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Sobre barcos, libros y mujeres

 

Hace poco se ha reconocido que la palabra «azar» no expresa sino nuestra ignorancia de las causas de ciertos efectos, y que ese azar disminuye a medida que la inteligencia del hombre aumenta.

A. de Parcieux.

Sobre las probabilidades de la vida humana

Todavía hacía sol cuando, al atardecer, me senté a la mesa de una terraza en la plaza mayor de Aranda de Duero. Pedí un café, abrí un par de libros y un mapa de los que llevaba en mi bolsa de viaje, y comprobé que hasta allí todo coincidía con las guías de caminos dieciochescas: las postas y ventas de Milagros y Fuentespina, el puente viejo sobre el río Duero, los campos cultivados de vides. Incluso la carretera que se apartaba de la autovía A-1 para entrar en la ciudad seguía con absoluto rigor el antiguo camino de rueda y herradura. Estuve un rato sentado, tomando notas, mientras repasaba la breve mención que, en el manuscrito de su viaje por Europa, el marqués de Ureña hizo del lugar en 1787:

 

Aranda tiene dos parroquias, dos conventos de frailes y dos de monjas. El caserío algo menos malo que el de Segovia, una posada trabajosa y otro mesón más estrecho...

 

La plaza principal de Aranda había cambiado mucho durante los más de dos siglos transcurridos desde el viaje de los académicos; pero conservaba su trazado original, algunos edificios de la época y buena parte de los viejos soportales bajo los que aquella noche, de vuelta del ayuntamiento, caminaron don Pedro Zárate y el joven Quiroga cuando se cruzaron, sin conocerlo, con Pascual Raposo. Ahora yo necesitaba establecer el ambiente adecuado para recrear una escena interior, de cena amistosa y conversación agradable entre el almirante, don Hermógenes, la viuda y su hijo. Cualquiera de los bares o restaurantes cercanos podía encontrarse en el mismo lugar que ocuparon el mesón estrecho y la posada trabajosa, palabras que en el siglo XVIII eran sinónimos de mal dispuesto, pobre o miserable. Respecto a este último alojamiento, decidí situarlo en uno de los edificios porticados más antiguos: anduve hasta él y me pareció idóneo, con una entrada amplia que en otro tiempo podía haber llevado a un patio interior con cochera y establo. Desde allí, mirando hacia el otro lado de la plaza, vi un bar donde muy bien podía haber estado el mesón citado por Ureña.

En cuanto al interior de la posada, el relato del marqués no me dejaba opción de lujo alguna. Debía ser, sin duda, una de aquellas donde mucha incomodidad tenía su asiento. La literatura de viajes por España abundó en descripciones apropiadas, así que era fácil imaginar en la planta baja una sola y ancha mesa de madera de roble sin barnizar, puesta junto a una gran chimenea toda ahumada, sillas de enea de mal respaldo, una lámpara de chorreantes velas amarillas colgada del techo, una cocina a la que era mejor no asomarse, junto a cuya puerta estaba colgada la guitarra del posadero, y una escalera rechinante, de madera, que llevaba a los cuartos superiores, encalados pero mal provistos de mantas y jergones de paja. Las pulgas y chinches resolví dejarlas para otra ocasión, más propias en ventas de camino frecuentadas por arrieros y caballerías de paso. Alguna maritornes hacendosa, supuse, por fortuna para mis viajeros, habría aireado y fregado casualmente aquel mismo día, con agua cocida con ceniza —lexía, en el Diccionario de Autoridades de la Real Academia—, las habitaciones de la posada de Aranda, dando cierto decoro al alojamiento. Y en la cocina, al precio de tres reales la libra de carnero, cinco cuartos la hogaza de pan y ocho el cuartillo de vino, hervía para los recién llegados un puchero de carne, garbanzos y tocino.



 

—Huele a gloria bendita —dice don Hermógenes, anudándose una servilleta al cuello.

Trae la posadera una olla bien provista, de la que todos se sirven y colman humeantes platos. Antes de entrar en materia hay una breve oración para bendecir la mesa por parte de la viuda Quiroga, a cuyo término se santiguan todos menos el almirante, que se limita a mantener con respeto la cabeza baja. Sólo están ellos en el comedor, pues el mayoral Zamarra cena en la cocina, y una pareja de comerciantes extremeños, que estaba en la misma mesa cuando llegaron, se retiró hace rato. Las emociones de la jornada les han abierto el apetito y la cena transcurre agradable, entre referencias jocosas al tiroteo de la mañana, con reiteradas cortesías y deferencias de los académicos hacia la señora, que se deja cuidar, complacida: su hijo le sirve vino rebajado con agua y don Hermógenes aparta para ella las mejores tajadas de carnero y le corta rebanadas de pan. Por su parte, el almirante come casi todo el tiempo en silencio, pensativo, escuchando cortés cuando se le incluye en la conversación e interviniendo entonces con frases breves y oportunas. Consciente, por otra parte, de las miradas de interés que la viuda, sentada frente a él, le dirige entre charla y cucharada.

Acaba la cena, mueven las sillas para acercarlas al rescoldo de la chimenea y hacen tertulia de sobremesa. La aventura de la mañana los mantiene excitados, por lo que el sueño, suponen, tardará en llegar. El joven Quiroga pide permiso a su madre para fumar, va en busca de su pipa y enciende un poco de tabaco, extendidas las piernas con las botas apoyadas en el zócalo del hogar. Y entre dos bocanadas de humo, con buen criterio militar, elogia la sangre fría mostrada por don Pedro Zárate en el encuentro con los bandoleros.

—Salta a los ojos, señor almirante, que el zafarrancho no le es ajeno.

Sonríe vago el aludido mientras mira consumirse las brasas de la chimenea.

—Fue usted quien estuvo muy gallardo y resuelto —dice, devolviendo el cumplido—. Cualquiera diría que ya había entrado antes en fuego.

—Todavía no tuve esa suerte. Aunque, si se refiere a la familiaridad con las armas y el tirar, en mi caso es natural por oficio: estar a lo que determine el servicio del rey.

—Pues ojalá el servicio de su majestad te requiera para otras cosas —le reprocha la madre—. Es terrible criar a un hijo para que se lo lleven a la guerra... Bastantes sobresaltos tuve en vida de tu pobre padre.

Ríe el joven, tranquilo, chupando su pipa.

—Madre, por favor. Repórtese usted... No sé qué van a pensar estos señores.

—No se preocupe por eso, teniente —tercia don Hermógenes—. Estamos en confianza. Es usted mozo de buen gusto, bello espíritu y brillante conversación. Pero una madre siempre es una madre.

Sigue un corto silencio, cual si las palabras del bibliotecario invitaran a la reflexión. Un tizón suelto, medio quemado, desprende humo que sale fuera de la campana. El humo hace lagrimear a la viuda, que se abanica para aliviar el sofoco. Inclinándose hacia el hogar, el almirante coge el atizador y empuja el tizón más adentro. Al levantar la vista vuelve a encontrar la mirada de la viuda Quiroga.

—¿Combatió usted en el mar, señor almirante? —pregunta ésta.

El interpelado tarda unos instantes en responder.

—Un poco. Sí.

—¿Hace mucho?

El resplandor de las brasas próximas enrojece los rostros, acentuando el tono de las mejillas del almirante, donde resaltan las minúsculas venillas cárdenas.

