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CAPÍTULO 17. LOS EMBAUCADOS

Fue un abatido Capitán Blood el que presidió el consejo rápidamente citado en la cubierta de popa del Arabella bajo el brillante sol de la mañana. Fue, como declaró después, uno de los momentos más amargos de su carrera. Fue obligado a aceptar que habiendo conducido la lucha con una pericia por la que justificadamente podía estar orgulloso, habiendo destruido una fuerza tan superior en barcos, cañones y gente, la que Don Miguel de Espinosa había considerado imbatible, su victoria era inútil por mérito de tres tiros afortunados de una batería insospechada que los había sorprendido. E inútil seguiría siendo su victoria hasta que pudieran reducir al fuerte que defendía el pasaje.

 

Inicialmente el Capitán Blood era de la idea de poner los barcos en orden y hacer un intento de ataque allí y entonces. Pero los demás lo disuadieron de una impetuosidad ajena normalmente a él, y nacida enteramente por disgusto y mortificación, emociones que hacen irracional al más razonable de los hombres. Más calmado, entonces, analizó la situación. El Arabella no estaba en situación de salir al mar; el Infanta se mantenía a flote por un artificio, y el San Felipe estaba casi tan dañado como los demás por el fuego que le habían disparado los bucaneros antes de rendirse.

 

Claramente, entonces, estaba obligado a admitir al final que no había otra salida que volver a Maracaibo para reparar los barcos antes de intentar forzar el pasaje.

 

Y entonces, de vuelta a Maracaibo llegaron los derrotados victoriosos de esa corta y terrible batalla. Y si algo faltaba para exasperar a su jefe, tenía el pesimismo del que Cahusac no escatimaba expresiones. Transportado inicialmente a las alturas por la satisfacción de la rápida y fácil victoria de su fuerza inferior esa mañana, el francés ahora se hundía más a fondo en el abismo de la desesperación. Y su estado de ánimo contagió a la mayor parte de sus compañeros.

 

"Es el final," le dijo al Capitán Blood. "Esta vez estamos en jaque mate."

 

"Me tomo la libertad de recordaros que dijisteis lo mismo antes," le contestó el Capitán Blood con tanta paciencia como pudo. "Pero habéis visto lo que habéis visto, y no negaréis que en barcos y cañones volvemos más fuertes de lo que fuimos. Mirad nuestra flota actual, hombre."

 

"La estoy mirando," dijo Cahusac.

 

"¡Pish! Sois un débil cachorro, al final de todo."

 

"¿Me llamáis cobarde?"

 

"Me tomo esa libertad."

 

El bretón lo miró, respirando fuerte. Pero no tenía intención de pedir satisfacción por el insulto. Sabía muy bien cuál sería la satisfacción que le daría el Capitán Blood. Recordaba el destino de Levasseur. Así que se limitó a las palabras.



 

"¡Eso es demasiado! ¡Vais muy lejos!" se quejó amargamente.

 

"Mirad, Cahusac: estoy enfermo y cansado de vuestras perpetuas quejas y llantos cuando las cosas no son tan suaves como en una cena de un convento. Si queríais cosas suaves y fáciles, no debíais haber tomado para el mar, y nunca debíais haber navegado conmigo, porque conmigo las cosas nunca son fáciles y suaves. Y esto, creo, es todo lo que os tengo que decir por esta mañana."

 

Cahusac se volvió maldiciendo, y fue a ver qué opinaban sus hombres.

 

El Capitán Blood fue a proporcionar sus conocimientos de cirujano a los heridos, entre los que se quedó ocupado hasta tarde en el día. Luego, finalmente, fue a la orilla, su plan trazado, y retornó a la casa del Gobernador, para redactar una carta agresiva pero muy erudita en el más puro castizo para Don Miguel.

