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La ciudad de los filósofos 1 page

 

La ciudad entera actúa como un libro y los ciudadanos caminan por ella leyéndola, embebiéndose de lecciones civiles a cada paso que dan.

R. Darnton.
Los bestsellers prohibidos en Francia antes de la Revolución

—Su excelencia los recibirá en un momento... Tengan la bondad de esperar aquí.

El secretario viste de gris rata y acaba de identificarse como Heredia, a secas, secretario de embajada. Con ademán displicente señala unas sillas en una habitación decorada con alfombras, espejos y molduras de escayola pintadas de azul y blanco, y se aleja por el pasillo sin esperar a que don Hermógenes y don Pedro tomen asiento. Lo hacen mirando alrededor decepcionados, pues esperaban más empaque del lugar que alberga la representación diplomática de España. El hotel de Montmartel es un edificio que no llega a palacio: pequeño, sin duda, para la función que desempeña su principal morador, el conde de Aranda, cerca del rey Luis XVI. A los dos académicos —casacón de paño oscuro el bibliotecario, frac azul marino con botones de acero pulido el almirante— les sorprende lo mezquino de cuanto han podido ver al paso, insuficiente para el enjambre de mayordomos, escribientes, pajes y visitantes que se mueve por despachos y pasillos. Sin embargo, vista desde la calle, la embajada engaña: su fachada es hermosa, tiene un gallardo guardia suizo de casaca roja y calzón blanco en la puerta, y está en la rue Neuve des Petits Champs, en el corazón elegante de París, a dos pasos del Louvre y del jardín de las Tullerías.

—Fachada por un lado y realidad por otro —ha comentado, zumbón, el almirante al franquear la entrada—. Todo tan español, que asusta.

Inquieto, el bibliotecario no para de removerse en el asiento; no todos los días está uno en París esperando ser recibido por el conde de Aranda. Por su lado, el almirante se mantiene impasible; lo observa todo con aire pensativo y encuentra de vez en cuando la mirada curiosa de un tercer hombre que está en la habitación y los estudia con descaro: un individuo de edad mediana, mal afeitado, cubierto con peluca despeinada y sucia de grasa, vestido con una casaca cuyo color, que en otro tiempo fue negro, debe ahora adivinarse. El desaliñado sujeto no tiene sombrero y apoya en las rodillas un grosero bastón con puño de asta. Sus piernas, flacas y largas, están enfundadas en medias rezurcidas de lana gris, sobre zapatos que harían feo papel incluso en la covacha de un remendón.

—Compatriotas, supongo —dice tras un rato de observación silenciosa.

Asiente don Hermógenes, siempre amable, y el desconocido esboza una mueca satisfecha. Lo único notable en su rostro huesudo y vulgar, observa el bibliotecario, son los ojos: oscuros, vivos, luminosos como obsidiana pulida. Ojos de fe, concluye. De convicción, o de elocuencia presta a romper diques. Algunos predicadores, concluye el académico, suben al púlpito con esa mirada.



—¿Llevan mucho tiempo en París?

—Apenas dos días —responde el cortés don Hermógenes.

—¿Y qué tal su alojamiento?

—Razonable. Estamos en el hotel de la Cour de France.

—Ah, lo conozco. Ahí cerca. Es sitio pasable, aunque la mesa deja que desear... ¿Ya visitaron la ciudad?

Sigue una breve charla sobre los alojamientos en París, las diversiones honestas posibles y la estrechez del edificio en el que se encuentran. Poco apropiado, conviene el estrafalario individuo, como legación de una España que, pese a los tiempos que corren, sigue siendo indiscutible potencia mundial; aunque sólo el alquiler de ese hotel cuesta la friolera de cien mil reales. Que no es moco de pavo.

—Lo sé de buena tinta —concluye en tono inesperadamente acerbo—. ¿Imaginan el uso útil a la humanidad que podría dársele a esa insultante cantidad de dinero? ¿La de bocas hambrientas que se alcanzaría a alimentar?... ¿La de huérfanas por proteger?

En la ignorancia de si se las ven con un imprudente o un provocador, quizá puesto allí a propósito para sondearlos, don Hermógenes decide guardar silencio, interesándose por el dibujo de la alfombra que tiene a los pies. Por su parte, el almirante, que en todo el tiempo no ha abierto la boca, contempla al extraño sujeto para apartar luego la mirada y fijarla en uno de los espejos que reflejan el artesonado del techo. Viéndose desatendido, el otro murmura algo ininteligible entre dientes, encoge los hombros con indiferencia y saca de un bolsillo un arrugado folleto impreso, que empieza a leer.

