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CAPÍTULO 15. EL RESCATE

En la gloria de la mañana siguiente, brillante y clara luego de la tormenta, con un vigorizante, leve aroma en el aire de las canteras de sal al sur de la isla, una escena curiosa se desarrollaba en la playa de la Virgen Magra, al pie de un risco de blancas dunas, al lado de la vela desplegada con la que Levasseur había improvisado una tienda.

 

Como en un trono, senado en un tonel vacío estaba en filibustero francés atareado con un negocio importante: el negocio de ponerse a salvo del Gobernador de Tortuga.

 

Una guardia de honor de media docena de oficiales estaban a su alrededor; cinco de ellos eran rudos bucaneros, con grasientas casacas y jubones de cuero; el sexto era Cahusac. Ante él, custodiado por dos negros medio desnudos, estaba en pie el joven d'Ogeron, con calzones cortos de satén y camisa con volados, y finos zapatos de gamuza. Le habían sacado la casaca, y sus manos estaban atadas as su espalda. El agradable rostro del joven estaba desencajado. Muy cerca, y también custodiada, pero sin ataduras, mademoiselle, su hermana, estaba sentada en una loma de arena. Estaba muy pálida, y en vano intentaba disimular con una máscara de arrogancia el miedo que la asaltaba.

 

Levasseur se dirigió a M. d'Ogeron. Habló largo y tendido. Al final -

 

"Confío, monsieur," dijo con suavidad burlona, "que he sido claro. Para que no haya mal entendidos, recapitularé. Vuestro rescate está fijado en veinte mil monedas de oro, y tendréis libertad bajo palabra para ir a Tortuga a recogerlo. De hecho, os proveeré los medios para que lleguéis allí, y tendréis un mes para ir y venir. Mientras tanto, vuestra hermana permanece conmigo como rehén. Vuestro padre no considerará excesiva esa suma como precio de la libertad de su hijo y para la dote de su hija. En realidad, ¡estoy siendo demasiado modesto! M. d'Ogeron es conocido como un hombre acaudalado."

 

M. d'Ogeron, el joven, levantó su cabeza y miró audazmente de frente al Capitán.

 

"Me rehúso - total y absolutamente, ¿entendéis? Así que haced lo peor, y sed condenado por ser un sucio pirata sin decencia ni honor."

 

"¡Pero qué palabras!" rió Levasseur. "¡Qué calor y estupidez! No habéis considerado la alternativa. Cuando lo hagáis, no persistiréis en vuestra negativa. No lo haréis en ningún caso. Tenemos cómo tratar a los maldispuestos. Y os aviso que no me deis vuestra palabra bajo presión, para después engañarme. Encontraré como castigaros. Mientras tanto, recordad que el honor de vuestra hermana está en prenda conmigo. si olvidáis volver con la dote, no consideraréis poco razonable que me olvide de casarme con ella."



 

Los sonrientes ojos de Levasseur, fijos en el rostro del joven hombre, vieron el horror que crecía en su mirada. M. d'Ogeron lanzó una mirada aterrorizada a mademoiselle, y observó la gris desesperación que casi había borrado la belleza de su rostro. Disgusto y furia se cruzaron en sus facciones.

 

Luego se repuso y respondió con resolución.

 

"¡No, perro! ¡Mil veces no!"

 

"Sois tonto al persistir." Levasseur habló sin enojo, con una fría y burlona pena. Sus dedos habían estado ocupados atando nudos en un látigo. Lo levantó. "¿Conocéis esto? Es un rosario de dolor que ha provocado la conversión de muchos herejes testarudos. Es capaz de sacar los ojos de la cabeza de un hombre para ayudarlo a entrar en razón. Como gustéis."

 

Lo lanzó a uno de los negros, quien al instante lo ató alrededor de las sienes del prisionero. Y entre la cuerda y el cráneo insertó una pequeña pieza de metal, redonda y fina. Hecho esto, miró a Levasseur, esperando la señal del Capitán.

 

Levasseur consideró a su víctima, y lo vio tenso, su cara desencajada color del plomo, gotas de traspiración brillando en su pálida frente justo bajo la cuerda.

 

Mademoiselle gritó, y se hubiera levantado: pero sus guardas la detuvieron, y se dejó caer nuevamente, gimiendo.