 

"He mostrado a su excelencia esta mañana de lo que soy capaz," escribió. "Aunque en número erais más de dos a uno, con más barcos y más cañones, he hundido o capturado los navíos de la gran flota con la que ibais a venir a Maracaibo a destruirnos. Por lo dicho, no estáis en condiciones de llevar a cabo vuestro alarde, incluso cuando el refuerzo del Santo Niño os llegue de La Guayra. De lo que ha ocurrido, podéis juzgar lo que puede ocurrir. No molestaría a su excelencia con esta carta sino porque soy muy humano, y detesto el derramamiento de sangre. Así que, antes de atacar vuestro fuerte, a que debéis considerar invencible, como ataqué vuestra flota, a la que considerabais invencible, os propongo, solamente por consideraciones humanitarias, el último ofrecimiento de rendición. Evacuaré esta ciudad de Maracaibo sin destruirla, dejando atrás los cuarenta prisioneros que tomé, en consideración que me paguéis la suma de cincuenta mil monedas de oro y cien cabezas de ganado como rescate, y me garanticéis el pasaje hacia el mar sin ser molestado. Retendré a mis prisioneros, la mayoría de los cuales son personas de consideración, hasta mi partida, mandándolos de vuelta en las canoas que llevaremos para ese propósito. Si su excelencia es tan mal aconsejado como para no aceptar estos términos, y así imponerme la necesidad de reducir vuestro fuerte al costo de algunas vidas, os advierto que no esperéis cuartel de nuestra parte, y comenzaré por dejar un montón de cenizas donde se encuentra ahora esta agradable ciudad de Maracaibo."

 

Escrita la carta, ordenó que le trajeran de entre los prisioneros al Gobernador delegado de Maracaibo, que había sido apresado en Gibraltar. Mostrándole su contenido, lo despachó con la carta para Don Miguel.

 

La elección del mensajero era acertada. El Gobernador delegado era de todos los hombres, el más ansioso por recuperar su ciudad, el que por su propia cuenta pediría más fervientemente por su preservación a toda costa del destino con el que el Capitán Blood amenazaba. Y así sucedió. El Gobernador delegado sumó su propio ruego apasionado a las propuestas de la carta.

Pero Don Miguel tenía un corazón más duro. Cierto, su flota había sido en parte destruida y en parte capturada. Pero, argumentaba, había sido tomado totalmente por sorpresa. No volvería a suceder. No habría sorpresa en el fuerte. Dejaría que el Capitán Blood hiciera lo peor que quisiera en Maracaibo, habría una amarga recepción para él cuando eventualmente decidiera - y tarde o temprano debía decidir - pasar por allí. El gobernador delegado entró en pánico. Perdió su temperamento y el dijo ciertas cosas muy duras al almirante. Pero no fueron tan duras como las que el almirante le dijo como respuesta.

 

"Si hubierais sido tan fiel a vuestro Rey en evitar la entrada de esos malditos piratas como lo seré yo en evitar su salida, no nos encontraríamos en esta situación. Así que no me canséis con vuestros cobardes consejos. No negocio con el Capitán Blood. Conozco mis deberes con mi rey, e intento cumplirlos. También conozco mis obligaciones conmigo mismo. Tengo una deuda privada con este bandido, y pretendo liquidarla. Llevad vuestro mensaje de vuelta."

 

Así que de vuelta a Maracaibo, de vuelta a su bonita casa en la que el Capitán Blood había instalado sus cuarteles, vino el gobernador con la respuesta del almirante. Y porque había sido avergonzado por una demostración de espíritu del coraje sólido del almirante, la entregó tan agresivamente como lo hubiera hecho el propio almirante. "¿Es así, entonces?" dijo el Capitán Blood con una tranquila sonrisa, aunque su corazón se hundió por el fracaso de este alarde. "Bueno, es una lástima que el almirante sea tan cabeza dura. Así perdió su flota, pero era suya. Esta agradable ciudad de Maracaibo no lo es. Así que no dudo que la pierda con menos lástima. Lo lamento. El desperdicio, así como el derramamiento de sangre, son cosas que rechazo. ¡Pero así es! Haré las fogatas en la mañana, y tal vez cuando vea el fuego mañana de noche comenzará a creer que Peter Blood es un hombre de palabra. Podéis retiraros, Don Francisco."

 

El gobernador se fue arrastrando los pies, seguido por guardias, su momentánea agresividad totalmente agotada.

 

Pero no bien se fue, saltó Cahusac, quien había sido parte del consejo citado para recibir la respuesta del almirante. Su cara estaba blanca y sus manos temblaban mientras expresaba su protesta.

 

"Muerte de mi vida, ¿qué tenéis que decir ahora?" gritó, su voz quebrada. Y sin esperar a escuchar la respuesta, siguió: "Sabía que no podríais asustar al almirante tan fácilmente. Nos tiene atrapados, y lo sabe, y aún así soñáis que se va a rendir frente a vuestro desvergonzado mensaje. Vuestra tonta carta ha sellado nuestra condena."

