Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






CAPÍTULO 11. DEVOCIÓN FILIAL

 

En virtud del juramento hecho, Don Diego de Espinosa gozó la libertad en el barco que había sido suyo, y la navegación que había tomado a su cargo quedó completamente en sus manos. Y porque los que comandaban el navío eran novatos en esos mares, y porque incluso lo que había sucedido en Bridgetown no fue suficiente para enseñarles a ver a cada español como un traidor, cruel perro que debe ser degollado en cuanto está a la vista, usaron con él la educación a la que su propia urbanidad invitaba. Tomaba sus comidas en la gran cabina con Blood y los tres oficiales elegidos para acompañarlo: Hagthorpe, Wolverstone y Dyke.

 

Encontraron en Don Diego un agradable, incluso un entretenido compañero, y su amigable sentimiento hacia él era reforzado por su fortaleza y valiente ecuanimidad hacia su adversidad.

 

Que Don Diego no estaba jugando limpio era imposible sospechar. Sin embargo, no había una razón concebible por la que no lo haría. Había tenido una gran franqueza con ellos. Les había indicado el error de navegar a favor del viento al dejar Barbados. Debieron dejar la isla hacia sotavento, dirigiéndose hacia el Caribe y lejos del archipiélago. Ahora estaban obligados a pasar a través del archipiélago nuevamente para llegar a Curaçao, y este pasaje no podía ser logrado sin una cierta medida de peligro para ellos. En cualquier punto entre estas islas podrían encontrar un navío de igual o superior fuerza, fuera español o inglés sería igualmente malo para ellos, y no estaban capacitados para pelear. Para disminuir el riesgo en lo posible, Don Diego se dirigió primero al sur y luego al oeste; y así tomando la línea entre las islas de Tobago y Grenada, salieron a salvo de la zona de peligro y llegaron a la comparativamente seguridad del Mar del Caribe.

 

"Si el viento se mantiene" les dijo esa noche en la cena, luego de anunciarles su posición,"llegaremos a Curaçao en tres días."

 

Por tres días el viento se mantuvo, en realidad aumentó un poco en el segundo, pero cuando la noche del tercer día llegó todavía no habían visto tierra. El Cinco Llagas hendía un mar que contenía por cada lado el azul del cielo. El Capitán Blood se lo mencionó inquieto a Don Diego.

 

"Será para mañana en la mañana," le contestaron con calma convicción.

 

"Por todos los santos, siempre es 'mañana en la mañana' con vosotros los españoles; pero mañana nunca llega, mi amigo."

 

"Pero este mañana llegará, quedad tranquilo. No importa qué tan temprano os despertéis, veréis tierra, Don Pedro."



 

El Capitán Blood salió, satisfecho, y fue a visitar a Jerry Pitt, su paciente, a cuya condición debía Don Diego la oportunidad de vivir. Por veinticuatro horas ahora la fiebre había dejado al sufriente, y bajo los vendajes de Peter Blood su lacerada espalda comenzaba a curar satisfactoriamente. Tan recuperado estaba que se quejaba de su confinamiento, en el calor de su cabina. Para complacerlo, el Capitán Blood consintió que tomara aire en la cubierta, y así, cuando las últimas luces del día morían en el cielo, Jeremy Pitt salió apoyado en el brazo del Capitán.

 

Sentado en el brocal de la escotilla, el joven de Somersetshire llenó sus pulmones con el fresco aire de la noche, y agradecido, sintió revivir. Luego, con el instinto del marino sus ojos se pasearon por la bóveda del cielo, salpicada por una miríada de puntos dorados de luz. Por un rato la miró ociosamente; luego su atención se fijó aguda. Su mirada se dirigió al Capitán Blood, de pie a su lado.

 

"¿Sabes algo de astronomía, Peter?" le preguntó.

 

"¿Astronomía? En realidad no puedo distinguir el cinturón de Orión de la faja de Venus."

 

"¡Ah! Y supongo que todos los demás de esta tosca tripulación comparten tu ignorancia."

 

"Sería más amable de tu parte suponer que la exceden."

 

Jeremy apuntó a lo lejos a una mota de luz en los cielos sobre estribor. "Ésa es la estrella polar", dijo.

 

"¿Realmente? Me pregunto cómo puedes distinguirla de las demás."