 

"Os pido que evitéis esto para vos y vuestra hermana," dijo el Capitán, "siendo razonable. Después de todo, ¿qué representa la suma que he pedido? Para vuestro acaudalado padre es una bagatela. Repito, he sido muy modesto. Pero ya que dije veinte mil monedas, será veinte mil monedas."

 

"¿Y por qué, si os place, habéis dicho veinte mil monedas?"

 

En pésimo francés, pero con una voz decidida y agradable, pareciendo un eco de la burla que revestía a Levasseur, la pregunta flotó sobre sus cabezas.

 

Sorprendido, Levasseur y sus oficiales miraron hacia arriba y alrededor. En la cima de las dunas a sus espaldas, como una clara silueta contra el profundo cobalto del cielo, vieron una figura alta y delgada escrupulosamente vestida de negro con encajes de plata, una pluma roja en el ala de su ancho sombrero era el único toque de color. Bajo ese sombrero se encontraba el bronceado rostro del Capitán Blood.

 

Levasseur lanzó un juramento de asombro. Pensaba que el Capitán Blood estaría por ahora más allá de horizonte, camino a Tortuga, suponiendo que hubiera sido tan afortunado como para sortear la tormenta de la noche anterior.

 

Lanzándose sobre la arena, en la que se hundía hasta la caña de sus finas botas de cuero español, el capitán Blood llegó deslizándose firme hasta la playa. Iba seguido por Wolverstone y una docena más. Cuando se detuvo, se quitó el sombrero con una reverencia ante la dama. Luego se dirigió a Levasseur.

 

"Buenos días, mi capitán," dijo, y procedió a explicar su presencia. "El huracán de anoche nos obligó a volver. No tuvimos otra opción que navegar en su contra, y nos trajo de vuelta a donde partimos. Además - ¡que el diablo se lo lleve! - el Santiago quebró su palo mayor; así que estuve feliz de ponerlo en una cala al oeste de la isla, a un par de millas, y hemos caminado para estirar nuestras piernas y daros los buenos días. ¿Pero quiénes son éstos?" Y designó al hombre y la mujer.

 

Cahusac se encogió de hombros, y elevó sus largos brazos al cielo.

 

"¡Voila!", dijo al firmamento.

 

Levasseur se mordió los labios, y cambió de color. Pero se controló para contestar con educación:

 

"Como veis, dos prisioneros."

 

"¡Ah! Arrastrados a la playa por el viento de anoche,¿eh?"

 

"No fue así." Levasseur se contuvo con dificultad frente a esa ironía. "Estaban en la fragata holandesa."

 

"No recuerdo que lo hayáis mencionado antes."

 

"No lo hice. Son mis prisioneros - un tema personal. Son franceses."

 

"¡Franceses!" Los claros ojos del Capitán Blood se clavaron en Levasseur, y luego en los prisioneros.

 

M. d'Ogeron se mantenía tenso y firme como antes, pero el gris horror había abandonado su cara. La esperanza le había llegado con esta interrupción, obviamente tan poco esperada por su atormentador como por él mismo. Su hermana, con una similar intuición, se inclinaba hacia delante con los labios abiertos y ojos fijos.

 

El Capitán Blood se acariciaba el labio con la mano, y frunció el ceño pensativamente mirando a Levasseur.

 

"Ayer me sorprendisteis haciendo la guerra sobre los amigos holandeses. Pero ahora parece que ni siquiera vuestros propios compatriotas están a salvo de vos."

 

"¿Acaso no he dicho que estos... que éste es un tema personal mío?"

 

"¡Ah! ¿Y sus nombres?"

 

El modo autoritario, levemente desdeñoso del Capitán Blood sacudió el rápido temperamento de Levasseur. La sangre volvió lentamente a su empalidecido rostro, y su mirada creció en insolencia, casi en amenaza. Mientras tanto, el prisionero contestó por él.

 

"Soy Henri d'Ogeron, y esta es mi hermana."

 

"¿D'Ogeron?" El Capitán Blood lo miró. "¿Por casualidad tenéis alguna relación con mi buen amigo el Gobernador de Tortuga?"

 

"Es mi padre."

 

Levasseur se puso de pie con una imprecación. En el Capitán Blood, el asombro por el momento sustituía cualquier otra emoción.

 

"¡Los santos nos protejan! ¿Estáis loco, Levasseur? Primero molestáis a los holandeses, que son nuestros amigos; luego tomáis por prisioneros dos personas que son franceses, vuestros propios compatriotas; y ahora sucede que no son ni más ni menos que los hijos del Gobernador de Tortuga, que es el único lugar a salvo para refugio que tenemos es estas islas ..."

