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CAPÍTULO 9 . LOS REBELDES CONVICTOS

Cuando la noche tropical descendió con una bruma púrpura sobre el Caribe, no había más de diez hombres en guardia a bordo del Cinco Llagas, tan confiados - y con razón - estaban los españoles de la completa sumisión de los isleños. Y cuando digo diez hombres de guardia, establezco el propósito por el que estaban más que la misión que llevaban a cabo. De hecho, mientras la mayor parte de los españoles estaban de fiesta en la costa, el artillero español y su gente - quien tan noblemente habían realizado su tarea y asegurado la fácil victoria del día - estaban de fiesta en la cubierta con el vino y la comida fresca que les habían llevado sus compañeros. Encima, solamente dos sentinelas vigilaban, de proa a popa. Tampoco estaban tan vigilantes como debían o habrían observado las dos chalanas que, a cubierto de la oscuridad llegaron navegando del muelle, con remos bien engrasados para llegar en silencio bajo el gran barco.

 

De la cubierta aún pendía la escala de cuerda por la que Don Diego había descendido al bote que lo había llevado a la costa. El guardia de popa, pasando por allí, fue enfrentado de repente por la sombra oscura de un hombre de pie al final de la escala.

 

"¿Quién está allí?", preguntó, pero sin alarma, suponiendo que era uno de sus compañeros.

 

"Soy yo", contestó suavemente Peter Blood en el fluido castellano que dominaba.

 

"¿Eres tú, Pedro?" El español se acercó un paso.

 

"Peter es mi nombre; pero dudo que sea el Peter que esperáis."

 

"¿Cómo?" dijo el guardia, deteniéndose.

 

"Por aquí," dijo Blood.

 

El español fue tomado completamente por sorpresa. Salvo por el chapoteo que hizo cuando golpeó el agua, por poco golpeando uno de los botes llenos de gente que esperaban bajo la bóveda del barco, ningún ruido anunció su desgracia. Armado como estaba con peto y yelmo, se hundió y no les dio más problemas.

 

"¡Silencio!" siseó Blood a sus compañeros que esperaban, "Vamos ahora, y sin ruido."

 

En cinco minutos estaban todos a bordo, los veinte que eran se desparramaron de la estrecha galería y se escondieron en el mismo alcázar. Se veían luces a lo lejos. Bajo la gran linterna en la proa vieron la negra figura del otro guardian, caminando. De abajo llegaban sonidos de la orgía: una voz profunda de hombre cantaba una balada obscena a la que los demás respondían a coro:

 

"¡Y estos son los usos de Castilla y de León!"

 

"Por lo que vi hoy puedo creerlo," dijo Blood, y susurró. "Adelante - detrás de mí."



 

Agazapados avanzaron, silenciosos como sombras, y se deslizaron sin hacer ruido al centro de la nave. Dos terceras partes de ellos estaban armados con mosquetes, algunos encontrados en la casa del capataz, y otros del acopio secreto que Blood había tan laboriosamente juntado para la huida. Los restantes estaban equipados con cuchillos y machetes.

 

Esperaron un instante, hasta que Blood estuvo satisfecho de que no había otro sentinela en el barco salvo el incómodo sujeto de proa. Su primera anteción debía ser para él. Blood mismo se deslizó hacia delante con dos compañeros, dejando a los otros a cargo de Nathaniel Hagthorpe cuyo antiguo cargo de comisionado de la Marina Real le daba el mejor título para esta función.

 

La ausencia de Blood fue breve. Cuando se juntó con sus camaradas, no había ningún vigilante sobre la borda española.

 

Mientras tanto los parrandistas abajo continuaban festejando cómodos en la convicción de su completa seguridad. La guarnición de Barbados estaba desarmada y derrotada, y sus compañeros estaban en tierra, en completa posesión de la ciudad, aprovechándose de los frutos de la victoria. ¿Qué había que temer? Incluso cuando sus cuarteles fueron invadidos y se encontraron rodeados por una veintena de feroces, peludos hombres medio desnudos, quienes - salvo porque parecían una vez haber sido blancos - asemejaban una horda de salvajes, los españoles no podían creer a sus ojos.