—Ah, los canallas —masculla de vez en cuando, sin duda en relación con lo que lee—. Ah, los infames...

De la incómoda situación viene a rescatar a los académicos el mismo secretario de antes, pidiéndoles que lo acompañen. Su excelencia, anuncia, tiene un momento libre y los recibirá ahora. Los dos se levantan y van tras él, aliviados, sin que el otro hombre, que continúa leyendo su folleto, alce la cabeza. Caminan así por un largo pasillo hasta la antesala y el despacho donde, en el contraluz de una ventana que da a un pequeño jardín inglés, cerca de una chimenea encendida, hay un hombre con peluca empolvada y tres fajas de rizos en cada sien. Está de pie, cogidas las manos a la espalda. Su casaca de terciopelo azul celeste, bordada de oro, se adapta de manera admirable —lo que dice mucho a favor del sastre— a los hombros cargados y la figura poco airosa de quien la viste, que es cetrino, con mala dentadura y una ligera bizquera en un ojo. Y también algo sordo, deducen los académicos cuando lo ven inclinarse ligeramente hacia el secretario para escuchar mejor lo que éste le dice.

—Don Hermógenes Molina y el brigadier retirado de la Armada don Pedro Zárate, excelencia... De la Real Academia Española.

Se inclinan ambos, estrechando la mano —más bien floja y adornada con un topacio enorme— que el embajador les tiende sin invitarlos a sentarse. Sean bienvenidos, dice con distraída sequedad, y luego habla de la lluvia. Tienen suerte de que no llueva, afirma de pronto, mirando el sol que ilumina el jardín como si éste tuviera la inaudita descortesía de contradecirlo.

—Aquí diluvia la mayor parte del año, ¿saben?... Y las calles se ponen imposibles —en ese punto se vuelve al secretario, acercándole una oreja—. Hum. ¿Está de acuerdo, Heredia?

—Por completo, excelencia.

—Aprovechándose de ello, cualquier cochero les cobrará el equivalente a doce reales por media hora. Figúrense... Así que vayan con ojo. Hum. No deja a la patria en buen lugar que te tomen por un pardillo.

Los dos viajeros pasan del desconcierto a la decepción. Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, representante de su majestad católica ante la corte francesa, no corresponde físicamente a su propia leyenda: un grande de España, antiguo embajador en Lisboa y Varsovia, que antes de caer en desgracia —si de ese modo pueden calificarse los 12.000 doblones que ahora cobra al año— detentó en España el poder absoluto, ministro principal de Carlos III, político ilustrado, amigo de los enciclopedistas. El hombre que presidió el Consejo de Castilla después del motín de Esquilache, que expulsó de España a los jesuitas y que ahora, desde la embajada en París, gestiona con acierto la guerra por Menorca y Gibraltar y sostiene a las colonias americanas en su guerra contra Gran Bretaña. Y todo ese poder, semejante acopio de influencia, recursos y dinero, viene a encarnarse en un sexagenario encorvado, estrábico y con pocos dientes que dedica a los académicos una cortés mezcla de hastío y tolerancia mientras dirige vistazos impacientes al reloj que hace tictac sobre el zócalo de la chimenea; cuyo calor puede que temple la fría sangre del embajador, pero sofoca de modo indecible a sus visitantes; y también al secretario, que con discreción saca un pañuelo y, tras simular con mucha práctica un estornudo, se enjuga la frente.

—La Encyclopédie, me han dicho —comenta por fin Aranda.

Al decirlo señala la carta de recomendación que tiene sobre el tafilete verde de la mesa, abierta. Y sin dar ocasión a una respuesta, hunde el mentón en los encajes donde reluce el Toisón de Oro y dirige a sus visitantes un breve discurso, más bien mecánico, sobre la utilidad de aquella obra magna, su riqueza conceptual y su aporte decisivo a la filosofía moderna, las artes y las ciencias. Etcétera.

—Conozco a alguno de ellos, claro. Hum. De los redactores originales. ¿Quién no, viviendo en París?... Hum. Y durante un tiempo me carteé con Voltaire.

