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La ciudad de los filósofos 3 page

—¿Hay mal ambiente?

El otro arruga el entrecejo.

—Lo normal, diría yo. Pero la gente se ha vuelto más desvergonzada y se insolenta a menudo. Aguanta menos. A algún noble le han apedreado el coche... Hubo un par de motines en los barrios bajos, otra vez por la carestía del pan y porque no hay agua potable: cristales rotos y varios tenderos apaleados... A un panadero que adulteraba con yeso el pan lo tiraron al Sena, y se ahogó.

—¿Y los cafés?

—Pues como siempre. Se conspira, se habla, se discursea, se agitan gacetas, se leen panfletos, se amenaza... Al rey se le mienta poco, sigue siendo querido del pueblo. La cosa va más contra la reina: la perra austríaca y tal. Le endilgan un amante nuevo cada dos semanas... Pero todo queda ahí. De vez en cuando, el ministro pone a la firma del rey unas cuantas lettres de cachet, se encierra a media docena de idiotas en la Bastilla, y todo tranquilo hasta la próxima.

Calla mientras se acerca el dueño con el vino. Una jarra y dos vasos. Raposo hace los honores: dos dedos para él, un vaso lleno para el otro.

—Venga, cuéntame —lo apremia Milot.

Raposo lo piensa un poco. Despacio. El modo de abordar la cosa.

—Estoy detrás de dos compatriotas míos, recién llegados —se decide al fin.

—¿Exiliados?

—No. Éstos traen pasaporte en regla.

—¿Y son peligrosos?

Balancea la cabeza Raposo, dubitativo, mientras recuerda al académico alto y flaco disparando contra los bandoleros que intentaron asaltar los coches cerca de Aranda de Duero.

—Son gente respetable —concluye— a la que no puedes pringar con tonterías.

—¿Tienen dinero que aliviarles?

Raposo alza una mano para descartarlo como motivo.

—No viene al caso. No se trata de eso.

—Entiendo... Bueno. Situados los sujetos, vayamos ahora al negocio.

—Hay dos partes —asiente Raposo—. Primera, controlar por dónde se mueven.

—¿Y cuál es su ambiente?

—Libreros, impresores, gente así...

Surge un brillo de curiosidad adicional en los ojos de Milot, que son grises y duros.

—¿En plan clandestino?

—No lo sé. De todas clases, imagino.

—Bien. Eso es fácil de controlar... ¿Y el segundo volumen?

—Ahí pasaríamos a la acción, si fuera necesario.

—¿Qué clase de acción?... ¿Violenta? ¿Contundente? —Milot tuerce la boca con desenfado—. ¿Mortal de necesidad?

Con un ademán vago, Raposo elude contestar de momento. Después mete la mano izquierda en el bolsillo opuesto a aquel donde lleva la pistola.

—Carajo... Te digo que es gente respetable. Éste es asunto delicado, ¿comprendes?... En todo caso, ya iremos viendo cómo.

Mientras habla, saca el cartucho de dinero y se lo pasa al otro con discreción.

—Ahí va un adelanto: diez dobles luises para aceitar las bisagras.



—Vaya —Milot sopesa el cartucho en la palma de la mano, complacido—. Bonito detalle... Bienvenido a París, camarada.

Y, levantando su vaso, brinda a la salud de Pascual Raposo.

 

Decepción. La palabra la usa tres veces el abatido don Hermógenes mientras despachan un fricasé de pollo y una botella de vino de Anjou, a seis francos por persona, después de una mañana de gestiones infructuosas. Están en casa Landelle, en el hotel de Buci, donde los ha llevado Bringas; y como el día es soleado, a través de la gran ventana abierta pueden ver el vaivén de carruajes y paseantes que vienen de comprar joyas, adornos y prendas de moda en el Petit Dunkerke del muelle Conti y en la plaza Dauphine. Observa curioso el bibliotecario a las señoras mientras piensa en la suya difunta, tan diferente de estas desenvueltas parisienses acostumbradas a tiendas donde se ofrece lo último. A su lado come imperturbable el almirante, manejando silencioso el tenedor mientras contempla el desfile de drapeados a la moda polonesa o circasiana, la variedad de peinados altos, cintas y sombreros sobre cabellos empolvados, postizos o naturales. Por su parte, Bringas mastica con urgencia, ayudándose con frecuentes sorbos de vino. Tan ávido de lo que tiene en el plato como de lo que ve en la calle.