—Muchísimo... Llevo treinta años sin pisar la cubierta de un navío. La mayor parte del tiempo fui marino más bien teórico... De agua dulce.

—No tan dulce —interviene don Hermógenes—. En mi opinión, el almirante es modesto y se quita mérito. Antes de dedicarse al estudio y a su diccionario de Marina, estuvo en algunas funciones navales de importancia.

—¿Por ejemplo? —se interesa la viuda, dejando de abanicarse.

—Por lo menos la de Tolón, que yo sepa —la ilustra el bibliotecario—. Y en ella, desde luego, los ingleses se llevaron lo suyo... ¿No es cierto, querido amigo?

A modo de respuesta, todavía inclinado hacia las brasas, el almirante se limita a sonreír mientras las remueve con el atizador. El joven Quiroga, que ha acabado su pipa, aparta las botas de la chimenea y se yergue, ávido.

—¿Estuvo en Tolón, señor almirante? ¿El año cuarenta y cuatro?... Dios mío. Aquello fue duro de verdad, tengo entendido. Una gloriosa jornada.

—Usted no había nacido aún.

—Da igual. ¿Qué español no conoce los pormenores?... Sería muy joven, entonces.

Impasible, el almirante pasa por encima de la alusión a su edad. Y al cabo de un momento se limita a encoger los hombros.

—Era alférez de navío a bordo del Real Felipe, de ciento catorce cañones.

El joven Quiroga emite un corto silbido de admiración.

—Pues ése llevó la peor parte en el combate, según creo.

—Fue uno entre otros... Don Juan José Navarro había izado en él su insignia, así que era natural que los ingleses le fueran encima.

—Cuéntenos. Por favor —ruega la madre.

—No hay mucho que contar —mueve la cabeza el almirante, con sencillez—. Por mi parte, al menos. Mandaba la segunda batería; bajé a mi puesto al comenzar el combate, sobre la una de la tarde, y sólo subí a cubierta al final, cuando ya era de noche.

—Tuvo que ser terrible, ¿verdad? —interviene el joven Quiroga—. Todas esas horas allí abajo, entre el humo, los estallidos y los astillazos... Disculpe mi indiscreción, pero ¿esa cicatriz que tiene usted en la sien es de aquello?

Los ojos acuosos del almirante parecen volverse aún más transparentes cuando miran con fijeza al joven oficial.

—¿Le agradaría que lo fuera?

—Bueno —Quiroga titubea, desconcertado—. No sé qué decir a eso... En tal caso me parecería una honrosa marca, desde luego.

Un silencio. Breve.

—Honrosa, opina usted.

—Eso es.

—Desde luego —apostilla la madre, un poco escandalizada por el tono escéptico del almirante—. Se lo digo como esposa y madre de militar.

En los labios secos y finos de don Pedro Zárate —advierte don Hermógenes, que lo observa atento— parece perfilarse una sonrisa. O quizá sólo sea efecto del resplandor de la chimenea en su rostro.

—No fue una situación cómoda, si a eso se refieren —comenta—. Lo que es frío, pasamos poco ese día: llegaron a juntarse al costado tres navíos ingleses batiéndonos al mismo tiempo.

Dicho eso, se queda un instante en silencio, mirando las brasas.

—Supongo que sí —añade al fin, casi en un suspiro—. Que lo tocante a la honra quedó cubierto con creces.

Asiente el joven Quiroga con vigor entusiasta, imaginando la escena.

—Siempre admiré a los marinos —confiesa—. Adiestrado para hacer la guerra en suelo firme, me asombra que sean capaces de soportar tales penalidades, frío e incertidumbres, mar adentro, buscando una estrella o el sol entre nubes para orientarse... Y a los temporales, a la crueldad natural del océano, hay que añadir los estragos de la guerra... Jamás vi un combate salvo en las estampas, aunque en el mar debe de ser un espectáculo horroroso.

—Toda guerra lo es, en el mar o en tierra firme. Y le aseguro, teniente, que ni la estampa del más hábil grabador hace justicia a la realidad.

—Ya... Entiendo lo que quiere decir. Pero la gloria...

—Le aseguro que a la segunda batería del Real Felipe no llegó ni pizca de esa gloria.

 

Al señor don Manuel Higueruela, en su casa de Madrid:

Cumpliendo sus instrucciones de informar de manera periódica, escribo esta carta en Aranda de Duero. Aquí llegué esta noche en seguimiento de los dos caballeros que Vd. conoce. Todo el tiempo procuro mantenerme a cierta distancia. De momento la estación se presenta buena y no hay lluvias ni barro. El viaje sigue su curso normal con algunos incidentes propios que de momento lo retrasan poco y no afectan la salud de los pasajeros. Es de señalar un encuentro con bandoleros (por completo ajeno a mi intervención) en el paraje del río Riaza. Fue encarado con resolución por sus dos amigos y los ocupantes de otro coche que los acompañaban. Pusieron en fuga a los malhechores (tras un cambio de pistoletazos donde el más alto de los dos pareció comportarse con una serenidad que yo no esperaba). Los acompañantes son una señora que dicen viuda y su hijo militar. Viajan a Pamplona en su propio coche. Por una rotura de rueda han hecho camino hasta Aranda en compañía de nuestros dos viajeros. En este momento todos se hospedan en la posada donde cenan. Por prudencia yo vengo a alojarme en un mesón sito enfrente (donde el yantar es infame y el aposento aún peor). Según me informo con el mozo de cuadra de la posada, la señora y su hijo se quedarán en Aranda a esperar la reparación de su coche. Nuestros dos viajeros siguen mañana su camino. La salida está prevista a las ocho. Según creo mantendrán el mismo propósito de itinerario hasta Bayona y de ahí a París que Vd. me dijo en Madrid.

Seguiré informándole de todo a lo largo del camino (según tenemos convenido). En especial de cuantos sucesos de importancia se produzcan. En caso de que Vd. quiera enviarme instrucciones o comunicación urgente de alguna clase antes de salir de España puede hacerlo en correos a caballo (si le parece bien afrontar el gasto) para alcanzarme en alguna de las postas que más adelante iré pasando por el camino. A mi entender las más seguras son la venta del Cojo en Burgos (donde se me conoce mucho) y la posada de Briviesca y la de Machín en Oyarzun (donde también me conocen). Esta última está casi en la raya de Francia. Si de aquí a entonces no recibo nuevas instrucciones me atendré a las ya recibidas.

Le hago llegar mis saludos (extensivos al otro caballero amigo suyo).

