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La ciudad de los filósofos 2 page

—Ah, y una bavaresa —añade.

El almirante observa que un individuo que estaba sentado en una de las sillas cercanas se aproxima a ellos después de mirarlos durante un rato. De lejos tenía aspecto respetable; de cerca, su casaca y sombrero se delatan raídos y sucios. Al llegar a su lado pronuncia unas palabras en francés coloquial que el almirante apenas comprende: algo sobre la necesidad urgente de vender algún objeto de valor, una joya o algo que insinúa palpándose un bolsillo.

—No —le dice el almirante, seco, al adivinarle la intención.

El sujeto lo observa con desvergüenza, sosteniéndole la mirada, antes de dar media vuelta y perderse entre la gente.

—Ha hecho bien, señor mío —le dice Bringas—. Esta ciudad bulle de buscavidas como ése, de los que más vale precaverse... Permítame, sin embargo, un consejo útil: en París nunca diga no, pues casi equivale a un insulto. Más o menos a lo que sería en España decir a otro que miente.

—Curioso —comenta el almirante—. ¿Qué debo responder, entonces, a una impertinencia?

—Un perdón soluciona el asunto de manera decorosa. Y no expone a una estocada ahí cerca, en los Campos Elíseos. Porque debe saber que en París los duelos son frecuentes. Raro es el día que no despachan a alguien.

—Creía que estaban prohibidos, como en nuestra patria.

Bringas le dirige una sonrisa torcida, maligna.

—Eso de nuestra podemos discutirlo otro día con más calma —dice mientras se hurga la nariz—. En cuanto a los duelos, es cierto que están prohibidos. Pero los franceses, sobre todo cierta lamentable clase social, son muy puntillosos en materia de piques... Aquí está de moda el duelo como pueden estarlo las pelucas de ala de pichón, los escofiones de encaje o los tricornios a la suiza.

Sonríe el almirante.

—Tomo debida nota, y le agradezco el consejo... ¿Se ha batido alguna vez?

El abate suelta una teatral carcajada y hace un ademán amplio con la mano derecha, como si pusiera toda la rue Saint-Honoré por testigo. Luego se lleva la mano al pecho, exactamente sobre un zurcido de la casaca.

—¿Yo?... El diablo me libre. Jamás arriesgaría el precioso don de la vida en una de esas parodias estúpidas. Mi honor le defiendo con la razón, la cultura y la palabra. Otro gallo cantaría si recurriésemos a esas armas con más frecuencia.

—Eso es muy de elogiar —coincide el pacífico don Hermógenes.

Llega la cuenta, se palpa Bringas aparatosamente los bolsillos y se disculpa, con grandes visajes, por haber olvidado la bolsa en casa. Paga el almirante —como se veía venir desde que se sentaron—, se ponen en pie y reanudan el paseo mientras el abate balancea el bastón y sigue poniéndolos al corriente de cuanto ven, interrumpiéndose de vez en cuando para lanzar miradas a las jóvenes grisetas que se ocupan de las tiendas.



—Observen ustedes a aquella Venus, asomada a la puerta con el mayor descaro y con todos los atractivos de la tentadora liviandad... O esa otra... Ah, estas muchachas. Suelen enredarse con sujetos cuyos medios no alcanzan a una mantenida de lujo o una bailarina de la Ópera. Y a veces hasta se enamoran, las pobres. Expuestas en las tiendas, son carne de cañón a corto o medio plazo, ya me comprenden... Escandaliza ver tanta virtud a merced de este mundo venal. De este siglo corrupto. Aunque naturalmente, si ustedes...

Los mira penetrante, significativo, y se calla al no obtener respuesta, antes de cambiar con mucha desenvoltura de conversación. Para ese momento, almirante y bibliotecario han tomado ya el pulso a su pintoresco guía. Sin embargo, convienen tácitamente, Bringas es cuanto tienen a mano en una ciudad que desconocen. Y no cabe duda de que la domina perfectamente.