 

Levasseur lo interrumpió con ira:

 

"¿Debo deciros nuevamente que es un tema personal mío? Me hago responsable yo solo frente al Gobernador de Tortuga."

 

"¿Y las veinte mil monedas de oro? ¿También es un tema personal vuestro?"

 

"Lo es."

 

"En eso no estoy de acuerdo con vos en absoluto." El Capitán Blood se sentó en el barril que había estado ocupando Levasseur, y lo miró tranquilamente. "Debo informaros, para ahorrar tiempo, que escuché la propuesta entera que hicisteis a esta dama y a este caballero, y también os recordaré que navegamos con un contrato que no admite ambigüedades. Habéis fijado el rescate en veinte mil monedas. Esa suma pertenece a vuestra tripulación y a la mía en la proporción establecida en ese contrato. Difícilmente os podéis negar. Pero lo que es mucho más grave es que me habéis ocultado esta parte del botín obtenido en vuestra última travesía, y por una ofensa como ésa nuestro contrato tiene ciertas penalidades bastante severas."

 

"¡Ho, ho!" rió desagradablemente Levasseur. Luego agregó: "Si os desagrada mi conducta podemos disolver la sociedad."

 

"Es mi intención. Pero la disolveremos cuando y de la manera que yo elija, y eso será tan pronto como hayáis cumplido los artículos bajo los que navegamos en esta travesía."

 

"¿Qué queréis decir?"

 

"Seré tan breve como me sea posible." dijo el Capitán Blood. "Voy a dejar de lado el momento de falta de criterio de hacer la guerra contra los holandeses, de tomar prisioneros franceses, y de provocar la furia del Gobernador de Tortuga. Aceptaré la situación como la encuentro. Vos mismo habéis fijado el rescate de esta pareja en veinte mil monedas, y, como supongo, la dama es vuestra presa. ¿Pero por qué debe ser vuestra presa más que la de otro, considerando que pertenece por contrato a todos nosotros, como botín de guerra?"

 

El ceño de Levasseur estaba negro como un trueno.

 

"Sin embargo," añadió el Capitán Blood, "no os la voy a disputar si estáis preparado para comprarla."

 

"¿Comprarla?"

 

"Al precio que le habéis fijado."

 

Levasseur contuvo su rabia, para poder razonar con el irlandés. "Ése es el rescate del hombre. Debe ser pago por él por el Gobernador de Tortuga."

 

"No, no. Habéis tomado la pareja junta - muy extraño en realidad, confieso. Habéis fijado su valor en veinte mil monedas, y por esa suma podéis tenerlos, ya que lo deseáis; pero pagaréis por ellos las veinte mil monedas que de todos modos recuperaréis como rescate por uno y dote por la otra, y esa suma será repartida entre nuestras tripulaciones. Si lo hacéis, es posible que nuestros compañeros tengan una mirada más benévola sobre vuestro desconocimiento de los artículos que hemos firmado juntos."

 

Levasseur rió salvajemente. "¡Ah, ça! ¡Credieu! ¡Una buena broma!

 

"Concuerdo con vos", dijo el Capitán Blood.

 

Para Levasseur la broma residía en que el Capitán Blood, con no más de una docena de seguidores, pudiera llegar a darle órdenes a él que con un grito reunía un ciento de hombres. Pero parece que había dejado fuera de su razonamiento algo con lo que su oponente había contado. Porque cuando, aún riendo, Levasseur giró hacia sus oficiales, vio algo que le atragantó la risa. El Capitán Blood había jugado ingeniosamente con la codicia que era la primera inspiración de estos aventureros. Y Levasseur ahora leía claramente en sus rostros que adoptaban totalmente la sugestión del Capitán Blood de que todos deberían participar en el rescate que su dirigente había pensado apropiarse para sí.

 

Esto hizo detenerse al rufián, y mientras en su corazón maldijo a sus seguidores, que eran leales sólo a su codicia, percibió - y justo a tiempo - que mejor andaba con cuidado.

 

"No comprendéis," dijo, tragándose su rabia. "El rescate será repartido, cuando llegue. La joven, mientras tanto, es mía en esos términos."

 

"¡Bien!" gruño Cahusac. "En esos términos se arregla todo."

