Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Diálogos de ventas y camino

 

Es a la física y a la experiencia a las que debe recurrir el hombre. A ellas debe consultar en su religión y en su moral, en sus leyes y en su gobierno político, en las ciencias y en las artes, en los placeres y en las desgracias.

Barón Holbach. Sistema de la naturaleza

Recrear el viaje de Madrid a París me planteaba algunas dificultades técnicas. Las condiciones de los trayectos no eran las mismas: lo que ahora son carreteras y autopistas eran malos caminos de rueda o herradura en el siglo XVIII, impracticables durante las más crudas estaciones del año. En aquel tiempo, viaje era sinónimo de aventura. Ni siquiera el sistema de ventas, posadas y postas —las estaciones de relevo donde se cambiaban las caballerías de los carruajes— estaba perfeccionado como lo estuvo en la siguiente centuria. Precisamente, una de las preocupaciones de monarcas ilustrados como Carlos III fue la creación de un sistema de comunicaciones fiable, que asegurase la bondad de los desplazamientos y más confort para los viajeros.

Aunque los repertorios de caminos impresos existían desde dos siglos atrás, en la época de este relato, con la moda de los viajes y la curiosidad propia del siglo, esta clase de guías se había popularizado, editándose en forma de pequeños manuales de viaje que describían los recorridos entre las capitales europeas o los trayectos a provincias, con la distancia en leguas —cinco kilómetros y medio, lo que solía recorrerse en una hora— entre una posta y la siguiente; de manera que un viajero provisto de tales guías podía calcular las etapas con precisión, teniendo en cuenta que la distancia a recorrer en una jornada solía ser de entre seis y diez leguas.

En mi biblioteca disponía de algunas de esas guías, y otras las conseguí para construir este relato. Sobre itinerarios españoles resultó más adecuada la de Escribano, editada en 1775, mientras que los caminos y postas franceses los establecí con la impresa en París por Jaillot en 1763. Necesitaba también mapas que mostrasen caminos, pueblos y ciudades de su tiempo; y en una subasta de libros antiguos pude hacerme, en buen golpe de suerte, con un raro y grueso volumen en gran folio que contenía la obra completa de Tomás López, el español que cartografió toda la España de finales del siglo XVIII. En lo que a Francia se refiere, la solución me la dio una vieja amiga, la librera anticuaria Michèle Polak, que en su tienda de París, especializada en navegación y viajes, me consiguió un ejemplar en muy buen estado de la Nouvelle carte des postes de France.

—«Tengo algo que te interesará» —me dijo por teléfono.

Cuatro días después yo estaba en París. Cualquier pretexto era bueno para sumergirme en su abigarrada cueva de las maravillas de la rue de l’Échaudé, donde los libros se apilan en estanterías y montones sobre el suelo, en torno a una estufa eléctrica que siempre temo le pegue fuego a todo.



—¿Ahora te paseas por la tierra firme? —bromeó al verme llegar.

—Sin que sirva de precedente —respondí.

Era una vieja broma. Hacía cuarenta años que compraba allí libros de náutica y cartografía de los siglos XVIII y XIX, primero a su padre —Michèle era entonces una atractiva señorita— y luego a ella, cuando se hizo cargo del negocio. A sus buenos oficios, entre muchos tratados de navegación, debía uno de mis favoritos: el Cours élémentaire de tactique navale dédié à Bonaparte, de Ramatuelle, que habían utilizado los marinos franceses durante el combate de Trafalgar, y que usé para una novela publicada en 2005 sobre ese mismo episodio.

—Ahí tienes el mapa —dijo.

Lo había puesto sobre la mesa. Cinco palmos por cuatro, más o menos. Limpio y en estado excelente, sobre entelado moderno: Dédiée à son Altesse Serenissime Monseigneur le Duc. Bernard Jaillot, géographe ordinaire du Roy.

—La impresión es del año 1738 —apuntó Michèle, señalando la cartela.

—¿Algo prematuro para lo que necesito?

—No creo. Entonces las cosas cambiaban más despacio que ahora... Dudo que hubiese alteraciones apreciables en sólo cincuenta años.

Cogí la lupa que me ofrecía y busqué el camino general que habían seguido los académicos a partir de Bayona. Se veía muy bien trazado con una línea de puntos: Burdeos, Angulema, Orleans, París. Cada posta estaba señalada con un pequeño círculo. El detalle era minucioso.

—Magnífico —dije.

Movió la cabeza, confirmándolo.

—Oh, sí. Claro que lo es... ¿Te lo llevas?

Dejé la lupa sobre el mapa, tragué saliva con disimulo y la miré a los ojos.

—Depende —dije.

Su sonrisa me dio escalofríos. Ya dije que nos conocíamos desde cuarenta años atrás. Ella había echado los dientes en el negocio, y yo la había visto echarlos. A mis expensas, entre otros viejos clientes.

—¿Cuánto —pregunté— piensas cobrarme por él?

De vuelta en Madrid, con el mapa, seguí huroneando rastros. Necesitaba también textos especializados, contemporáneos de los personajes, que permitieran conocer los lugares por donde iban a moverse. Por fortuna, el XVIII abundó en tales obras: los desplazamientos fueron moda culta de ese tiempo, y muchos viajeros ilustrados publicaron guías, recuerdos y memorias. No tuve que buscar demasiado, pues poseía las detalladas colecciones de Cruz, Ponz y Álvarez de Colmenar, así como otros libros de viajes por España y Francia; y en especial, dos libros de memorias, el Viaje por España en la época de Carlos III de Joseph Townsend (1786-1787) y el Viaje europeo del marqués de Ureña (1787-1788), que cubrían parte de mis necesidades; y que, como iba a comprobar pronto, resultarían preciosos en cuanto a detalles menudos:

 

El camino es ancho y de bella huella, sobre tierras rojas y arcillosas. Son en todo siete leguas, con algún pedazo de mal camino por lo pedregoso...

Pude así ponerme al trabajo en esta parte de la narración, una vez situados mis personajes fuera de Madrid. Calcular itinerarios, relevos de postas, ventas para descansos en el camino. Moverme con la imaginación por los parajes que don Pedro Zárate y don Hermógenes Molina, seguidos de cerca por el sicario Pascual Raposo, habían recorrido en su viaje a la capital de Francia. Pisar su huella y comprender mejor el alcance de la peripecia. Sin embargo, hasta describir el vehículo en que viajaron los académicos requirió averiguaciones detalladas. Necesitaba un coche de camino, cubierto, capaz, resistente. En las memorias de Ureña encontré berlina, pero estuve a punto de descartarlo cuando en la edición del Diccionario de 1780 comprobé que el término se refería a un carruaje de sólo dos asientos; mientras que, por necesidades de la historia, yo necesitaba cuatro. Finalmente, tras dar vueltas por mi biblioteca y por internet, pude averiguar que berlina también se aplicaba a coches con más capacidad, y obtuve varias ilustraciones. Así que decidí utilizar ese nombre. Una berlina, por tanto, de cuatro asientos, pintada de negro y verde, equipada a la inglesa para ser tirada por cuatro caballos, con una baca arriba para el equipaje y un pescante donde iba sentado el cochero ofrecido por el marqués de Oxinaga. Y en el traqueteante interior, con las ventanillas corredizas de vidrio cerradas para protegerse del polvo del camino, sentados uno frente al otro sobre los gastados cojines de cuero, conversando a ratos, leyendo, dormitando, mirando silenciosos el áspero paisaje de la sierra, el almirante y el bibliotecario.