—Hay un librero al que trato en la rue Jacob, al otro lado del río —prosigue el abate—. Tiene volúmenes sueltos de la Encyclopédie, o al menos les ha tenido. Podemos empezar por él... ¿Les parece bien?

—De perlas —responde don Hermógenes.

Se apartan para dejar paso a un coche.

—Ah, tengan cuidado con esos fiacres, porque los cocheros son desalmados sin conciencia, capaces de atropellarte al menor descuido. O mejor, tomemos uno. ¿No creen?... A esta hora no apetece caminar.

En menos de veinte minutos, el coche de punto los lleva hasta el Pont Royal —atestado de carruajes y alfombrado de estiércol de caballerías— por el Louvre y la orilla del Sena, que cruzan los académicos tan admirados por su ancho caudal como por el paisaje urbano que se asoma a sus orillas.

—Aquélla es la estatua de Enrique el Bearnés, sobre el Pont Neuf —informa Bringas, apoyada la barbilla en las manos cruzadas sobre el puño de su bastón—. Y detrás de los tejados de la isla que parte el río en dos brazos pueden ver las torres truncadas de Notre-Dame: símbolo acertadísimo de cómo pueden malgastar los hombres su talento y su riqueza en ritos y supersticiones que no dan de comer sino a quienes no lo necesitan. Si se emplearan mejor esos infames dineros...

—Sospecho, señor abate —lo interrumpe el almirante—, que pese al título no es usted precisamente un hombre devoto.

Lo mira Bringas, cogido a contrapelo.

—No, en efecto, ya que pregunta. Lo mío es una vieja y larga historia... En todo caso, espero no ofenderle con mis comentarios.

Sonríe sereno el académico.

—En absoluto. Mis susceptibilidades no van por ahí. Pero temo que las de mi compañero sí vayan... Don Hermógenes es hombre paciente; bondadoso, incluso. Pero ciertos conceptos pueden herir sus creencias y sentimientos.

—Ah, vaya —se disculpa Bringas, exageradamente contrito—. Les aseguro que no era mi intención...

—No haga caso al almirante —tercia el bibliotecario, conciliador—. Las palabras de usted no me incomodan en absoluto. Es libre de expresarse como quiera; y más, estando como estamos en la ciudad de los filósofos.

—Me alegra oír eso. Hablo con el corazón en la mano. Por nada quisiera ser impertinente.

Pese a su sonrisa y al tono manso, Bringas mira torvo al almirante, con visibles segundas; como si considerase replicarle a él con alguna mordacidad. Y éste, que lo advierte, cree vislumbrar por un brevísimo instante, en aquellos ojos negros y duros, un destello peligroso, encanallado, de velada amenaza o ansia de revancha. Pero no tiene tiempo de pensar en ello, porque el coche acaba de detenerse en un cruce de calles muy transitado. El ambiente allí es distinto al del otro lado del río: menudean lacayos, burgueses modestos, artesanos, mozos de cuerda y pueblo bajo, y nadie parece dedicado al ocio. Todo tiene un aire industrioso y activo.

—Rue Jacob —anuncia el abate, casi triunfante.

Bajan del fiacre, y, tras repetir Bringas el ademán de palparse inútilmente los bolsillos, paga el almirante veinte sueldos al cochero, que protesta insolente hasta que el abate le dirige unas cortas y ásperas frases en argot suburbial; y el otro, refunfuñando, hace sonar el látigo y se aleja con su carruaje.

—Allí es —señala Bringas—: Lesueur, impresor y librero, proveedor del rey... Suponiendo, claro, que su majestad Luis Dieciséis, ese pedazo de carne con ojos, sea capaz de leer algo.

Después se endereza la peluca, escupe al suelo como si tuviera al rey tendido a los pies, y los tres cruzan la calle.