 

¿Quién habría soñado que un puñado de olvidados esclavos de una plantación se animarían a hacer semejante cosa?

 

Los borrachos españoles, su risa súbitamente ahogada, las canciones muriendo en sus labios, miraron, asombrados a los mosquetes que les apuntaban y con los que los habían reducido.

 

Y entonces, del grupo de salvajes que los dominaban, salió un delgado y alto sujeto con ojos azul claro en un rostro bronceado, ojos que brillaban con una luz de maligno humor. Se dirigió a ellos en el más puro castizo.

 

"Os ahorraréis dolor y problemas si os consideráis mis prisioneros, y aceptáis manteneros fuera de nuestro camino."

 

"¡Nombre de Dios!" juró el artillero, con un asombro más allá de las palabras.

 

"Si gustáis," dijo Blood, y los caballeros de España fueron conducidos sin mayor problema después de uno o dos empujones de mosquete, a dejarse caer a través de una escotilla a la cubierta de abajo.

 

Después de eso, los rebeldes convictos se refrescaron con los buenos víveres que habían dejado los interrumpidos españoles. Paladear comida cristiana después de meses de pescado salado y tortas de maíz era en sí misma una fiesta para estos infelices. Pero no hubo excesos. Blood lo exigió, aunque requirió de toda la firmeza de la que era capaz.

 

Había que hacer arreglos sin demora antes de poder abandonarse totalmente al festejo de su victoria. Esto, después de todo, no era más que una escaramuza preliminar, aunque era una que les permitía la llave para la situación. Faltaba disponer las cosas para obtener el mayor beneficio de ella. Estas disposiciones ocuparon la mayor porción de la noche. Pero, finalmente, estuvieron completas antes de que el sol se asomara sobre el hombro del Monte Hilibay para desparramar su luz sobre algunas sorpresas.

 

Fue pronto después del amanecer que el rebelde convicto que se caminaba sobre la borda con peto y yelmo español, un mosquete español sobre su hombro, anunció la llegada de un bote. Era Don Diego de Espinosa y Valdez llegando a bordo con cuatro grandes arcones de tesoro, conteniendo cada uno veinticinco mil monedas de oro, el rescate entregado a él al amanecer por el Gobernador Steed. Iba acompañado por su hijo, Don Esteban, y por seis hombres que llevaban los remos.

 

A bordo de la fragata todo estaba tan calmo y en orden como debía estarlo. Estaba anclada, su babor hacia la costa, y la escala principal sobre su estribor. Hacia ésta vino el bote con Don Diego y su tesoro. Blood había dispuesto las cosas con efectividad. No en balde había servido bajo de Ruyter. Abajo, una tripulación de cañoneros esperaban prontos bajo las órdenes de Ogle, quien - como he dicho - había sido artillero de la Marina Real antes de entrar en política y seguir la fortuna del Duque de Monmouth. Era un sólido, resuelto sujeto que inspiraba confianza por la propia confianza que tenía en sí mismo.

 

Don Diego montó la escala y pisó la borda, solo, y totalmente sin sospechar. ¿Qué podía el pobre hombre sospechar?

 

Antes de que pudiera mirar a su alrededor, y pasar revista a esta guardia que lo recibía, un golpe en su cabeza con la barra de un cabrestante eficientemente manejada por Hagthorpe lo puso a dormir sin el menor alboroto.

 

Fue llevado a su cabina, mientras los arcones del tesoro entregados por los hombres que habían quedado en el bote, eran izados a la borda. Terminado esto satisfactoriamente, Don Estaban y los sujetos que habían traído el bote subieron por la escala, uno por uno, para ser recibidos con la misma silenciosa eficiencia. Peter Blood tenía ingenio para estas cosas, y casi, sospecho, un ojo para lo dramático. Dramático, ciertamente, era el espectáculo que ahora ofrecían los sobrevivientes de la invasión.

 

Con el Coronel Bishop a la cabeza, y el Gobernador Steed con su ataque de gota sentado en las ruinas de un muro a su lado, tristemente miraban la partida de los ocho botes conteniendo a los cansados rufianes españoles que se habían hartado de rapiña, muerte y violencias inenarrables.