 

"¿Habéis terminado?" pregunto Blood suavemente, cuando el francés paró para respirar.

 

"No, no lo he hecho."

 

"Entonces ahorradme el resto. Será de la misma calidad, sin duda, y no nos ayuda a resolver el acertijo que tenemos frente a nosotros."

 

"¿Pero qué vamos a hacer? ¿Acaso me lo diréis?" No era una pregunta, era un demanda.

 

"¿Qué diablos sé yo? Esperaba que tuvierais algunas ideas vos mismo. Pero dado que estáis tan desesperado por salvar vuestro pellejo, vos y los que piensan de esa manera son invitados a dejarnos. No dudo que el almirante español le dará la bienvenida al abatimiento de nuestro número incluso en este momento. Tendréis la corbeta como regalo de partida de nuestra parte, y podéis juntaros con Don Miguel en el fuerte, por lo que me importa, o por el bien que podéis ser para nosotros en este momento."

 

"Son mis hombres los que deben decidir," retrucó Cahusac, tragando su furia, y se fue para hablar con ellos, dejando a los demás para deliberar en paz.

 

Temprano en la mañana siguiente buscó nuevamente al Capitán Blood. Lo encontró solo en el patio, caminando hacia arriba y hacia abajo, su cabeza hundida en su pecho. Cahusac confundió meditación con desaliento. Cada uno lleva consigo un patrón con el que mide a su vecino.

 

"Os tomamos la palabra, Capitán," anunció entre amargura y desafío. El Capitán Blood se detuvo, los hombros levantados, las manos en su espalda, y miró apaciblemente al bucanero en silencio. Cahusac se explicó. "Anoche mandé a uno de mis hombres con una carta para el almirante español. Le hice una oferta de capitular si nos deja pasar con los honores de guerra. Esta mañana recibí la respuesta. Nos acepta lo pedido si no nos llevamos nada con nosotros. Mis hombres se están embarcando en la corbeta. Salimos enseguida."

 

"Bon voyage," dijo el Capitán Blood, y con una inclinación de cabeza giró sobre sus talones nuevamente para continuar su interrumpida meditación.

 

"¿Es todo lo que tenéis que decirme?", gritó Cahusac.

 

"Hay otras cosas," dijo Blood sobre su hombro. "Pero sé que no os gustarán."

 

"¡Ha! Entonces es adiós, mi Capitán." Venenosamente agregó: "Es mi creencia que no nos volveremos a encontrar."

 

"Vuestra creencia es mi esperanza," dijo el Capitán Blood.

 

Cahusac se marchó, insultando obscenamente. Antes del mediodía estaba en camino con sus seguidores, unos sesenta hombres que he habían permitido que los convenciera en esa partida con las manos vacías - a pesar incluso de todo lo que Yberville intentó hacer para disuadirlos. El almirante guardó su palabra con él, y le permitió pasaje libre al mar, lo que, por su conocimiento de los españoles, era más de lo que el Capitán Blood esperaba.

 

Mientras tanto, en cuanto los desertores levaron anclas, el Capitán Blood recibió un mensaje de que el gobernador le rogaba que le permitiera verlo nuevamente. Siendo admitido, Don Francisco demostró en seguida que una noche de reflexión había aumentado sus temores por al ciudad de Maracaibo y su disgusto por la intransigencia del almirante.

 

El Capitán Blood lo recibió agradablemente.

 

"Buenos días para vos, Don Francisco. He pospuesto las fogatas hasta el atardecer. Hará un mejor espectáculo en la noche."

 

Don Francisco, un delgado, nervioso, hombre de edad de alto linaje y baja vitalidad, fue derecho al asunto.

 

"Estoy acá para deciros, Don Pedro, que si esperáis tres días, podré juntar el rescate que demandáis y que Don Miguel de Espinosa rehúsa pagar."

 

El Capitán Blood lo confrontó, sus oscuras cejas fruncidas sobre sus ojos claros.

 

"¿Y de dónde lo juntaréis?" le preguntó, levemente traicionando su sorpresa.

 

Don Francisco sacudió su cabeza. "Eso debe quedar como mi problema," contestó. "Sé dónde se puede encontrar, y mis compatriotas deben contribuir. Dadme tres días bajo palabra, y os daré plena satisfacción. Mientras tanto mi hijo queda en vuestras manos como un rehén hasta mi regreso." Y allí comenzó a rogar. Pero fue bruscamente interrumpido.