 

El librero Lesueur es flaco, desgarbado y canoso, con unas insólitas patillas a la tudesca que se le juntan con el bigote, poco a tono con la moda de rostros afeitados que impera en París. Fuera de eso, su aspecto —viste un guardapolvos gris recién planchado y un bonete doméstico de lana— es tan aseado como el de su tienda. Una ventana grande, con los visillos abiertos, deja entrar la luz de la calle e ilumina los dorados y adornos en los lomos de los libros que, alineados en los estantes, aguardan comprador. Todo allí huele a piel encerada y papel nuevo, a limpieza y a método. Sobre el mostrador hay una pila de ejemplares sueltos del Journal des Sçavants y varios volúmenes en rústica, recién desembalados de un paquete que está en el suelo a medio deshacer, cuyo título observan los académicos con curiosidad: Mémoire sur la découverte du magnétisme animal, par M. Mesmer.

—No tengo primera edición de la Encyclopédie —se lamenta Lesueur—. Ni siquiera la tengo completa en reimpresión. Sólo dispongo de los once primeros tomos de la edición de Ginebra-Neuchâtel; pero ésta es en cuarto, por orden de materias, y alcanza treinta y nueve volúmenes... No es lo que ustedes buscan.

Mientras habla se ha vuelto hacia un estante, del que extrae un ejemplar entre una fila de libros encuadernados en cartoné gris con tejuelo de papel en el lomo.

—Ésta sí es posible conseguirla con facilidad —añade, mostrándoles el volumen abierto—. Si me dan un par de semanas, me comprometo a tenerla disponible entera... Desde luego, les saldría más barata que la primera edición. Aquélla, por su rareza, si es que la encuentran, no bajará mucho de dos mil libras.

—En la embajada nos hablaron de unas mil cuatrocientas —objeta don Hermógenes.

—Pues hablaron sin conocimiento de causa. De esa edición sólo se hicieron cuatro mil y pico ejemplares, y salió a la venta en doscientas ochenta libras; aunque luego, con el éxito de la obra, el precio fue subiendo. Hace cuatro años vendí una completa por mil trescientas libras, que en moneda de ustedes son, me parece...

—Cinco mil doscientos reales —apunta el almirante, siempre rápido para los números, mientras echa un vistazo al ejemplar que le ha pasado el librero. Se trata de una bonita edición pese a su tamaño, más reducido que el infolio original:

 

Mis en ordre et publié par M. Diderot.

Et quant à la partie mathématique, par M. D’Alembert.

Troisième édition

À Genève, chez Jean-Léonard Pellet.

À Neuchâtel, chez la Société Typographique.

—Pónganse ahora en un tercio más, si la encuentran —pronostica el librero.

El almirante sigue pasando páginas mientras don Hermógenes y el abate Bringas miran por encima de su hombro.

—Me temo que eso rebasa nuestro límite.

El librero tamborilea con los dedos sobre el mostrador.

—Pues les deseo suerte, porque la van a necesitar. Tengan en cuenta que de aquellas primeras Encyclopédies impresas, el número que llegó a los suscriptores debió de ser menor, pues siempre hay que descartar los pliegos defectuosos o los volúmenes estropeados. Y buena parte, además, se vendió fuera de Francia... Eso la hace muy rara, claro. Y la encarece.

El almirante alza el ejemplar que tiene en las manos.

—¿Y qué hay de ésta?

Mira Lesueur el libro, pensativo, y tras un instante encoge los hombros.

—No los voy a engañar: se trata de una reedición presentada como fiel al texto original; pero la verdad es que contiene cambios importantes... Desde luego, no es lo que buscan.

—Le agradezco su franqueza, señor.

—No hay de qué. La mía es una casa seria.

El librero recupera el volumen de manos del almirante y lo devuelve a su sitio en las baldas.

—De todas formas, si cambian de idea —prosigue mientras procura que el ejemplar quede bien alineado con los otros—, por esta edición puedo hacerles un precio especial de doscientas treinta libras... Y les aseguro que es una ganga; pese a todo, no creo que haya disponibles en Francia más de medio centenar de colecciones completas.