 

Miraban, entre aliviados por la partida de sus crueles enemigos, y desesperanza por los salvajes saqueos que, temporalmente por lo menos, habían hecho naufragar la prosperidad y felicidad de la pequeña colonia.

 

Los botes se alejaban de la costa, con su carga de españoles riendo y burlándose, aún lanzando desafíos a través del agua a sus víctimas sobrevivientes. Habían llegado a medio camino entre el muelle y el barco, cuando de repente el aire fue sacudido por el estallido de un cañón.

 

Un tiro redondo golpeó el agua a una braza del primer bote, lanzando una lluvia sobre sus ocupantes. Se detuvieron con sus remos, sorprendidos y en silencio por un momento. Luego, las palabras surgieron como una explosión. Muy enojados culparon esta falta de cuidado del artillero, que debía saber que no debía saludar con un cañón cargado con pólvora. Todavía estaban maldiciéndolo cuando un segundo disparo, mejor dirigido que el primero, convirtió a uno de los botes en astillas, lanzando su tripulación, viva y muerta, al agua.

 

Pero si silenció a éste, hizo gritar, todavía con mayor rabia, vehemencia y sorpresa a las tripulaciones de los otro siete botes. En cada uno levantaron los remos y de pie gritaban juramentos al barco, pidiendo al cielo y al infierno que les informaran qué loco había suelto entre los cañones.

 

Justo en la mitad llegó el tercer disparo, deshaciendo un segundo bote, con amenazante precisión. Siguió nuevamente un momento de asombrado silencio, luego entre esos piratas españoles todo fue desorden y desesperación, y remar furiosamente intentando salir para todas direcciones a la vez. Algunos iban a la costa, otros directo al navío para descubrir qué pasaba. Que algo muy grave estaba sucediendo no había más duda, particularmente porque mientras discutían, y maldecían dos nuevos disparos llegaron sobre el agua y dieron cuenta de un tercero de sus botes.

 

El resuelto Ogle estaba haciendo excelente práctica, y totalmente justificando su pretensión de saber algo de artillería. En su consternación los españoles habían simplificado su tarea juntando sus botes.

 

Luego del cuarto disparo, las opiniones ya no estuvieron divididas. Siguieron adelante, o lo intentaron, porque antes de cumplirlo dos botes más habían sido hundidos.

 

Los tres botes restantes, sin preocuparse de los desafortunados que luchaban en el agua por mantenerse a flote, se dirigieron nuevamente al muelle a toda velocidad.

 

Si los españoles no entendían nada de esto, los isleños en la costa entendieron menos, hasta que para ayudar a su ingenio vieron la bandera de España arriarse del palo mayor del Cinco Llagas, y la bandera de Inglaterra flamear en su lugar. Incluso entonces algún aturdimiento persistió, y fue con ojos llenos de miedo que observaron el regreso de sus enemigos, quienes podrían desquitarse con ellos la ferocidad alimentada por estos extraordinarios eventos.

 

Sin embargo, Ogle continuaba demostrando que sus conocimientos de artillería no databan de ayer. Sus disparos siguieron a los españoles que escapaban. El último de los botes voló en astillas cuando tocaba el muelle, y sus restos fueron sepultados bajo una lluvia de piedras sueltas.

 

Este fue el final de la tripulación pirata, quienes no hacía ni diez minutos habían estado riendo contando las monedas de oro que les corresponderían a cada uno por su parte en ese acto malvado. Cerca de tres veintenas de sobrevivientes intentaban llegar a la costa. Si fue para su bien no lo puedo decir por la ausencia de registros de su destino. Esta ausencia de registros es por sí misma elocuente. Sabemos que fueron apresados cuando llegaron a tierra, y considerando la ofensa que habían provocado no dudo que hayan tenido razones para lamentarse de haber sobrevivido.

 

El misterio de la ayuda que había llegado a última hora para vengarse de los españoles, y para preservar para la isla el rescate de cien mil monedas de oro, aún debía ser explicado. Que el Cinco Llagas estaba ahora en términos amigables no podía ser dudado luego de las pruebas que había dado. ¿Pero quiénes, se preguntaban los habitantes de Bridgetown, eran los hombres que estaban en su posesión y de dónde habían salido? La única posible suposición se acercaba mucho a la verdad. Una partida resuelta de isleños debían haber abordado el barco durante la noche, y haberse apoderado de él. Faltaba ubicar la precisa identidad de los misteriosos salvadores, y hacerles los debidos honores.