 

"¡Por todos los santos! Sois un hombre osado, Don Francisco, para venirme con semejante historia - decirme que sabéis dónde conseguir el rescate pero os rehusáis a contármelo. ¿Pensáis que con una cerilla entre vuestros dedos seréis más comunicativo?"

 

Don Francisco se puso un poco más pálido, pero nuevamente sacudió su cabeza.

 

"Ése era el método de Morgan y L'Ollonais y otros piratas. Pero no es el del Capitán Blood. Si hubiera dudado de ello no habría dicho tanto."

 

El Capitán rió. "¡Viejo bandido!, " dijo. "¿Jugáis con mi vanidad?"

 

"Con vuestro honor, Capitán."

 

"¿El honor de un pirata? Seguramente os habéis enloquecido."

 

"El honor del Capitán Blood," insistió Don Francisco. "Tenéis la reputación de hacer la guerra como un caballero."

 

El Capitán Blood rió nuevamente, con una nota amarga y burlona que hizo a Don Francisco temer lo peor. No podía adivinar que el Capitán se burlaba de sí mismo.

 

"Eso es solamente porque es más remunerativo al final. Y por eso os acuerdo los tres días que pedís. Así que a ello, Don Francisco. Tendréis las mulas que preciséis. Me ocuparé de ello."

 

Allá se fue Don Francisco con su mandado, dejando al Capitán Blood reflexionando, entre amargura y satisfacción, que una reputación caballeresca si es consistente con la piratería, no deja de ser de utilidad.

 

Puntualmente en el tercer día el gobernador volvió a Maracaibo con sus mulas cargadas de plata y dinero por el valor exigido y un rebaño de cabezas de ganado llevado por esclavos negros.

 

Los animales fueron entregados a los de la compañía que generalmente eran cazadores, y por tanto con conocimientos de curar las carnes, y por buena parte de la semana estuvieron ocupados junto al mar cortando y salando las porciones.

 

Mientras se hacía esto y por otra parte se reparaban los barcos, El Capitán Blood reflexionaba sobre el acertijo de cuya solución dependía su propio destino. Empleando espías indios se enteró de que los españoles, trabajando con marea baja, habían salvado los treinta cañones del Salvador, y así habían añadido otra batería a su ya impresionante fuerza. Al final, y con esperanzas de inspiración en el mismo lugar, el Capitán Blood hizo un reconocimiento en persona. Con riesgo de su vida, acompañado por dos indios amigables, cruzó a la isla en una canoa al amparo de la oscuridad. Se escondieron ellos y la canoa en la densa vegetación de esa parte de la isla, y esperaron al amanecer. Entonces Blood fue adelante solo, con infinita precaución, para hacer su examen. Fue a verificar una sospecha que se había formado, y se acercó al fuerte tan cerca como se animó y mucho más cerca de lo que era seguro.

 

Se arrastró sobre pies y manos hasta la cima de una colina distante cerca de una milla, donde se encontró con una vista de las disposiciones interiores del fuerte. Con la ayuda de un telescopio con el que se había equipado, pudo verificar que, como había sospechado y esperado, la artillería del fuerte estaba toda montada del lado del mar.

 

Satisfecho, retornó a Maracaibo, y planteó a los seis que componían su consejo - Pitt, Hagthorpe, Yberville, Wolversonte, Dyke y Ogle - una propuesta de atacar el fuerte por el lado de la tierra. Cruzando a la isla a cubierto de la noche, podían tomar a los españoles por sorpresa y tratar de vencerlos antes de que pudieran mover sus cañones para repeler el ataque.

 

Con la excepción de Wolverstone, quien por temperamento era el tipo de hombre que acepta las causas desesperadas, los oficiales recibieron la propuesta fríamente. Hagthorpe se opuso frontalmente.

 

"Es una propuesta sin asidero, Peter," le dijo gravemente, sacudiendo su apuesta cabeza. "Considera que no podemos depender en acercarnos sin ser vistos a una distancia para atacar el fuerte antes de que los cañones puedan ser movidos. Pero incluso si pudiéramos, no podemos llevar cañones; debemos depender enteramente en nuestras armas pequeñas, y ¿cómo lo haremos, apenas trescientos hombres" (porque éste era el número al que los había reducido la deserción de Cahusac) "cruzando a campo abierto para atacar a más del doble y bajo cubierto del fuerte?"