—Estamos algo confusos —comenta don Hermógenes—. ¿Cuántas ediciones hay de la Encyclopédie?

—Aparte de la primera, que ustedes buscan, y dejando a un lado las impresiones no autorizadas que se han hecho en los últimos años, como la italiana de Lucca, circulan más de las que la gente sospecha: la reimpresión en folio de dos mil y pico ejemplares que se hizo en Ginebra entre 1771 y 1776, la de Leghorn, también en folio, que acabó de imprimirse hace un par de años, y ésta en cuarto que les ofrezco...

—Tengo entendido que hay otra en formato pequeño —comenta el abate Bringas.

—Sí, en octavo. Una nueva edición de treinta y seis volúmenes de texto y tres de láminas que se está haciendo en Lausana y Berna. Y ésa es otra posibilidad... Puestos en plan económico, y si no tienen prisa por completarla, les ofrezco suscribirse a ella por doscientas cincuenta libras...

—¿Por qué dice que si no tenemos prisa?

—Porque de ésa han aparecido los primeros volúmenes, pero el resto no estará impreso hasta dentro de un par de años, por lo menos. Las cosas de imprenta van despacio. Las obras extensas se anuncian en folleto, se buscan suscriptores, y hasta que no llega el primer dinero no empiezan a trabajar las prensas.

—En cualquier caso, ¿los contenidos de esas ediciones son de fiar?

—No sé qué decir. Ya le conté antes sobre la de Ginebra-Neuchâtel. Siempre hubo problemas con la censura, intervención de unos y otros...

—Hasta la Asamblea de Clérigos Franceses metió baza —apunta Bringas con rencor.

Es muy cierto, confirma el librero. Esa denuncia, cuenta, hizo que la policía secuestrara seis mil volúmenes de la reimpresión que hizo el editor Panckoucke; y fue el duque de Choiseul quien, tras muchos dimes y diretes que duraron seis años, consiguió que los devolvieran al editor. Pero además, Diderot, alma de la primera edición, se dijo insatisfecho con el resultado y habló de modificar ciertas cosas, e incluso de reescribirla entera. También autores como D’Alembert y Condorcet, que redactaron artículos de la obra original, intervinieron en las reediciones e impresiones posteriores, añadiendo o retocando. Todo eso altera los textos originales: unos para mejor, claro. O eso supone Lesueur. Pero no sabe si puede decirse lo mismo del conjunto de la obra.

—Así que, en realidad —concreta el librero—, fiable en cuanto al espíritu inicial, rigurosa y exacta tal y como salió entre 1751 y 1772, con los diez primeros volúmenes impresos en París y los siguientes con el falso pie de imprenta de Neuchâtel, sólo puede considerarse la primera edición... Eso la hace tan rara, naturalmente. Tan valiosa.

—¿Y cree que alguno de sus colegas la tendrá disponible? —pregunta don Hermógenes.

—No sabría decirle. Puedo hacer gestiones, cargándoles la correspondiente comisión si la encuentro.

—¿Qué clase de comisión? —se interesa Bringas, chispeantes los ojos.

—Un cinco por ciento es lo usual.

El otro frunce el ceño y se queda haciendo cálculos. Sólo le falta, observa el almirante, sacar papel y lápiz. Un centenar de libras no es bocado menor en París, y menos para un buscavidas como el abate.

—¿Y en libreros de viejo? —inquiere el bibliotecario.

—Ahí es más difícil. Quizá encuentren algunos volúmenes sueltos, y poco más. No es una obra de lance. Cabe también la posibilidad de localizar a algún propietario dispuesto a desprenderse de ella; pero en tal caso, el precio es impredecible. Si me dan la dirección donde se alojan...

—No hace falta —interviene de nuevo Bringas, con sospechosa rapidez—. Yo me encargo de eso. Estaremos en contacto.