—Ah, lo juro, caballeros... —se pasa la lengua por los labios, casi lúbrico, para eliminar los restos del fricasé—. No hay mujeres como las de París.

Dejan caer don Hermógenes y don Pedro esas palabras en el vacío, por no ser ninguno de ellos inclinado a tal clase de conversación. Así que, tras un par de intentos frustrados de volver sobre el tema, el estrafalario abate termina cambiando de tercio; no sin antes dirigir, por encima de su vaso de vino, un vistazo calculador a sus acompañantes: el de quien sondea carne por saber a qué atenerse, y da en hueso. De momento.

—En cuanto a que estén decepcionados —dice, cambiando de tono—, no creo que deban desanimarse. Estas cosas van despacio. No siempre es llegar y besar el santo.

—Nuestros recursos son limitados, como sabe —dice don Hermógenes.

—Tengan fe, que es virtud teologal. Todo se solucionará pronto, así que pidamos otra botella. Mientras hay vino en la mesa, hay esperanza en el corazón —los mira, sonriente—. ¿Les gusta la sentencia?

—No está mal.

—Es mía. De un opúsculo en el que trabajo, titulado: Tratado higiénico y filosófico sobre el onanismo como benefactor de la humanidad.

—Vaya —comenta don Hermógenes, que parpadea incómodo.

—Prometedor —pronostica guasón el almirante.

Moja Bringas trozos de pan en los restos de salsa, rebañando el plato. Bajo la peluca de nudos desordenados y grasientos, la claridad de la ventana enflaquece su rostro huesudo, mal afeitado.

—La idea —aclara— consiste en exponer cuántos tiranos se habrían ahorrado los pueblos si...

Lo corta el almirante con notable presencia de ánimo.

—No se moleste. Captamos el fondo del asunto.

Mira por la ventana el abate, masticando mientras observa a la gente que circula por la calle. Sus labios mezquinos se crispan de pronto en una mueca feroz.

—Aunque a menudo —dice con súbito desprecio— cada tirano tiene esclavos que le merecen... Miren ustedes esas pirámides capilares enyesadas con pomada, tenacillas calientes y vanidad... ¡A quien se diga que en París un peluquero gana más que un artesano, y que alguno se jacta de conocer ciento cincuenta formas de torcer los rizos de una dama o un caballero...! ¿Y qué me dicen de la ropa? ¿De esas prendas con faldones judaicos, llamadas levitas, que se están poniendo de moda? ¿De esa manía de que todo, chalecos, casacas o calzones, lleve rayas, porque la cebra del gabinete real se ha vuelto inspiración de los sastres elegantes?... ¡Que el diablo nos lleve! Pocos se endeudan por comprar libros, pero nadie se priva de lucir cada domingo una casaca nueva; y aun así, muchos de esos currutacos todavía deben la suya al que se la hizo... ¡Habría sorpresas si la policía obligara a todos a llevar encima, como justificante, el recibo de su sastre!

—También en Madrid la moda absurda hace estragos —opina don Hermógenes.

—Pero es que aquí lo justifica y explica todo. Moda al eclipse, al globo de aire caliente, al peinado de la reina, a la fanfán, a la caquita del perro de la Polignac... ¡Y a la estupidez la cortejan como si fuese regla con pena de vida!... Ahí se va el dinero, mientras un trabajador gana dos tristes sueldos y el pueblo pasa hambre.

—Aun así —opina el almirante—, esa hambre es menor que en España.

Bringas le dirige una sonrisa sardónica. Insolente.