 

—¿Eso que he oído era el aullar de un lobo? —pregunta don Hermógenes, alzando la cabeza.

—Posiblemente.

Rechinan las ballestas del coche, monótonas, en el balanceo continuo que, al encontrar las ruedas una piedra o una irregularidad del camino, estremece la caja con resonantes crujidos. Lee el bibliotecario números atrasados del Mercurio Histórico y Político, del Censor Literario y de la Gazeta de Madrid mientras don Pedro Zárate mira por la ventanilla, absorto en las águilas y buitres que planean sobre los pedregales de granito y los abetos que espesan el paisaje en las quebradas de Somosierra.

—Va faltando luz —se lamenta el bibliotecario.

Descorre un poco más las cortinillas el almirante, sujetándolas con las correas para que su compañero de viaje disponga de más claridad, pero al poco trecho la gentileza resulta inútil. El sol, muy bajo, se oculta ya tras los árboles que bordean el camino y tiñe de un rojo apagado el cielo sobre las cumbres, que aún se ven nevadas a lo lejos. Cansado de forzar la vista, don Hermógenes acaba por dejar el periódico sobre el asiento. Después se quita los lentes, alza la vista y encuentra la mirada de don Pedro. Entonces le dirige una sonrisa benévola.

—Qué extraño, señor almirante. Qué curioso... Llevamos varios años en la Academia, y nunca habíamos tenido uno con otro más que unas pocas palabras... Y sin embargo, aquí estamos los dos, en esta rara aventura.

—Es un placer para mí, don Hermógenes —asiente su compañero—. Disfrutar así de su compañía.

Alza una mano afectuosa el bibliotecario.

—Le pido que me llame don Hermes, como hacen todos.

—Nunca me atrevería...

—Por favor, señor almirante. Estoy acostumbrado. Es una familiaridad simpática, y más viniendo de usted. Además, vamos a pasar juntos unas semanas. A compartir muchas cosas.

Lo medita el otro como si el asunto fuera de trascendencia.

—¿Don Hermes, entonces?

—Eso es.

—De acuerdo. A condición de que usted me apee el tratamiento. Eso de señor almirante suena excesivo entre compañeros de viaje. Le pido use mi nombre de pila.

—Se me hace raro. Entre los académicos, su condición de militar es algo que...

—Bien —lo interrumpe el otro—. Entonces, almirante a secas. Se lo ruego.

—Convenido.

El coche se inclina ligeramente, se detiene un instante y luego arranca de nuevo, con fuerza. El camino es ahora una cuesta empinada, y afuera, en el pescante, suena la voz del mayoral alentando a los caballos, punteada por chasquidos del látigo. Don Pedro señala el Censor Literario que el bibliotecario puso a un lado.

—¿Ha leído algo notable?

—Nada que merezca la pena. Lo de siempre... Una defensa encendida de las corridas de toros y una crítica feroz contra aquella obrita que el joven Moratín sacó bajo seudónimo.

Sonríe el almirante, amargo.

—¿Esa en la que critica la retórica y pedantería de los autores españoles, y propone fórmulas modernas?... ¿La que premiamos en el concurso de la Academia?

—La misma.

El almirante comenta que la leyó con mucho gusto, en su momento. Precisamente él estaba en el tribunal. Ideas nuevas y claras, las de ese Moratín: uno de los jóvenes educados en el buen gusto, críticos con la barbarie del vulgo mentecato: del público mal acostumbrado a los disparates que inundan los teatros con sainetes zafios de verduleras y manolos, o con tragedias llenas de portentos, tempestades, matanzas, grandes duques de Moscovia y zapateros remendones reconocidos como hijos perdidos por su padre el rey en el último acto.

—¿Y dice usted que en el Censor lo atacan? —concluye.

—Mortalmente... Ya sabe usted cómo se las gasta el amigo Higueruela.

—¿Con qué argumentos?

—Lo habitual —el bibliotecario hace un ademán resignado—. Las antiguas virtudes hispanas y todo eso. La rancia cantinela: las modas extranjeras corrompen la esencia medular de nuestro pueblo, las tradiciones, la religión y otros etcéteras.

—Qué triste. Los españoles seguimos siendo los primeros enemigos de nosotros mismos. Empeñados en apagar las luces allí donde las vemos brillar.

—Este viaje es la prueba de lo contrario.

—Este viaje, y discúlpeme, es una gota insignificante en un mar de resignación nacional.

El bibliotecario mira a su compañero con genuina sorpresa.

—¿No tiene fe en el futuro, almirante?

—Poca.

—¿Por qué se presta, entonces?... ¿Por qué participa en esta aventura?

Sigue un silencio roto por los chirridos del carruaje, el ruido de cascos de caballerías y el restallar del látigo afuera. Al fin, don Pedro sonríe de un modo extraño. Ensimismado.

—Una vez, en mi juventud, combatí a bordo de un navío... Estábamos rodeados de ingleses y en ese momento no había esperanza de vencer. Sin embargo, nadie pensó en arriar la bandera.

—Eso se llama heroísmo —se admira el bibliotecario.

Los húmedos ojos azules lo miran unos instantes sin responder.

—No —dice el almirante al fin—. Eso se llama tenacidad. Certeza de que, se gane o se pierda, uno hace su obligación.

—Con una pizca de orgullo, supongo. O me temo.

—El orgullo, don Hermes, si algo de inteligencia lo sazona, puede ser una virtud tan útil como otra cualquiera.

—Tiene usted razón... Tomo nota.

El almirante se ha vuelto a mirar por la ventanilla. Cada vez hay menos luz. El camino es ahora recto y cuesta abajo, los caballos se animan y el coche acelera su marcha.

—Apatía y resignación, son las palabras nacionales —dice al cabo de un momento—. Ganas de no complicarse la vida... A los españoles nos resulta cómodo ser menores de edad. Términos como tolerancia, razón, ciencia, naturaleza, nos perturban la siesta... Es vergonzoso que, como si fuéramos caribes o negros, seamos los últimos en recibir las noticias y las luces públicas que ya están esparcidas por Europa.

—Estoy de acuerdo.

—Y encima, lo poco de dentro lo convertimos en arma arrojadiza, de discordia: tal autor es extremeño, aquél es andaluz, éste valenciano... Nos falta mucho para ser nación civilizada con espíritu de unidad, como las otras que con justo motivo nos hacen sombra... Creo que no es el mejor medio recordar siempre, como solemos, la patria de cada cual. Antes convendría sepultarla en el olvido, y que a ninguna persona de mérito se la considere otra cosa que española.

—Tampoco en eso le falta razón —concede el bibliotecario—. Pero creo que exagera un poco.

—¿Exagero?... No contamos, don Hermógenes... Don Hermes. Eche cuentas... No tenemos Erasmos, por no decir Voltaires. Lo más que llegamos es al padre Feijoo.

—Que ya es algo.

