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La ciudad de los filósofos 4 page

—Lo dijo Diderot, me parece —dice el abate, guiñando un ojo a los académicos—. Cada siglo tiene un espíritu característico, y el espíritu de éste es el de la libertad.

Después se echa a reír, siniestro como un mal augurio. Aún le dura la risa cuando llegan ante un local contiguo al despacho de vinos. Bringas muestra su contrariedad al hallarlo cerrado, pregunta al tabernero, y éste, como si la barba que le cubre la mitad inferior del rostro velase sus palabras, responde en cerrado argot parisién.

—Hay que esperar un poco —traduce el abate.

Pide vino, que el tabernero sirve en una jarra y vasos de barro vidriado, y los tres se sitúan en torno a uno de los toneles.

—Cada lunes, los barriles vacíos de vino barato se cuentan aquí por docenas —dice Bringas secándose la boca con el dorso de una mano—. Esta gente sólo tiene eso, cuando puede pagarlo: engendrar como conejos y beber en un día lo de toda la semana, un mes o una vida. Y aun así, la policía les vigila la ebriedad, porque a menudo sale a relucir el cuchillo... Ah, es muy corto el camino de la taberna o el cabaret a la cárcel. Hasta la fiesta del pobre está sometida a vigilancia.

Don Hermógenes apenas moja los labios, más por cortesía que por otra cosa. Por su parte, don Pedro Zárate bebe un cauto sorbo, lo encuentra agrio y deja su vaso casi intacto sobre el tonel. Para entonces, Bringas ha despachado ya dos vasos sin pestañear. Con un último vistazo, el almirante acaba por definir a su estrafalario guía: exaltado, un punto miserable, culto y peligroso. No resulta extraño que Salas Bringas se mantenga lejos de España. Allí sería carne inmediata de calabozo, o de cadalso.

—Ah, la tormenta —murmura críptico el abate, entre trago y trago—. La tormenta que viene.

—¿Qué esperamos aquí? —lo interroga el almirante.

El otro no parece haberlo oído. Echa más vino y se queda mirándolo atento, como si pudiera leer en el líquido rojizo y aguado.

—Los ministerios en Francia son despóticos —dice, alzando al fin la vista para mirar alrededor—. Al pueblo se le desangra a impuestos que van al bolsillo de unos pocos, y al Estado le roen las deudas... Hace falta una buena sacudida. Algo que cambie todo esto. Que le revuelva de arriba abajo. Una revolución sangrienta.

—No tiene por qué ser tan extrema —se sobresalta don Hermógenes—. Bastaría con que fuera moral y patriótica.

Bringas, que en ese momento se lleva el vaso a la boca, separa de éste un dedo de uña demasiado larga y apunta con él al bibliotecario.

—Es usted un poco ingenuo, señor. Ni la nobleza ni el clero, por no decir el rey y su familia, tienen sentimientos lo bastante generosos para hacer los pocos sacrificios que harían de éste un país honrado.



—Pero el rey Luis tiene fama de bondadoso...

—¿Bondadoso?... No me haga reír, que me da el flato. ¿Ese joven rollito de manteca cuyo único talento es ser cornudo, practicar la caza y arreglar relojes descompuestos?... Fue su firma en una lettre de cachet la que me mandó a la Bastilla, acusado de libelo.

Por encima de su vaso, rencoroso el ceño, Bringas pasea la vista por el patio.

—Miren a esta gente —añade—. A estos imbéciles. Todavía creen, la mayor parte de ellos, que el rey es un hombre bueno, un padre amantísimo desorientado por su Jezabel austríaca y sus ministros.

Con un ruido seco, que suena como el golpe del verdugo sobre el tocón del condenado, el abate deja su vaso vacío encima del tonel.

—Ah, pero un día despertarán. O se les hará despertar. Y entonces...

—Entonces, ¿qué? —se interesa don Hermógenes.

—Llegará el momento de la fecunda degollina revolucionaria.

—¡Qué barbaridad!

Sin inmutarse, Bringas lo mira penetrante.

—Se equivoca, señor. Toda revolución, con sus excesos, lo mismo que toda guerra civil, despliega los talentos más escondidos. Hace surgir a hombres extraordinarios que dirigen a otros hombres... Ah, se lo aseguro. Se trata de remedios terribles, pero necesarios.