—Les llevaré, si gustan, a que vean con sus propios ojos el hambre de verdad —dice—. El rostro del París famélico, lejos de esto —señala con desdén a la gente elegante que pasa por la calle—. La Francia real, a pocas manzanas de aquí.

La sonrisa se extingue en el acto, barrida por una sombra oscura. Después, con una expresión por completo distinta que le acude al rostro como una súbita máscara, el abate mira melancólico su plato ya vacío. Al fin bebe un largo trago de vino y se seca la boca con el dorso de una mano de uñas demasiado largas. En los puños de la casaca, así como bajo el pañuelo que le ciñe el cuello, se deshilacha una camisa limpia, aunque rozada en los filos.

—El hambre no conoce fronteras, señores. Siempre es la misma... Les digo yo, que en esa materia soy perito... ¡Qué de estrecheces pasa el sabio que no sabe lisonjear ni al vulgo ni al poderoso!... Tanta hambre pasé aquí como en España e Italia. Más, se lo aseguro, que un caracol en la vela de un barco... Dicho sea, naturalmente, como figura retórica.

—¿Por qué se fue de su patria? —se interesa el almirante.

El abate apoya un codo en la mesa para acariciarse el mentón. Trágico.

—Esa palabra es ambigua —sentencia—. Mi patria está allí donde consigo un trozo de pan. Y papel, pluma y tintero, a ser posible.

Don Pedro no se deja amilanar por la pose ni por el palabreo.

—¿Y aparte de eso? —insiste.

—Necesitaba aire para respirar. Libertad, en una palabra, aunque nunca imaginé que sería aquí, precisamente, donde conocería el oprobio y la prisión.

—Vaya... —el almirante se introduce un bocado, mastica despacio y se limpia los labios con la servilleta antes de beber un sorbo de vino—. ¿Estuvo en la cárcel? ¿En Francia?

Yergue arrogante la cabeza el otro.

—No me avergüenza decirlo: conocí la Bastilla; donde mi espíritu, no hay mal que por bien no venga, se templó en la solidaridad con los que sufren. Allí aprendí a ser paciente y a esperar la hora.

—¿Qué hora? —pregunta don Hermógenes, despistado.

—La hora espantosa que sacudirá los tronos de la tierra.

—Jesús.

Sigue un silencio incómodo, durante el que el bibliotecario y el almirante imaginan a Bringas afilando el hacha mientras ordena rencores por orden alfabético. No es una imagen insólita, decide el último. Ni imposible.

—En lo que dijo antes de Francia no puedo estar de acuerdo —objeta al fin el bibliotecario—. Encuentro gran diferencia con nuestra patria... El viaje desde Bayona nos descubrió un país fértil, de ríos caudalosos y campos verdes. Muy diferente a nuestros pedregales secos y ásperos. A la quebrada geografía española, que a tanta pobreza nos condena.

Golpea la mesa el abate con la palma abierta.

—No se deje engañar por las apariencias —dice con desdén—. Éste es un país rico, desde luego, dotado por la naturaleza. Pero todo lo chupa el desagüe de la vanidad, la codicia y la injusticia. Aunque es verdad que aquí, al menos, conocemos libertades que no existen bajo los Pirineos...

El almirante deja los cubiertos a un lado de su plato vacío, en la posición exacta de las cinco horas del reloj, y recurre por última vez a la servilleta.

—Hay libros —apunta escueto, como si eso lo resumiera todo.

—Exactamente —a Bringas le chispean los ojos vengativos—. Bendita letra impresa que un día, al fin, derribará falsos ídolos. Que acabará despertando al pueblo embrutecido.

—Ése es otro punto que admiro y envidio —suaviza don Hermógenes—: la abundancia de lecturas. Aunque lo de despertar al pueblo...

—En Francia —lo interrumpe el abate— el Estado arruina la vida de muchos de los que cultivamos las letras y las ideas, incluidos impresores y libreros; pero no ha podido arrancar la raíz de la libertad. Y eso es precisamente gracias a los libros.

