.

—Los hay, pero de estilo distinto —dice éste con calma—. Lo que aquí llaman libertino es una figura mal vista, o inexistente en esos términos.

—El peso de la religión —apunta Margot Dancenis.

Don Pedro la mira sin parpadear, con reconocimiento.

—Exacto. Allí es otro tipo de hombre mujeriego el que conocemos. Más tocante a la majeza, el desgarro, las costumbres populares. De venta, colmado, guitarra, palmas y gitanería. A menudo, con mujeres de clase inferior. Ninguna señora...

Se interrumpe, dejándolo ahí. Los hoyuelos de Margot Dancenis se ahondan en sus mejillas.

—El almirante quiere decir que, a diferencia de las francesas, ninguna española coquetea con otro hombre en presencia de su marido.

—Por favor —protesta don Pedro—. Nunca se me ocurriría...

Ella se inclina un poco hacia adelante, apoyada en los codos, mirándolo con fijeza.

—¿Cuál es, a su juicio, el atractivo de un libertino para una mujer, tal como lo entendemos en Francia?

—Lo prohibido —responde el almirante, sin vacilar.

Parpadea ella, sorprendida.

—¿Perdón?

—Lo oscuro.

—Vaya —los hoyuelos se acentúan de nuevo—. Menuda claridad de ideas, querido señor. Cualquiera diría que sabe de lo que habla.

—No, en absoluto.

Para alivio del almirante los interrumpe Bringas, a quien el vino empieza a asomarle a la lengua.

—A las mujeres les gusta esa clase de hombres, porque ellas son libertinas por naturaleza —sentencia.

—Buena jugada, abate —responde Margot Dancenis con mucha calma—. In vino veritas... ¿Está de acuerdo, almirante?

—¿En lo del vino?

Ella le dirige otra sonrisa lenta, deliberada. Casi agradecida.

—No se haga el tonto, señor. En lo de las mujeres.

De soslayo, don Pedro siente los ojos fríos de Coëtlegon fijos en él. Qué manera más absurda, concluye, de hacerse un enemigo. Sin necesidad.

—No estoy seguro, con Diderot —dice al fin—, de que a ustedes les disguste que las hagan sonrojarse.

Margot Dancenis emite una carcajada limpia, segura de sí. Endiabladamente atractiva, piensa melancólico el almirante. Pero no dice nada, y al cabo, tras sostener su mirada un momento, don Pedro se ve obligado a apartar los ojos. Es Bringas quien, desde el extremo de la mesa, habla primero.

—Ah, bien dicho, señor. Un libertino ocupa el lugar social que otros muchos hombres no se atreven o no pueden ocupar... Les falta, o nos falta, lo que hay que tener.

Se interrumpe, bebe y está a punto de atragantarse. La peluca se le ha torcido más de lo habitual, y su mirada tiene un reflejo vago, impreciso, como si hubiera dejado de ver, o de interesarle, cuanto hay alrededor.

—También los tiempos que vienen —masculla— cambiarán eso.

—¿Qué tiempos? —lo zahiere el peluquero Des Veuves, guiñando un ojo a los demás.

—Los espantosos del cuchillo y la gran ramera del Apocalipsis.

—La mujer, vaya —apunta Mouchy—. El quinto jinete.

—Ah, ¿pero hay otros cuatro?

Sigue una animada discusión, de vuelta a hombres, mujeres, libertinos y castidades cuestionables. Y es madame Dancenis quien, antes de levantarse de la mesa, resume con más franqueza su visión del asunto.

—En el fondo —dice—, a una mujer de mundo le gusta saber que hay hombres superiores a otros, más audaces y elegantes, que no defraudarán su vanidad, no se detendrán ante su pretendida virtud, y tomarán la iniciativa usando, incluso, la violencia adecuada que sirva de excusa a la mujer... ¿Me explico?

—Como Cicerón, señora mía —dice Bertenval.