De mi consideración

Pascual Raposo

Dobla Raposo la carta, escribe la dirección y, arrimando la llama de la vela a una barrita de lacre, la sella con cuidado. Tiene intención de dejársela por la mañana al mesonero, con un real y medio para que la envíe a Madrid en la primera diligencia. Después recoge el recado de escribir y apura los dos dedos de mal vino que aún quedan en la frasca que tiene al alcance de la mano, sobre la mesa. La cena, como indicaba a Higueruela en su carta, consumida en ese mismo cuarto hace más de una hora —la moza de mesón que la trajo, poco limpia pero de buenas formas, no mala cara y edad razonable, se dejó sobar un poco antes de irse—, ha sido parca y poco sabrosa: media gallina seca, que debió de ser polluelo en vida del rey Wamba, y dos huevos seguramente puestos por esa misma gallina en su remota juventud. Aún quedan unas cortezas de pan y algo de queso en un plato, y Raposo liquida esos restos para acompañar el vino. La vida a salto de mata que ha llevado siempre, primero como soldado y luego como hombre de todo trance, acabó hace tiempo por estropearle el estómago; y cuando pasa un rato sin echarle nada dentro, un molesto ardor acaba por lastimárselo todo. Frotándose la barriga bajo la camisa que lleva suelta sobre los calzones —conserva las medias de lana puestas, pues se ha quitado las botas, el suelo está frío y no hay estera que lo cubra—, Raposo mira el reloj de plata con tapa y cadena que tiene sobre la mesa: un remontoir francés de buena factura, trofeo personal de un antiguo lance, ya casi olvidado, en el que su propietario original dejó de necesitarlo para siempre. Después se levanta y va hasta la ventana, cuyos postigos están abiertos. Desde allí, a través del grueso vidrio, dirige una ojeada al otro lado de la plaza desierta y sumida en sombras. La posada donde se alojan los otros viajeros está a oscuras, con sólo un pequeño farol en la puerta cuya llama parece a punto de extinguirse. Rememorando el incidente que presenció de lejos por la mañana, Raposo modula una sonrisa pensativa mientras se acaricia las patillas y piensa en ese individuo alto, el almirante, disparando con mucho sosiego las pistolas. Quién lo iba a imaginar, concluye, en un señor académico de la lengua castellana. Son sorpresas que tiene la vida, naturalmente. Nunca puede decirse de un cura que no es tu padre.

Una llamada discreta a la puerta, casi un roce, hace que a Raposo le cambie la sonrisa. Ahora es íntima, de placer anticipado. Sin cuidarse de su aspecto va hasta la puerta y la abre. La moza del mesón está allí, en camisa, la cabeza descubierta y una toquilla de lana sobre los hombros, con una palmatoria encendida en la mano; cumpliendo la promesa hecha una hora antes y puntual como las doce campanadas que en ese momento hace sonar el reloj del ayuntamiento. Se aparta el hombre a un lado y entra ella silenciosamente, soplando para apagar la candelilla. Sin preámbulos, Raposo extiende una mano y le acaricia el pecho, que es pesado y cálido bajo la tela burda de la bata. Después señala la mesa, donde hay dos monedas de plata, una sobre la otra. Asiente la mujer, ríe, y se deja hacer.

—No me beses en la boca —pide cuando él se le acerca más.

Huele a jornada larga de trabajo, a sudor de hembra fatigada y sucia. Eso excita a Raposo, que la empuja hacia el lecho. Una vez allí, ella se levanta la bata hasta medio muslo, complaciente, y él se frota contra sus piernas desnudas, abriéndose paso mientras se desabrocha el calzón.

—No me lo eches dentro —dice la mujer.

Se ensancha la sonrisa zorruna y cruel de Raposo.

—No te preocupes —dice—. No pienso entrar ahí ni ciego de vino.

 

La velada se ha prolongado más de lo previsto, pues era de despedida: hubo charla hasta muy tarde junto a la chimenea, el joven Quiroga solicitó la guitarra del posadero, y para sorpresa de los académicos los entretuvo un rato con bastante buena mano. Don Hermógenes y don Pedro están cansados cuando suben a su cuarto, y en la escasa intimidad que les presta un biombo de caña y cotón mal pintado se desvisten para dormir.

—Amables personas, doña Ascensión y su hijo —comenta don Hermógenes—. Y el chico toca maravillosamente, ¿verdad?... Los echaré de menos.

El almirante no hace comentarios. Se quita la casaca y la cuelga con cuidado en el respaldo de una silla. Después se desabotona el chaleco y da cuerda al reloj. La parca luz de dos velas puestas en un candelabro de latón le ilumina media cara, prolongando sombras en sus mejillas rojizas.

—Sospecho, querido almirante —dice don Hermógenes—, que la señora también lo echará de menos a usted.

—No diga niñerías.

—Hablo en serio. Todos tenemos nuestros años a cuestas y sabemos interpretar miradas. Para mí que ha hecho usted una conquista.

Las sombras de la cara se le ahondan al otro en una mueca imprecisa.

—Acuéstese, don Hermes. Que se hace tarde.

Asiente el bibliotecario, va tras el biombo con la camisa de dormir al brazo y empieza a quitarse la ropa.

—Tampoco es para extrañarse —insiste—. La respetable viuda aún está en edad. Y usted tiene todavía buena planta, a sus...

Se calla un momento y asoma la cabeza, a la espera de que su compañero le complete la frase. Sin éxito. Como cada vez que se toca el asunto de su edad, el almirante no suelta prenda. Está sentado en la cama, en calzón y mangas de camisa, soltándose la cinta de tafetán que le ata la coleta gris.

—Además —prosigue don Hermógenes, metiendo de nuevo la cabeza—, su manera de ser impone.

A través de la tela del biombo escucha la risa del otro.

—¿Mi manera de ser?

—Sí, hombre. Tan serio siempre. Tan circunspecto.

—No sé cómo tomarme eso, señor bibliotecario.

Sale don Hermógenes en camisa hasta las rodillas, con la ropa en las manos y el gorro de dormir puesto.

—Oh, tómelo como la mejor cosa del mundo. Míreme a mí: bajo, rechoncho y con una cara que necesita afeitarse dos veces al día. Milagro fue que mi pobre difunta accediera a casarse conmigo. Y tampoco la convencí a la primera. Ahora, encima, estoy viejo, con gota y otros achaques. Usted, sin embargo...

El almirante lo mira irónico, con divertido interés. Sin decir palabra, coge de su maleta la camisa de dormir y se dirige al biombo.

—¿Me permite una pregunta, querido amigo? —dice el bibliotecario—. ¿Una impertinencia alentada por esta intimidad en que nos vemos?

El otro se ha detenido a medio camino y lo mira con curiosidad.

—Claro. Diga usted.

—¿Nunca pensó en casarse?

Una pausa. El almirante parece pensarlo, cual si de verdad estuviera haciendo memoria.

—Alguna vez, quizás —dice al fin—. Cuando era joven.

Aguarda el bibliotecario, en espera de que su compañero prosiga. Pero éste no lo hace. Se limita a encoger los hombros y desaparecer tras el biombo.

—El mar, supongo —aventura don Hermógenes, mirándose los pies metidos en pantuflas—. Imagino que era poco compatible con los viajes y todo lo propio de su oficio...

Del otro lado de la tela pintada llega la voz del almirante:

—Me alejé pronto del mar, y he vivido casi todo el tiempo en Cádiz y Madrid. No se trata de eso.

Un nuevo silencio. Al cabo, el almirante aparece también en camisa de dormir. Ésta, piensa don Hermógenes, lo hace parecer aún más flaco y alto.

—Nunca lo necesité, supongo —añade el almirante—. La parte egoísta del matrimonio, la doméstica, la cubrieron siempre mis hermanas. Por diversas circunstancias no pudieron casarse, o no quisieron. Al fin resolvieron dedicarse a mí.

—¿Y usted a ellas?

—Algo así.

—Cuestión de lealtades, entonces. Mutuas.

Encoge otra vez los hombros el almirante.

—Quizá esa palabra sea exagerada.

—Bueno. En cualquier caso, un hombre no necesita del matrimonio para...

Se interrumpe el bibliotecario, intimidado por la fijeza con que lo contempla su compañero.

—Disculpe —dice al cabo de un instante—. Estoy yendo demasiado lejos con esto de las confidencias.