—Estamos de acuerdo. Pero le decía que los despertares del pueblo, así a palo seco, me dan cierto repelús...

—¿Saben cuál es la diferencia? —Bringas sigue atento a su propio discurso—. Que en España los libros se consideran un objeto subversivo y peligroso. Un lujo prescindible, o un privilegio reservado a unos pocos.

—Y aquí son un negocio —ataja el almirante.

—Lucrativo, además. Y para todos. Proporciona trabajo desde el autor hasta el impresor, el cajista o el distribuidor, que pagan impuestos. Es una actividad que da dinero y crea riqueza.

—Pero los edictos... —opone el bibliotecario—. Las prohibiciones...

Bringas suelta una carcajada teatral y se sirve otro vaso de vino.

—Ah, todo es relativo. La prohibición absoluta perjudica las finanzas, de modo que el Estado, aunque legisla y prohíbe, también permite que el negocio siga su curso natural y no vaya a instalarse en Suiza, Inglaterra, Holanda o Prusia... ¡Ésa es la verdadera fertilidad de Francia! Su pragmatismo. El poder sabe que el libro le amenaza, pero también que da riqueza. Por eso busca modos de arreglo.

—Ya. Pero en cuanto a nuestra Encyclopédie...

—¿Qué pasa con ella?

—Que seguimos sin conseguirla.

El abate hace un ademán de suficiencia, señalando la calle.

—Después de comer visitaremos a un amigo mío, vendedor de libros filosóficos.

—Curioso término —decide el bibliotecario—. Ignoraba que hubiese vendedores especializados en filosofía. Supongo que se refiere a Voltaire, Rousseau y autores así. Pero creía que la venta pública de esa clase de libros estaba prohibida.

Ríe de nuevo, ahora desdeñoso, Bringas.

—Lo está, pero no se deje engañar por las palabras. Libros filosóficos es una expresión convencional entre libreros para hablar de obras donde la filosofía suele brillar por su ausencia. La expresión se refiere a libros prohibidos... Por lo general, pornográficos.

Se sobresalta don Hermógenes.

—¿Cómo que pornográficos?

—Novelas de tocador y cosas por el estilo —precisa el abate con una mueca equívoca—. Obritas de las que, según Diderot, deben leerse con una sola mano.

Se sonroja don Hermógenes.

—Por Dios... ¿Y qué tenemos nosotros que ver con eso?

—Entiendo que nada —lo tranquiliza el almirante—. Este señor no ha dicho que todos sean de esa clase.

De un largo trago, Bringas se bebe cuanto queda del vino.

—El término libros filosóficos —aclara—, usual en los gabinetes de lectura, es amplio y abarca todo: desde Le christianisme dévoilé hasta La fille de joie —con el último título guiña un ojo, cómplice—... ¿Les conocen?

—Ni por las tapas —responde el almirante—. Si aquí están prohibidos, figúrese en España.

—Esas cochinadas no llegan allí —apostilla, digno, el bibliotecario.

Sonríe Bringas con superioridad.

—Ah, La fille de joie no digo que no. Pero el otro sí es filosófico de verdad.

—Pues con ese título —insiste don Hermógenes—, parece más cochino todavía. Lo que hay que hacer con el cristianismo es practicarlo, no desvelarlo ni meterse en jardines que nunca llevan a buen sitio.

El abate lo mira, algo desconcertado.

—Creía que ustedes dos...

—Y cree lo correcto —interrumpe el almirante, que parece divertirse mucho—. Pero, como ya le dije, mi compañero es un ilustrado de los que van a misa: variedad más frecuente en España de lo que se cree.

—Hombre, querido almirante —protesta el aludido—. Tampoco es eso. Yo...

Lo acalla el otro con el gesto afectuoso de colocar una mano sobre su brazo.

—Nuestro don Hermógenes —sigue diciéndole a Bringas— estima compatible la seda con el percal... Así que respetemos su punto de vista.

