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CAPÍTULO 16. LA TRAMPA

El episodio de Mademoiselle d'Ogeron trajo como consecuencia natural una mejora en las ya cordiales relaciones entre el Capitán Blood y el Gobernador de Tortuga. En la fina casa de piedra, con sus ventanas de celosías verdes, que M. d'Ogeron se había mandado construir en medio de un espacioso y exuberante jardín al este de Cayona, el Capitán se convirtió en un invitado siempre muy bienvenido. M. d'Ogeron le debía al Capitán Blood mucho más que las veinte mil monedas de oro que había utilizado para el rescate de mademoiselle; y aunque podía ser agudo y duro cuando negociaba, el francés también podía ser generoso y conocía el sentimiento de gratitud. Esto ahora lo demostraba de todas las formas posibles, y bajo su poderosa protección, el crédito del Capitán Blood entre los bucaneros rápidamente llegó al cenit.

 

Así que cuando llegó el momento de organizar su flota para la empresa contra Maracaibo, que había sido originalmente el proyecto de Levasseur, no tuvo escasez ni de barcos ni de hombres que lo siguieran. Reclutó quinientos aventureros, y podría haber tenido varios miles si hubiera tenido lugar para ellos. También sin dificultad podría haber aumentado su flota al doble pero prefirió dejarla como estaba. Los tres navíos que la formaban era el Arabella, el La Foudre, que ahora comandaba Cahusac con un contingente de unos ciento veinte franceses, y el Santiago, que había sido reparado y rebautizado el Elizabeth, por esa reina de Inglaterra cuyos navegantes habían humillado a España como ahora deseaba hacerlo el Capitán Blood. En virtud de sus servicios en la marina, Hagthorpe fue designado para comandarlo, designación aceptada por los demás hombres.

 

Fue unos meses después del rescate de Mademoiselle d'Ogeron - en agosto de ese año de 1687 - que esta pequeña flota, después de algunas aventuras menores que paso por alto en silencio, entró navegando al gran lago de Maracaibo y llevó a cabo su invasión a la opulenta ciudad del continente.

 

El asunto no marchó exactamente como era deseado, y las fuerzas de Blood llegaron a encontrarse en una situación precaria. Esto está mejor expresado en las palabras empleadas por Cahusac - que Pitt cuidadosamente registró - en el curso de un altercado que se produjo en los escalones de entrada de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, que el Capitán Blood impíamente había ocupado para su cuartel general. Ya he dicho que era un papista sólo cuando le convenía.

 

La disputa fue conducida por Hagthorpe, Wolverstone y Pitt de un lado, y Cahusac, por cuya inquietud todo comensó, del otro. Tras ellos en el rectángulo polvoriento, a rayo de sol, apenas bordeado por palmeras cuyas hojas caían sin fuerzas en el intenso calor, surgió un par de cientos de enérgicos sujetos pertenecientes a ambas partes, que acallaron su propia excitación para escuchar lo que pasaba entre sus jefes.



 

Cahusac parecía estar llevando la voz cantante, y levantaba su áspera voz para que todos oyeran su agresiva denuncia. Hablaba, nos dice Pitt, un terrible inglés, pero el marino no intenta reproducirlo. Su vestimenta era tan discordante como su discurso. Era como un anuncio de su oficio, y ridículamente en contraste con las sobrias ropas de Hagthorpe y el exquisito refinamiento de Jeremy Pitt. Su sucia camisa de algodón azul, manchada de sangre, estaba abierta al frente, para refrescar su velludo pecho, y en la faja alrededor de la cintura de sus calzones de cuero había un arsenal de pistolas y un cuchillo, mientras un alfanje colgaba de una tira de cuero oscilando libremente alrededor de su cuerpo; por encima de sus facciones, anchas y planas como de un mogol, una bufanda roja estaba anudada alrededor de su cabeza, como un turbante.