Cree que es buena idea, concluye, que la Academia tenga un ejemplar en su biblioteca, pese a quien pese. Que pesa, como de costumbre, a los de siempre. Hum. Luces, luces. Es lo que necesita España. Luces al alcance de todos, aunque dentro de un orden. Por lo demás, que se mueran los recalcitrantes. Y los tontos. Hum. Noble objeto, el de ese viaje. Tienen todas sus simpatías, por supuesto. Don Ignacio Heredia los pondrá en el buen camino, para cuanto necesiten. Hum, hum. Ha sido un verdadero placer, señores. Disfruten de París.

Dicho lo cual, sin darles apenas tiempo a emitir unas pocas fórmulas corteses, casi los empuja hasta la puerta. Un momento después, almirante y bibliotecario se ven en el pasillo, aún sudando bajo la ropa, mirando desorientados al secretario.

—Tiene un mal día —dice éste con aire distraído—. Mucha correspondencia por despachar, y esta tarde debe visitar al ministro de Finanzas. No imaginan ustedes qué vida lleva. O llevamos.

Asiente don Hermógenes, comprensivo y bonachón como suele. El almirante, en cambio, alterna miradas hoscas entre el secretario y la puerta que acaba de cerrarse a sus espaldas.

—Conde o embajador —arranca—, ésta no es...

El secretario alza una mano displicente, en demanda de paciencia. Lleva un cartapacio lleno de papeles que consulta con gesto atento, sin que los académicos puedan averiguar si tienen que ver con ellos o no, aunque sospechan que ni lo más mínimo. Tras un instante, alza la vista y los mira como si hubiera olvidado que estaban allí.

—Su Encyclopédie, por supuesto —comenta al fin—. Tengan la bondad de seguirme.

Los conduce a un despacho donde hay un escribiente trabajando en su pupitre, unos archivadores de madera oscura y una enorme mesa abarrotada de papeles. En el suelo, contra las paredes, se apilan documentos en gruesos legajos atados con cordel.

—Se lo voy a resumir a ustedes —dice, ofreciéndoles unas sillas y sentándose él en otra.

Y en efecto, lo resume. Pese a la carta de recomendación escrita por el marqués de Oxinaga, la embajada de España no puede mezclarse directamente en el asunto. La Encyclopédie es un libro que está en el Índice del Santo Oficio, y esa legación representa a un rey que, no sin justo título, ostenta el de Católica Majestad. Cierto es que la Real Academia Española posee licencia para tener en su biblioteca libros prohibidos; pero el permiso se refiere a la tenencia y lectura, no al transporte. Detalle —en este punto el secretario sonríe con eficiente frialdad técnica— de cuyas consecuencias espera se hagan cargo. Básicamente, el problema reside en que la embajada de España, aunque ve con buenos ojos el asunto, no puede intervenir en la adquisición y traslado de los libros. Ahí debe permanecer al margen.

—¿Y eso qué significa? —pregunta don Hermógenes, confuso.

—Que tienen ustedes toda nuestra simpatía, pero de modo oficial no podemos ayudarlos. La gestión con editores o libreros deberán hacerla directamente.

Se agita el bibliotecario, inquieto.

—¿Y el transporte?... Para facilitar el viaje a Madrid teníamos previsto poner los paquetes bajo protección diplomática. Ir con un salvoconducto de la embajada.

—¿Por valija nuestra? —el secretario dirige un rápido vistazo al escribiente, que continúa trabajando en su pupitre, y luego enarca las cejas, escandalizado—. Eso es imposible. Un compromiso así queda fuera de lugar.

La inquietud de don Hermógenes se torna visible angustia. A su lado, el almirante escucha sin despegar los labios. Grave e impasible, como suele.

—Podrán orientarnos, al menos. Indicarnos dónde...

—Muy por encima, me temo. Y debo advertirles de un par de cosas. La primera es que también en Francia la Encyclopédie está prohibida. Al menos, de forma oficial.

—Pero se imprime y se vende; o así fue hasta hace poco.

Ahora el secretario sonríe a medias, con suficiencia.

—Según y cómo. No es tan sencillo como parece. La historia de esos libros es una sucesión de autorizaciones y prohibiciones desde que salió el primer volumen. Ya entonces, el papa ordenó quemar todos los ejemplares, bajo pena de excomunión. Y en Francia, el Parlamento decidió que la obra era una conspiración para destruir la religión y minar el Estado, así que revocó el permiso de impresión... Sin la protección de gente de peso, simpatizante con las ideas de sus redactores, ésta se habría dejado de publicar después de los primeros volúmenes. Hasta se incorporó a los siguientes un falso pie de imprenta para guardar las formas, como si estuvieran hechos en el extranjero.