El abate los mira alternativamente; cual si intentara situarlos, no sin dificultad, en alguna de las categorías por él conocidas. Al cabo esboza una mueca magnánima.

—Como quieran.

—Libros filosóficos —le recuerda el almirante, yendo al grano.

—Ah, sí. Pues eso... Los llamados de ese modo, en resumen, son obras de diversa condición que circulan de manera clandestina, y cuya tolerancia depende del humor del ministro de turno... La cosa es que ciertos libreros venden bajo el mostrador, avizoran las oportunidades y saben precaverse de redadas y condenas a galeras. Este amigo del que les hablo conoce el paño. Quizá pueda echarnos una mano.

Don Hermógenes lo estudia, más bien inquieto. Ha sacado su caja de rapé y un pañuelo, toma una pizca, estornuda y se la ofrece a Bringas.

—¿Ese librero es hombre respetable?

—Como yo mismo.

Cambian una rápida mirada los académicos, que no pasa inadvertida para el abate. Tampoco al almirante se le escapa que a Bringas no se le escape.

—Eso no nos traerá problemas, espero —dice.

Y se lo queda mirando con fijeza. Tranquilo, sin ceremonias, Bringas mete dos dedos en la tabaquera del bibliotecario, coge una buena pulgarada de tabaco molido, se lo pone en el dorso de la mano y arrima la nariz.

—¿Problemas?... Snif. La vida del hombre ilustrado ya es un problema en sí, caballeros.

Dicho esto, guiña los ojos complacido, boquea un instante y estornuda a su vez, con mucho estrépito.

—Y ahora —dice sacando del bolsillo un arrugadísimo pañuelo—, si tienen la bondad de acompañarme, voy a mostrarles otro París... El que no sale en El tocador de las damas.

 

Fue complicado, al principio, moverme por el París del ancien régime que, en vísperas de la Revolución Francesa, habían conocido don Pedro Zárate y don Hermógenes Molina. Incluso el París revolucionario, que tanto acabó por cambiar la fisonomía de la ciudad, con sus calles y nombres —les Cordeliers, les Petits Augustins— tan vinculados a la historia de aquellos años agitados, desapareció en gran parte con la reforma urbana que a partir de 1852 hizo el barón Haussmann. Hasta el mercado de Les Halles se vio de nuevo transformado, en el último tercio del siglo XX, en el complejo cultural que hoy preside el Centro Pompidou; y sus tiendas, bares y restaurantes acabaron siendo lugar de moda y atracción turística. La única forma de recomponer literariamente todo aquello era cruzar antiguos textos y planos de la ciudad con referencias modernas, superponer la actual traza de París a la antigua, y establecer así la topografía más exacta posible de los lugares donde había transcurrido la aventura de los dos académicos.

Aparte algunos planos y media docena de libros sobre la historia de la ciudad, mi biblioteca no abundaba en materia de urbanismo parisién; y el útil pero limitado Connaissance du Vieux Paris de Hillairet, con el que había callejeado mucho en otros tiempos, no sirvió esta vez más que para situar unas pocas calles por su antigua nomenclatura. De más utilidad fue el monumental Paris à travers les âges, de Hoffbauer. Y con internet descubrí un par de útiles puntos de partida sobre el aspecto real de la ciudad en la década de los años ochenta del siglo XVIII: el Atlas historique de Paris correspondiente a 1790, y una práctica relación del callejero entre 1760 y 1771 que incluía los nombres actuales. También encontré una treintena de grabados de época con vistas de calles, plazas y jardines tal como eran en los años anteriores a la Revolución. Pero lo más importante que obtuve fueron las referencias de dos planos que unos días más tarde, de nuevo en París y gracias a los buenos oficios de la librera Michèle Polak, conseguí con relativa facilidad. Uno de ellos era el realizado en 1775 por Jaillot, pieza espléndida y clara que llegó a mis manos en muy buen estado. El otro, que resultó fundamental para el escenario urbano de estos capítulos, fue el magnífico Nouveau plan routier de la ville et faubourgs de Paris publicado en 1780 por Alibert, Esnauts y Rapilly; que, junto a una detalladísima imagen de la ciudad, contenía cartelas con un minucioso callejero y su localización por coordenadas. En cuanto a los datos a situar en esos planos, estaban dispuestos desde tiempo atrás en forma de anotaciones sobre calles, cafés, hoteles, comercios y otros lugares de interés; extraídos, unos, de las cartas del bibliotecario conservadas en los archivos de la Real Academia Española; y otros, de relaciones dieciochescas de viaje, descripciones de la ciudad como las contenidas en la excelente Guide des amateurs et des étrangers voyageurs (1787), de Thiéry, periódicos de la época, correspondencia y anotaciones de varios autores, incluidos los diarios de Leandro Fernández de Moratín —cuya sombra, entre otras, planeó todo el tiempo sobre este relato— y las Memorias de Giacomo Casanova, abundantes en detalles de sus visitas a la capital francesa, efectuadas poco antes de los hechos que aquí se relatan. Con eso pude ponerme a trabajar.