—No se preocupe. El nuestro es un viaje largo. Conocerse resulta natural.

La sonrisa franca del almirante parece descartar cualquier malentendido. Eso anima a don Hermógenes, inspirándole cierta audacia.

—Supongo que en su mocedad, de puerto en puerto, no le faltaron ocasiones.

Ríe el almirante en voz baja, sin responder. Una risa, estima el bibliotecario, más entre dientes que otra cosa. Como si poco tuviera que ver con la conversación que mantienen.

—Debía de ser un apuesto joven oficial —prosigue don Hermógenes—. Si permite que se lo diga, todavía tiene buena planta, pese a los, ejem, años... Vuelvo a acogerme a cómo lo miraba la viuda Quiroga mientras el hijo, ese excelente muchacho, tocaba la guitarra. Desde el tiroteo de esta mañana, la señora sólo tenía ojos para usted. Estoy convencido de que...

Calla de pronto, sorprendido de sí mismo, y parpadea un poco, cual si acabara de advertir en sus propias palabras algo inusual, o imprevisto.

—Es curioso, señor almirante —dice tras meditarlo un poco—. Nunca hablé de mujeres, antes. Con nadie. Supongo que es el viaje, la aventura, lo que me hace locuaz. Le ruego que me perdone. La verdad es que ésta no es una conversación adecuada entre dos académicos de la Española.

Ahora su compañero sonríe alentador. Con visible afecto.

—¿Por qué no?

—Bueno, la materia que nos ocupa...

Alza una mano el almirante, descartando de nuevo todo malentendido.

—No se preocupe por eso. Sería espantoso hacer casi doscientas leguas hablando de voces, significados y derivaciones por orden alfabético.

Ríen ambos de buena gana. Mientras el almirante se mete en la cama —un mal jergón que cruje bajo su peso—, el bibliotecario se disculpa, coge el orinal que está en un rincón del cuarto y regresa con él tras el biombo. Por un momento sólo se oye el chorro que cae en la loza.

—Hay cosas que las mujeres llevan con ellas, don Hermes —dice de pronto el almirante—. Y que forman parte de su naturaleza.

Asoma el otro, orinal en mano. Intrigado.

—¿Cosas?... ¿Qué clase de cosas?

—Usted estuvo casado muchos años. Debe saberlo mejor que yo.

El bibliotecario deja el orinal en el suelo, y al pasar junto a la maleta abierta del almirante ve uno de los tres volúmenes de Euler.

—¿Me permite echarle un vistazo?

—Naturalmente.

Don Hermógenes coge el libro, se pone los lentes y se mete en su cama: Lettres à une princesse d’Allemagne, impreso en San Petersburgo en 1768.

—Le aseguro que nunca pensé en las mujeres de ese modo —dice mientras lo hojea, distraído—. La mía era una santa.

—No me refiero a eso, hombre. Sin duda que lo era.

—Ah.

—Es otra cosa. Es...

Una pausa pensativa. Parece que el almirante busque las palabras, y que no sea tarea fácil.

—Es como una enfermedad que tuvieran muchas de ellas —declara al fin—. Hecha de lucidez, de tristeza íntima, de presentimientos... De un no sé qué, difícil de formular.

—Vaya. Pues en mi pobre difunta no noté nada de eso. Sólo unos días raros al mes, ya me entiende usted. Y eso era todo.

—Lo mismo no se fijó bien. Demasiado latín, don Hermes. Demasiados libros.

—Puede que fuera eso, aunque aliquando dormitat Homerus... ¿Y dice que les pasa a todas?

—A las inteligentes, al menos. Incluso a las que no lo son, aunque éstas ignoren que les pasa. Una especie de enfermedad tranquila.

Se palpa el bibliotecario sobre la sábana y la manta, cómicamente inquieto.

—¿Enfermedad?... Vaya. Confío en que no sea contagiosa.

—Ése es el problema. Que si uno se acerca demasiado, se la contagian.

—No lo sabía a usted misógino, querido amigo. Pese a su soltería.

—Y no lo soy. Estamos hablando de otra cosa... Por eso hay que ser cauto. Pocos matrimonios responden a un plan inteligente meditado con tiempo. Y así salen, luego.

Surge un largo silencio. El almirante hace ademán de apagar el candelabro, pero observa que don Hermógenes sigue con el libro abierto en el regazo. Sin embargo no está leyendo, sino que lo mira a él con atención.

—¿Por esa razón se mantiene a distancia, almirante?

—¿A distancia?... Tengo dos mujeres en casa, nada menos.

—Usted sabe a qué me refiero.

No hay respuesta a eso. Con la cabeza sobre la almohada, el otro mira las sombras del techo.

—Yo echo de menos a la mía —continúa el bibliotecario—. Era una buena mujer, y la extraño. Pero, ahora que lo pienso, a veces quizá se quedara callada demasiado tiempo. Como si, incluso conmigo cerca, estuviera sola.

—Todas lo están, me parece... En cuanto al silencio, sospecho que todo el tiempo nos juzgan, y por eso callan.

—¿Silencio de jueces? —se yergue un poco don Hermógenes, interesado—. Vaya... Eso parece digno de pensarse.

—Aunque la mayor parte de sus veredictos, mucho me temo, oscilan entre la compasión y el desprecio.

—Diantre. Nunca me lo planteé de ese modo... Nunca.

Pasea los ojos el bibliotecario, distraído, por las páginas abiertas del libro: Sin duda sería fácil a Dios hacer morir a un tirano antes de que éste haga sufrir a la buena gente..., traduce. Luego alza la vista con un dedo puesto sobre esas líneas.

—Éste es un siglo diferente —concluye, pensativo—. Vienen tiempos nuevos... Luces que cambiarán muchas cosas. Incluso a las mujeres.

El almirante, ya embozado y vuelto de espaldas, parece dormir. Pero al rato suena su voz:

—Sin duda. Pero no sé si eso servirá para que desaparezca su enfermedad, o para agravarla.

 

A la altura de Briviesca me aparté de la autovía principal; pues, comparando antiguas guías de caminos con el mapa moderno de carreteras, comprobé que la N-1 seguía allí el trazado del antiguo camino real entre Burgos y Vitoria. El cielo estaba cubierto de nubarrones bajos que descargaron, al poco rato, una lluvia espesa que veló el horizonte y embarró los campos. Detuve el coche en una venta, para tomar café mientras escampaba un poco, y permanecí sentado bajo el porche, consultando el mapa y las notas de mi cuaderno mientras consideraba que hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la vida: visitar lugares leídos en libros y proyectar en ellos, enriqueciéndolos con esa memoria lectora, las historias reales o imaginadas, los personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron. Ciudades, hoteles, paisajes, adquieren un carácter singular cuando alguien se acerca a ellos con lecturas previas en la cabeza. Cambia mucho las cosas, en tal sentido, recorrer la Mancha con el Quijote en las manos, visitar Palermo habiendo leído El Gatopardo, pasear por Buenos Aires con Borges o Bioy Casares en el recuerdo, o caminar por Hisarlik sabiendo que allí hubo una ciudad llamada Troya, y que los zapatos del viajero llevan el mismo polvo por el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro.