 

"¿No os advertí desde el principio que todo era demasiado fácil?" preguntaba entre quejumbroso y furioso. "No soy tonto, mis amigos. Tengo ojos, yo. Y veo. Veo un fuerte abandonado en la entrada del lago, y nadie allí para disparar un cañón contra nosotros cuando entramos. Entonces sospeché una trampa. ¿Quién no, teniendo ojos y cerebro? ¡Bah! Pero seguimos. ¿Qué encontramos? Una ciudad abandonada como el fuerte, una ciudad de la que la gente se ha llevado todos los objetos de valor. Nuevamente le advierto al Capitán Blood. Es una trampa, le digo. Seguimos, siempre seguimos, sin oposición, hasta que vemos que es muy tarde para salir al mar nuevamente, que no podemos retroceder en absoluto. Pero nadie me escuchó. Todos sabéis mucho más. ¡En nombre de Dios! El Capitán Blood sigue, todos seguimos. Vamos a Gibraltar. cierto que al final, luego de bastante tiempo, tomamos prisionero al Gobernador delegado; cierto, le hacemos pagar un buen rescate por Gibraltar; cierto que entre el rescate y el botín volvemos acá con unas doscientas mil monedas de oro. Pero, ¿qué es eso en realidad, me podéis decir? ¿Os lo digo yo? Es un trozo de queso - un trozo de queso en una trampa para ratones, y nosotros somos los pequeños ratones. ¡Maldición! Y los gatos - oh, ¡los gatos nos esperan! Los gatos son esos cuatro buques de guerra españoles que han llegado mientras tanto. Y nos esperan fuera del cuello de botella de esta laguna. ¡Mort de Dieu! Esto es lo que se obtiene por la maldita obstinación de vuestro excelente Capitán Blood."

 

Wolverstone rió. Cahusac explotó con furia.

 

"¡Ah, sangdieu! ¿Tu ris, animal? ¡Os reís! Decidme esto: ¿cómo salimos si no aceptamos los términos de Monsieur el Almirante de España?

 

De los bucaneros al pie de la escalera llagó un enojado murmullo de aprobación. El único ojo del gigante Wolverstone se revolvió terriblemente, y apretó sus grandes puños como para golpear al francés, quien los exponía a un motín. Pero Cahusac no iba a ser amedrentado. El estado de ánimo de los hombres lo animó.

 

"Pensáis tal vez, que este vuestro Capitán Blood es el buen Dios. Que puede hacer milagros, ¿eh? Es ridículo, sabéis, este Capitán Blood, con sus grandes aires y sus ..."

 

Se detuvo. Saliendo de la iglesia en ese momento, con sus grandes aires y todo, apareció Peter Blood. Con él venía un lobo de mar francés, duro, de largas piernas, llamado Yberville, quien, aunque aún joven, tenía ya fama de corsario antes de que la pérdida de su propio barco lo llevara a servir bajo las órdenes de Blood. El Capitán avanzó hacia el grupo en disputa, inclinándose levemente sobre su largo bastón de ébano, su rostro en la sombra de un ancho sombrero con plumas. En su apariencia no había nada de bucanero. Tenía mucho más el aire de un cortesano del Mall o la Alameda - mejor la última, ya que su elegante traje de tafeta violeta con ojales bordados en oro, pertenecía a la moda española. Pero la larga y fuerte espada, empujada hacia atrás por la mano izquierda descansando levemente sobre el puño corregía la impresión. Esto y los ojos de acero anunciaban al aventurero.

 

"¿Me encontráis ridículo, eh, Cahusac?", dijo, mientras se detenía ante el bretón, cuya rabia parecía haberlo abandonado. "¿Cómo, entonces, debo encontraros yo?" Hablaba lentamente, casi como cansado. "Me diréis que nos hemos demorado, y que esa demora nos ha puesto en peligro. ¿Pero de quién es la culpa de la demora? Hemos estado durante un mes haciendo lo que debía hacerse, y que si no fuera por vuestras equivocaciones, hubiera demorado una semana."

 

"¡Ah ça! ¡Nom de Dieu! ¿Fue mi culpa que ..."

 

"¿Acaso fue la culpa de alguien más que llevasteis vuestro barco, La Foudre, a encallar en un banco de arena en la mitad del lago? No había de dirigiros. Conocíais el camino. No tomasteis ni siguiera medidas de profundidad. El resultado fue la pérdida de tres preciosos días llevando y trayendo canoas para sacar a vuestros hombres y sus equipos. Esos tres días les dieron a los habitantes de Gibraltar no sólo tiempo para oír sobre nuestra llegada sino para irse. Después de ello, y por su causa, debimos seguir al Gobernador a su infernal fuerte de la isla, y se perdieron dos semanas y la mejor parte de cien vidas para reducirlo. Así es como nos hemos demorado hasta que esta flota española fue avisada en La Guayra por un guarda costa; y si no hubierais perdido a La Foudre, y así reducir a nuestra flota a dos barcos en lugar de tres, incluso ahora seríamos capaces de luchar nuestro camino a través con una razonable esperanza de tener éxito. Y así y todo pensáis que podéis venir a arengar aquí comentando una situación que es justamente el resultado de vuestra propia ineptitud."