 

Los otros - Dyke, Ogle, Yberville, e incluso Pitt, cuya lealtad hacia Blood lo podía hacer dudar - aprobaron sonoramente. Cuando hubieron terminado, "Lo he considerado todo," dijo el Capitán Blood. "He pesado los riesgos y estudiado cómo disminuirlos. En esta situación desesperada ..."

 

Se detuvo abruptamente. Un instante frunció en ceño, profundamente en sus pensamientos; luego su rostro se iluminó repentinamente con inspiración. Lentamente bajó su cabeza, y se sentó allí considerando, pesando, el mentón en su pecho, Luego asintió, murmurando, "Sí", y nuevamente, "Sí." Levantó la vista, para enfrentarlos. "Escuchad," gritó. "Puede que tengáis razón. Los riesgos son muy pesados. Lo sean o no, he pensado en un mejor camino. El que hubiera sido el real ataque, será sólo un simulacro. Aquí está el plan que propongo."

 

Habló rápida y claramente, y mientras lo hacía una a una las caras de sus oficiales se iluminaron con ansiedad. Cuando hubo terminado, gritaron como una sola voz que los había salvado.

 

"Todavía debe ser probado en acción," dijo.

 

Desde que durante las últimas veinticuatro horas todo había estado pronto para partir, nada los demoraba, y decidieron moverse la próxima mañana.

 

Era tal la seguridad del Capitán Blood en su éxito, que inmediatamente liberó a los prisioneros retenidos como rehenes, e incluso a los esclavos negros, que eran considerados por los demás como legítimo botín. Su única precaución fue encerrarlos en la iglesia para esperar su liberación de manos que los que volverían a la ciudad.

 

Entonces, estando todos abordo de los tres barcos, con el tesoro debidamente estibado, los bucaneros levaron anclas y marcharon al mar, cada navío con tres piraguas en la popa.

 

El almirante, viendo su avance en la plena luz del mediodía, las velas brillando blancas en la luz del sol, se restregó las largas y delgadas manos con satisfacción, y rió entre dientes.

 

"¡Al fin!" gritó. "¡Dios lo trae a mis manos!" Se volvió a un grupo de oficiales a su espalda. "Tarde o temprano debía ser," dijo. "Decid ahora, caballeros, si estuve justificado en mi paciencia. Hoy y aquí terminan los problemas ocasionados a los súbditos del Rey Católico por este infame Don Pedro Sangre, como una vez se llamó a sí mismo."

 

Se volvió para dar unas órdenes, y el fuerte se volvió lleno de vida como una colmena. Los cañones fueron cargados, los artilleros ya prendiendo mechas, cuando la flota bucanera, mientras todavía se dirigía a Palomas, se vio que iba hacia el oeste. Los españoles los miraban, intrigados.

 

A una distancia de una milla y media hacia el oeste del fuerte, y una media milla de la orilla - es decir, en el límite de las aguas llanas que hacen Palomas inalcanzable por navíos de gran calado - los barcos anclaron bien a la vista de los españoles, pero fuera del alcance del mayor cañón.

 

Con desprecio rió el almirante.

 

"¡Aha! Vacilan, ¡esos perros ingleses! Por Dios, y realmente deben hacerlo."

 

"Estarán esperando la noche," sugirió su sobrino, quien se encontraba a su lado, temblando de excitación.

 

Don Miguel lo miró, sonriendo. "¿Y qué les brindará la noche en este estrecho pasaje, bajo el fuego de mis cañones? Estad seguro, Esteban, que esta noche tu padre será vengado."

 

Levantó su telescopio para continuar su observación de los bucaneros. Vio que las piraguas estaban siendo bajadas y se preguntó un poco qué pretendería esta maniobra. Por un instante esas piraguas quedaban ocultas a la vista tras los barcos. Luego una a una reaparecieron, remando alrededor y alejándose de los barcos, y cada bote, observó, estaba completo con hombres armados. Así cargados, se dirigieron a la costa, en un punto con un denso bosque. Los ojos del pensativo almirante los siguió hasta que el follaje los hizo desaparecer de su vista.

 

Luego bajó su telescopio y miró a sus oficiales.

 

"¿Qué demonios quiere decir esto?" preguntó.