Pero eso no ocurre sólo con libros ya escritos, sino también con libros por escribir, cuando es el propio viajero quien puebla los lugares con su imaginación. Eso me ocurre con frecuencia, pues pertenezco a la clase de escritor que suele situar las escenas de sus novelas en sitios reales. Pocas sensaciones conozco tan agradables como caminar por ellos con maneras de cazador y el zurrón abierto mientras una historia fragua en tu cabeza; entrar en un edificio, caminar por una calle y decidir: este sitio me conviene, lo meto en mi historia. Imaginar a los personajes moviéndose por el mismo lugar, sentados donde estás, mirando lo que miras. Comparada con el acto de escribir, esa fase previa es aún más excitante y fértil, hasta el extremo de que ciertos momentos de la escritura, su materialización en tinta, papel o pantalla de ordenador, pueden presentarse luego como acto burocrático y hasta ingrato. Nada es parecido al impulso de inocencia original, el principio, la génesis primera de una novela cuando el escritor se acerca a la historia por contar como a alguien de quien acabara de enamorarse.

A veces, o con frecuencia, tales aproximaciones pueden ser indirectas. O casuales. Así me ocurrió aquella mañana en la venta cercana a Briviesca mientras miraba caer la lluvia. La carta escrita por Pascual Raposo a los académicos Higueruela y Sánchez Terrón daba pie a un nuevo encuentro de éstos en Madrid, y yo andaba dando vueltas en la cabeza a dónde situarlo. Ya había recurrido a los escenarios de un café y de un paseo nocturno por la ciudad para diálogos entre estos personajes; el siguiente tenía previsto situarlo en el edificio de la Real Academia, en la Casa del Tesoro, antes o después de una de las reuniones ordinarias celebradas los jueves; o quizá en el paseo del Prado. Sin embargo, mientras estaba sentado en el porche de la venta se me ocurrió otra idea. Había caminado un trecho bajo la lluvia, y mi calzado estaba sucio de barro. Eran unos zapatos de campo de buen cuero, de Valverde del Camino: desde hace muchos años uso el mismo modelo, que compro en una tienda de caballistas y equitación del Rastro madrileño. Los miraba, pensando que por la noche los tendría que limpiar bien cuando llegase a un hotel, y eso llevó mis pensamientos a la próxima necesidad de un par nuevo, a la tienda donde los compro, y al mismo Rastro. En el siglo XVIII, recordé entonces, ese barrio-mercado popular, con su compraventa de objetos usados, ya era un lugar castizo muy frecuentado por los habitantes de Madrid. Tenía a mi disposición abundante literatura costumbrista con descripciones de la época para documentar detalles, desde gacetas y autores contemporáneos a inmediatamente posteriores, como el sainetero Ramón de la Cruz o el cronista decimonónico Mesonero Romanos, cuya descripción de la plazuela del Rastro —hoy llamada de Cascorro— y la ribera de Curtidores era perfectamente válida para describir el aspecto del lugar en los años ochenta del siglo anterior: Mercado central donde van a parar todos los utensilios, muebles, ropas y cachivaches averiados por el tiempo, castigados por la fortuna, o sustraídos por el ingenio a sus legítimos dueños. Decidí, por tanto, que Higueruela y Sánchez Terrón, los dos conspiradores contra la adquisición de la Encyclopédie por la Real Academia Española, tendrían su próxima reunión en algún lugar del Rastro. Y, por supuesto, en un día de lluvia.

 

Llueve a cántaros en la plazuela. Los toldos puestos sobre los tenderetes se abomban con el agua que, rebosante, se desliza por las costuras, remiendos y agujeros. Un goteo constante, monótono, salpica repicando en el empedrado. Sin embargo, los habituales del lugar no se arredran: aunque menos nutrida que otros domingos de cielo sereno, gente de toda clase y catadura, desde individuos respetables hasta criadas, lacayos y pillos, protegidos por parasoles, mantones, sombreros, capas y capotes de hule, deambula entre los puestos o curiosea bajo las lonas de las tiendas de lance situadas en los edificios que bordean el mercado.

Ante una covachuela de libros de segunda mano, pisando el serrín esparcido por el suelo del portal, coinciden Manuel Higueruela y Justo Sánchez Terrón. Discute este último el precio de un ajado primer tomo de El oráculo de los nuevos filósofos, por el que ofrece cuatro reales frente a los diez que pide el chalán, que es un fulano caído de patillas, de ojos rapaces y dedos sucios.

—De las dos pesetas no subo —sostiene Sánchez Terrón, enérgico.

—Del duro no bajo —se enroca el otro.

—Ahí va ese duro —interviene espontáneo Higueruela, poniéndole en la palma una moneda de plata.

Indiferente, el chalán prescinde de Sánchez Terrón y le entrega el libro al recién llegado. Es un ejemplar de tapas maltrechas, muy sobado por dentro. Sánchez Terrón, visiblemente molesto, contempla a Higueruela con agria censura.

—No sabía que estaba ahí detrás.

—Lo vi parado aquí, pero no quise molestar. Me divirtió su regateo.

Ahora Sánchez Terrón mira con rencor el libro en manos de su colega académico.

—Ya veo que se divertía, sí... Muy bajo por su parte.

Con una carcajada, Higueruela le entrega el libro.

—Es para usted, hombre. Un obsequio.

Lo mira el otro con sorpresa y recelo.

—No vale ese duro que ha pagado.

—Qué más da... Hágame el favor de aceptarlo.

Duda altivo Sánchez Terrón, con teatral desdén.

—Era simple capricho, no crea. El rancio conservadurismo de su autor...

—Que sí, hombre. Cójalo de una vez.

Acepta el otro al fin, como si hiciera un favor, y lo mete en un bolsillo del sobretodo. Caminan juntos bajo los toldos de las tiendas, resguardándose del agua que cae. Higueruela se cubre con capa negra encerada y un sombrero redondo de hule, y Sánchez Terrón, que lleva la cabeza descubierta, utiliza un parasol para proteger de la lluvia su elegante gabán a la francesa, de largos faldones y estrechado en la cintura.

—¿Cómo va nuestro asunto?

—¿Se refiere al de París? —responde Higueruela con malicia.

Sánchez Terrón frunce los labios con disgusto.

—No se me ocurre otro en el que coincidan sus intereses y los míos.

El periodista no responde en seguida. Todavía da unos pasos riendo entre dientes, divertido con el tono de su compañero.

—He recibido noticias de nuestro tercer viajero.

—¿Y?

—El jueves no tuve ocasión de comentarlo con usted en la Academia. Demasiados oídos cerca. Luego me fui con prisas.

—¿Siguen camino sin novedad?

—Ninguna que los retrase, al menos. Incluido un encuentro con bandoleros.

—Caramba... ¿Cosa seria?

—No parece. Por lo visto, el almirante estuvo muy puesto en militar, a la altura de las circunstancias. Con tiros y todo.

—¿Nuestro almirante?... Increíble.

—Pues ya ve. Quien tuvo, retuvo.

Caminan los dos académicos entre mauleros y prenderos, esquivando como pueden a la gente que busca protegerse bajo los toldos mientras curiosea muebles desencolados, alhajas de dudosa procedencia, espadines herrumbrosos, vajillas desportilladas o incompletas.

—Tengo un amigo en el Consejo de Castilla —comenta Sánchez Terrón—. Su nombre no viene al caso.

Higueruela lo mira con interés.

—¿Y qué cuenta su amigo?