 

Con esta encomienda - la condición del Gobernador Steed no le permitía ir en persona - fue el Coronel Bishop como emisario del Gobernador, escoltado por dos oficiales.

 

Cuando bajó de la escala sobre el navío, el Coronel observó, junto al palo mayor, los cuatro arcones de tesoro, uno de los cuales había sido casi totalmente su contribución. Era un hermoso espectáculo, y sus ojos destellearon al contemplarlo.

 

En fila a cada lado, sobre el puente, estaba de pie una veintena de hombres en dos ordenadas filas con corazas de pecho y espalda de acero, pulidos morriones españoles en sus cabezas, haciendo sombra a sus caras, y mosquetes a su lado.

 

No era de esperar que el Coronel Bishop reconociera con una mirada en estas enhiestas, acicaladas, marciales figuras a los desarrapados y mal cuidados espantapájaros que tan sólo ayer trabajaban en su plantación. Aún menos se podía esperar que reconociera de entrada al cortés caballero que avanzó a recibirlo - un delgado y elegante caballero, vestido a la moda española, todo de negro con encaje de plata, una espada de pomo de oro balanceándose al caminar en una vaina decorada con oro, un ancho sombrero con una gran pluma colocado con esmero sobre rizos cuidadosamente enrulados de un negro profundo.

 

"Sed bienvenido a bordo del Cinco Llagas, Coronel, querido.", una voz vagamente familiar se dirigió al hacendado. "Hemos sacado lo mejor del guardarropa español en honor a esta visita, aunque no era a vos a quien nos animábamos a esperar. Os encontráis entre amigos - viejos amigos vuestros, todos." El Coronel miraba estupefacto. El Sr. Blood se divertía en todo este esplendor - dando rienda a su gusto natural - su rostro cuidadosamente afeitado, sus cabellos cuidadosamente arreglados, parecía transformado en un hombre más joven. De hecho no parecía mayor de los treinta y tres años que tenía.

 

"¡Peter Blood!" Fue una explosión de asombro. La satisfacción vino enseguida. "¿Fuisteis vos, entonces ...?"

 

"Yo mismo fui - yo y estos mis buenos amigos, y vuestros." Blood despejó su mano de una cascada de encaje y la dirigió hacia al fila de hombres de pie en guardia allí.

 

El Coronel miró más de cerca. "¡Por mi vida!" alardeó con una nota de estúpido júbilo. "Y fue con estos hombres que tomasteis el barco y disteis vuelta el juego de esos perros! ¡Fue heroico!"

 

"¿Heroico, fue? ¡Es épico! Comenzáis a percibir el tamaño y profundidad de mi genio."

 

El Coronel se sentó, se sacó su ancho sombrero y secó su frente.

 

"¡Me admiráis!" se atragantó. "¡Por mi alma, me admiráis! Haber recuperado el tesoro y haber capturado este hermoso barco y todo lo que contiene! Es algo para compensar las pérdidas que hemos tenido. Os merecéis una buena recompensa por esto."

 

"Soy totalmente de vuestra opinión."

 

"¡Maldición! Merecéis mucho, y maldición, me encontraréis agradecido."

 

"Así es como debe ser," dijo Blood. "La pregunta es cuánto merecemos y qué tan agradecido os encontraremos."

 

El Coronel Bishop lo observó. Había una sombra de sorpresa en su rostro.

 

"Bueno - su excelencia escribirá a Inglaterra contando vuestra hazaña, y tal vez una parte de vuestras sentencias sean perdonadas."

 

"La generosidad del Rey James es bien conocida," ironizó Nathaniel Hagthorpe, quien estaba allí, y entre los rebeldes de guardia alguno se animó a reír.

 

El Coronel Bishop se sobresaltó. Sintió la primer punzada de inquietud. Se le ocurrió que tal vez no eran tan amigables como parecían.