 

"Y la estrella polar casi sobre tu estribor significa que estamos yendo, por supuesto, hacia el norte, noroeste, o tal vez norte por oeste, porque dudo que estemos más de diez grados al oeste."

 

"¿Y por qué no deberíamos?" se preguntó el Capitán Blood.

 

"Me dijiste - ¿no fue así? - que vinimos del oeste del archipiélago entre Tobago y Grenada, dirigiéndonos hacia Curaçaco. Si ése fuera nuestro rumbo presente, tendríamos la estrella polar en ángulo recto con la quilla, por allá."

 

A instante Blood se sacudió su pereza. Se irguió con aprensión, y estaba por hablar cuando un rayo de luz cortó la oscuridad sobre sus cabezas, viniendo de la puerta de la cabina de popa que se había abierto. Se cerró nuevamente y se oyeron pisadas. Don Diego se acercaba. Los dedos del Capitán Blood presionaron el hombreo de Jerry poniéndolo alerta. Luego llamó al Don, y le habló en inglés, como era su costumbre cuando otros estaban presentes.

 

"¿Nos ayudaréis en una pequeña disputa, Don Diego?" dijo a la ligera. "Estamos discutiendo, el Sr. Pitt y yo, sobre cuál es la estrella polar."

 

"¿Sí?" El tono del español era cómodo, incluso con una leve risa en él, y la razón para ella se explicó en sus próximas palabras. "¿Pero no me decís que el Sr. Pitt es vuestro navegante?"

 

"A falta de uno mejor," rió el Capitán con aparente buen humos. "Ahora, estoy dispuesto a apostarle cien monedas de oro que ésa es la estrella polar." Y dirigió su brazo hacia un punto de luz en los cielos justo encima de ellos. Le dijo luego a Pitt que si Don Diego lo hubiera confirmado, lo habría matado en ese instante. Lejos de ello, sin embargo, el español dio rienda libre a su sarcasmo.

 

"Tenéis la certeza de la ignorancia, Don Pedro; y perdéis vuestra apuesta. La estrella polar es ésa." Y la indicó.

 

"¿Estáis seguro?"

 

"¡Pero mi querido Don Pedro!" El tono del español era de divertida protesta. "¿Es acaso posible que me equivoque? Aparte, ¿no está la brújula? Venid y veréis qué curso seguimos."

 

Su total franqueza, y la manera suelta de quien no tiene nada que ocultar disiparon enseguida la duda que había surgido tan de pronto en la mente del Capitán Blood. Pitt no estaba tan satisfecho.

 

"En ese caso, Don Diego, me podéis explicar por qué si nuestro destino es Curaçao nuestro curso es éste?"

 

Nuevamente no hubo la menor vacilación de parte de Don Diego. "Tenéis razón de preguntar," dijo, y suspiró. "Esperaba que no se observara. He sido descuidado - oh, un descuido muy culpable. Siempre dejo de lado la observación, es mi manera de ser. Soy demasiado confiado. Cuento demasiado con mis instintos. Y entonces hoy encontré al observar el cuadrante que venimos medio grado demasiado al sur, así que ahora Curaçao está al norte. Ésta es la causa del retraso. Pero estaremos allí mañana."

 

La explicación, tan completamente satisfactoria, y tan rápida y cándidamente presentada, no dejaba lugar para más dudas sobre que Don Diego hubiera faltado a su palabra. Y cuando Don Diego se retiró, el Capitán Blood confesó a Pitt que era absurdo desconfiar de él. Cualquiera que fueran sus antecedentes, había probado su calidad al anunciar que prefería morir antes de acometer cualquier acto que lastimase su honor o su país.

 

Nuevo en estos mares de dominio español y a las costumbres de los aventureros que navegaban por ellos, el Capitán Blood aún tenía ilusiones. Pero el próximo amanecer las iba a destruir rudamente y para siempre.

 

Saliendo a la cubierta antes que despuntara el alba, vio tierra por la proa, como el español había prometido la noche anterior. Unas diez millas hacia delante yacía, una larga línea costera llenando el horizonte al este y al oeste, con una masiva península justo en el curso del navío. Observándola, frunció el ceño. No pensaba que Curaçao fuera de tales considerables dimensiones. Ciertamente, se parecía menos a una isla que al continente mismo.