—Pero ni siquiera él renuncia a su fe católica o su devoción monárquica. No hay en España pensadores originales, ni filósofos originales. La omnipresente religión impide florecer. No hay libertad... Cuanto llega de fuera se acepta con la punta de los dedos, por no quemarse.

—Le repito que tiene usted razón, almirante. Pero antes ha pronunciado la palabra libertad, donde hay doble filo. La gente del norte de Europa ve esa palabra de otra manera. Aquí es un delirio sugerir al pueblo inculto y violento que puede ser dueño de sí mismo. Esos extremos sentencian la suerte de los reyes. No van éstos a lanzarse al vacío de las reformas si se cavan la fosa.

—No me saldrá usted ahora con el carácter sagrado del trono, don Hermes...

—En absoluto. Pero sí con el respeto que se le debe. Y es extraño discutir esto con usted, que ha sido marino del rey.

El almirante emite una risa suave, casi amable. Después, inclinándose, da una amistosa palmadita sobre una rodilla del bibliotecario.

—Una cosa es que uno dé la vida por su deber, si hace falta, y otra que se engañe sobre la naturaleza de reyes y gobiernos... La lealtad es compatible con la lucidez crítica, querido amigo. Y le aseguro que a bordo de los navíos del rey vi cosas tan indignas como en tierra firme.

El sol se ocultó hace rato y apenas queda un rastro de claridad. Una luz mortecina, de un gris azulado, permite distinguir aún los contornos del paisaje y recorta en el interior del coche los bultos de los dos viajeros.

—Sólo soy un viejo oficial que lee libros —sigue diciendo el almirante—. Y en idioma castellano he leído sobre buen gusto, luces, ciencia y filosofía, pero nunca sobre la palabra libertad... El nuestro es un siglo en el que progreso y libertad van de la mano. En ningún otro fueron las luces tan vivas, ni alumbraron tanto el futuro, gracias a la valentía de los nuevos filósofos... Sin embargo, pocos en España se atreven a cruzar los límites del dogma católico. Quizá lo deseen, pero no tienen el valor de expresarlo públicamente.

—Esa actuación precavida es lógica —objeta el bibliotecario—. Fíjese en el pobre Olavide.

—Y que lo diga. Dan ganas de llorar. El intendente más fiel a los deseos reformistas de nuestro rey Carlos III, abandonado en silencio cobarde por el monarca y su gobierno...

—Por Dios, almirante. Yo no iba por ahí. Dejemos al rey fuera de esto.

—¿Por qué?... Todo pasa por ese punto, tarde o temprano. El rey fue quien ordenó a Olavide las reformas, y luego lo dejó en manos de la Inquisición. Su condena nos cubrió de vergüenza ante las naciones cultas, con esa subordinación a la superioridad eclesiástica por parte de la autoridad civil... Un rey ilustrado como el nuestro, en el que se depositan tantas esperanzas, no puede entregarse por escrúpulos de conciencia en brazos del Santo Oficio.

Ya sólo distinguen, ahora, la forma oscura del bulto del interlocutor entre las sombras. De repente suena un crujido y el coche da un pequeño salto, con un estremecimiento de la caja que casi arroja a los viajeros uno contra otro. La oscuridad del camino empieza a hacer peligroso el recorrido, y el bibliotecario descorre el cristal de una ventanilla para echar una ojeada aprensiva afuera.

—Es usted injusto —dice tras un momento—. El progreso no se consigue de golpe: hay estadios intermedios. Por convicciones personales, muchos podemos no desear la caída de los reyes o la desaparición de la religión... Soy partidario de las luces, como sabe; pero no estoy dispuesto a traspasar los límites de la fe católica. El punto luminoso debe seguir siendo la fe.

—El punto debe ser la razón —opone el almirante, rotundo—. El misterio y la revelación son incompatibles con la ciencia. Con la razón. Y la libertad es consecuencia de ella.

—Y vuelta a la libertad —el bibliotecario torna a asomar la cabeza por la ventanilla—... Es usted hombre pertinaz, mi querido amigo.

—Lo dijo Cervantes por boca de don Quijote: la libertad es el don más preciado que existe... Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres... ¿Qué mira usted con tanta atención?

—Una luz, me parece. Quizá sea la venta donde pasaremos la noche.

—Ojalá. Tengo los riñones hechos polvo con el traqueteo. Y esto sólo acaba de empezar.

 

Un día más tarde, cuando Pascual Raposo entrega el caballo a un mozo de cuadra, coge su bagaje y entra sacudiéndose la ropa en la venta que está pasado el río Arlanza, hay gente que cena junto a la gran chimenea encendida, en tres mesas de bancos corridos, sin manteles. Una, atendida por la moza de la venta, la ocupan dos mayorales de carruaje, uno de ellos el que acompaña a los académicos. En la otra hay media docena de arrieros —Raposo ha visto las mulas en el establo y los bultos amontonados en el patio, vigilados por uno de la partida— que comen y beben charlando con alboroto. En la tercera, algo alejada, hay gente de más calidad: los dos viajeros a los que sigue la huella el recién llegado, y también una mujer, junto a la que se sienta un joven caballero. Esta mesa la atiende el ventero en persona, que al ver entrar a Raposo acude a su encuentro con gesto poco hospitalario.

—No quedan cuartos libres —anuncia desabrido—. Está todo lleno.

Sonríe el viajero con calma, dejando ver los dientes blancos en la cara aún cubierta de polvo del camino.

—No se preocupe, amigo. Ya me apaño... De momento, lo que quiero es cenar algo.

Su aparente buen conformar tranquiliza al ventero.

—Con eso no hay problema —dice, algo más amable—. Tenemos olla con morros y manos de puerco.

—¿Y el vino?

—De aquí. Se puede beber.

—Me acomoda.

Titubea el ventero mientras estudia de arriba abajo la indumentaria del nuevo huésped, intentando situarlo en categoría para asignarle mesa. El recién llegado viste de camino con casacón marsellés, calzón de ante y polainas. Podría pasar por cazador, pero al ventero no le pasa inadvertido el sable metido dentro del rollo de la manta que Raposo dejó con su equipaje junto a la puerta, al entrar. Éste le resuelve el asunto por propia iniciativa, yendo a sentarse en la mesa de los arrieros; que han callado al verlo llegar, pero hacen sitio de buen grado.

—Buenas noches a todos.

Saca la cachicuerna que lleva metida en la faja, a un costado, hace sonar los siete muelles al abrirla y corta una rebanada de la hogaza que está sobre la mesa. Luego, alargando la mano para coger la jarra que le ofrece un arriero, se sirve vino. La moza le ha puesto delante un plato de guiso todavía humeante, con buen aspecto.

—Que aproveche —dice uno de la mesa.

—Gracias.

Mete la cuchara de estaño y come con apetito, masticando despacio, mientras los arrieros reanudan su conversación. Algunos fuman y todos beben. Hablan de animales, de peajes en los puentes y garitas, antes de ponerse a discutir sobre las bondades del torero Costillares frente a las de Pepe-Hillo. Raposo despacha su cena en silencio, sin meterse en la conversación, observando con disimulo a los dos académicos, la señora y el joven que ocupan la mesa más alejada. Estos últimos son, sin duda, los que viajan en un segundo coche de camino que Raposo ha visto estacionado ante la venta. El conductor debe de ser el fulano que está en la otra mesa, con el mayoral de los académicos. La mujer es de edad mediana y buen aspecto, y el joven que se sienta a su lado tiene cierto parecido con ella. Los dos, sobre todo la mujer, conversan con sus compañeros de mesa, aunque Raposo no llega a oír las palabras.