 

Habló con una contención que creo estarán de acuerdo era admirable si os digo que la flota española custodiando el cuello de botella de salida del gran lago de Maracaibo, y esperando allí la partida del Capitán Blood con calmada confianza basada en su enorme poder, estaba comandada por su implacable enemigo, don Miguel de Espinosa y Valdez, el almirante de España. Además de su deber a su patria, el almirante tenía, como sabéis, un incentivo personal adicional surgido de aquel suceso sobre el Encarnación un año atrás, y la muerte de su hermano Don Diego; y con él navegaba su sobrino Esteban, cuyo afán de venganza superaba al del almirante.

 

Pero, sabiendo esto, el Capitán Blood pudo mantener la calma al reprender la arenga cobarde de alguien para quien la situación no tenía ni la mitad del peligro que tenía para él. Dejó a Cahusac y se dirigió a la muchedumbre de bucaneros, quienes se habían acercado para escucharlo, porque no se había tomado el trabajo de levantar la voz. "Espero que esto corrija algunos de los errores que parece que os están preocupando," dijo.

 

"Nada bueno puede venir por hablar de lo que ya pasó," gritó Cahusac, más airado ahora y agresivo. Wolverstone rió, con una risa que más parecía en relincho de un caballo. "La pregunta es: ¿qué hacemos ahora?"

 

"Por supuesto, no hay preguntas en absoluto," dijo el Capitán Blood.

 

"Ciertamente, la hay," insistió Cahusac. "Don Miguel, el almirante español, nos ofreció pasar a salvo al mar si nos vamos ahora, sin daño a la ciudad, dejamos libres a los prisioneros, y devolvemos todo lo que tomamos en Gibraltar."

 

El Capitán Blood sonrió quedamente, sabiendo con precisión cuánto valía la palabra de Don Miguel. Fue Yberville quien respondió, con manifiesta burla a su compatriota:

 

"Lo que indica que, incluso en nuestra desventaja, el almirante español nos tiene miedo."

 

"Sólo puede ser porque no conoce nuestra verdadera debilidad," fue la fiera respuesta. "Y, de todos modos, debemos aceptar sus término. No tenemos opción. Esta es mi opinión."

 

"Bueno, pero no es la mía, ahora," dijo el Capitán Blood. "Así que los he rechazado."

 

"¡Rechazado!". El ancho rostro de Cahusac se tornó púrpura. Un murmullo de los hombres a su espalda lo animó. "¿Habéis rechazado? Habéis ya rechazado - ¿y sin consultarme?"

 

"Vuestro desacuerdo no hubiera alterado nada. Había igual mayoría, porque Hafthorpe era enteramente de mi opinión. Pero," siguió, " si vos y vuestros seguidores franceses queréis aceptar los términos del español, no os detendremos. Mandad uno de vuestros prisioneros para anunciárselo al almirante. Don Miguel dará la bienvenida a vuestra decisión, podéis estar seguro."

 

Cahusac lo miró fulminante por un momento en silencio. Luego, habiéndose controlado, preguntó con una voz concentrada:

 

"¿Precisamente qué respuesta le habéis dado al almirante?"

 

Una sonrisa iluminó la cara y ojos del Capitán Blood. "Le he contestado que si no tenemos en veinticuatro horas su palabra de salir al mar, cesando de disputarnos el pasaje o demorando nuestra partida, y un rescate de cincuenta mil monedas de oro por Maracaibo, reduciremos esta hermosa ciudad a cenizas, y luego iremos a destruir su flota."

 

Semejante atrevimiento dejó a Cahusac sin habla. Pero entre los bucaneros ingleses en la plaza hubo muchos que saborearon el audaz humor del cazado dictando términos al cazador. La risa surgió de ellos. Se desparramó en un rugido de aclamación; porque el alarde es un arma muy querida para todo aventurero. Incluso, cuando lo entendieron, incluso los seguidores franceses de Cahusac fueron arrastrados por la ola de entusiasmo, hasta que en su agresiva obstinación Cahusac quedó como el único disidente. Se retiró mortificado. Pero el día siguiente le trajo su venganza. Ésta vino en la forma de un mensajero de Don Miguel con una carta en la que el almirante español solemnemente juraba a Dios que, dado que los piratas rechazaban su magnánima oferta de permitirles rendirse con los honores de la guerra, ahora los esperaría en la salida del lago para destruirlos en cuanto aparecieran. Agregaba que si demoraban su partida, tan pronto como recibiera los refuerzos de un quinto barco, el Santo Niño, que estaban en camino desde La Guayra para juntarse con él, entrarían al lago de Maracaibo para buscarlos.