—En Suiza, tenemos entendido —apunta don Hermógenes.

—Sí. Neuchâtel. Todo eso situó a la Encyclopédie en una especie de...

—¿Limbo editorial?

—Eso es: existe, aunque no existe. Se imprime, aunque no se imprime.

—Pero ¿continúa a la venta?

El secretario lanza otro vistazo rápido al escribiente, que con la cabeza inclinada sobre pluma, tintero y papel, sigue a lo suyo.

—Oficialmente, no —responde—. O más bien de forma nebulosa. En realidad tampoco se imprime la obra completa original: está agotada. Los dos últimos volúmenes se publicaron hace ocho o nueve años, y es raro que un librero la tenga disponible.

—Según nuestras noticias, hay ejemplares que circulan. Por eso hemos venido.

El secretario hace un gesto ambiguo, casi francés, con la mano y los labios fruncidos.

—Pueden encontrarse ediciones clandestinas impresas en Inglaterra, Italia y Suiza para aprovecharse del éxito editorial; pero no son de confianza porque suelen estar corregidas o retocadas. Lo que se vende en Francia son reimpresiones o nuevas ediciones, fiables sólo hasta cierto punto. Creo que hay una, en cuarto...

Niega con la cabeza don Hermógenes.

—Nos interesa la original in folio.

—Ésa es rara de conseguir. Una reimpresión sería más fácil, supongo. Y, desde luego, más barata.

—Ya. Pero se trata de la Real Academia Española —muy serio, el almirante se ha inclinado hacia adelante en su silla—. Hay un decoro que debemos mantener... ¿Comprende?

El secretario parpadea ante la fijeza de los ojos azules.

—Por supuesto.

—¿Cree que podremos encontrar los veintiocho volúmenes en una primera edición completa?

—Supongo que será posible hacerse con ella... Si están dispuestos a pagar lo que les pidan, naturalmente.

—¿Y eso significa...?

—Calculen un mínimo de sesenta luises.

Cuenta con los dedos don Hermógenes.

—Lo que hace...

—De mil cuatrocientas libras para arriba —apunta el almirante—. En reales de España, unos seis mil.

—Cinco mil seiscientos —confirma el secretario.

Don Hermógenes dirige a su compañero una mirada de alivio. La previsión de gastos para adquirir los veintiocho volúmenes de la Encyclopédie alcanza hasta los 8.000 reales, lo que supone casi un par de miles de libras. En principio, salvo complicaciones y gastos extras, tienen suficiente.

—Está dentro de nuestras posibilidades —concluye.

—Bien —el secretario se pone en pie—. Eso facilita las cosas.

Salen de la habitación sin que el escribiente levante la cabeza de su pupitre. El secretario los precede por el pasillo, visiblemente aliviado por quitárselos de encima.

—¿Puede darnos al menos la dirección de un librero que sea de fiar? —demanda el almirante.

El secretario se detiene, arruga el ceño con expresión contrariada y los mira, indeciso.

—Como dije antes, eso no entra en las competencias de esta embajada —de pronto parece ocurrírsele una idea—. Pero hay algo que sí puedo hacer, a título particular: ponerlos en contacto con una persona adecuada.

Invitándolos a acompañarlo, da unos pasos hasta la puerta de la habitación donde hicieron antesala antes de ver al embajador. Una vez allí, señala desde el umbral al desaliñado hombre de negro, que sigue sentado leyendo su folleto.

—Creo que ya lo han visto aquí antes. Éste es el abate Bringas.

 

La irrupción de Salas Bringas Ponzano en esta historia me tomó por sorpresa. Su nombre figuraba, comprobé estupefacto, en dos de las cartas que el almirante y el bibliotecario habían enviado desde París, cuyos originales se encontraban entre el material conservado en el archivo de la Academia. Como cualquiera que haya leído sobre finales del siglo XVIII, el exilio de los ilustrados españoles y la Revolución Francesa, yo tenía noticia del abate Bringas. Y al ver su nombre relacionado con el viaje de los académicos, procuré ampliar lo que sabía. Algunos libros de mi biblioteca lo mencionaban: la correspondencia de Moratín —Ese imprudente Bringas, siempre fanático y brillante—, la obra de Miguel Oliver Los españoles en la Revolución Francesa, una extensa biografía del conde de Aranda escrita por Olaechea y Ferrer, la Historia de la Revolución Francesa de Michelet y la no menos monumental Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez y Pelayo. Además, Francisco Rico le dedicó un extenso capítulo en Los aventureros de las Luces. Todo eso bastaba para acercarme al personaje; pero aún pude ampliarlo con ayuda del Diccionario biográfico español, de una incursión por varias obras históricas conservadas en la biblioteca de la Real Academia Española y de algunas interesantes referencias que obtuve un poco más tarde durante una conversación con el profesor Rico. Y fue así como, al cabo, estuve en condiciones de establecer el papel que tan extraño personaje tuvo en la accidentada adquisición de la Encyclopédie.