—Como gusten —Lesueur observa las miradas que el almirante dirige a los libros del mostrador—. Veo que le interesa, señor, la obra de Mesmer.

Asiente el almirante, que ha cogido un ejemplar y lo hojea con placer: buen papel y perfecta impresión. Hace tiempo que oye hablar de ese profesor austríaco y de sus curiosos experimentos hipnóticos, basados en las más modernas teorías sobre corrientes físicas, eléctricas y cosmológicas defendidas por científicos como Franklin y los Montgolfier.

—En España lo mencionan algunas gacetas —dice.

—Sí —confirma don Hermógenes—. Pero allí lo vinculan con el jansenismo y la masonería, y por eso su venta está prohibida.

Sonríe el librero, suficiente y algo despectivo desde que escuchó la palabra España.

—Pues aquí pueden comprarlo con libertad, aunque deberían darse prisa. Me lo acaba de enviar el impresor Didot, y me lo quitan de las manos... Puedo ofrecerle ese ejemplar por tres libras, o por cinco si lo prefiere encuadernado en piel fina, con lomo cuajado de oro de calidad... ¿Se animan?

Duda el almirante, pero la sonrisa de superioridad que el librero mantiene en los labios acaba por disuadirlo. Una cosa es una cosa, piensa, y otra cosa es otra cosa. Quizá ser español sea a menudo una desgracia; pero en todas partes cuecen habas; y si en Madrid hay Inquisición, en París hay una Bastilla. Así que el tal Lesueur y sus libros pueden ir a sonreírle a su tía. O al diablo.

—No, muchas gracias —responde con sequedad—. Tal vez en otra ocasión.

Y poniéndose el sombrero, brusco, sin fórmula de despedida, don Pedro Zárate abandona la librería.

 

Al señor don Manuel Higueruela, en su casa de Madrid:

Según las instrucciones de mantenerlo informado, pongo en su conocimiento que los dos viajeros se alojan en un hotel de la calle Vivienne (cerca de la embajada de España). Según mis noticias visitaron al conde de Aranda. Éste no les habría prestado mucha atención, derivándolos a manos de un español que reside aquí. El individuo responde al nombre de Salas Bringas. Es literato de poca monta, sin oficio ni beneficio. Malvive escribiendo libelos y haciendo tareas bajas para unos y otros. Según pude averiguar se le tiene por sedicioso, de ideas exaltadas. Tuvo asuntos con el Santo Oficio y con la Justicia en España (la policía tendrá allí antecedentes del personaje). Es sujeto conocido en los círculos de exiliados españoles de Bayona y París. Aquí estuvo al menos dos veces en prisión. Su paisanaje con el conde de Aranda (nacieron en el mismo pueblo, me parece) lo faculta para frecuentar la embajada de España. Se dice que allí hace de confidente y hombre para pequeñas tareas. También tiene acceso a algún salón de la sociedad de París, donde se le tolera en tertulia por lo pintoresco del personaje. Frecuenta cafés de filósofos y agitación política.

En lo que se refiere a los dos viajeros, han hecho gestiones para adquirir lo que vinieron a comprar, pero sin éxito hasta ahora. Según he averiguado, la edición del libro que buscan no es fácil de encontrar. Por lo demás no hacen vida notable. El tiempo que no emplean en visitar a libreros lo dedican a paseos por calles céntricas, o a sentarse en cafés donde pueden leerse gacetas francesas, españolas e inglesas. El tal Bringas no se despega de ellos (come, cena y va a los cafés a su costa). Los tengo a todos localizados en sus movimientos, que averiguo con puntualidad y de los que iré informando a Vd. como convinimos.

Por mi parte sigo estudiando la manera más eficaz de resolver el negocio. En cuanto a mis gastos, temo que superen los previstos. En París todo está por las nubes y las gestiones que hago no son baratas (aquí nadie abre la boca por menos de un luis). De todo eso tendremos que hacer ajustes a mi vuelta. O si la situación se prolonga, proveer más dinero mediante una letra de cambio.