 

"Y hay otro tema, " Blood retomó. "Está el tema de los azotes que se me deben. Sois un hombre de palabra en estas materias, Coronel - aunque tal vez no en otras - y dijisteis, creo, que no dejaríais una pulgada cuadrada de piel en mi espalda."

 

El hacendado desestimó el tema. Casi apreció ofenderlo.

 

"¡Vamos, vamos! Después de este espléndido acto vuestro, suponéis que puedo estar pensando en esas cosas?"

 

"Me alegro que sintáis de esa manera. Pero estoy pensando que fue muy afortunado para mí que los españoles no vinieran hoy en lugar de ayer, o estaría en el mismo estado que Jeremy Pitt en este minuto. ¿Y en ese caso, dónde hubiera estado el genio que dio vuelta las cartas con estos bribones españoles?"

 

"¿Por qué hablar de eso ahora?"

 

Blood retomó: "entended que debo, Coronel, querido. Habéis hecho uso de una gran cantidad de perversidad y crueldad en vuestro tiempo, y quiero que esto sea una lección para vos, una lección que recordaréis - por el bien de los otros que vendrán tras nosotros. Está Jeremy allí arriba con una espalda de todos los colores del arco iris, y el pobre muchacho no se va a recobrar totalmente antes de un mes. Y si no hubiera sido por los españoles tal vez estaría muerto, y yo con él."

 

Hagthorpe se adelantó. Era un alto, vigoroso hombre con un rostro bien formado y atractivo, que demostraba su educación.

 

"¿Por qué desperdiciar palabras con el cerdo?" preguntó el ex oficial de la Marina Real." Tíralo por encima de la borda y terminemos con él."

 

Los ojos del Coronel giraron. "¿Qué demonios queréis decir?" profirió.

 

"Sois un hombre de suerte, Coronel, aunque no adivináis la fuente de vuestra buena fortuna."

 

Y ahora intervino otro - el moreno Wolversone, con un solo ojo, menos dispuesto a la clemencia que sus compañeros más caballeros.

 

"Hay que colgarlo del palo mayor," gritó, su profunda voz áspera y enojada, y más de uno de los esclavos de pie con sus armas le hicieron eco.

 

El Coronel Bishop temblaba. El Sr. Blood giró. Estaba muy calmado.

 

"Si te parece, Wolverstone," dijo, "Conduzco las cosas a mi manera. Ése es el pacto. Por favor, recuérdalo." Sus ojos miraron a lo largo de la hilera de antiguos esclavos, dejando claro que se dirigía a todos. "Deseo que el Coronel Bishop salve su vida. Una razón es que lo requiero como rehén. Si insistís en colgarlo, tendréis que colgarme con él, o me iré a la costa."

 

Se detuvo. No hubo respuesta.

 

Blood retomó: "Debéis entender que sobre un barco hay un solo capitán. Entonces," se dirigió nuevamente al asustado Coronel. " aunque os prometo la vida, debo - como habéis escuchado - manteneros abordo como rehén del buen comportamiento del Gobernador Steed y de lo que queda del fuerte hasta que salgamos al mar."

 

"Hasta que vos ...." El horror impidió al Coronel Bishop repetir el final del increíble discurso.

 

"Justamente," dijo Peter Blood, y se dirigió a los oficiales que acompañaban al Coronel. "El bote os espera, caballeros. Habéis oído lo que dije. Informadlo con mis saludos a su excelencia."

 

"Pero, señor ..." comenzó uno de ellos.

 

"No hay más que decir, caballeros. Mi nombre es Blood - Capitán Blood, si os place, de este barco el Cinco Llagas, tomado como botín de guerra de Don Diego de Espinosa y Valdez, quien es mi prisionero abordo. Debéis entender que he dado vuelta en juego no sólo con los españoles. Allí está la escala. La encontraréis mucho más conveniente que ser lanzados por encima de la borda, lo que sucederá si os demoráis."

 

Se fueron, aunque no sin algún murmullo, sin tener en consideración los rugidos del Coronel Bishop, cuya monstruosa ira era borrada por el terror de encontrase a merced de estos hombres que tenían buenas razones para odiarlo, era conciente de ello.