Y fue de ese modo como me encontré desayunando una mañana en Les Deux Magots con mi cuaderno de notas abierto sobre una fotocopia manchada de café y llena de anotaciones del Nouveau plan routier de 1780; intentando situar la visita que don Pedro Zárate y don Hermógenes Molina hicieron, guiados por el estrafalario abate Bringas, a un barrio marginal de París, tal como detallaba la carta —que yo había tenido oportunidad de consultar en la Real Academia— dirigida en términos extrañamente premonitorios por el bibliotecario al director Vega de Sella, en la que le contaba:

 

... la visita hecha ayer, desconcertante por lo inesperada, a unas calles bajas de esta ciudad donde lo fastuoso de la urbe se entenebrece ante la sordidez de la vida de los más desfavorecidos, donde toda necesidad tiene su ejemplo y todo vicio su triste manifestación. Lo que prueba que, incluso en naciones cultas y en ciudades donde majestuosidad y luces son más aparentes, criaturas desgraciadas padecen agravio y acumulan peligroso rencor. De lo que deberían tomar nota, para su propia salud, quienes tienen por obligación trabajar por la felicidad de los pueblos que Dios les ha confiado.

Lamentablemente, el nombre de ese barrio no aparecía en la carta que firmaba don Hermógenes; así que me vi obligado a imaginarlo. Quizá se trataba, concluí, de algunas calles de las situadas cerca del Sena, en el antiguo centro urbano —hoy reedificado casi por completo—, entonces pobladas de tugurios y lugares miserables que recibían, aún a finales del siglo XVIII, nombres tan elocuentes como rue des Rats, Pied de Boeuf y Pet-au-Diable. Aunque también podía referirse a un arrabal como el de Saint-Marcel, situado al sur de la ciudad, o a otros barrios semejantes localizados en el norte. En todo caso, el abate Bringas debió de llevar a los dos académicos a alguno de esos lugares que no aparecían en las relaciones de viajes ni en las gacetas elegantes de la época, pero donde pocos años más tarde prendería, con saña popular, la chispa revolucionaria que iba a incendiar Francia, derribar un trono y estremecer al mundo.

 

—El pueblo bajo de París, como el español —está diciendo Bringas—, no tiene existencia política. No posee ni la costumbre ni los medios para expresar su odio o su descontento... Los ingleses tienen conciencia de sus intereses; pero españoles y franceses, bajo estos nefastos Borbones, carecen de ese instinto cívico que les dicte lo que sería más beneficioso.

—Todo es cuestión de instrucción, naturalmente —comenta don Hermógenes, que al escuchar la palabra nefastos ha mirado en torno con aprensión.

—Claro. Ni aquí ni en España la gente sabe leer.

—Pero Francia...

Alza el otro una mano, desdeñoso.