De mi consideración

Pascual Raposo

Después de echar arenilla de salvadera y sacudir el papel, comprobando que la tinta está seca, Pascual Raposo lo envuelve en otro que dobla y lacra antes de escribir la dirección en el anverso. Al cabo se levanta, estira los brazos y camina hasta la ventana, haciendo crujir el deteriorado piso de madera. Está en calzón, chaleco y mangas de camisa, y su reducido equipaje se encuentra repartido por el cuarto de la pensión donde se aloja: un segundo piso en el hotel du Roi Henri, modesto establecimiento situado en la rue de la Ferronnerie, donde a todas horas se oyen los gritos de los carreteros y verduleras que discuten abajo, en el laberinto de calles, puestos y barracas del mercado cercano, pegado a la tapia del viejo cementerio de los Inocentes, frontero al hotel de Raposo. Que no es la primera vez que se aloja allí. Siempre que sus ocupaciones —por la más ingenua de ellas lo habrían podido ahorcar— lo trajeron a París en el pasado, el antiguo soldado de caballería vino a hospedarse en el mismo sitio, que le conviene por ser lugar frecuentado por viajeros y comerciantes donde resulta fácil pasar inadvertido; y los tres luises que cuesta por semana incluyen un buen desayuno de tenedor. El único inconveniente, en esta ocasión, es que el lugar acaba de cambiar de dueños. El antiguo propietario, un bretón silencioso y hosco, se retiró con sus ahorros a un pueblecito de Morbihan, y los nuevos hoteleros son un matrimonio de mediana edad que, con ayuda de una hija y una sirvienta, llevan el negocio.

Tras echar un vistazo por la ventana, Raposo va hasta la puerta, la abre y llama. Sube la hija de los dueños, que es moza sobre los veinte, de buenas formas y ojos saltones bajo la cofia que le recoge los cabellos. Raposo le entrega la carta y cinco libras, encargándole que la lleve a la Posta. Se demora la joven en mirar el sable del huésped, que está colgado en la pared, y no se escandaliza demasiado cuando éste, tanteando posibilidades tácticas, le palmea la rotunda grupa mientras ella se dirige a la puerta. Carne prieta y joven, revela el contacto. Y la sonrisa de la muchacha —Henriette, se llama— ofrece posibilidades, o al menos no las descarta. Eso es lo bueno de París, estima Raposo, donde las costumbres son ligeras y una mujer no hace ascos si quien se arrima tiene con qué, o lo aparenta. Mientras toma nota mental de todo ello, consulta el reloj que tiene en un cajón de la cómoda de pino, junto a un cartucho de monedas y una pistola corta, de dobles caño y gatillo. Después guarda el reloj en el chaleco, se enfunda una casaca de paño pardo, requiere el sombrero y, tras comprobar el cebo y la carga, se mete el arma en el bolsillo derecho de la casaca, coge el cartucho de monedas, cierra con llave la puerta, baja las escaleras y sale a la calle saludando con un gesto de la cabeza al patrón, que fuma su pipa sentado en la puerta.

La tapia del cementerio —cerrado a los enterramientos hace sólo unos meses, y con los huesos allí todavía— apesta a verduras y fruta podrida, y por el centro del arroyo corre un canalillo de agua turbia y sospechosa. Raposo camina hasta el Sena por Saint-Denis, pasa bajo los siniestros muros medievales del Petit Châtelet y tuerce a la izquierda, siguiendo el muelle hasta llegar a la plaza de Grève. A poca distancia del ayuntamiento, haciendo chaflán de un edificio estrecho que se alza junto al río, está el viejo cabaret de l’Image Notre-Dame, que a esa hora no registra otra animación que algunos ociosos sentados a la puerta, disfrutando del sol que inunda la plaza. Raposo se sienta en un banco de madera, apoya la espalda en la pared, pide una jarra de agua fresca y contempla la vecina isla de Saint-Louis, el Pont Rouge y las torres blancas de la catedral que se alzan sobre los tejados de pizarra, felicitándose por el buen tiempo que lo acompaña esta vez. La mayor parte de las anteriores que estuvo en París sufrió la inclemencia de la lluvia pertinaz que suele mojar la ciudad durante casi todo el año, embarrando sus calles hasta hacerlas apenas transitables, pese al pavimento. Porque si París, como aseguran quienes saben de eso, pasa por capital de las luces que alumbran Europa, no es, desde luego, la capital de la limpieza.