 

Esta vez el Capitán Blood perdió su dominio.

 

"No me molestéis más," le espetó a Cahusac, quien vino regañando nuevamente. "Mandad decir a Don Miguel que os has separado de mí. Os dará un salvoconducto, no hay la menor maldita duda. Luego tomad una de las canoas, ordenáis a vuestros hombres en ella y os vais al mar. Y que el diablo os acompañe."

 

Cahusac ciertamente hubiera adoptado ese curso si sus hombres lo hubieran acompañado unánimemente. Pero estaban divididos entre su codicia y su temor. Si se iban, debían abandonar su parte del botín, que era considerable, así como los esclavos y los prisioneros que tenían. Si lo hacían, y el Capitán Blood lograba salir ileso - y por sus conocimientos de sus recursos eso, aunque improbable, no era imposible - él se quedaría con lo que ellos ahora abandonaban. Ésta era una contingencia demasiado amarga. Y así, al final, a pesar de todo lo que Cahusac pudo decir, la rendición no fue a Don Miguel, sino a Peter Blood. Habían entrado a esta aventura con él, dijeron, y saldrían de ella con él o no saldrían. Éste fue el mensaje que recibió esa misma tarde por boca del propio Cahusac.

 

Blood la agradeció, e invitó al bretón a sentarse y unirse al consejo que deliberaba sobre los medios a ser empleados. El consejo ocupaba el espacioso patio de la casa del Gobernador - que el Capitán Blood se había apropiado para sus propios usos - un rectángulo de piedra rodeado por un muro, con una fuente de agua clara en el medio, bajo un parral. A ambos lados crecían naranjos el quieto aire del atardecer estaba impregnado de sus aromas. Era uno de esos agradables exteriores-interiores que los arquitectos moriscos habían introducido en España, y los españoles habían llevado con ellos al Nuevo Mundo.

 

Aquí este consejo de guerra, compuesto por seis hombres, deliberó hasta tarde en la noche sobre el plan de acción que el Capitán Blood propuso.

 

El gran lago de Maracaibo, alimentado por una veintena de ríos de deshielo de las montañas de cimas cubiertas de nieve que lo rodean de ambos lados, tiene unas ciento veinte millas de largo y casi la misma distancia de ancho. Tiene - como se ha indicado - la forma de una gran botella con su cuello hacia el mar en Maracaibo.

 

Más allá de este cuello, se ensancha nuevamente, y luego los dos largas y angostas lenguas de tierra conocidas como las islas de Vigilias y Palomas bloquean el canal, colocándose a través de él. El único pasaje al mar para navíos de cualquier calado es el angosto estrecho entre las dos islas. Es imposible para cualquier barco, salvo una canoa muy chata, aproximarse a Palomas, que tiene unas diez millas de largo, a menos de media milla por cualquier lado salvo en su extremo este donde, dominando completamente el estrecho pasaje al mar, se levanta el macizo fuerte que los bucaneros encontraron desierto cuando llegaron. En la parte más ancha de este pasaje estaban anclados los cuatro barcos españoles. El barco del almirante, el Encarnación, que ya conocemos, era un poderoso galeón de cuarenta y ocho grandes cañones y ocho pequeños. Seguía en importancia el Salvador, con treinta y seis cañones; los otros dos, el Infanta y el San Felipe, aunque menores, eran igualmente formidables con sus cuarenta cañones y ciento cincuenta hombres de tripulación.

 

Ésta era la flota que debía ser derrotada por el Capitán Blood con su Arabella de cuarenta cañones, el Elizabeth de treinta y seis, y dos corbetas capturadas en Gibraltar, que habían equipado con cuatro culebrinas a cada una. En hombres tenían escasos cuatrocientos sobrevivientes de los más de quinientos que habían dejado Tortuga, para oponerse a los más de mil de los galeones españoles.

 

El plan de acción propuesto por el Capitán Blood a ese consejo era un plan desesperado, como fue la poco comprometida opinión de Cahusac.

 

"Por supuesto que lo es," dijo el Capitán. "Pero he hecho cosas más desesperadas." Complacido tomó una pipa cargada con el fragante tabaco Sacerdotes por el que Gibraltar era famoso, y del que habían traído algunos sacos. "Y lo que es más, he tenido éxito. Audaces fortuna juvat. Conocían el mundo, estos romanos."