 

A barlovento, contra la gentil brisa que soplaba hacia la costa, divisó un gran barco, a estribor de ellos, que estimó a tres o cuatro millas de distancia, y - tanto como pudo juzgar de esa distancia - de un tonelaje igual o superior al de ellos. Mientras la observaba, cambió su rumbo y se dirigió derecho a ellos.

 

Una docena de sus tripulantes estaban en movimiento en el castillo de proa, mirando ansiosamente hacia delante, y los sonidos de sus voces y risas les llegaban a través de la distancia al Cinco Llagas.

 

"Allí," dijo una suave voz detrás de él en español, "está la Tierra Prometida, Don Pedro."

 

Fue algo en esa voz, una disimulada nota de exultación, que despertó sus sospechas, y completó la semi-duda que había estado naciendo. Giró bruscamente para enfrentar a Don Diego, tan rápido que la ladina sonrisa no se había borrado de las facciones del español antes que los ojos del Capitán Blood estuvieron sobre ellas.

 

"Encontráis una extraña satisfacción a la vista de ella - considerando todo," dijo Blood.

 

"Por supuesto." El español restregó sus manos, y Blood observó que no estaban firmes. "La satisfacción de un marino."

 

"De un traidor - ¿tal vez?" Blood le preguntó tranquilamente. Y cuando el español se retrajo con facciones súbitamente alteradas que confirmaban cada una de sus sospechas, extendió un brazo en dirección a la costa distante. "¿Qué tierra es ésa?" ordenó. "¿Tendréis la osadía de decirme que es la costa de Curaçao?"

 

Avanzó hacia Don Diego, de repente, y Don Diego, paso a paso retrocedió. "¿Debo decirlos qué tierra es? ¿Debo?" Su fiera suposición de conocimiento pareció encandilar y aturdir al español. Aún Don Diego no respondió. Y entonces el Capitán Blood arriesgó una adivinanza - o tal vez no tanto adivinanza. Una costa como ésa, si no era el continente, y sabía que el continente no podía ser, debía pertenecer a Cuba o Hispaniola. Sabiendo que Cuba era la que estaba más al norte y al oeste de las dos, razonó rápidamente que si Don Diego pensaba traicionarlos se dirigiría al más cercano de los territorios españoles. "Esa tierra, vos traidor y perjuro perro español, es la isla de Hispaniola."

 

Habiendo dicho esto, miró de cerca la cara morena, ahora pálida, para ver la verdad o error de su conjetura reflejada en ella. Ahora el español retrocediendo había llegado a la mitad de la cubierta donde la vela principal lo escondía de los ingleses abajo. Sus labios se curvaron en una mueca de sonrisa.

 

"¡Ah, perro inglés! Sabes demasiado," dijo casi sin aliento, y saltó al cuello del Capitán.

 

Fuertemente entrelazados con sus brazos, oscilaron un momento y luego cayeron juntos sobre la cubierta, los pies del español sacudidos por la pierna derecha del Capitán Blood. El español contaba con su fuerza, que era considerable. Pero no fue suficiente contra los resistentes músculos del irlandés, templados últimamente por las vicisitudes de la esclavitud. Había contado con estrangular a Blood, y así ganar la media hora que sería necesaria para traer al hermoso barco que se dirigía a ellos - un barco español, obviamente, dado que ningún otro sería tan temerario como para navegar por esas aguas españolas de Hispaniola. Pero todo lo que logró Don Diego fue delatarse completamente, y para ningún propósito. Se dio cuenta de esto cuando se encontró sobre su espalda, sostenido en el suelo por Blood, hincado sobre su pecho, mientras los hombres llamados por el grito de su Capitán llegaban al lugar.

 

"¿Diré una plegaria por vuestra sucia alma, mientras estoy en esta posición?" El Capitán Blood se burlaba furiosamente.

 

Pero el español, aunque derrotado, ahora sin esperanza, forzó sus labios a sonreír, y devolvió burla por burla.

 

"¿Quién rezará por vuestra alma, me pregunto, cuando ese galeón llegue junto con vuestra borda?"

 

"¡Ese galeón!" repitió el Capitán Blood con la comprensión repentina y terrible de que era muy tarde para evitar las consecuencias de la traición de Don Dfiego sobre ellos.