—Ustedes tienen a Francia mitificada, me parece. Aquí pocos son conscientes de la que se avecina.

Han bajado de un fiacre alquilado en la embocadura de tres calles estrechas, junto a un solar lleno de escombros y maleza. Hay casas de apariencia casi medieval, desvencijadas, con grandes vigas cruzadas de madera que sostienen los muros. Sobre los tejados de pizarra humea una neblina gris, de chimeneas sucias y fogones que escupen hollín.

—Este París no se parece al otro, ¿verdad?

Bringas se ha vuelto a mirarlos, sarcástico, acechando sus rostros. La suya no es una pregunta. Hay más dinero en una sola casa de la rue Saint-Honoré, añade, que en todo este barrio. Don Hermógenes y don Pedro observan a los muchachos harapientos y descalzos que han dejado de jugar en el arroyo para rodearlos con desconfianza. Son media docena, de ambos sexos, y acaban pidiendo una moneda. Hay un par de niñas entre ellos.

—Ah, promiscuidad y miseria —comenta Bringas, apartando a los chicos de un manotazo—. Aquí no se oye otro ruido de zapatos que el de pobres zuecos de madera, cuando se da la suerte de tenerlos: desde luego, no estas criaturas desnudas, que duermen revueltas con sus padres en la vil mezcolanza de cuartuchos infectos... Y claro. Sin libertad de prensa, sin instrucción, el pueblo aún pasará mucho tiempo incapaz, ignorante, sin que sus verdaderos intereses ni su patriotismo se vean iluminados por la luz de la razón... Su voz, que es la de la verdad, nunca llega a oídos del soberano. Al contrario: cualquier palabra dicha en alto, cualquier impaciencia, se interpreta como atentado sedicioso, como revuelta ilegítima.

—Pero en Francia se observan libertades —objeta el bibliotecario.

—Sólo formales: prensa más atrevida e impresión de libros inimaginables en España. Pero eso queda para las élites, y a menudo como simple divertimento de salón... El pueblo no tiene derecho a hablar ni a ser escuchado; es simple espectador y víctima de las operaciones ministeriales... Su estúpida ignorancia política sólo se ve superada por la nuestra: la de los españoles.

Siguen los dos académicos al abate, que camina decidido balanceando el bastón. En los portales, bajo perchas con ropa tendida que cuelga de las ventanas como banderas tristes, hay mujeres hoscas de expresión sombría, brazos desnudos y manos enrojecidas, que apalean tinas de lavar o amamantan a criaturas sucias de mocos.

—Vean... —dice Bringas con amargura—. No me digan que no es vergonzoso para la especie humana haber medido la distancia de la Tierra al Sol, haber pesado todos los planetas cercanos, y no haber descubierto las leyes fecundas que hacen la felicidad de los pueblos.

Sentado en un poyo de piedra, con los pies descalzos, un anciano desdentado, que viste vieja casaca militar hecha jirones, se quita la pipa de la boca y lleva los dedos a la frente al verlos pasar. Todo el lugar huele desagradable, a carne corrompida. Por el suelo sin empedrar corre un arroyuelo de agua parda, sanguinolenta.

—Carnicerías ilegales —informa Bringas a los pocos pasos—. Hay un matadero clandestino cerca. Tolerado por la policía, claro; que se beneficia de ello como de tantas otras cosas.

Llegan ante una casa que en otro tiempo debió de ser acomodada, con puerta cochera. El patio interior ha sido convertido en lonja de pequeños puestos de carne donde se venden menudillos, asaduras, cabezas y manos de vaca y cerdo. Al fondo hay un despacho de vino con dos grandes toneles a modo de mesas. Bringas camina seguro entre los puestos, seguido por los académicos, a los que tenderos y compradores apenas prestan atención. Aun así, con risotada insolente, una mujer rolliza de cofia gris y delantal sucio de sangre, que sostiene un cuchillo, le muestra al almirante una pálida cabeza de cordero.


Date: 2016-01-05; view: 652


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