 

Nadie le respondió, todos tan perplejos como él mismo.

 

Luego de un pequeño rato, Esteban, quien mantenía sus ojos en el agua, tironeó de la manga de su tío. "¡Allá van!" gritó, y apuntó con su brazo.

 

Y allí, realmente, iban las piraguas en su camino de vuelta a los barcos. Pero ahora iban vacías, salvo por los remeros. Su cargamento armado había quedado en la orilla.

 

Nuevamente se acercaron al los barcos, para volver con una carga fresca de hombres armados, que llevaron nuevamente a Palomas. Finalmente uno de los oficiales españoles aventuró una explicación:

 

"Nos van a atacar por tierra - para intentar destruir el fuerte."

 

"Por supuesto." El almirante sonrió. "Lo había adivinado."

 

"¿Debemos hacer una salida?" urgió Esteban, en su excitación.

 

"¿Una salida? Sería jugar en sus manos. No, no, esperaremos a recibir su ataque. Cuando llegue, serán ellos los destruidos, y totalmente. No tengas dudas de ello."

 

Al atardecer la ecuanimidad del almirante no era tan perfecta. Por ese entonces, las piraguas habían hecho una media docena de viajes con su carga de hombres, y habían desembarcado también - como Don Miguel claramente observó con su telescopio - por lo menos una docena de cañones.

 

Sus facciones no sonreían más; estaban un poco fruncidas y un poco preocupadas ahora cuando se volvió a sus oficiales.

 

"¿Quién fue el tonto que me dijo que tenían escasos trescientos hombres? Han puesto ya por lo menos el doble de ese número en la costa."

 

Asombrado como estaba, su asombro hubiera sido más profundo si se le hubiera contado la verdad: no había un solo bucanero o un solo cañón en la costa en Palomas. El engaño había sido completo. Don Miguel no podía adivinar que los hombres que había visto en las piraguas eran siempre los mismos; que en los viajes a la costa se sentaban tiesos a plena vista, y en los viajes de vuelta iban invisibles en el fondo de los botes, que así parecían vacíos.

 

El creciente miedo de los soldados españoles por la perspectiva de un ataque nocturno por tierra por la totalidad de la fuerza bucanera - y una fuerza el doble de potente de lo que sospechaban que comandaba en pestilente Blood - comenzó a comunicarse al almirante.

 

En las últimas horas de la luz del día, los españoles hicieron precisamente lo que el Capitán Blood tan confiadamente contó que harían - precisamente lo que debían hacer para enfrentar el ataque, cuyas preparaciones habían sido tan completamente simuladas. Se dedicaron a trabajar como endemoniados para cambiar de lugar los poderosos cañones emplazados hacia el angosto pasaje al mar.

 

Gruñendo y sudando, urgidos por las maldiciones e incluso los látigos de sus oficiales, trabajaron en un delirio de apuro y pánico para mover un el mayor número y los más poderosos cañones hacia el lado de la tierra, y allí emplazarlos nuevamente, para estar prontos cuando recibieran el ataque que en cualquier momento explotaría sobre ellos desde los bosques a no más de una milla de distancia.

 

Así, cuando cayó la noche, aunque en mortal ansiedad por esos salvajes demonios cuyo coraje temerario era una leyenda en los mares, por lo menos los españoles estaban tolerablemente preparados para el ataque. Esperando, junto a sus cañones.

 

Y mientras esperaban así, cubiertos por la oscuridad y al subir la marea, la flota del Capitán Blood levó anclas lentamente; y, como la vez anterior, con sólo las velas imprescindibles, e incluso éstas pintadas de negro - los cuatro navíos, sin una luz a la vista, tomaron su camino por el canal que llevaba al pasaje al mar.

 

El Elizabeth y el Infanta, marchando en paralelo, habían casi pasado el fuerte cuando sus siluetas y el suave gorgoteo del agua en sus proas fueron detectados por los españoles, cuya atención hasta el momento había estado totalmente en el otro lado. Y ahora se elevó en el aire nocturno un sonido de furia humana como debe haber resonado en Babel con la confusión de lenguas. Para aumentar la confusión, y llevar desorden entre los soldados españoles, el Elizabeth vació sus cañones de babor en el fuerte mientras pasaba en las suaves olas.