 

"Ese galeón," Don Diego repitió, y añadió con profundo desprecio: "¿Sabéis qué barco es ése? Os diré. Es la Encarnación, el buque insignia de Don Miguel de Espinosa, Admirante de Castilla, y Don Miguel es mi hermano. Es un encuentro muy afortunado. El Todopoderoso, ya veis, cuida los destinos de la España Católica."

 

No había vestigios de humor o urbanidad ahora en el Capitán Blood. Sus claros ojos refulgían: su cara estaba rígida.

 

Se puso de pie, entregando al español a sus hombres. "Atadlo," les ordenó. "Muñecas y tobillos, pero no lo lastiméis - ni un sólo cabello de su preciosa cabeza."

 

La instrucción era muy necesaria. Desesperados por el pensamiento que era probable que cambiaran la esclavitud de la que habían escapado por una esclavitud aún pero, le hubieran arrancado miembro por miembro al español en ese mismo lugar. Y si obedecieron a su Capitán y se refrenaron, fue solamente porque una nota de metal en su voz prometía para Don Diego Valdez algo mucho más exquisito que la muerte.

 

"¡Escoria! ¡Sucio pirata! ¡Vos, hombre de honor!" el Capitán Blood apostrofó a su prisionero.

 

Pero Don Diego lo miró y rió.

 

"Me subestimasteis." Hablaba en ingles, para que todos oyeran. "Os dije que no temía la muerte, y os demuestro que no os temo a vos. No entendéis. Sois sólo un perro inglés."

 

"Irlandés, si os place" lo corrigió el Capitán Blood. "¿Y vuestra palabra, tunante español?"

 

"Pensáis que daría mi palabra para dejar a vosotros, hijos de basura, con este hermoso buque español, para ir a hacer la guerra contra otros españoles? ¡Ha!" Don Diego rió ruidosamente. "¡Imbécil! Podéis matarme. ¡Pish! Está muy bien. Moriré con mi trabajo bien hecho. En menos de una hora seréis prisioneros de España, y el Cinco Llagas volverá a pertenecer a España."

 

El Capitán Blood lo contempló fijamente con un rostro que, si bien impasible, había empalidecido bajo su profundo bronceado. Mientras estaba de pie allí en profundo pensamiento, se le reunieron Hagthorpe, Wolverston, y Ogle. En silencio observaron con él sobre el agua al otro barco. Había virado un punto en contra del viento, y seguía hora una línea que en el final convergía con el Cinco Llagas.

 

"En menos de media hora," dijo Blood de repente, "la tendremos a nuestro lado, barriendo las cubiertas con sus cañones."

 

"Podemos luchar," dijo el gigante tuerto con un juramento.

 

"¡Luchar!" ironizó Blood. "Poco armados como estamos, con escasos veinte hombres, ¿cómo podemos pelear? No, hay sólo un modo. Persuadirlos que todo está bien abordo, que somos españoles, para que nos deje continuar nuestro curso."

 

"¿Y cómo sería eso posible?" preguntó Hagthorpe.

 

"No es posible," dijo Blood. "Si ..." Y se interrumpió, sus ojos sobre el agua verde. Ogle, con un dejo de sarcasmo, interpuso una sugerencia amargamente.

 

"Deberíamos enviar a Don Diego de Espinosa en un bote con sus españoles para asegurar a su hermano el Admirante que todos somos leales súbditos de sus Majestades Católicas."

 

El Capitán se dio vuelta, y por un instante pareció que iba a golpear al artillero. Luego su expresión cambió: la luz de la inspiración brilló en su mirada.

 

"¡Por Dios! Lo has dicho. No teme la muerte, este maldito pirata; pero su hijo puede tener un diferente punto de vista. La devoción filial es muy fuerte en España." Giró sobre sus talones abruptamente, y se dirigió a los hombres que rodeaban al prisionero. "¡Aquí!" les gritó. "Traedlo aquí abajo." Y guió el camino hacia abajo, por la escotilla hacia las cubiertas inferiores donde el aire era rancio con el olor de alquitrán las sogas. Siguiendo adelante, abrió la puerta de la espaciosa sala de reuniones, y entró seguido por una docena de hombres que arrastraban al español. Cada hombre abordo lo habría seguido si no fuera por la orden severa a algunos para quedarse en cubierta con Hagthorpe.