 

"¿Pensáis eso?" dijo el Capitán Blood. "¿Y si M. d'Ogeron se rehúsa a pagar el rescate? ¿Qué entonces?" Rió y se puso de pie perezosamente. "No, no. Si el Capitán Levasseur va a retener a la joven mientras tanto, que pague su rescate, y sea su riesgo si luego no lo recupera."

 

"¡Eso es!", gritó uno de los oficiales de Levasseur. Y Cahusac añadió: "¡Es razonable eso! El Capitán Blood está en lo cierto. Está en el contrato."

 

"¿Qué es lo que está en el contrato, imbéciles?" Levasseur estaba en peligro de peder su cabeza. "¡Sacré Dieu! ¿Dónde suponéis que tengo veinte mil monedas? Toda mi parte del botín de esta travesía no suman ni la mitad. Seré vuestro deudor hasta que lo haya ahorrado. ¿Os satisface eso?"

 

Considerando todo, no hay duda que los habría satisfecho, si la intenciones de Blood no hubieran sido otras.

 

"¿Y si fallecéis antes de ahorrarlo? La nuestra es una profesión de riesgos, mi capitán."

 

"¡Maldito seas!" Levasseur se lanzó contra él lívido de rabia. "¿Nada os satisface?"

 

"Oh, sí. Veinte mil monedas de oro para reparto inmediato."

 

"No las tengo."

 

"Entonces permitid que alguien que las tenga compre a los prisioneros."

 

"¿Y quién suponéis que las tiene de no ser yo?

 

"Yo las tengo." dijo el Capitán Blood.

 

"¡Vos las tenéis!" Levasseur quedó boquiabierto. "Vos ... ¿vos queréis a la joven?"

 

"¿Por qué no? Y os excedo en galantería porque haré sacrificios para obtenerla, y en honestidad porque estoy dispuesto a pagar por lo que quiero."

 

Levasseur lo miraba, tontamente con la boca abierta. Tras él presionaban sus oficiales, también boquiabiertos.

 

El Capitán Blood se sentó nuevamente en el barril, y sacó de un bolsillo interno de su jubón un pequeño saco de cuero. "Me alegra poder resolver una dificultad que en un momento pareció insoluble." Y bajo los asombrados ojos de Levasseur y sus oficiales, desató la boca del saco e hizo rodar en la palma de su mano izquierda cinco o seis perlas, cada una del tamaño del huevo de un gorrión. Había veinte de ellas en el saco, obtenidas en la incursión sobre la flota de las perlas. "Os preciáis de ser conocedor de perlas, Cahusac. ¿Qué valor le dais a ésta?"

 

El bretón tomó entre sus toscos pulgar e índice la lustrosa, delicada e iridiscente esfera, sus agudos ojos apreciando su valor.

 

"Mil monedas de oro," contestó enseguida.

 

"Sería más en Tortuga o Jamaica," dijo el Capitán Blood, "y el doble en Europa. Pero aceptaré vuestra valuación. Son casi todas iguales, como veis. Aquí hay doce, representando doce mil monedas, que es la parte de La Foudre en los tres quintos del botín, como indica nuestro contrato. Por las ocho mil monedas que corresponden al Arabella, me hago responsable frente a mis hombres. Y ahora, Wolverstone, por favor ¿llevarías mi propiedad abordo del Arabella?" Se puso en pie nuevamente, indicando a los prisioneros.

 

"¡Ah, no!" Levasseur abrió totalmente las compuertas de su furia. "¡Ah, eso no! No os la llevaréis ..." Hubiera saltado sobre el Capitán Blood, quien lo esperaba alerta, con los labios apretados y vigilante.

 

Pero fue uno de los propios oficiales de Levasseur quien lo detuvo.

 

"¡Nom de Dieu, mi capitán! ¿Qué podéis hacer? Está acordado, honorablemente acordado con satisfacción para todos."

 

"¿Para todos?" flameó Levasseur. "¡Ah, ça! ¡Para todos vosotros, animales! ¿Pero qué hay de mí?"

 

Cahusac, con las perlas fuertemente asidas en su gran mano, se dirigió a él por el otro lado. "No seáis tonto, capitán, ¿Queréis provocar problemas entre las tripulaciones? Sus hombres nos sobrepasan casi dos a uno. ¿Qué es una mujer más o menos? En nombre del cielo, dejadla ir. Ha pagado bonitamente por ella, y se ha comportado lealmente con nosotros."