Sánchez Terrón lo expone en pocas palabras. El viaje a París en busca de la Encyclopédie suscita comentarios en la corte, no siempre favorables. Hay quien opina que es un mal ejemplo. Y que la Academia, precisamente por la protección real de que goza, no debería meterse en jardines filosóficos. Dos días atrás, el arzobispo de Toledo hizo un par de comentarios al respecto. Eso, al parecer, dio pie a una breve charla sobre el asunto entre su majestad, el arzobispo y el marqués de Casa Prado, que estaba presente.

—Y entre esos dos —concluye Sánchez Terrón—, que son de la misma cuerda rancia, es decir la de usted, don Manuel, hicieron una envolvente bastante atrevida, sugiriendo al rey que desautorizase el viaje...

—¿Y qué dijo él? —se interesa el otro.

—No se pronunció. Escuchó atento, y al rato habló de otras cosas.

—Está mal aconsejado.

—Puede. Pero es lo que hay.

—¿Y la Inquisición?

—Ya oyó usted en el pleno a don Joseph Ontiveros, secretario perpetuo del Consejo... Por su parte, nihil obstat. Hasta el permiso para traer la obra de Francia lo ha gestionado él.

Higueruela chasquea la lengua y mueve la cabeza.

—Cochinos tiempos, éstos. Ya ni del Santo Oficio puede fiarse uno.

—Permítame que no replique a eso como usted merece.

Sonríe el otro, encanallado. Con descaro.

—Así me gusta, don Justo —ironiza—. Que me ahorre lo que merezco... Que sea usted un buen chico y respete nuestra tregua.

Mira Sánchez Terrón, distraído, la covacha de un ropavejero donde se apilan viejas casacas galoneadas, encajes amarillentos, sombreros apolillados o pasados de moda. Todo huele a antiguo, y la humedad ambiente no mejora los efluvios.

—¿Y no podría usted, en ese Censor Literario suyo...?

La mirada cáustica de Higueruela le hace dejar la frase a medias.

—¿Ese papelucho mío —pregunta el periodista, con sarcasmo— que sus correligionarios tachan de vocero del oscurantismo arcaico?... ¿Ese al que usted mismo, y lo sé de buena tinta, llamó panfleto infame el otro día, en la tertulia del café de la fonda de San Sebastián?

—Sí —admite Sánchez Terrón, altivo—. Ese mismo. ¿No podría, pregunto, ocuparse del asunto y denunciarlo utilizando voces autorizadas?

Higueruela, siempre práctico, recoge su rencor como quien recoge velas. Con toda naturalidad.

—¿Por ejemplo?

—Pues no sé. Mencionando la opinión de un par de obispos, del duque de Orán o del propio marqués de Casa Prado... Personas de peso en la corte, afines a usted y a sus ideas.

Alza el periodista un dedo adversativo, de uña sucia.

—Yo no puedo meterme en eso —objeta—. Una cosa es mi postura como editor y otra la mía como académico... Un punto es que me oponga en los plenos de la Española a este despropósito enciclopédico, y otro que tome postura pública atacando a la honorable institución a que usted y yo pertenecemos. Dando armas a quienes la atacan.

Se crece, engolado, Sánchez Terrón.

—Pues según su conciencia...

El otro lo interrumpe con una risa cáustica.

—Si de conciencias hablamos, puedo decirle lo mismo, señor filósofo. Hágalo usted, entonces, dando la cara en algún papel o lugar público. Mójese. Diga que las modernas luces deben circular exclusivamente a través de hombres ilustres como usted. Y que no se hizo la miel para la boca del asno.

—No diga disparates.

—Ya. Pero yo me entiendo, y usted me entiende también.

Los interrumpe un individuo agitanado, de pésima catadura, envuelto en una mojada capa parda, que saca de debajo de ésta cuatro cubiertos de plata envueltos en papel de estraza y se los ofrece por ciento veinte reales. Su mujer está enferma, asegura; y para atenderla, se ve en la precisión de vender esas alhajas.

—¿Muy enferma? —pregunta Higueruela, con guasa.

Se santigua el truhán con mucho desparpajo.

—Se lo juro por la gloria de mi madre.

—Anda... Vete por ahí antes de que llame a un guardia.

Esconde el otro la argentería, mirándolo esquinado.

—Arrieritos somos, caballero —masculla.

—Que te vayas, digo.

Siguen adelante los dos académicos y cruzan una bocacalle, esquivando charcos. Sánchez Terrón, que sostiene en alto el parasol, se vuelve a su compañero.

—¿Cree que habrá manera de entorpecer el asunto en París?

—¿Por parte de Pascual Raposo?... Estoy seguro. Conoce la ciudad y el ambiente. Es hombre de recursos... De recursos sucios, quiero decir.

Se han parado bajo un soportal donde arranca, calle abajo, la ribera de Curtidores. Pegado a una tienda de marcos vacíos y cuadros descoloridos o desgarrados hay otro librero de lance. Higueruela se sacude agua del sombrero y la capa, y su compañero cierra el parasol goteante.

—El jueves —dice éste—, en la Academia, comentando lo del viaje, el director dijo algo que yo ignoraba: el almirante y el bibliotecario llevan una carta de recomendación suya para nuestro embajador allí, el conde de Aranda.

A Higueruela no le agrada la noticia.

—Mala cosa —apunta—. Aranda es volteriano, impío y favorable a las nuevas filosofías.

—Como yo mismo, querrá usted decir.

El periodista le dirige una ojeada torva.

—No mezcle churras con merinas, don Justo... Estamos hablando de otra cosa.

—No mezclo —se pavonea Sánchez Terrón, algo picado por el símil—. Sólo puntualizo. Sepa usted que el conde de Aranda y yo coincidimos en no pocas...

Levanta Higueruela una mano, impaciente, reconduciendo el asunto.

—Bueno, da igual... El caso es que, sin duda, el embajador les prestará ayuda. Facilitará las cosas. Y nuestro hombre, Raposo, no podrá llegar hasta ahí... Sería picar demasiado alto para un rufián como él.

Toquetean los libros, echando un vistazo a los tejuelos descoloridos de los lomos y a las maltrechas encuadernaciones. En su mayor parte son religiosos. Entre volúmenes sueltos sin valor o incompletos hay un Marco Aurelio de Guevara medio destrozado, roído por los ratones y la humedad.

—Algo cuenta a nuestro favor —comenta Sánchez Terrón—. Yo tengo cierta familiaridad con Ignacio Heredia, el secretario particular de Aranda. Me envía libros y mantenemos correspondencia.

Nueva mirada de interés por parte de Higueruela.

—¿Podría servirnos para dificultar la tarea de nuestros dos viajeros en París?

El otro deja de hojear el volumen, al que falta casi un tercio de las páginas, y lo devuelve al montón con desagrado.

—No sé si llegaría a tanto. Yo no puedo comprometerme hasta ese punto, ni implicarlo demasiado a él. Uno nunca sabe en qué manos van a acabar las cartas que escribe.

—Pero alguna insinuación adecuada...

Sánchez Terrón parece pensarlo detenidamente. Al verlo dudar, insiste Higueruela.

—Bastarían unas palabras suyas en una carta cualquiera. Un comentario, hecho como al azar, que inspire cierta antipatía... Que no les ponga las cosas fáciles cuando se presenten allí, por muy recomendados que vayan.

Asiente al fin el otro, convencido.

—Sí. Eso es posible, supongo.

—Espléndido. Porque así, entre el secretario del embajador y nuestro apreciado Pascual Raposo, usted y yo combinamos la seda con el percal... O, dicho de otra manera, ponemos una vela a Dios y otra al diablo.