Los interrumpe —oportunamente, a juicio de don Hermógenes— la llegada de un individuo de peluca pelirroja, vestido de paño pardo, que abre la puerta de la tienda y los mira inquisitivo, reconociendo a Bringas; y éste, mientras deja que el almirante eche mano al bolsillo y ponga unas monedas sobre el tonel, se dirige a su encuentro, le estrecha la mano y cambia algunas palabras en voz baja, señalando a sus acompañantes. Asiente el otro, los invita a entrar y se encuentran los académicos en un lugar insospechado: un almacén de papel, lleno de paquetes con folletos y periódicos viejos, donde hay un mueble de cajista con los cajones entreabiertos y los tipos de plomo desordenados, y una vieja prensa de impresor que aún parece en uso. La única luz de la estancia, que entra por una claraboya situada casi en el techo, ilumina cajones de libros apilados al fondo.

—El señor —lo presenta Bringas— es amigo mío de toda confianza. Por lo demás, se llama Vidal y es lo que aquí llaman colporteur. En España diríamos vendedor ambulante de libros e impresos. Y en este caso, especialista —recalca la palabra, con intención— en libros de todas clases.

El llamado Vidal, que habla un español aceptable, sonríe como hombre que ha comprendido, mostrando una dentadura que sin duda masticó tiempos mejores. Tiene la cara apergaminada y llena de arrugas, salpicada de pecas, y por su aspecto más parece inglés que francés.

—¿Les interesan a los señores los libros filosóficos?

—Depende —responde con presteza don Hermógenes.

—¿De qué?

Duda el bibliotecario, azarado, pues recuerda la conversación mantenida con el abate sobre ese asunto. El almirante, que lo advierte, acude en su auxilio.

—De la clase de filosofía que lleven dentro —apunta.

—Éstos, desde luego, no llevan la de Aristóteles —ríe Bringas.

Indiferente, el librero señala los cajones de libros.

—Acabo de recibir veinte ejemplares de La fille naturelle. Y me quedan algunos de L’Académie des dames... También tengo Vénus dans le cloître y la edición de Londres de Anecdotes sur Madame la comtesse Du Barry, que sigue siendo un éxito.

—Oye, Vidal, no —advierte risueño Bringas—. Estos caballeros no van por ahí.

Lo mira el librero, sorprendido.

—¿Quieren filosofía de verdad?

—Eso es.

—Bueno, algo hay también... L’An 2440, de Mercier, que por cierto lo han quemado en España, me lo quitan de las manos. Y tengo algunas cosas de Helvétius, Raynal, Diderot, y el Dictionnaire philosophique de Voltaire... Este último a un precio alto; a diferencia del Émile de Rousseau, que de tanto reeditarse está por todas partes y ya no interesa a nadie.

—¿En serio? —se maravilla don Hermógenes.

—Completamente. Voltaire es lo que más requisa la policía. Eso lo encarece mucho.

—Estos caballeros buscan la Encyclopédie.

—No creo que haya problema. No la tengo disponible, pero se puede conseguir con facilidad. Déjame hacer unas gestiones.

—Se refieren a la primera edición.

Vidal tuerce el gesto.

—Huy, ésa es más difícil. Dejó de imprimirse, y la gente prefiere las nuevas. ¿No les sirve alguna de las hechas en el extranjero?... Varias de ellas mejoran el texto original, dicen, y otras son idénticas a la primera. Creo que les conseguiría una buena reimpresión: la de Livorno dedicada al archiduque Leopoldo, por ejemplo, que son diecisiete volúmenes de artículos y once de láminas... También puedo intentarlo con la de Ginebra hecha por Cramer.

—Me temo que los señores traen una idea fija —objeta Bringas.

—Tiene que ser la original —confirma don Hermógenes—. Los veintiocho volúmenes aparecidos entre 1751 y 1772... ¿No hay forma de hacerse con una?

—Se puede intentar, pero necesitaré unos días. Y no garantizo nada.

Se ha acercado el almirante a los cajones de libros. En su mayor parte están en rústica, con cubiertas azules o grises. Entre el hedor que viene de la calle, el olor a papel nuevo y tinta recién impresa se eleva como un grato perfume que por un momento hace olvidar todo lo demás.

—¿Me permite echar un vistazo?