 

"¿Comportado lealmente?" rugió el furioso capitán. "Tú ..." En todo su soez vocabulario no pudo encontrar un epíteto para describir a su lugarteniente. Le dio una bofetada que casi lo hace caer al suelo. La perlas cayeron desparramadas en la arena.

 

Cahusac se tiró a buscarlas, sus compañeros tras él. La venganza debía esperar. Por unos momentos escarbaron allí, en sus manos y rodillas, olvidados de todo lo demás. Y sin embargo, en esos momentos sucedían cosas vitales.

 

Levasseur, con su mano en su espada, su rostro una máscara blanca de ira, confrontaba al Capitán Blood para evitar su partida.

 

"¡No os la llevaréis mientras yo viva!" gritó.

 

"Entonces me la llevaré cuando estéis muerto," dijo el Capitán Blood, y su propia espada brilló al sol. "El contrato prevé que cualquier hombre de cualquier rango que oculte una parte del botín, aunque sea del valor de no más de un peso, será colgado del palo mayor. Es lo que pretendía para vos finalmente. Pero si lo preferís así, os haré el gusto."

 

Hizo apartarse a los hombres que querían intervenir, y las dos espadas se cruzaron.

 

M. d'Ogeron miraba, un hombre confundido, incapaz de adivinar qué podría suceder con él en cualquier caso. Mientras tanto, dos hombres de Blood que habían tomado el lugar de los guardias negros del francés, habían removido la corona del látigo de su frente. Mademoiselle se había puesto de pie y observaba con una mano en su anhelante pecho, su rostro mortalmente pálido, un terror salvaje en sus ojos.

 

Pronto se terminó. La fuerza bruta, con la que Levasseur contaba confiadamente, no pudo hacer nada contra la habilidad experimentada del irlandés. Cuando, con los dos pulmones atravesados, yacía boca abajo en la blanca arena, tosiendo los finales de su vida de bandido, el Capitán Blood miró calmado a Cahusac por encima del cuerpo.

 

"Creo que esto cancela el contrato entre nosotros," dijo. Con ojos cíncos y sin sentimientos, Cahusac consideró el retorcido cuerpo de su anterior jefe. Si Levasseur hubiera sido un hombre de temperamento diferente, el caso hubiera terminado distinto. Pero, también, es seguro que el Capitán Blood hubiera adoptado diferentes tácticas al tratar con él. Siendo como era, Levasseur no provocaba ni cariño ni lealtad. Los hombres que lo seguían eran la escoria de esa vil profesión, y la codicia era su única inspiración. Sobre esa codicia, Blood había jugado magistralmente, hasta llevarlos a considerar a Levasseur culpable de la única ofensa que consideraban imperdonable, el crimen de apropiarse de algo que podía ser convertido en oro y repartido entre ellos.

 

Ahora, la muchedumbre de bucaneros que venían apresurados al teatro de esta breve tragi-comedia fue contenida por una docena de palabras de Cahusac.

 

Mientras aún dudaban, Blood añadió algo para apurar su decisión.

 

"Si venís a donde estamos anclados, recibiréis al instante vuestra parte del botín del Santiago, y podréis disponer de ella como gustéis."

 

Cruzaron la isla, con los dos prisioneros acompañándolos, y más tarde en ese día, luego del reparto, se hubieran separado a no ser por Cahusac, elegido por los hombres como el sucesor de Levasseur, quien ofreció nuevamente al Capitán Blood los servicios del contingente francés.

 

"Si vais a navegar conmigo nuevamente," le contestó el capitán, "lo haréis con la condición de que haréis las paces con los holandeses, y les devolveréis la fragata y su cargamento."

 

La condición fue aceptada, y el Capitán Blood fue a buscar a sus invitados, los hijos del Gobernador de Tortuga.

 

Mademoiselle d'Ogeron y su hermano - este último ya liberado de sus ataduras - estaban sentados en la gran cabina del Arabella, donde habían sido conducidos.

 

Benjamín, el camarero y cocinero negro del Capitán Blood, había colocado vino y comida sobre la mesa, indicando que era para su gusto. Pero había permanecido intocado. Los hermanos estaban en un asombro agonizante, pensando que habían escapado de la sartén para caer al fuego. Luego de un rato, superada por el suspenso, mademoiselle se lanzó sobre sus rodillas ante su hermano para implorar su perdón por todo el mal que les había causado su locura.