—¿Es verdad que esos señores ocupan todos los cuartos? —le pregunta a la moza cuando ésta trae más vino.

La muchacha responde que sí. Los dos caballeros mayores comparten uno, y la señora y el joven cada uno el suyo. Por lo visto, confirma, ésos son madre e hijo, y viajan a Navarra. En otro cuarto de la venta duermen los dos cocheros; y el cuarto grande, donde hay seis jergones, lo ocupan los arrieros. Para pasar la noche, Raposo tendrá que negociar un sitio con los cocheros, o quedarse en el establo.

—Gracias, niña. Ya me las arreglo.

Mientras rebaña el plato con un trozo de pan, el gavilán estudia a sus presas. El más bajo y regordete de los académicos, el tal don Hermógenes Molina, conversa afable con la señora y el joven. Ambos, en especial la mujer, parecen complacidos de la compañía que les depara esta etapa del viaje. El bibliotecario parece simpático, atento, inofensivo, apacible; de esos individuos que caen bien al primer vistazo. El otro, el brigadier o almirante Zárate, interviene poco en la conversación, asintiendo o apuntando comentarios breves cuando sus compañeros de mesa se dirigen a él. Alto, flaco, con la corta coleta de marino recogiéndole el pelo gris sobre el cuello de la casaca, se mantiene sentado en el borde del banco, las muñecas apoyadas en el filo de la mesa, rígido y erguido como si estuviese pasando revista militar, mientras atiende la conversación de los otros, interviniendo de vez en cuando con aire educado, un punto melancólico, o quizá distante.

—¿Me pasa candela, amigo?

A requerimiento de Raposo, uno de los arrieros le acerca una palmatoria de latón donde arde una vela medio consumida. Tras dar las gracias, aquél saca de un bolsillo del casacón un atado de cuatro cigarros y se pone uno en la boca, arrimando el extremo a la llama. Luego se echa para atrás, soltando una bocanada de humo, mientras se vuelve a mirar la mesa donde están los dos cocheros. Sabe que el de los académicos se llama Zamarra y que, como la berlina de viaje, es de la casa del marqués de Oxinaga, que lo cede a sus compañeros para que los asista. Antes de salir de Madrid, Raposo procuró informarse sobre él: cuarenta años, analfabeto, marcado de viruela en la cara. Es un don nadie grande, desgarbado, hecho a los caminos y sus incidencias, torpe de andar cuando no está subido al pescante con las riendas y el látigo en las manos. Familiarizado sin duda, ahí arriba, con la escopeta que lleva metida en una funda.

—Es en el robledal que hay antes de la posta de Milagros y el río Riaza. Según se sube.

—¿Donde el puente de madera?

—No. Más acá... En la cañada que lleva al vado.

Uno de los arrieros está contando algo que atrae la atención de Raposo. Salteadores, comenta. Y la moza de la venta lo confirma. Una partida merodea por la zona, en el camino de Aranda de Duero. Hace una semana asaltaron a unos viajeros, y se dice que aún siguen por allí, emboscados. Conviene tomar precauciones.

—Es cosa de viajar en grupo —sugiere un arriero—. De juntarse con más gente.

Raposo dirige una última mirada a la mesa de los académicos, que siguen conversando con la señora y su hijo. Después pide a la moza que le llene la cantimplora de agua y la bota de vino; y cuando ésta se las trae, llama al ventero, pregunta cuánto debe de la cena, el establo y la avena del caballo, paga por todo ello dos pesetas, dice buenas noches a los arrieros, recoge sus cosas y sale al exterior, donde se queda inmóvil fumando en la oscuridad hasta que el chicote del cigarro le quema los dedos. Entonces lo deja caer al suelo, lo aplasta con la suela, camina hasta el establo y echa un vistazo a su caballo, comprobándole las patas y las herraduras. Después, buscando un rincón tranquilo lejos de las bestias, y tras arreglar un montón de paja, extiende la zamorana y se echa a dormir.

 

Hace frío, y por las rendijas de la ventana sin vidrios casi podría colarse un mochuelo. A la vuelta de una visita al escusado, que está en el patio de la venta, y sentado ahora en el borde de su lecho —un mal jergón de borra de lana, a través del que se sienten las tablas de la cama—, don Hermógenes Molina musita, sin apenas despegar los labios, sus oraciones diarias. Viste camisa y gorro de dormir. A la luz de una pequeña lámpara que además de verter gota a gota el aceite llena de humo el techo del cuarto, el bibliotecario puede ver cómo su compañero, ya acostado y cubierto por una manta, pasa las páginas del libro que lee a ratos: Lettres à une princesse d’Allemagne, de Euler, tres volúmenes en octavo. Aunque es la segunda noche que comparten habitación, la intimidad obligada por las circunstancias aún resulta incómoda para ambos. Es la educación, la extrema cortesía de cada cual, lo que hace tolerables las situaciones más embarazosas del viaje: desnudarse, escuchar los ronquidos del otro, utilizar la jofaina para lavarse o recurrir al orinal que está, con su tapa de madera, en un ángulo de la habitación.

—Unas personas agradables, esa señora y su hijo —comenta el bibliotecario.

Don Pedro Zárate deja el libro en el regazo, sobre la manta, con un dedo puesto en la página para no perderla.

—Un muchacho educado —se muestra de acuerdo—. Y ella es mujer agradable.

—Encantadora —asiente don Hermógenes.

La coincidencia en la venta ha sido afortunada, considera el bibliotecario. Una cena simpática y una grata conversación de sobremesa. Se trata de una señora de buena familia, viuda del coronel de artillería Quiroga, que acompaña a su hijo, oficial del ejército, a visitar a la familia de la prometida de éste, residente en Pamplona. Petición de mano de por medio.

—Quizá los encontremos de nuevo en el camino —añade—. No me desagradaría compartir otra vez mesa con ellos.

—De momento iremos en convoy hasta Aranda de Duero.

Don Hermógenes siente una punzada de inquietud, que no le importa manifestar.

—¿Cree que lo de los bandoleros supone peligro?... Esas cruces que a veces se ven a un lado del camino, en recuerdo de viajeros asesinados, no tranquilizan lo más mínimo.

El almirante lo piensa un poco.

—No creo que pase nada —concluye—. Pero más vale tomar precauciones. La idea de viajar mañana los dos coches juntos me parece buena.

—De todas formas, contamos con dos mayorales armados con escopetas...

—Sin olvidar al joven Quiroga, que sin duda sabe defenderse. Y usted y yo tenemos mis pistolas. Las cargaré mañana antes de salir.

La mención a las armas inquieta aún más al bibliotecario.

—Yo no soy hombre de pólvora, mi querido almirante.

Ríe el otro, tranquilizador.

—Tampoco yo lo soy, puestos a eso. Hace demasiado tiempo que no. Pero le aseguro que, si se ve en la necesidad, usted será tan de pólvora como cualquiera... En tales casos, pocos no lo son.