 

Les contagió a sus compañeros e incluso a Cahusac algo de su propio espíritu de confianza, y con confianza fueron afanosamente a trabajar. Durante tres días desde el amanecer al atardecer, los bucaneros trabajaron y sudaron para completar las preparaciones para la acción que les iba a procurar su salvación. El tiempo apremiaba. Debían atacar a Don Miguel de Espinosa antes de que recibiera el refuerzo de su quinto galeón, el Santo Niño, que venía a unirse desde La Guayra.

 

Las operaciones principales eran en el mayor de las corbetas capturadas en Gibraltar, a la que se le asignaba la parte principal de la estratagema del Capitán Blood. Comenzaron por sacar todo el exterior, hasta reducirla a su esqueleto, y en sus lados abrieron tantos puertos que su armazón fue convertido en casi un enrejado. Luego agregaron media docena de escotillas en su cubierta, mientras en su casco introdujeron todo el alquitrán y brea y azufre que pudieron encontrar en la ciudad, a lo que añadieron seis barriles de pólvora a babor. Al atardecer del cuarto día, estando todo terminado y pronto, todos se embarcaron, y la vacía y agradable ciudad de Maracaibo fue finalmente abandonada. Pero no levaron anclas hasta unas dos horas después de medianoche. Allí, finalmente, con la primer marea, se dirigieron silenciosamente a la salida con todas las velas arriadas salvo las necesarias para darles dirección en la suave brisa que agitaba la oscuridad púrpura de la noche tropical.

 

Su orden de marcha era el siguiente: delante iba el improvisado polvorín a cargo de Wolverstone, con una tripulación de seis voluntarios, cada uno de los cuales iba a tener cien monedas de oro por encima de su parte como remuneración especial. Luego venía el Arabella. Iba seguido a una corta distancia por el Elizabeth, comandado por Hagthorpe, con quien iba Cahusac, ahora sin su barco, y sus seguidores franceses. Al final iba la segunda corbeta y unas ocho canoas, sobre las que iban los prisioneros, los esclavos, y la mayor parte de la mercadería capturada. Los prisioneros estaban todos atados, y custodiados por cuatro bucaneros con mosquetones quienes tripulaban esos botes junto con dos hombres más que los conducían. Su lugar era al final y no debían tomar parte en la lucha pasara lo que pasara.

 

Cuando los primeros fulgores del amanecer disolvieron la oscuridad, los afanosos ojos de los bucaneros pudieron divisar los altos mástiles de los navíos españoles, anclados a menos de un cuarto de milla hacia delante. Totalmente sin sospechas, los españoles se basaban tranquilamente en su propia fuerza, y no tenían mayor vigilancia que la habitual. Ciertamente no divisaron a la flota de Blood en la leve claridad hasta un rato después de que la flota de Blood los hubiera divisado a ellos. Para cuando se habían puesto rápidamente en actividad, la corbeta de Wolverstone estaba casi sobre ellos, rápidamente con todas las velas desplegadas en cuanto habían visto a su presa.

 

Wolverstone dirigió la corbeta directo al gran barco del almirante, el Encarnación; luego, atando el timón, encendió con una mecha que ya estaba prendida a su lado, una gran antorcha de tupida paja embebida en bitumen. Primero brilló, luego mientras la revoleó sobre su cabeza, explotó en una llama justo cuando el delgado navío se estrelló y rebotó contra el lado del buque insignia, mientras los aparejos se enredaban con los aparejos, las sogas quedaban tirantes y estallaban chispas sobre sus cabezas. Sus seis hombres estaban en sus puestos a babor, completamente desnudos, cada uno armado con un arpeo, cuado de ellos en la borda, dos de ellos en la arboladura superior. En el momento de impacto, esos arpeos fueron lanzados para atar el barco español a ellos, los de la arboladura superior debían completar el nudo de los aparejos.

 

A bordo del galeón rudamente despertado todo era prisa confundida, trompetas, gritos y corridas. Al principio tuvieron un intento apurado de levar el ancha, pero lo abandonaron por ser muy tarde; y creyéndose a punto de ser abordados, los españoles se pusieron en guardia para repeler el ataque. La demora de éste los intrigó, siendo una táctica muy diferente a la usual en los bucaneros. Más intrigados quedaron al ver al gigante Wolverstone corriendo desnudo sobre la cubierta con una gran antorcha encendida sostenida en alto. No fue hasta que había completado su trabajo que comenzaron a sospechar la verdad - que estaba encendiendo mechas - y entonces uno de los oficiales que había perdido la prudencia por el pánico, ordenó una partida de abordaje a la corbeta.