 

En la sala, los tres firmes cañones de proa estaban en posición, cargados, sus bocas colocadas a través de los puertos abiertos, precisamente como los artilleros españoles los habían dejado.

 

"Aquí, Ogle, hay trabajo para ti," dijo Blood, mientras el corpulento cañonero se adelantaba a través del pequeño grupo de atentos hombres. Blood apuntó al cañón del medio, "Haz que retrocedan ese cañón," ordenó.

 

Cuando estuvo hecho, Blood se dirigió a los que retenían a Don Diego.

 

"Atadlo a través de la boca del cañón," les ordenó, y mientras lo hacían, se dirigió a los otros. "Al alcázar, algunos de vosotros, y traed a los prisioneros españoles. Y tú, Dyke, ve arriba y ordena que icen la bandera de España."

 

Don Diego, con su cuerpo extendido en un arco a través de la boca del cañón, piernas y brazos atados al soporte a ambos lados, sus ojos desorbitados, miraba como un loco al Capitán Blood. Un hombre puede no temer morir, y sin embargo aterrarse por la forma en que llega la muerte.

 

A través de labios helados lanzó blasfemias e insultos a su atormentador.

 

"¡Loco bárbaro! ¡Salvaje inhumano! ¡Maldito hereje! ¿No os satisface matarme en alguna forma cristiana?" El Capitán Blood le lanzó una maligna sonrisa, antes de volverse a encontrar a los quince prisioneros españoles, que fueron empujados en su presencia.

 

Mientras se acercaban, habían escuchado los gritos de Don Diego; ahora observaban con ojos aterrorizados su situación. De entre ellos un elegante joven, de piel color oliva, que se distinguía por su porte y su apariencia, se separó de los demás con un grito de angustia: "¡Padre!"

 

Luchando entre los brazos que lo mantenían preso, llamó a los cielos y al infierno para evitar ese horror, y finalmente, se dirigió al Capitán Blood para pedir una clemencia que era al mismo tiempo feroz y humilde. Observándolo, el Capitán Blood pensó con satisfacción que desplegaba el grado adecuado de devoción filial.

 

Posteriormente confesó que por un momento estuvo en peligro de doblegarse, que por un momento su mente se rebeló contra el plan cruel que había planeado. Pero para corregir ese sentimiento evocó en su memoria lo que estos españoles había perpetrado en Bridgetown. Nuevamente vio la cara blanca de la niña Mary Traill mientras volaba con horror ante el rufián que él había matado, y otras cosas incluso más incontables vistas en ese terrible atardecer se levantaron ante los ojos de su memoria para apuntalar su debilitado propósito. Los españoles se habían mostrado sin piedad o decencia de cualquier tipo; llenos de religión, no tenían una chispa de cristiandad. Un momento antes este cruel, vicioso Don Diego había insultado al Todopoderoso con su presunción de que Él tenía una mirada benevolente para el destino de la católica España. A Don Diego había que mostrarle su error.

 

Recobrando el cinismo con que se había acercado a su tarea, el cinismo esencial para su adecuada culminación, ordenó a Ogle que prendiera una mecha y retirara la protección de la boca de encendido del cañón donde estaba Don Diego. Entonces, cuando el joven Espinosa explotó entre imprecaciones y ruegos, se volvió hacia él.

 

"¡Paz!" gritó. "¡Paz y escuchad! No tengo intenciones de enviar a vuestro padre al infierno como merece, o incluso matarlo en absoluto."

 

Habiendo llevado al joven al silencio de la sorpresa con esta promesa - una promesa bastante sorprendente dadas las circunstancias - procedió a explicar sus intenciones en ese castellano sin faltas y elegante que afortunadamente dominaba - tan afortunadamente para Don Diego como para él mismo.

 

"Es la traición de vuestro padre la que nos ha traído a esta situación y deliberadamente al riesgo de captura y muerte sobre ese barco de España. Tal como vuestro padre reconoció el barco insignia de su hermano, también su hermano ha reconocido al Cinco Llagas. Hasta ahora, entonces, todo está bien. Pero pronto el Encarnación estará lo suficientemente cerca como para percibir que no todo está como debería. Más tarde o más temprano, adivinarán o descubrirán qué está mal, y abrirá fuego. Ahora, no estamos en situación de luchar, como sabía vuestro padre cuando nos trajo a esta trampa. Pero lucharemos, si tenemos que hacerlo. No nos rendiremos fácilmente a la ferocidad de España."