—Confío en que no haga falta.

—También yo. Así que duerma tranquilo.

Se acuesta don Hermógenes, cubriéndose hasta el pecho.

—Triste España —comenta, desolado—. Basta alejarse unas leguas de cualquier ciudad para encontrarse entre bárbaros.

—No faltan en otras naciones, don Hermes... Lo que pasa es que éstos duelen más porque son nuestros.

El almirante parece haber renunciado por esta noche a la lectura. Ha puesto una señal en la página y dejado el libro sobre la mesita. Luego recuesta la cabeza en la almohada. Don Hermógenes alarga una mano para apagar la lámpara, pero se detiene en mitad del movimiento.

—¿Me permite un comentario de cierta impertinencia, mi querido almirante?... ¿Autorizado por esta intimidad forzosa en que nos vemos?

Los ojos claros de su compañero, que lo parecen aún más por efecto de la luz próxima que resalta las venillas rojizas de sus pómulos, lo miran atentos. Con ligera sorpresa.

—Claro que se lo permito.

Aún duda un instante don Hermógenes. Al fin, se decide.

—He observado que usted no es hombre de devociones.

—¿Se refiere a prácticas religiosas?

—Bueno... No sé. No lo he visto rezar, ni parece hacerlo. Se lo pregunto porque yo sí lo hago, y no quisiera ofenderlo con mis costumbres.

—¿Con sus supersticiones, quiere decir?

—No se burle.

Ríe el almirante de buen humor, desvanecida de pronto su anterior seriedad.

—No lo hago. Discúlpeme. Sólo bromeaba un poco.

Don Hermógenes mueve la cabeza, tolerante. Afectuoso.

—Hoy, cuando nos detuvimos un rato a estirar las piernas, estuvimos charlando sobre incompatibilidades... Razón y religión, recuerde.

—Lo recuerdo perfectamente.

—Bueno, pues tampoco quiero que me tome usted por un mojigato. Confieso que a veces tengo problemas de conciencia, pues me veo en el límite de lo permitido por la doctrina cristiana...

El almirante alza una mano, sin duda dispuesto a oponer algún argumento de más peso; pero parece pensarlo mejor, y la deja caer de nuevo sobre la manta.

—En otro lo llamaría hipocresía —su tono es afable—. Como esos que proclaman su fe ciega en el dogma mientras leen a escondidas a Rousseau... Pero lo conozco, don Hermes. Usted es un hombre honrado.

—Le aseguro que no se trata de hipocresía. Es un conflicto doloroso.

—En otras naciones cultas...

Con aire resignado, el almirante deja su frase inconclusa. Pero el bibliotecario está herido en su patriotismo.

—De élites cultas, querrá decir —objeta—. Gente que tira del carro. Como ha dicho hace un momento, pueblos groseros hay en todas partes.

—A eso me refería —el almirante señala el libro que dejó sobre la mesita—. Sólo un Estado organizado y fuerte, protector de sus artistas, pensadores y científicos, es capaz de proveer el progreso material y moral de una nación... Y ése no es nuestro caso.

Meditando tan amarga verdad, los dos académicos se quedan callados. A través del postigo de la ventana se oye el ladrido solitario de un perro. Después vuelve el silencio.

—¿Apago la luz? —pregunta don Hermógenes.

—Como guste.

Tras incorporarse un poco, el bibliotecario sopla la lámpara. El olor humoso de la mecha apagada se extiende por el cuarto a oscuras.

—Se llaman ilustradas —suena de pronto la voz del almirante— las naciones que cultivan su espíritu. Y se llaman civilizadas las que tienen costumbres conformes a la razón... Lo opuesto son naciones bárbaras, donde imperan los gustos del pueblo grosero y bajo, y como tal se halaga a éste, y se le engaña.

Asiente don Hermógenes en la oscuridad.

—Estoy de acuerdo.

—Me alegro. Porque la religión es la mayor forma de engaño inventada por el hombre. De violentar el sentido común hasta el disparate —el tono de don Pedro se vuelve ahora burlón—. ¿Qué opina usted, por ejemplo, de la polémica sobre las braguetas en los calzones? ¿De verdad cree que un clérigo tenga algo que decir sobre el trabajo de un sastre?

—Por Dios, almirante... No toque ese ridículo asunto, se lo ruego. No me angustie.

Ríen ambos de buena gana, hasta el punto de que el bibliotecario se ve alterado por un ataque de tos. La moda francesa de la portañuela única para los calzones de hombre, o bragueta, aireada por las gacetas extranjeras en sustitución de la doble portañuela con aberturas a derecha e izquierda, de uso tradicional, encuentra en España una violenta oposición por parte de la Iglesia, que la califica de inmoral y contraria a las buenas costumbres. Hasta la Inquisición interviene en ello, con edictos fijados en las iglesias anunciando castigos para sastres y clientes que adopten esa moda.

—Aunque ejemplo de lo que somos y nos hacen ser, lo de las braguetas es sólo una anécdota —comenta el almirante—. Peores son la esclavitud y trata de negros, la venta de oficios públicos, la censura de libros, los toros y el espectáculo de las ejecuciones públicas... Lo que necesitamos son menos doctores por Salamanca y más agricultores, comerciantes y marinos. Una España donde se entienda, al fin, que la aguja de coser hizo más por la felicidad del género humano que la Lógica de Aristóteles o la obra completa de Tomás de Aquino.

—Estoy de acuerdo —conviene el bibliotecario—. El sustantivo es educación, sin duda. Ella será palanca del hombre nuevo.

—Por eso viajamos usted y yo, don Hermes... Zarandeados en ese maldito coche y durmiendo en estas camas que Júpiter confunda, comidos de chinches y rascándonos las pulgas. Para poner nuestro humilde tornillito en esa palanca.

—Y comprarnos en París un par de calzones a la moda, con sus lindas braguetas.

Más carcajadas. El bibliotecario debe detenerse, como antes, cuando lo sofoca la tos. Todavía ríe un rato con estertor apagado, abiertos los ojos entre las sombras.

—Buenas noches, almirante.

—Buenas noches, amigo mío.

 

Madrid, Aranda de Duero, Burgos... En los días siguientes, ya familiarizado con los mapas y guías de caminos del XVIII, establecí con más precisión el itinerario de los dos académicos, calculando las posadas y las postas, las distancias en leguas entre una y otra. Después lo llevé todo al mapa de Tomás López, y por último a una guía moderna de carreteras. La mayor parte de las rutas actuales coincidía con las antiguas: carreteras y autovías de doble sentido habían ido sustituyendo los viejos caminos de rueda y herradura, pero casi siempre el trazado era el mismo. Comprobé, además, que algunas carreteras secundarias se mantenían fieles a los antiguos caminos, jalonadas por los mismos topónimos que figuraban en las guías dieciochescas: la venta de Pedrezuela, Cabanillas, la venta del Foncioso... Para mi propósito resultaban útiles aquellas vías menos frecuentadas, que, aunque asfaltadas y con señalización moderna, conservaban el trazado de cuando los caminos se establecían buscando el terreno más llano y accesible por márgenes de ríos, puentes, vados, desfiladeros y cañadas. Poco habían cambiado esos pequeños tramos en dos siglos y medio, advertí comparando mapas. Siguiéndolos, me sería posible ver, o recrear con razonable propiedad, los mismos paisajes que el bibliotecario y el almirante habían visto durante su viaje. Así que metí en una bolsa un par de guías antiguas de caminos, un mapa actual de carreteras, una cámara fotográfica y un bloc de notas, y me dispuse a visitar aquellos lugares, recorriendo la autovía A-1 entre Madrid y la frontera con Francia.