La vida del polémico abate Bringas —había recibido órdenes menores en Zaragoza, donde estudió teología y leyes— merecería, quizá, la novela que aún nadie escribió sobre él. Había nacido en Siétamo, provincia de Huesca, hacia 1740; lo que sitúa su edad, en el momento del encuentro en París con don Pedro Zárate y don Hermógenes Molina, en torno a los cuarenta años. Por esa época, Salas Bringas ya cargaba a sus espaldas una complicada biografía: fugitivo tras la condena por la Inquisición de su poema Tiranía, relacionado luego con los exiliados españoles de Bayona, había conocido su primera cárcel francesa, oficialmente —o al menos eso afirmaba él— a causa de la publicación en París, bajo seudónimo, del panfleto De la naturaleza de reyes, papas y otros tiranos. Años después reapareció procedente de Italia, de donde trajo unos poemas inéditos de Safo de Lesbos traducidos al latín —Furor vagina ministrat, etcétera— que publicó con gran escándalo, y que al final resultaron ser una falsificación de su propia mano. De la cárcel lo sacó esta vez el conde de Aranda, nacido como él en Siétamo, que ya ejercía de embajador de España en París, y a quien divirtió mucho un ingenioso memorial en verso que Bringas, apelando al paisanaje oscense, le escribió desde prisión. La tolerancia de Aranda permitió al pintoresco abate subsistir en París, donde se relacionó con radicales y exiliados en los años previos a la Revolución, traduciendo a Diderot y Rousseau al castellano mientras se ganaba la vida con cambio de moneda, servicios de mediador, alcahuete o cicerone, venta de recuerdos, baratijas, pornografía y específicos de botica para abortar; lo que no le cerraba el paso a ciertas casas y salones donde divertía a la buena sociedad con su encanallamiento, ingenio y descaro. La marcha de Aranda y la publicación de un nuevo panfleto titulado La intolerancia religiosa y los enemigos del pueblo lo enviarían otra vez a la cárcel, donde iba a permanecer hasta que la suerte hizo de él uno de los presos liberados el 14 de julio de 1789. A partir de entonces es posible seguir fácilmente su vida en los libros que historian esa época: naturalizado francés, amigo de los españoles Guzmán y Marchena —a quienes acabó delatando durante la caída en desgracia de dantonistas y girondinos—, juzgado y exonerado con honores por el tribunal revolucionario, colaborador en L’Ami du Peuple de Marat, el incendiario Bringas llegó a ocupar un asiento en la Convención, militó en las huestes más radicales, destacándose como sanguinario orador durante el Terror, y acabó guillotinado con Robespierre y sus amigos, ocupando exactamente el tercer lugar de esa jornada, justo después de Saint-Just, bajo la cuchilla —sus últimas palabras fueron: Iros todos al carajo—. Para hacerse idea de su estilo oratorio-ideológico en general, basta echar un vistazo al arranque del poema Tiranía:

¿Quién hizo a reyes, papas y regentes

árbitros de la ley, jueces del mundo?

¿Quién ungió a esa ralea pestilente

con el óleo blasfemo de lo inmundo?

Ése fue, en esencia y espíritu, el abate Bringas: poeta, libelista, revolucionario. El sujeto, en ese momento aún desconocido para el almirante y el bibliotecario, que el secretario de embajada Ignacio Heredia —cuya relación epistolar con Justo Sánchez Terrón tuvo quizás algo que ver en ello— recomendó para que los ayudara a conseguir la Encyclopédie. El futuro jacobino, proveedor insaciable de carne para la guillotina y luego víctima de ésta, a quien Michelet llamaría scélérat déterminé, Lamartine jacobin fou, y Menéndez y Pelayo, que había leído a ambos, loco genial e impío. Decisión, la del secretario, que suponía poner la aventura académica en muy peligrosas manos.