 

Una media docena de ellos, aparte de Jeremy Pitt que estaba incapacitado por ahora, tenían un conocimiento superficial del arte de navegar. Hagthorpe, aunque había sido un oficial de guerra, sin entrenamiento en navegación, sabía como manejar un barco, y bajo sus instrucciones tomaron su rumbo de salida.

 

Levantada el ancha y desplegada la vela mayor, salieron hacia el mar abierto con una ligera brisa, sin interferencia del fuerte.

 

Mientras navegaban cerca del extremo este de la bahía, Peter Blood volvió con el Coronel, quien, bajo guardia e inmovilizado por el pánico, se había sentado nuevamente en la borda.

 

"¿Sabéis nadar, Coronel?"

 

El Coronel Bishop levantó su mirada. Si gran rostro estaba amarillo y parecía en el momento extremadamente fofo; sus ojillos más espumosos que nunca.

 

"Como vuestro doctor, os prescribo un chapuzón para enfriar el excesivo calor de vuestro humor." Blood se explicó agradablemente, pero sin recibir respuesta del Coronel, continuó: "Es una gran suerte de vuestra parte que no tenga la naturaleza sedienta de sangre de algunos de mis amigos aquí. Y he tenido mucho trabajo en evitar que sean vengativos. Tengo mis dudas que seáis merecedor del trabajo que me he tomado por vos."

 

Mentía. No lo dudaba en absoluto. Si hubiera seguido sus propios deseos en instintos, ciertamente habría colgado al Coronel, y lo habría considerado un hecho para ser aplaudido. Era el recuerdo de Arabella Bishop que lo llevaba a la clemencia, y lo había conducido a oponerse a la venganza de sus compañeros esclavos hasta el punto de casi propiciar un motín. Era solamente porque el Coronel era su tío, aunque él ni siquiera lo sospechaba, que recibía tanta clemencia.

 

"Tendréis la oportunidad de nadar." continuó Peter Blood. "No es más que un cuarto de milla hasta la costa y en condiciones normales podéis lograrlo. Por mi fe, sois lo suficientemente gordo como para flotar. ¡Vamos! Ahora no estéis dudando o será un largo viaje el que haréis con nosotros, y sólo el diablo sabe lo que os puede pasar. No sois amado ni un ápice más de lo que os merecéis.·"

 

El Coronel Bishop se dominó y se pudo de pie. Un déspota sin piedad, que nunca había tenido necesidad de controlarse en todos estos años, estaban condenado al destino irónico de controlarse en este momento cuando sus sentimientos habían alcanzado su más violenta intensidad.

Peter Blood dio una orden. Una planchada fue deslizada sobre la borda y bajada con cuerdas.

 

"Si os place, Coronel," dijo con un elegante gesto de invitación.

 

El Coronel lo miró y había un infierno en su mirada. Luego, tomando su decisión, y poniendo la mejor cara ya que nada más podía ayudarlo allí, se sacó a puntapiés los zapatos, se deshizo de su fino saco de tafeta color caramelo, y trepó a la planchada.

 

Se detuvo un momento, bien asido a las cuerdas con sus manos, mirando hacia abajo con terror a la verde agua cerca de veinticinco pies más abajo.

 

"Sólo una pequeña caminata, Coronel, querido," dijo una suave, burlona voz tras él.

 

Aún colgado de las cuerdas el Coronel Bishop miró a su alrededor dudanto, y vio las caras marcadas de los hombres - las caras que tan sólo ayer hubieran palidecido frente a su ceño fruncido, caras que ahora sonreían malvadamente.

 

Por un momento la furia dominó su miedo. Los maldijo en voz alta vehemente e incoherentemente, y luego se soltó y caminó por la planchada. Tomó tres pasos hasta que perdió el equilibrio y cayó a las verdes profundidades allá abajo.

 

Cuando salió a la superficie nuevamente, jadeando por aire, el Cinco Llagas estaba ya unas millas a sotavento. Pero el rugiente saludo de burla de los rebeldes convictos le llegó a través del agua, para llevar el hierro de rabia impotente más hondo en su alma.

 


Date: 2016-01-03; view: 589


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