Sin embargo, quedaba algo pendiente. Cabos por atar. Yo disponía en mi biblioteca de una bien provista sección sobre el siglo XVIII, que incluía libros contemporáneos, memorias, biografías y tratados modernos. Uno de esos libros en especial, recomendado por don Gregorio Salvador, La España posible en tiempo de Carlos III del filósofo Julián Marías, me había sido utilísimo para perfilar la forma de mirar el mundo de los protagonistas del viaje a París. Tenía los cuadernos de notas llenos de apuntes, y bien establecido el punto de vista de los personajes; pero necesitaba un respaldo final: la confirmación de que mi enfoque histórico del asunto era correcto. Así que telefoneé a Carmen Iglesias y la invité a comer.

—Resúmeme a Carlos III y su fracaso —le pedí.

—¿A qué nivel?

—Como si fuera uno de tus más torpes alumnos.

Se echó a reír.

—¿Me prefieres pesimista u optimista?

—Más bien crítica con lo que hubo.

—Pues hubo muchas cosas buenas, como sabes.

—Ya, pero hoy me interesan las malas.

Me miró con cara de lista.

—¿Novela nueva?

—Puede.

Siguió riendo un rato. Carmen y yo éramos amigos desde hacía doce años. Era menuda, elegante y endiabladamente lúcida. Condesa de algo. En su juventud había sido preceptora del príncipe de Asturias. También era autora de media docena de libros importantes sobre ideas políticas, y la primera mujer que ocupaba el cargo de director de la Real Academia de la Historia. Ante ese venerable edificio, casi esquina de la calle Huertas con la del León, la esperé una mañana tras conversar por teléfono. Hacía un bonito día, casi cálido. La idea era dar un corto paseo por el barrio antes de irnos a la taberna Viña Pe, en la plaza de Santa Ana.

—Carlos III fue un buen rey, dentro de lo que cabe.

Caminábamos en dirección a la calle del Prado, cerca del lugar donde había vivido el bibliotecario don Hermógenes Molina. Aquél, llamado de las Letras, era un barrio peculiar: el convento donde fue enterrado Cervantes quedaba a nuestra derecha, y a pocos pasos estaba el lugar de la casa que ocuparon Góngora y Quevedo. Algo más allá había vivido y muerto el autor del Quijote. Por supuesto, ninguna de esas casas se conservaba. Sólo la de Lope de Vega, también situada en las inmediaciones, pudo ser rescatada, antes de su demolición, por la Real Academia Española.

—¿Valdría entonces —me interesé— el tópico de monarquía ilustrada?

Carmen no lo confirmó con la inmediatez que yo esperaba.

—Sólo en cierto modo —dijo tras pensarlo un momento—. No fue un rey progresista en el sentido actual del término; pero venía de Nápoles y era un hombre culto que supo rodearse de gente adecuada, ministros competentes y con visión moderna... Por eso sus actuaciones coincidieron a menudo con la filosofía avanzada de su tiempo. Promulgó algunas leyes de un progresismo extraordinario, incluso más avanzadas que en Francia.

Yo empezaba a situar sus matices de historiadora. Sus reservas.

—Había límites, claro —concluí—. Con la Iglesia hemos dado, Sancho. Y todo eso.

Se rió, cogiéndose de mi brazo.

—No se trataba de topar sólo con la Iglesia. Carlos III era uno de esos reyes con magníficas intenciones, pero sujetos a escrúpulos de fe... Y los elementos reaccionarios obtuvieron ahí una vía de infiltración eficaz. No podían detener el progreso, pero sí meter arena en el mecanismo.

—En todo caso, fue un tiempo de esperanza, ¿no?...

—Sin duda.

—Pues mi impresión es que el dilema de si esa esperanza debía venir de la fe o de la razón no quedó resuelto.

Carmen se mostró de acuerdo con eso. En la España del XVIII, añadió, pesaban no sólo la Iglesia, sino las tradiciones y la apatía. La sociedad misma. En un lugar donde los nobles no pagaban impuestos, donde el trabajo se consideraba una maldición y donde daba lustre que ninguno de tus antepasados hubiese realizado oficios mecánicos, la tendencia natural era la indolencia, el rechazo a cuanto pudiera cambiar las cosas.

Me detuve, mirándola. A su espalda estaba el escaparate de una tienda de grabados antiguos, con láminas y grandes mapas expuestos en la vitrina. Uno de éstos era de España, y no pude evitar seguir en él, con un vistazo distraído, la ruta de mis dos académicos hacia la frontera.

—¿Quieres decir que aquí nunca se intentó cuestionar en serio el orden establecido? ¿Y que fue tanto por cobardía moral como por pereza?... Creía que también tuvimos ilustrados notables.

Me había soltado el brazo. Encogió los hombros, sosteniendo su bolso contra el pecho.

—No tuvimos luces en el sentido de otros lugares de Europa, porque nunca hubo un núcleo coordinado de filósofos y tratadistas políticos que manejara con libertad las nuevas ideas. Aquí la palabra iluminar se cambió por la de ilustrar, mucho más moderada. Por eso España no figura en la Europa de las luces por derecho propio, sino como caja de resonancia. Siendo honrados, ni con la mejor voluntad podemos comparar a Feijoo, a Cadalso o a Jovellanos con Diderot, Rousseau, Kant, Hume o Locke... En realidad, nuestra Ilustración se quedó a medio camino.

—Resulta curioso que digas eso. Llevo semanas leyendo textos de la época, de todas clases, y en ningún sitio he visto la palabra libertad con sentido positivo.

—Tampoco encontrarás una línea que cuestione el poder real. Y eso, cuando casi medio siglo atrás el barón Holbach ya había escrito en Francia aquello de: ¿Han podido las naciones, a no faltarles el juicio, conferir a los que hacen depositarios de sus derechos el de hacerlos constantemente desgraciados?

—Ya veo —recapitulé—: rey con buenas intenciones, ministros ilustrados, pero líneas rojas por todas partes.

—Ésa es buena definición. Muy contados españoles osaron cruzar las del dogma católico y la monarquía tradicional. Algunos lo deseaban; pero, como te dije antes, pocos se atrevieron.

Habíamos vuelto a caminar. En la plaza de Santa Ana, las mesas de las terrazas estaban llenas de gente y un enjambre de niños jugaba en un pequeño parque infantil acotado. Un acordeonista estaba sentado bajo la estatua de Calderón de la Barca, tocando El tango de la Guardia Vieja. En el lado opuesto de la plaza, la efigie de bronce de García Lorca, distraído con unos pajarillos, parecía esperar sin prisas el próximo pelotón de fusilamiento.

—La España ilustrada fue más bien prudente —concluyó Carmen—. Casi anémica, comparada con Francia.