 

—Ahí la tienen ustedes —dice Bringas, rascándose una oreja bajo la grasienta peluca—: la calle que contiene tras sus fachadas el tout Paris... La Babilonia del mundo.

Han cruzado la calle y, después de recorrer el jardín público del Palais-Royal, que está en obras, desembocado en la rue Saint-Honoré. Y allí, en efecto, el espectáculo es fascinante. Acostumbrados al encanto apacible y casi provinciano de Madrid, el almirante y el bibliotecario miran en torno, fascinados ante esa feria perpetua animada por miles de personas que entran, salen o pasean por las tiendas de la elegante avenida, bordeada de lujosos hoteles particulares. Éste, los informa su estrafalario cicerone, es el lugar más conspicuo de París; ceca y meca del comercio elegante, donde cualquiera puede encontrar lo que se ajuste a sus gustos y aficiones: surtidas librerías, restaurantes, cafés donde apoltronarse a mirar a la gente o leer las gacetas, comercios innumerables con toda suerte de artículos refinados, desde instrumentos científicos a selectas sastrerías, tiendas de ropa ya confeccionada, sombreros, guantes, aguas de olor, bastones y complementos de variadas clases. Las señoras, sobre todo, se encuentran aquí en el paraíso: cualquier padre de familia suda sangre para satisfacer los caprichos de una esposa o unas hijas, pendientes de lo último que ha puesto de moda la princesa Tal o la duquesa Cual según la tiranía de madame Baulard, mademoiselle Alexandre u otras modistas célebres. El simple paseo de una señora por esta calle puede arruinar a un marido.

—Dicen que a este lugar le saldrá un serio competidor ahí mismo, en el Palais-Royal, que como han visto está lleno de albañiles y andamios. El sitio es propiedad del duque de Chartres, primo del rey, y lo está rodeando con unas amplias galerías cubiertas donde habrá locales para alquilar a empresarios y comerciantes. Es una operación inmobiliaria polémica, discutida, pero que sin duda reportará al muy rufián del duque una fortuna... ¿Les apetece tomar algo?

Sin aguardar respuesta, el abate ocupa una de las sillas de mimbre que hay en torno a los veladores de mármol de un café, al sol. Ocupan otras los académicos, acude un mozo, pide Bringas chocolate con agua y lo mismo para sus acompañantes. Ah, y unos bizcochos para él. Para mojar.

—Con las prisas, ocupado en negocios, salí de casa sin desayunar.

Mientras aguardan, habla del faubourg Saint-Honoré; de cómo se ha convertido en escenario ineludible de la moda y la elegancia, al que se viene a ver y a dejarse ver. Señala con el bastón, mencionándolas por sus nombres, a algunas señoras tocadas con elegantes sombreros, y a los caballeros de cabellos empolvados, dos relojes con muchos dijes colgando de las cadenas del chaleco y lunar en la mejilla —imbéciles petimetres, los califica con gesto de escupir entre dientes— que las escoltan llevando en brazos, serviles, a sus perritos falderos.

—Aquí el pasatiempo de las damas es la coquetería. Todo muy ligero, muy francés, rodeadas de sus maestros de baile, peluqueros, modistas y cocineros... Desengáñense, señores, si creían que en París no entra nadie que no sea geómetra.

Luego se complace Bringas, con sonrisa feroz, en detallar la jornada de esas damas: doce horas en la cama, cuatro en el tocador, cinco en visitas y tres de paseo, o en el teatro. En aquella calle y las cercanas, donde reinan el monde y sus sacerdotisas, la invención de un nuevo peinado, de un sorbete, de un perfume, se tiene por prueba matemática de los progresos del entendimiento humano. Y mientras tanto, por los barrios pobres la gente se muere de enfermedades y de hambre, ronda los mercados en busca de alguna verdura podrida o se prostituye para llevar un chusco de pan a casa. Treinta mil mujeres públicas hay en París, puntualiza. Ni una más, ni una menos. Sin contar las entretenidas y las que lo disimulan.

—Algún día todo esto será abrasado por el fuego de la Historia —comenta con perverso deleite—. Pero de momento, aquí estamos... Así que vivámosle.

Se miran los dos académicos, interrogándose en silencio sobre si, abundancia de leísmos aparte, se hallan en la compañía adecuada. En ese instante llegan las tazas de chocolate, Bringas prueba el suyo con recelo, moja un bizcocho y acaba discutiendo con el camarero y pidiendo también un café.


Date: 2016-01-05; view: 705


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