 

Silencios, conversación, alguna cabezada soñolienta. Apenas hay luz para leer. Avanza la berlina bajo la lluvia, con el cochero cubierto con un capote de hule, mientras las ruedas trazan profundos surcos en el barro del camino. En las zonas boscosas, el verde se hace más intenso y sombrío entre veladuras de bruma. En campo abierto, el paisaje enfangado, con grandes charcos y arroyuelos que reflejan el cielo plomizo y oscuro, se ve salpicado a intervalos por ráfagas de agua que repiquetean como disparos en la capota del carruaje.

Mira el almirante por la ventanilla, de la que de vez en cuando quita el vaho con la mano. Hace rato que permanece así, absorto en sus pensamientos, con el libro de Euler cerrado sobre la manta de viaje que le cubre las piernas. Sentado frente a él dormita don Hermógenes, cruzadas plácidamente las manos sobre el regazo y la capa que lo abriga. Al cabo de un rato se sobresalta el bibliotecario, despierta, alza la cabeza y mira a su compañero.

—¿Cómo vamos? —pregunta parpadeando, aturdido.

—La lluvia y el barro nos retrasan. A las pobres bestias les cuesta hacer camino.

—¿Cree que llegaremos a Vitoria antes de que se haga de noche?

—Confío en eso. Deben de quedar dos leguas, y no está el tiempo para pernoctar en una ruin venta de arrieros.

—Qué mala era la posada de Briviesca, ¿verdad?

—Infame.

Echa don Hermógenes un vistazo al exterior. Hay cerca unos cerros con árboles, y entre ellos, medio borrado por la bruma, un caserío distante, encalado de blanco.

—Triste paisaje, ¿no le parece?... Aunque con buen tiempo debe de ser hermoso, con tanta arboleda.

—Sin duda. Ésta es una tierra afortunada. Fértil.

—Es curioso —comenta el bibliotecario tras pensarlo un poco—. No es sólo el paisaje, la lluvia y todo esto, lo que causa una sensación de tristeza. Con buen tiempo sucede lo mismo. ¿No lo ha observado al pasar por los pueblos que hemos ido dejando atrás?... Acostumbrados como estamos al bullicio de Madrid, se nos olvida que no toda España es así... En contra de lo que cree mucha gente en el extranjero, los españoles somos un pueblo triste. ¿No le parece?

—Puede ser —conviene el almirante.

—Hace dos días en Briviesca, por ejemplo, que es un lugar próspero, abundante en ganados, huertas y arboledas, con buenos edificios, aunque la posada dejara que desear... ¿Recuerda usted?

—Claro. Un bonito lugar: dos conventos, una colegiata, una parroquia. Pero falto de alegría, como dice.

—Era domingo —rememora don Hermógenes—: día para que quienes pasan la semana trabajando se diviertan honestamente. No había empezado a llover, pero las calles estaban vacías, en silencio, y las pocas personas que encontramos fuera de sus casas parecían echadas de ellas por la desgana y el aburrimiento... Parecían estatuas funerarias, en la plaza o en el pórtico de la iglesia, ellos envueltos en sus capas y ellas en sus mantones, perezosamente sentados o vagando sin objeto. Sin asomo de diversión o interés por nada.

—Y al toque de oración, como pudo ver, todos de vuelta a casa.

—Eso mismo. Y lo que vimos allí ocurre en cualquier lugar de provincias. Por eso pienso que los españoles somos un pueblo triste. Y me pregunto por qué: tenemos sol, buen vino, guapas mujeres, buena gente...

El almirante mira con sarcástico interés a su compañero.

—¿Por qué la llama buena?

—Pues no sé —duda el otro—. Mala, buena... Quiero creer que...

—La gente no es buena ni mala. No es sino como la hacen.

—¿Y qué hace tristes a los naturales de Briviesca, por ejemplo?

—Las malas leyes, don Hermes —el almirante sonríe desganado, casi con pesadumbre—. La desconfianza de los gobernantes y el mal entendido celo de los jueces, seguros de que todo se cifra en la sujeción del pueblo: que la gente se estremezca ante la voz de la justicia, y que toda alegría sea considerada alboroto y ocasione pesquisas, prisiones y multas, en un país donde la venalidad de los funcionarios y la codicia de los jueces echa el resto... ¿Me sigue?

—Perfectamente.

—Entonces no tengo que explicarle cuánto acobarda y entristece eso al pueblo. Y al final, lo único que se le tolera es ir a misa los domingos, la romería a la ermita del santo y el poco esparcimiento que acompaña a bodas y bautizos.

Aparta la vista el bibliotecario, incómodo, mirando las gotas de agua que corren por el vidrio empañado de la ventanilla.

—Vaya, hombre... Ya tardaba usted en meter a la Iglesia de por medio.

Sonríe con afecto el almirante, quitándole hierro al asunto. No es sólo la Iglesia, señala tras un momento. Ella, añade, aporta un instrumento más al sistema perverso que gobierna a ciertos pueblos. Y no se trata de que la monarquía sea nefasta o no, pues ahí están los ingleses como ejemplo de que todo es compatible, sino de cómo en España se entiende la paz ciudadana.

—Nuestros reglamentos de policía —continúa— no sólo son contrarios a la felicidad, sino también a la prosperidad. En muchos lugares se prohíben músicas, veladas y bailes, en otros obligan a los vecinos a quedarse en casa al toque de oración, a no salir a la calle sin luz, a no pararse en corros... Y al campesino que regó con sudor los terrones del campo no le permiten la noche del sábado gritar con libertad en la plaza del pueblo, ni bailar con su mujer o la vecina, si le place, ni cantar una copla junto a la reja de su novia.

—La honestidad, ya sabe. Las costumbres...

—Qué honestidades ni qué niño envuelto. Sabe que no es ése el problema. Dejad leer y dejad danzar, pedía Voltaire. Y ahí está el punto de todo: menos misas y más música.

Alza las manos el bibliotecario, medio escandalizado.

—Exagera usted, querido almirante.

—¿Que exagero, dice?... De las romerías, por ejemplo, hablé antes. ¿Y qué pasa en ellas?... Deben interrumpirse antes de la hora de la oración; y no es que se prohíba que bailen hombres con mujeres, sino que la Iglesia ha hecho que se prohíban, incluso, las danzas de hombres.

—Pero el pueblo es paciente —objeta don Hermógenes—. Y todo lo sufre.

—Eso es lo peor. Que lo sufre, pero de mala gana. Y esa mala gana se corrige con medidas de policía, olvidando que quien sufre tiende a mudanzas violentas cuando estalla, y que sin libertad no hay prosperidad... En eso estará de acuerdo conmigo, supongo.

—Pues claro. Ya lo decían los griegos. Un pueblo libre y alegre será naturalmente laborioso.

—Exacto. Y a los buenos gobernantes corresponde no imponer, sino garantizar esa clase de felicidad.

—En eso tiene usted razón, desde luego. Dígame dónde hay que firmar. Un pueblo honrado no necesita que el gobierno lo divierta, sino que lo deje divertirse.

—Por supuesto. Y es que diversión y educación hacen a los ciudadanos laboriosos y responsables. Ayudan a eso los saraos públicos, cafés y casas de conversación, juegos de pelota, teatros...

—Y las corridas de toros —introduce el bibliotecario, que es notable aficionado.