 

Percatándose a la vez - aunque sin ver bien cómo - que había sido embaucado, y que su presa estaba en ese mismo acto escapándose a pesar de todo, el almirante frenéticamente ordenó que los cañones tan laboriosamente movidos fueran arrastrados nuevamente a su anterior emplazamiento, y ordenó a sus artilleros que mientras tanto dispararan las baterías menores que todavía miraban al canal. Con esto, luego de la pérdida de unos preciosos momentos, el fuerte finalmente disparó.

 

Fue respondido por una terrorífica descarga del Arabella, quien ahora estaba desplegando todas sus velas. Los furiosos y atontados españoles tuvieron una breve visión del barco cuando la línea de fuego surgió de su rojo flanco, y el trueno de sus cañones ahogó el ruido de los carros que arrastraban en el fuerte. Luego de ello, no lo vieron más. Asimilados a la amigable oscuridad, los barcos que escapaban no dispararon un tiro más que les pudiera ayudar a sus enemigos a localizarlos.

 

Algún leve daño tuvo la flota de Blood. Pero para cuando los españoles hubieron resuelto su confusión en algún orden que pudiera ser peligroso, la flota, ayudada por una brisa del sur, había pasado por el estrecho y estaba en el mar.

 

Así fue dejado Don Miguel de Espinosa a masticar la amargura de una oportunidad perdida, y a considerar en qué términos podría explicar al Consejo Supremo del Rey Católico que Peter Blood había logrado salir de Maracaibo, llevando con sigo dos fragatas de veintidós cañones que habían sido propiedad de España, para no decir nada de doscientos cincuenta mil monedas de oro y otras nimiedades. Y todo esto a pesar de los cuatro galeones de Don Miguel y su fuerte pesadamente armado que en un momento había mantenido a los piratas seguramente atrapados.

 

Mucho creció la cuenta que tenía Peter Blood con Don Miguel, quien juró apasionadamente al cielo que a toda costa sería pagada en su totalidad.

 

Tampoco estaban terminadas las pérdidas totales sufridas en esta ocasión por el Rey de España. Porque el siguiente atardecer, más allá de la costa de Oruba, en la boca del Golfo de Venezuela, la flota del Capitán Blood se encontró con el tan mentado Santo Niño, corriendo a toda vela para reforzar a Don Miguel en Maracaibo.

 

Al principio los españoles creyeron que se encontraban con la flota victoriosa de Don Miguel, volviendo de destruir a los piratas. Cuando, estando ya muy cerca, el pendón de St. George fue izado en el palo mayor del Arabella para desilusionarlos, el Santo Niño tomó la mejor parte del valor, y arrió su bandera.

 

El Capitán Blood ordenó a su tripulación a irse en los botes y desembarcar en Oruba o donde quisieran. Tan considerado fue con ellos que para asistirlos les dio varias de las piraguas que aún conservaba.

 

"Encontraréis," le dijo al capitán del Santo Niño," que Don Miguel está de pésimo humor. Dadle mis saludos, y decidle que me animo a recordarle que debe considerarse culpable de todos los males que ha sufrido. La maldad que dejó libre cuando mandó a su hermano extraoficialmente a hacer una invasión en la isla de Barbados, se ha vuelto en su contra. Decidle que lo piense dos veces antes de dejar a los diablos sueltos nuevamente en una población inglesa."

 

Con esto despidió al capitán, quien partió del Santo Niño, y el Capitán Blood procedió a investigar el valor de esta nueva presa. Cuando las escotillas se abrieron, un cargamento humano salió a la vista.

 

"Esclavos," dijo Wolverstone, y persistió en esta creencia, maldiciendo a los españoles hasta que Cahusac se arrastró fuera de la oscuridad de las mazmorras del barco y se puso de pie, encandilado en la luz del sol.

 

Había más que sol para encandilar al pirata bretón. Y los que se arrastraron afuera atrás de él - los remanentes de su tripulación - lo maldijeron horriblemente por su cobardía que los había llevado a la ignominia de deber su liberación a los que habían abandonado como perdidos sin esperanza.

 

La corbeta había encontrado al Santo Niño, y éste la había hundido. Cahusac se había escapado apenas de ser colgado, tan sólo para ser por un tiempo el hazmerreír de la Hermandad de la Costa.

 

Por más de un mes después de esto tuvo que oír en Tortuga la burla desafiante:

 

"¿Dónde gastas el oro que trajiste de Maracaibo?"

 


Date: 2016-01-03; view: 445


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