—Naturalmente —responde Vidal—. Pero aparte los libros que están encima. No creo que le interesen la Liturgie pour les protestants de France o las novelitas de madame Riccoboni.

Retira don Pedro los libros que ocupan la parte superior de un cajón, y mira los que hay debajo: La chandelle d’Arras, Le Parnasse libertin, La putain errante, L’Académie des dames... Este último está encuadernado en pasta española; una bonita edición en octavo mayor.

—¿Es bueno?

—No sé —Vidal se rasca la nariz—. En mi oficio, el libro bueno es el que se vende.

El almirante lo hojea despacio, deteniéndose en las muy explícitas ilustraciones. En una de ellas, una voluptuosa dama, el seno desnudo y la falda levantada sobre unos atractivos muslos abiertos en un ángulo de aproximadamente ciento cuarenta grados, observa con sumo interés el falo enhiesto de un joven que, de pie ante ella, se dispone a pasar a mayores. Por un momento, divertido, el almirante siente la tentación de mostrar aquello a don Hermógenes, al acecho de su reacción. Pero, compasivo al fin, decide dejar correr la idea.

—Serán libros caros, supongo —le comenta al librero.

—No tienen precio fijo —responde Vidal—. Suben o bajan según se encuentren en el mercado, o según las redadas para incautarse de ellos. L’Académie des dames, por ejemplo, es un libro muy buscado. Lo piden mucho, pero hay demasiadas ediciones. Ésa es reciente, holandesa, con treinta y siete ilustraciones. La vendo a veinticuatro libras.

Curioso, don Hermógenes ha acabado por acercarse al almirante y hace amago de echar un vistazo al libro que éste aún tiene abierto por la ilustración. Don Pedro se lo muestra un instante, con maligna rapidez, y el bibliotecario, escandalizado, retrocede como si acabara de ver al diablo.

—Tiene gracia —dice el almirante—. Cuando uno piensa en el libro clandestino, piensa más bien en Voltaire, en Rousseau, en D’Alembert...

Se encoge de hombros Vidal. Ésa es la vitola, responde. Lo que parece. En realidad, el libro filosófico auténtico es sólo una parte pequeña del mercado. Hay quien lo demanda, y mucho. Pero la mayor parte del comercio de libros prohibidos tiene que ver con esa otra clase. De cualquier manera, todos llegan igual: se imprimen en Suiza u Holanda, los llevan a Francia sin encuadernar, en pliegos camuflados entre pliegos de otros libros de apariencia inocente, y allí se ponen a punto y se distribuyen.

—Otros los traen contrabandistas, directamente por la frontera —apunta Bringas—. Una vez quise dedicarme a esto, llevándolos desde Suiza a España, pero lo dejé. Era demasiado peligroso.

—Es verdad —confirma el librero—. Por eso cuestan más caros, pues no siempre es posible sobornar barato a aduaneros e intendentes... Y cuando algo sale mal, quienes los traen se arriesgan a que les marquen el hombro y los lleven a pudrirse en las galeras.

—¿Y por qué está usted en este barrio? —se interesa el almirante.

—Antes estaba asociado con un compadre, un tal Duluc, que tenía un pequeño gabinete de lectura en el muelle des Augustins...

—Conocí a Duluc —dice Bringas.

—No era mal tipo, ¿te acuerdas? —Vidal se vuelve hacia los académicos—. Yo iba y venía, y él se encargaba de la venta. Hasta que un policía no cobró lo que esperaba, requisaron cinco mil libras en obras filosóficas demasiado bien ilustradas, ya me entienden, y a Duluc lo mandaron directamente a la Bastilla... Así que me vine aquí.

—Ah, éste no es mal sitio —comenta Bringas.

—Claro que no... Paso inadvertido, porque cada vecino es ciego y mudo: viven y dejan vivir. La gente entra y sale de las carnicerías, y el trajín me protege bastante. Viene quien quiere venir, pago al vigilante del barrio y no incomodo a nadie...

—Y cada cuatro semanas cierras la tienda, cargas un carro con libros escondidos, y te das una vuelta por provincias, repartiendo novedades.

—Más o menos.

El almirante devuelve L’Académie des dames al cajón.

—Interesante —dice.

—¿De verdad no lo quiere? —insiste el librero—. Dudo que en España puedan conseguir uno de ésos.

 

Capítulo 6


Date: 2016-01-05; view: 640


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