 

Colocó su mano en la mecha del cañón con Don Diego en su boca.

 

"Entended esto claramente: al primer disparo del Encarnación, este cañón contestará con fuego. Estoy siendo claro, espero."

 

Pálido y temblando, el joven Espinosa miró en los ojos azules sin piedad que tan fijamente lo miraban.

 

"¿Si está claro?", tartamudeó, rompiendo el silencio en que se encontraban. "Pero, en nombre de Dios, ¿cómo puede estar claro? ¿Cómo puedo comprender? ¿Podéis evitar la lucha? Si conocéis un modo, y si yo o los demás, podemos ayudaros - si es lo que significáis - en nombre del Cielo decídmelo."

 

"Una lucha se podría evitar si Don Diego de Espinosa fuera a bordo del barco de su hermano, y con su presencia le asegurara al Admirante que todo está bien con el Cinco Llagas, que es verdaderamente un navío español como lo anuncia su bandera. Pero, por supuesto, don Diego no puede ir en persona porque tiene ... otros compromisos. Tiene una leve fiebre - digamos - que lo retiene en su cabina. Pero vos, su hijo, puede llevar esto a cabo y otras materias junto con el homenaje a vuestro tío. Iréis en un bote con seis de estos prisioneros españoles, y yo - un distinguido español rescatado de cautiverio en Barbados en vuestra reciente incursión - os acompañaré para manteneros en circunstancias. Si vuelvo con vida, y sin accidentes de ningún tipo para retrasar nuestra libre navegación en adelante, Don Diego salvará su vida, tal como todos vosotros. Pero si hay la más pequeña adversidad, sea por mala fe o mala fortuna - no me importa cuál - la batalla, como tuve el honor de explicar, se abrirá de nuestro lado con este cañón, y vuestro padre será la primera víctima del conflicto."

 

Pausó por un momento. Hubo un murmullo de aprobación de sus camaradas, un inquieto movimiento entre los prisioneros españoles. El joven Espinosa se mantenía de pie delante de él, el color yéndose y viniendo a sus mejillas. Esperaba algunas directivas de su padre. Pero no vino ninguna. El coraje de Don Diego, parecía, se había desvanecido en esta ruda prueba. Colgaba sin fuerzas en sus correas, y estaba en silencio. Evidentemente no se animaba a alentar a su hijo a una negativa, y presumiblemente lo avergonzaba pedirle que aceptara. Así, dejó la decisión enteramente para el joven.

 

"Vamos," dijo Blood. "He sido suficientemente claro, creo. ¿Qué decís?"

 

Don Esteban mojó sus labios resecos, y con el dorso de su mano se secó el sudor angustiado de su frente. Sus ojos buscaron por un instante sobre el hombro de su padre, buscando una guía. Pero su padre seguía silenciosos. Algo como un sollozo se escapó del muchacho.

 

"Yo ... yo acepto," contestó finalmente, y se dirigió a los españoles. "Y vos - vos aceptaréis también," insistió con pasión. "Por la salvación de Don Diego y la vuestra - por la de todos nosotros. Si no, este hombre nos destrozará sin piedad."

 

Dado que él se rendía, y su patrón no ofrecía resistencia, ¿para qué iban a provocar su propia desgracia con un gesto de inútil heroísmo? Respondieron sin dudar que harían lo que se les pedía.

 

Blood se volvió y avanzó hacia Don Diego.

 

"Lamento importunaros de este modo, pero ..." Por un instante se detuvo y frunció el ceño mientras sus ojos atentamente observaban al prisionero. Luego, después de esta pausa casi imperceptible, continuó, "pero espero que no tengáis nada más que este inconveniente, y dependéis de mí para acortarlo lo más posible." Don Diego no contestó.

 

Peter Blood esperó un momento, observándolo; luego saludó y se retiró.

 


Date: 2016-01-03; view: 507


<== previous page | next page ==>
CAPÍTULO 10. DON DIEGO | CAPÍTULO 12. DON PEDRO SANGRE
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.018 sec.)