—Pues volvamos al salón, a tomar el café.

 

A medianoche, coincidiendo con las doce campanadas de Saint-Roch, los dos académicos están cerca de la iglesia, buscando un coche para llevar a Bringas a su casa. El abate se tambalea, algo más que un poco ebrio, y desgrana una letanía de amenazas contra el mundo en general y contra los invitados de madame Dancenis en particular. El bastón se le cae al suelo en tres ocasiones.

—Ah, tiempo llegará, desde luego —repite una y otra vez con lengua insegura—. Tiempo vendrá, a fe mía... —se vuelve a mirar atrás, como para grabarse el lugar en la memoria—. La cólera del pueblo sabrá dónde, hip, encontraros...

Dan con un fiacre cerca de la plaza Vendôme, consiguen sacarle a Bringas la dirección —orilla izquierda, confirma el cochero— y se acomodan en el gastado asiento, uno a cada lado del abate. Casi sosteniéndolo. Don Hermógenes lleva en la mano la peluca que se le ha caído al otro, quien apoya la cabeza rapada a trasquilones en un hombro del almirante.

—La cólera... —repite Bringas, monótono—. La cólera del pueblo.

Pasan frente a la fachada de la Ópera, que acaba de cerrar sus puertas y apagar las luces. Todavía quedan carruajes y público rezagado en las calles próximas. Aún más adelante, y pese a lo avanzado de la hora, la ciudad no está desierta. El viento ha cesado, la noche es serena y no demasiado fría, y por las calles caminan transeúntes cubiertos con sobretodos y capas; algunos de ellos, acompañados por saboyanos con antorchas que se alquilan para recorridos cortos. Algún local sigue abierto, como el cabaret elegante de la esquina de L’Arbre Sec, que tiene carruajes, luz y animación ante la puerta. París, han comprobado los académicos, al menos en sus barrios principales, es una ciudad tan segura de noche como de día. Más, desde luego, que Madrid con sus patilludos malandrines embozados, sus calles sombrías y sus malos encuentros de taberna y navaja. Aquí hay reverberos cada cierto espacio, la policía secreta y sus esbirros patean las calles, y en varios puntos vigilan retenes de guardias francesas. Lo comentan los académicos mientras ven desfilar luces y sombras al otro lado de las ventanillas, y Bringas, no tan dormido como parece, murmura con voz pastosa:

—Un espíritu... Esto... Un espíritu libre prefiere el desorden, señores... Es triste que la seguridad del súbdito... Hip... dependa de la tiranía del monarca.

—Bien dicho —sonríe el almirante, dándole golpecitos animosos.

—Hip.

Cruzan el Pont Royal. A la escasa claridad de una luna en cuarto creciente, el río es una ancha cinta negra bordeada de sombras más espesas y altas, donde culebrea el reflejo de alguna ventana iluminada y puntos de luz de faroles lejanos. El puente, que durante el día se llena de carruajes, está ahora desierto. En el puesto de guardia los detiene un piquete. El sargento, mal afeitado y con el tricornio torcido, se asoma a la ventanilla. A su espalda, un fanal alumbra la piel grasienta de rostros en vela, casacas azules y relucientes bayonetas. No todo París, se dice el almirante, es tan sereno como parece. A poco que uno se fije, encuentra comezón bajo la ropa.

—¿Llevan armas de fuego, espadas o cuchillos?

—En absoluto.

El militar se fija en el bastón que don Pedro tiene entre las piernas.

—¿Es un bastón estoque?

—Sí. Para mi uso particular.

El otro repara en el acento.

—¿Extranjeros?

—Españoles, señor.

—Ah, bien... Circulen.