 

La orden llegó muy tarde. Wolverstone ya había visto a sus seis compañeros tirarse al agua después de fijar los arpeos, y había corrido hacia la cubierta de estribor. Allí lanzó su flameante antorcha al hueco más cercano y se lanzó al mar para ser recogido por el bote salvavidas del Arabella. Pero antes de hacerlo, la corbeta se había convertido en fuego, y sus explosiones y largas lenguas de fuego encendían al Encarnación, consumiendo al galeón y haciendo retroceder a los españoles que, tarde, intentaban desesperadamente separarlo de la corbeta.

 

Y mientras el navío más formidable de la flota española era así puesta fuera de combate, Blood había comenzado fuego abierto sobre el Salvador. Primero, de babor a estribor de su proa había barrido sus cubiertas con terrible efecto, luego girando, había hecho una segunda descarga en su esqueleto a corta distancia. Dejándolo así, medio inválido temporalmente por lo menos, y manteniendo su curso, había desorientado a la tripulación del Infanta mediante un par de tiros de los cañones menores, y luego se colocó a su lado para engancharlo y abordarlo, mientras Hagthorpe hacía algo parecido con el San Felipe.

 

En todo este tiempo, los españoles no habían disparado un solo tiro, tan completamente por sorpresa habían sido tomados, y tan certero y paralizante había sido el ataque de Blood.

 

Abordados ahora y enfrentados al frío acero de los bucaneros, ni el San Felipe ni el Infanta ofrecieron mucha resistencia. La vista de su almirante en llamas, y el Salvador a la deriva, inválido por la acción, los había abrumado tan completamente que se consideraron derrotados y depusieron las armas.

 

Si el Salvador se hubiera mantenido resueltamente animando a los otros dos navíos ilesos, los españoles bien hubieran podido dar vuelta el resultado de la lucha, Pero sucedió que el Salvador estaba impedido por las costumbres españolas, por ser el navío del tesoro de la flota, con plata a bordo por valor de unas cincuenta mil monedas. Con la intención sobre todas las cosas de salvar esto de caer en manos de los piratas, Don Miguel, quien con un remanente de su tripulación se había trasladado a bordo de él, lo dirigió a Palomas y al fuerte que guardaba el pasaje. En estos días de espera, el almirante había tomado la precaución de rearmar este fuerte. Para ello había traído las guarniciones del fuerte del Cojero, que incluían algunos cañones reales de potencia mayor que lo normal.

 

Sin sospechar esto, el Capitán Blood se dio a su caza, acompañado por el Infante, ahora tripulado bajo las órdenes de Yberville. Los cañones del Salvador devolvían resueltamente el fuego de sus perseguidores; pero era tan el daño que tenía que, al llegar al tiro de cañón del fuerte, comenzó a hundirse y finalmente encalló en las dunas con parte de su esqueleto sobre el agua. Entonces, algunos en botes y algunos nadando, el almirante llevó a su tripulación como mejor pudo a la costa de Palomas.

 

Y allí, justo cuando el Capitán Blood consideró la batalla ganada, y su camino fuera de la trampa al mar abierto estaba despejado, el fuerte repentinamente reveló su formidable y no esperada fuerza. Con un rugido los cañones reales se presentaron, y el Arabella se tambaleó bajo un tiro que destrozó sus mástiles y sembró muerte y confusión entre los marinos allí reunidos.

 

Si Pitt, su comandante, no hubiera tomado él mismo el timón y sacado de allí con un giro a estribor, hubiera sufrido aún peor con el segundo tiro que siguió rápidamente al primero.

 

Mientras tanto, le había ido peor al frágil Infanta. Aunque le llegó un sólo tiro, éste había aplastado su maderamen de babor en la línea de agua, abriendo un boquete que la hubiera hundido, si no hubiera sido por la maniobra del experimentado Yberville ordenando lanzar al mar los cañones de babor. Así aliviado, e inclinándose a estribor, se rearmó y fue tambaleándose tras el Arabella que se retiraba, seguido por el fuego del fuerte, que le hizo, sin embargo, poco daño más.

 

Fuera de alcance, finalmente, se unieron al Elizabeth y al San Felipe, para considerar su posición.

 


Date: 2016-01-03; view: 586


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