En eso tuerce la boca el almirante, desaprobador.

—Ahí no estoy de acuerdo —responde con sequedad crítica—. Esa barbarie está bien prohibida.

—Una prohibición que no siempre se aplica a rajatabla, afortunadamente. Porque a mí me gustan, oiga. El valor de los toreros, la bravura de los animales...

—Es usted muy dueño, don Hermes —lo corta el almirante, algo desabrido—. Pero el espectáculo de una chusma analfabeta aplaudiendo el martirio de un animal nos avergüenza ante las naciones cultas. Si de amenidad pública se trata, en mi opinión la ideal para España es el teatro.

—Puede que tenga usted razón, sí... Ahí, desde luego, estamos de acuerdo.

Sufre la berlina un vaivén violento, salpicando barro afuera, y se detiene con brusquedad. Sin duda se trata de un bache del camino, oculto bajo el fango de un charco. Piensa don Hermógenes en descorrer la ventanilla para ver qué ocurre, pero la fuerte lluvia que golpea en el vidrio acaba por disuadirlo. Durante un rato, entre el repicar de agua sobre el techo, se oye el restallar del látigo y las voces malhumoradas del mayoral alentando a los caballos. Al fin, tras oscilar la caja a uno y otro lado, el coche da un tirón y reanuda la marcha.

—El teatro —prosigue el almirante— es una herramienta educativa de primer orden. Pero en España necesita una reforma que lo purgue de deshonestidades, fugas de doncellas, desafíos, crímenes, bufones insolentes y criados que presumen de bellacas tercerías... Añádale, si le parece, los entremeses y sainetes más bajos y groseros, a base de manolos, rufianes y verduleras, y tendrá el panorama de nuestra escena actual.

Se muestra vigorosamente de acuerdo don Hermógenes.

—Tiene razón. Sobre todo en lo de ese majismo y esa ordinariez, que desde los escenarios contagian a la gente... Todos los pueblos tienen su gusto por lo popular, claro. Lo malo es que en España ha subido a mayores, propagándose entre la nobleza y gente de forma, en lugar de quedarse, como en Inglaterra o Francia, en donde debe estar. ¿No le parece?... Y es que en todas partes hay plebe, como es natural. Pero lo de nuestra nación es plebeyismo.

—No puedo estar más de acuerdo, don Hermes... Esa estéril y grosera chulería, que a nada conduce, hace que en el extranjero la crean carácter nacional, y nos desacredita.

Otro bache hace que los académicos casi choquen uno con otro, y el coche vuelve a pararse. Decidiéndose al fin, don Hermógenes echa un vistazo por la ventanilla y la cierra con el rostro salpicado de gotas de lluvia, justo cuando restalla el látigo y la berlina arranca de nuevo en otro violento tirón. Con gesto de resignación, el bibliotecario se frota los riñones doloridos.

—Desde luego —retoma el hilo—, la religión y la buena política, cogidas de la mano, claman por una reforma rigurosa de esa bajunería nacional. De esas costumbres.

Sonríe don Pedro al oír aquello.

—Estaría más de acuerdo —objeta— en que religión y política se soltaran de la mano y no se la volvieran a tomar jamás... Mal camino es reformar mediante leyes de tufillo eclesiástico.

—No empecemos otra vez, se lo ruego.

—Ni empiezo ni termino, don Hermes. A mi juicio, una reforma de costumbres sólo debe orientarse por la razón y el buen gusto.

Protesta otra vez el bibliotecario, con su habitual candor.

—Mi querido almirante, un pueblo piadoso...

—No se trata de hacer pueblos piadosos —lo interrumpe el otro—, sino honrados, laboriosos, cultos y prósperos... Por eso hablo de un teatro que, como principal diversión nacional, fomente el patriotismo bien entendido, la utilidad del estudio, la honestidad del trabajo, la cultura, la virtud, con ejemplos que prestigien la libertad y protejan la inocencia... Un teatro, en fin, restituido al esplendor y el sentido común que el bien público exige.

—Ay, querido almirante. Creo que es pedir peras al olmo.

—Ya lo sé. Sin embargo, sacudiendo el olmo tal vez se obtengan algunas peras... Y de algún modo, en la humilde parte que a usted y a mí nos toca, este viaje en busca de unos libros prohibidos es una digna forma de sacudirlo.

 

El caballo avanza despacio, hundiendo los cascos en el barro del camino. La lluvia, que sigue siendo intensa, desborda los surcos gemelos de las ruedas de la berlina que avanza media milla por delante. También hace que Pascual Raposo, inclinado sobre el cuello de su montura, entorne los ojos para protegerse de los alfilerazos de agua que golpean su rostro, parcialmente cubierto por el ala deforme y empapada del sombrero. Bajo el capote que lo protege de la tormenta, el solitario jinete se siente friolento, húmedo, incómodo. Daría cualquier cosa por un fuego al que arrimarse hasta que sus ropas desprendieran vapor, o al menos por un lugar cubierto donde relajarse a resguardo de la lluvia. Sin embargo, el paraje no ofrece cobijo. Con su antiguo pasado de soldado de caballería a cuestas, Raposo está hecho a tales cosas, aunque el curso del tiempo, los años que corren sin remedio, las haga cada vez menos soportables. Algún día, piensa malhumorado, ya no estará en condiciones de buscarse la vida como se la busca. Y ojalá para entonces, concluye, disponga de algo con lo que sostenerse. Con lo que asegurar un techo, una mujer, un puchero caliente. Ese triple pensamiento, o su recuerdo bajo esta lluvia, basta para producirle una inmediata y tranquila desesperación. Una intensa melancolía.

Cojea el caballo al cruzar un puente de piedra, bajo el que un arroyo de aguas turbias corre con violencia. Mascullando una maldición, Raposo tira de la rienda, desmonta y comprueba las patas del animal, cuya carne cálida contrasta con el frío del agua que le corre por encima. Y la maldición se convierte en atroz blasfemia cuando Raposo comprueba que ha desaparecido una de las herraduras. Arropándose lo mejor que puede en el capote, a ratos cegado por la lluvia, abre las alforjas y saca una de repuesto, navaja, clavos y martillo. Luego, sujetando entre las piernas la pata del caballo, quitándose de vez en cuando el agua del rostro con el dorso de la mano, raspa el casco, coloca la herradura y la clava lo mejor que puede, mientras siente la lluvia que salpica alrededor, le cae encima y se filtra por las costuras de la tela encerada, corriéndole, fría hasta hacerlo estremecer, por el cogote hasta los hombros y la espalda. Cuando al cabo de un largo rato Raposo acaba la faena, tiene las piernas empapadas hasta los muslos, las mangas del marsellés chorreando, y el cuero de sus botas rezuma agua. Entonces, sin apresurarse, guarda las herramientas, saca el pellejo de vino que está en las alforjas y, echando la cabeza atrás, bebe un larguísimo trago mientras la lluvia le golpea la cara. Monta luego, y apenas el caballo siente floja la rienda y al hombre encima, se pone de nuevo en marcha, dejando atrás el sonido de los cascos sobre las piedras del puente.

Los surcos paralelos de las ruedas de la berlina ondulan en el barro del camino hasta perderse de vista, reflejando en sus estrechos cauces gemelos el cielo fosco y el velo brumoso del horizonte. Raposo imagina a los dos académicos secos y abrigados en el interior del carruaje, consultando con displic


Date: 2016-01-05; view: 633


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