Miré alrededor, deteniéndome en los niños que se balanceaban en los columpios. En la gente de los bares.

—Faltó una guillotina, supongo... Me refiero a lo que ese artilugio simboliza.

—No seas bruto.

—Hablo en serio.

Me miró entre divertida y escandalizada. Después pareció pensarlo mejor.

—Simbólicamente, sí —asintió al fin—. Aquí no hubo revolución de las ideas que abriese camino a otras revoluciones... Calcula lo arraigado de nuestras sombras, lo que éstas oscurecieron el siglo dieciocho y lo que hoy debemos a quienes lucharon entonces, cuando las consecuencias no eran un titular de periódico o un comentario de internet, sino el exilio, el descrédito, la prisión o la muerte.

 

Hablan de eso, precisamente: de la España posible y de la imposible. Mientras la berlina traquetea rumbo al norte, chirriantes las ballestas por el mal camino y recibiendo polvo del coche que los precede —este tramo lo hacen en conserva con la señora y el hijo militar que conocieron en la venta—, don Hermógenes Molina y don Pedro Zárate dormitan, leen, miran el paisaje o retoman su prolongada conversación.

—¿Se rasca usted, don Hermes?

—Sí, querido almirante. Unos bichos minúsculos, ignoro de qué clasificación zoológica exacta, me han estado picando toda la noche.

—Vaya. Qué mala suerte. Yo me he librado hoy de eso.

—He debido de caerles yo más simpático.

Los dos hombres, que durante años de Academia no cambiaron entre sí otra cosa que conceptos lingüísticos y cortesías convencionales, se acercan ahora el uno al otro, conociéndose mejor, intimando —si ésa es la palabra— de un modo que confirma respeto y barrunta amistad. Fragua así, despacio, todavía imperceptible para los interesados, el vínculo solidario, cada vez más estrecho, que es común a las naturalezas nobles cuando éstas se aproximan a causa de compartir imprevistos, afanes o aventuras.

—¿En qué piensa, almirante?

Tarda un momento el interpelado en apartar los ojos del exterior. Sobre las rodillas tiene abierto el libro de Euler, que hace rato no lee.

—Pienso en lo que comentábamos anoche. ¿Se imagina usted una enseñanza científica frente a la escolástica que con pocas excepciones reina en nuestras universidades?... ¿Imagina una España que en vez de un enjambre de teólogos, abogados, escribanos y latinistas tuviera geómetras, astrónomos, químicos, arquitectos y hombres de ciencia?

Asiente el bibliotecario, mostrándose conforme aunque con matices.

—Una nación con pensadores, filósofos y científicos no estará por eso mejor gobernada —objeta.

—Quizá. Pero si esos hombres sabios actúan y opinan con libertad, el pueblo podrá defenderse mejor de los malos gobiernos y de la Iglesia.

—Y dale Perico al torno —don Hermógenes alza una mano adversativa—. No meta a la Iglesia otra vez en danza, se lo ruego.

—¿Cómo no la voy a meter? Las matemáticas, la economía civil, la física moderna y la historia natural, despreciadas siempre por los que saben plantear treinta y dos silogismos sobre si el Purgatorio es fluido o sólido...

—Hombre, no exagere. La Iglesia también respeta la ciencia. Le recuerdo que Colón recibió el primer apoyo de los monjes astrónomos y científicos del monasterio de la Rábida.

—Una golondrina no hace verano, don Hermes. Ni veinte —el almirante aparta el libro y lo deja a un lado, sobre el asiento—. Dos siglos y medio después de Colón, Jorge Juan, ilustre marino al que tuve el honor de tratar un poco, me contaba que, a su regreso con Antonio de Ulloa de medir el grado del meridiano en el Perú, se vieron forzados a disimular en la relación del viaje ciertas conclusiones científicas, porque los censores eclesiásticos las consideraban en contradicción con el dogma católico, y hasta los obligaron a calificar de hipótesis falsa el sistema copernicano... Y eso me parece intolerable. ¿Desde cuándo la ciencia debe plegarse al criterio del obispo de turno?

Emite el bibliotecario una risilla bonachona. Divertida.

—Tratándose de marinos, como es el caso, no me extraña que a usted le asome el espíritu de cuerpo de la Real Armada.

—Lo único que me asoma es el sentido común, don Hermes. Cuando en un navío tenía que tomar una recta de altura con el octante, si el sol estaba oculto por las nubes, de nada aprovechaba rezar un padrenuestro... Lo que en mitad del mar saca de apuros son las tablas náuticas, los derroteros, el compás y la astronomía, no las oraciones.

El coche se ha detenido. Descorriendo el vidrio de la ventanilla, el bibliotecario asoma la cabeza para ver qué ocurre.

—No le quito a usted parte de razón. Lo admito... Pero le ruego que también respete mis puntos de vista.

—Como quiera —conviene el almirante—. Pero si nos quitáramos de encima esa losa de supersticiones, justo sería llamar a este siglo ilustrado o filósofo... Siglo que antes de acabar, estoy seguro, verá abandonadas las sutilezas peripatéticas y teológicas, empleando mejor su tiempo. Introduciéndose en su lugar los estudios sólidos y útiles; y en vez de tanta misa diaria, teatro calderoniano, toros, castañuelas, majeza y vocerío tendremos observatorios astronómicos, gabinetes de física, jardines botánicos y museos de historia natural... ¿Qué mira usted?

—Algo ocurre. El otro coche también se ha parado.

Abren la portezuela. El joven Quiroga ha bajado de su carruaje y camina hacia ellos.

—Se nos ha roto una rueda —informa—. El mayoral está intentando arreglarla, con ayuda del de ustedes.

—¿Es percance serio?

—Aún no se sabe. Es posible que el eje esté dañado.

—Qué contrariedad. ¿Su señora madre se encuentra bien?

—Perfectamente, gracias.

Bajan los académicos de la berlina. El almirante hace visera con una mano mientras entorna los ojos bajo la luz hiriente, observando el paisaje. El camino discurre entre pedregales antes de internarse en una cañada de robles con algunos sauces y olivos. En una altura que ya dejaron atrás se alzan los restos de un castillo arruinado, del que apenas quedan en pie una torre casi hueca y un lienzo de muro.

—Aprovecharemos para acercarnos a saludarla, si usted nos lo permite.

Sonríe el oficial mozo con aire agradecido. Lleva el pelo sin empolvar, y bajo el tricornio galoneado —único detalle que en su indumento civil delata al militar, ya que es teniente de guardias españolas— tiene un rostro de facciones agradables, curtido por el sol y el aire libre. Le calculan unos veintitrés o veinticinco años.

—Por supuesto. Se alegrará de conversar un rato con alguien que no sea yo.

Coge cada cual su sombrero y caminan los tres hacia el otro coche, mientras el joven Quiroga expresa su preocupación por la rueda: saltaron unos pernos, dando lugar a que se deformara el cubo y astillase un radio. El puente sobre el río Riaza es de madera, se encuentra en mal estado y no admite carruajes; así que una pieza mal reparada puede complicarles cruzar el vado que queda más abajo.

—No es el único problema posible —comenta el almirante, todavía estudiando el paisaje.