—Benditos los ojos, Pascual... ¿Qué mal viento te trae por aquí?

Raposo, que ha visto venir de soslayo al hombre que acaba de saludarlo en un torpe español, encoge los hombros y acerca con el pie un taburete para que se siente a su lado.

—Celebro verte, Milot —responde en francés—. Veo que recibiste mi aviso.

—Y aquí me tienes, dispuesto a saludar a un amigo. ¿Cuánto desde la última vez?... ¿Un año?

—Casi dos.

Milot, un tipo grueso y calvo que no usa peluca, vestido con tricornio y redingote oscuro que le llega hasta las botas sucias, sonríe mientras se da palmaditas en las rodillas.

—Mierda, mierda... Cómo pasa el tiempo.

Con ojo experto, Raposo observa el bastón de nudos y puño de bronce que el otro sostiene entre las piernas, característico de los inspectores de policía que recorren los barrios de París, y muy adecuado para partirle el cráneo a cualquiera con un solo golpe. Por su parte, Milot sabe usarlo: el propio Raposo fue testigo de ello alguna vez, en el curso de negocios que uno y otro compartieron en la ciudad.

—¿Cómo va la vida? —pregunta.

El policía se rasca la entrepierna bajo el faldón del abrigo.

—No me quejo.

—¿Sigues asignado a este barrio?

—Conservo la casa ahí cerca, en el Marais, pero ahora estoy en las Tullerías, a la caza de putillas y bujarrones... Es divertido, y siempre hay quien afloja unos francos para que lo deje irse de rositas en vez de mandarlo a la cárcel. Y las chicas se portan bien, ya sabes... Son agradecidas.

—Tengo que acompañarte un día en tu ronda, a ver aquello.

—Estupendo. Te prometo diversión y unas jarras en la taberna de la Rente, que está bien provista.

—Sí. Y esta vez, de lo caro.

Al oír aquello, Milot lo mira, escrutador. Raposo sabe en qué está pensando.

—¿Hay asunto? —se interesa el policía.

—Puede.

—¿Conmigo dentro?

—Tal vez.

Milot se roe la uña de un dedo pulgar, reflexivo.

—¿De cuánto estamos hablando?

—Lo veremos. Eso depende... Todavía no hay prisa.

Sale el tabernero y Milot pide vino tinto. Con los ojos entornados de bienestar, disfrutando de la tibieza del sol como un gato tumbado sobre su cola, Raposo contempla la plaza inundada de luz, la gente que pasa, los innumerables carruajes de toda clase que cruzan el puente cercano y las gabarras de carbón, leña y forraje amarradas en el muelle. Le agrada sentirse en París, de nuevo. Le gusta mucho esta ciudad complicada y enorme, cuando no llueve.

—¿Siguen ejecutando a la gente en esta plaza?

—Claro —Milot emite una risa corta y seca, ajena al humor—. El verdugo de París frecuenta más la Grève que los borrachos este cabaret... La última vez fue hace dos semanas: una doncella que había envenenado a sus señores con arsénico para ratas. Por lo visto, el amo la preñó, luego la hizo abortar, y quería echarla a la calle. La chica era rubia, joven, medio bonita. Tenías que haber visto a todas las pescaderas y verduleras del barrio, enternecidas, apiadándose de ella mientras la subían al cadalso... Al final apedrearon al verdugo y hubo que disolver a sablazos.


Date: 2016-01-05; view: 634


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