Al otro lado del Sena, dejando atrás los muelles, el coche se interna por calles estrechas y desordenadas, y parece ingresar en otra clase de mundo. Las casas están muy próximas entre sí, e impiden que llegue hasta abajo la débil claridad lunar. Los reverberos son más escasos; y los que hay, provistos con poco aceite, languidecen o están casi apagados, con una claridad anaranjada que apenas ilumina unos pasos alrededor. Contemplando el sombrío paisaje, don Hermógenes no puede menos que considerar su contraste con el mundo de la otra orilla: la casa de los Dancenis, con aquella iluminación gradual que iba de la discreta de la puerta a la atenuada de los pasillos y la brillante del salón y el comedor. O la espléndida araña de cristal veneciano que multiplicaba la luz de cera iluminando a los invitados, que conversaban con esa afable despreocupación que la buena sociedad francesa sabe, como nadie, asociar a las conveniencias, incluso cuando trata asuntos inconvenientes.

La velada con los Dancenis también había sido agradable después de la cena. De regreso al salón, los invitados hicieron tertulia general: Buffon, Mouchy, Laclos y Des Veuves se despidieron después del café; Bertenval informó a madame Dancenis sobre las nuevas candidaturas a la Academia Francesa —el filósofo tiene mano con D’Alembert, secretario perpetuo de la institución, y ella le ha hecho prometer que le presentará a los académicos españoles—; el chevalier Saint-Gilbert agotó su reserva de chismes; el abate Bringas siguió alternando la bebida con anuncios apocalípticos que fueron recibidos con buen humor, y al cabo surgió una discusión suscitada por La Motte y Adélaïde Labille-Guiard sobre el talento de Beaumarchais y el contraste con la mediocridad de su obra, su mal gusto al abusar de los concetti italianos y los tópicos sobre España contenidos en El barbero de Sevilla.

—Quizá no sepan ustedes —informó don Hermógenes al oír aquello— que las hermanas de monsieur Beaumarchais vivieron en Madrid en la calle Montera, no lejos de mi casa, y fueron visitadas varias veces por su hermano... De ahí el conocimiento, aunque superficial, que de mi patria tiene ese señor.

—¿Y a qué se dedicaban allí? —quiso saber madame Dancenis.

—Eran modistas, que yo sepa.

—¿Modistas?... Delicioso.

La anécdota fue apreciada por todos, para placer y cierto sonrojo del buen don Hermógenes. Más tarde, la acuarelista Tancredi, siempre etérea, tocó en el clavecín una pieza de Scarlatti que fue exageradamente aplaudida, y acabaron, diversión de moda, recortando siluetas mediante la luz de una vela proyectada en la pared; todos menos Bringas, que siguió bebiendo mientras calificaba aquello de divertimento ridículo. La más lograda de las siluetas resultó ser una que madame Dancenis hizo del almirante, muy alabada por todos a causa de su exactitud. Después, mientras mademoiselle Terray deleitaba a la concurrencia con un fragmento de la Rosaida de Dorat, don Pedro encontró fija en él la mirada amable de madame Dancenis acompañada de una leve sonrisa; y no tuvo necesidad de volverse hacia monsieur Coëtlegon para advertir que, en cada ocasión, éste lo observaba con menos simpatía.

Fue entonces cuando el dueño de la casa, que había asistido a todo con su acostumbrada actitud cortés y algo distante, casi distraída, rogó que lo disculparan pues tenía qué hacer en su biblioteca; y al ponerse en pie, invitó a los académicos españoles a conocerla. Lo acompañaron éstos con mucho gusto, y tras recorrer un pasillo adornado con espléndidas pinturas —«Un Greuze, un Watteau, un Fragonard... Ahí un Labille-Guiard... Ya ven... Cosas de mi mujer», informaba Dancenis al paso, con tranquila indiferencia—, se vieron en una sala espaciosa, las cuatro paredes cubiertas de libros y una mesa central con volúmenes de gran formato que contenían grabados y estampas.


Date: 2016-01-05; view: 904


<== previous page | next page ==>
Los rencores del abate Bringas 4 page | Los rencores del abate Bringas 6 page
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.014 sec.)