El joven, que sigue la dirección de su mirada, se hace cargo al momento.

—Es mal sitio —conviene, bajando la voz—. En descampado y a dos leguas de Aranda... ¿Le preocupa el robledal?

—Sí.

—¿Lo dicen por ese rumor que oímos en la venta? —se remueve el bibliotecario.

—Así es —responde el almirante—. Recuerde, don Hermes, que si hacemos este tramo con el teniente y su señora madre es por eso. Para protegernos un poco más.

—Diantre. Somos cinco hombres, contando a los mayorales... Eso hace bulto. ¿No?

—Todo depende del bulto que hagan los salteadores, si rondan por ahí. Y sólo contamos con las dos escopetas de los mayorales y mis pistolas de viaje.

—Yo traigo otras dos —apunta el joven Quiroga—. Y mi sable de reglamento.

Suspira el almirante, inquieto.

—Con su señora madre aquí, resistir si hay problemas quizá sea un riesgo excesivo... Sería someterla a sobresaltos desagradables.

Sonríe el joven.

—No crea. La coronela tiene cierto carácter. Y como esposa de militar, ya se vio en otras.

Han llegado conversando hasta el segundo coche, donde los mayorales se afanan con la rueda. Es Zamarra quien informa de los daños: el cubo de la rueda rota se ha deformado y astillado la madera, como temían; pero además quedó dañado el eje trasero. Si no consiguen repararlo, ese carruaje y el cochero deberán quedarse allí, y todos los viajeros seguir camino en la berlina hasta Aranda de Duero, de donde podrán enviar herramientas y una rueda de repuesto. Eso, si don Pedro y don Hermógenes no tienen inconveniente.

—Mi madre y yo no quisiéramos retrasarlos, ni molestar —se excusa el joven oficial.

—Por Dios, teniente. Faltaría más.

La viuda Quiroga está fuera del vehículo, paseando por el borde del camino donde crecen algunas amapolas y vinagrillos. Su vestido negro, todavía sin alivio de luto, pone una nota sombría en el paisaje, desmentida por la sonrisa con que acoge a los viajeros.

—Un lamentable incidente —comenta el almirante, cortés, descubriéndose como el bibliotecario.

La viuda los tranquiliza. Asume con naturalidad las incomodidades propias de los viajes, a las que se acostumbró en vida de su difunto marido.

—Según ese cochero de ustedes, tal vez haya que ir hasta Aranda todos juntos...

—Será un placer, señora. Ofrecerle nuestro transporte.

—Un poco apretados, tal vez. Pero, así, mi hijo y yo tendremos el gusto de su conversación.

Al hablar los mira a ambos, pero se dirige al almirante. Bajo el sombrero de fieltro, randas y cintas de la coronela hay unos ojos grandes, muy oscuros y vivos. Debe de andar por los cuarenta y cinco largos y no es una mujer bonita, ni fea; pero tiene buenas formas y conserva cierta lozanía. Don Hermógenes advierte todo eso, ecuánime, del mismo modo que es consciente de la actitud algo envarada de su compañero, el modo en que éste se ajustó el corbatín cuando caminaban hacia la señora y la manera cortés con que se mantiene erguido, sombrero en una mano y la otra apoyada como con descuido en la cintura del frac, minuciosamente cortado por las hermanas del almirante según las revistas de moda inglesas: una prenda impecable, moderna, que al viejo marino le sienta como un guante y realza la figura gallarda que todavía conserva, pese a esa edad que —suave y disculpable coquetería, en bondadosa opinión del bibliotecario— don Pedro Zárate nunca confiesa, pero que rebasa cumplidamente las seis décadas.

—Podríamos dar todos un paseo por la cañada —propone la viuda—. El río está cerca, y me temo que disponemos de tiempo en abundancia.

—Excelente idea —la secunda don Hermógenes; aunque su sonrisa de aliento se enfría al advertir la mirada de preocupación que acaban de cambiar el almirante y el joven Quiroga.

—No sé si es buena idea, madre —dice este último.

—¿Por qué?... Si estamos...

Se interrumpe la señora, atenta a la expresión de su hijo. Éste observa con el ceño fruncido el vecino robledal, en cuya linde acaba de aparecer media docena de figuras humanas, aún distantes.

—¿Saben ustedes tirar bien? —pregunta el joven Quiroga.

Traga saliva don Hermógenes, visiblemente abrumado.

—Hombre, tirar... Lo que se dice tirar...

—Será mejor —apunta el almirante, sereno— que la señora regrese al coche, y que yo vaya a buscar mis pistolas.

 

Sentado con la espalda contra el lienzo de muro del castillo que aún se tiene en pie, a la sombra del torreón desmochado y hueco sobre el que asoma un nido de cigüeñas, Pascual Raposo espanta las moscas, mastica un trozo de queso, escupe la corteza y concluye con un tiento a la bota de vino que tiene entre las piernas, junto a las alforjas. Después corta un poco de tabaco, picándolo con la navaja, y lo lía con cuidado en una tira de papel que une en sus extremos, retorciéndolos. Al cabo saca un manojito de yesca, eslabón y pedernal, enciende el cigarro y fuma con parsimonia mientras observa, con ojos desapasionados, lo que ocurre doscientas varas ladera abajo. Desde aquella altura puede ver cómodamente, sin ser visto, el camino donde están detenidos los dos carruajes, el robledal cercano y la orilla del río que discurre algo más allá. También alcanza a divisar la media docena de hombres que se acerca despacio al camino desde la linde del bosquecillo, formando un amplio semicírculo entre los pedregales. Están demasiado lejos para verlos con detalle, pero al ojo experto de Raposo no escapa que lo que traen en las manos son escopetas y trabucos. En cuanto a los viajeros, se han replegado hacia los coches y la señora está dentro de la berlina. Los mayorales se han armado de escopetas y protegen el otro carruaje. Por su parte, el caballero joven empuña un sable en una mano y una pistola en la otra. A los dos académicos no puede verlos Raposo, porque en ese momento los tapa el coche mismo, aunque se diría que también van armados.

Los bandoleros están ahora más cerca de los carruajes, y uno de ellos agita un brazo en alto, como intimando a los viajeros a tomarse las cosas con calma. Con flemática curiosidad, Raposo saca del zurrón un catalejo plegable, lo extiende y se lo acerca al ojo derecho tras echarse atrás el sombrero. El círculo óptico le permite ver mejor al que levanta el brazo, cuyo aspecto es casi de ilustración de libro: sombrero rematado en punta, chaquetilla y calzones de cuero, un trabuco corto colgado del hombro. Sus acompañantes, comprueba Raposo desplazando el círculo, también son vera estampa de oficio a salto de mata: pañuelos, monteras y catites sobre patilludos rostros negruzcos, escopetas cortas, navajas y pistolas metidas en las fajas. Nada que ver con los aldeanos y pastores que en tiempos de penuria, que son los más, se resarcen limosneando o robando a infelices que topan de camino. Estos del robledal son gente de más peligro. Correosa carne de horca.

Todavía a treinta varas de los hombres que se aproximan están los dos coches y l


Date: 2016-01-05; view: 561


<== previous page | next page ==>
El hombre peligroso | Sobre barcos, libros y mujeres
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.053 sec.)