 

M. d'Ogeron no estaba de ánimo para perdonar.

 

"Estoy contento que por lo menos te des cuenta de lo que has hecho. Y ahora este otro filibustero te ha comprado, y le perteneces. También comprendes esto, espero."

 

Hubiera dicho más, pero se detuvo al percibir que la puerta se abría. El Capitán Blood, luego de arreglar la situación con los seguidores de Levasseur, estaba de pie en el umbral. M. d'Ogeron no había tomado la precaución de bajar su aguda voz, y el capitán había escuchado las dos últimas frases del francés. Así que perfectamente comprendió por qué Mademoiselle se puso de pie de un salto al verlo, y se acurrucó con miedo.

 

"Mademoiselle," dijo en su mal pronunciado pero fluido francés. "Os ruego olvidéis vuestros temores. A bordo de este barco seréis tratada con todo honor. En cuanto estemos en situación de salir al mar nuevamente, nos dirigiremos a Tortuga para llevaros a vuestro hogar y a vuestro padre. Y por favor, no consideréis que os he comprado, como acaba de decir vuestro hermano. Todo lo que hice fue proveer el rescate necesario para lograr que una pandilla de ladrones dejara de obedecer al archibribón que los comandaba, y así sacaros de todo peligro. Contadlo, si queréis, un préstamo amigable para ser devuelto totalmente a vuestra conveniencia."

 

Mademoiselle lo observaba sin creerle. M. d'Ogeron se puso de pie.

 

"Monsieur, ¿es posible que habléis en serio?"

 

"Lo es. Tal vez no suceda mucho en estos días. Puedo ser un pirata. Pero mis métodos no son los métodos de Levasseur, quien debió quedarse en Europa, y dedicarse a ser ratero. Tengo un cierto honor - tal vez deba decir, algunos jirones de honor - que me quedan de mejores días." Luego con un tono más animado agregó: "Cenamos en una hora, y confío que honraréis mi mesa con vuestra presencia. Mientras tanto, Benjamín se ocupará, monsieur, que podáis elegir mejor guardarropa."

 

Los saludó con una inclinación de cabeza, y giró para partir nuevamente, pero mademoiselle lo detuvo.

 

"¡Monsieur!" gritó agudamente.

 

Blood se detuvo y se dio vuelta, mientras lentamente ella se le aproximó, mirándolo entre asombro y admiración.

 

"¡Oh, sois noble!"

 

"No me pondría yo tan alto," le contestó.

 

"¡Lo sois, lo sois! Y es justo que lo sepáis todo."

 

"¡Madelón!", gritó su hermano, para detenerla.

 

Pero ella no iba a detenerse. Su sobrecargado corazón necesitaba descargarse confesando.

 

"Monsieur, por lo que sucedió estoy en grave falta. Este hombre - este Levasseur ..."

 

Él la miró, su turno para ser incrédulo. "¡Por Dios! ¿Es posible? ¡Ese animal!"

 

Abruptamente, ella cayó de rodillas, tomó su mano y la besó antes de que él pudiera retirarla.

 

"¿Qué hacéis?" le gritó.

 

"Una reparación. En mi mente os deshonré al creeros su igual, al concebir vuestra lucha con Levasseur un combate entre chacales. De rodillas, monsieur, os imploro me perdonéis."

 

El Capitán Blood la ,miró, y una sonrisa abrió sus labios, irradiando en los ojos azules que quedaban tan extrañamente claros en ese rostro bronceado.

 

"Pero niña", le dijo."Hubiera sido difícil pensar de otra manera."

 

Mientras la ayudaba a ponerse de pie, se convenció de que se había comportado bastante bien en todo el caso. Luego suspiró. Esa dudosa fama suya de pirata que se había desparramado tan rápidamente a través del Caribe debería por ahora haber llegado a los oídos de Arabella Bishop. De que ella debía despreciarlo no le cabía duda, considerándolo nada mejor que todos los demás bandidos que seguían esta villana profesión de bucanero. Así que esperaba que algún eco de esta hazaña le llegara también, para contrarrestar un poco su mal imagen. Porque la verdad era que había puesto en riesgo su vida para rescatar a Mademoiselle d'Ogeron solamente llevado por el pensamiento de que el hecho hubiera sido agradable a los ojos de la Srta. Bishop si lo hubiera podido presenciar.

 


Date: 2016-01-03; view: 582


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