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CAPÍTULO 8. ESPAÑOLES

El majestuoso barco al que le había sido permitido entrar tan cómodamente bajo colores falsos a la bahía de Carlisle, era un corsario español, que venía a pagar algo de la pesada deuda acumulada por la depredadora Hermandad de la Costa, y la reciente derrota por el Orgullo de Devon de dos galeones de tesoro que se dirigían a Cádiz. Sucedió que el galeón que escapó en una condición más o menos estropeada era comandado por Don Diego de Espinosa y Valdes, quien era el hermano del admirante español Don Miguel de Espinosa, y además un orgulloso y activo caballero de temperamento muy vehemente.

 

Rencoroso por esta derrota, y eligiendo que su propia conducta había invitado a ella, había jurado enseñar a los ingleses una dura lección que recordarían. Tomaría una hoja del libro de Morgan y otros ladrones del mar, y haría una invasión de castigo en el poblado inglés. Desafortunadamente para él y para muchos otros, su hermano el Admirante no estaba cerca para refrenarlo cuando se embarcó en el Cinco Llagas en San Juan de Puerto Rico. Eligió como su objetivo la isla de Barbados, en la que la confianza por su fortaleza hacía que hubiera menores cuidados. También la eligió porque allí había atracado el Orgullo de Devon y consideraba que era justicia poética dirigir allí su venganza. Y eligió un momento en que no había barcos de guerra anclados en la Bahía de Carlisle.

 

Había tenido tanto éxito en sus intenciones que no había levantado sospechas hasta que saludó al fuerte con una descarga de sus veinte cañones.

 

Y ahora los cuatro observadores del vallado en lo alto vieron al gran barco deslizarse hacia delante bajo la creciente nube de humo, su vela mayor desplegada para aumentar su capacidad de maniobra y llevar sus cañones de popa a colocarse frente al desprevenido fuerte.

 

Con el brutal rugido de la segunda descarga, el Coronel Bishop despertó de su estupefacción y recordó sus deberes. En la ciudad, abajo, los tambores redoblaban frenéticamente, y una trompeta aullaba, como si el peligro necesitara mayores advertencias. Como comandante de la Milicia de Barbados, el lugar del Coronel Bishop era a la cabeza de sus escasas tropas, en ese fuerte que los cañones españoles estaban reduciendo a escombros.

 

Recordándolo, salió apuradamente, a pesar de su peso y el calor, sus negros trotando tras él.

 

Blood giró hacia Jeremy Pitt. Rió desagradablemente. "Bueno," dijo "eso es lo que llamo una interrupción a tiempo. Sólo que lo que salga de ella," añadió como un comentario adicional, "solamente el diablo lo sabe."



 

Mientras una tercera descarga tronaba, recogió la hoja de palma y cuidadosamente la volvió a colocar en la espalda de su compañero esclavo.

 

Y entonces llegó al vallado Kent, sudando y sin aliento, seguido de la mayor parte de los trabajadores de la plantación, algunos negros, y todos en estado de pánico. Los llevó a la pequeña casa blanca, para traerlos afuera nuevamente después de un instante, armados ahora con mosquetes y algunos equipados con bandoleras.

 

Por este tiempo, los rebeldes convictos también llegaban, de a dos y de a tres, habiendo abandonado su trabajo al verse sin custodias y sintiendo el espanto general.

 

Kent se detuvo un momento, mientras su guardia velozmente armada se lanzaba hacia delante, para dar una orden a los esclavos.

 

"¡A los bosques!", les ordenó."Tomen hacia los bosques, y quédense allí hasta que esto termine, y hayamos apresado esta basura española."

 

Después de eso salió apurado tras sus hombres, quienes se sumaron a los que se agrupaban en la ciudad, para enfrentarse y superar a las partidas españolas que desembarcaran.

 

Los esclavos lo habrían obedecido al instante si no hubiera sido por Blood.

 

"¿Para qué apurarse, y con este calor?", dijo. Estaba sorprendentemente calmo, pensaron. "Tal vez no haya necesidad de esconderse en los bosques y, de todos modos, habrá tiempo suficiente para hacerlos cuando los españoles sean los dueños del pueblo."

 

Y entonces, unido ahora con los otros rezagados, y sumando entre todos una veintena - rebeldes convictos todos - se quedaron a observar desde su ventajoso lugar la fortuna de la furiosa batalla que se libraba allá abajo.

 

El desembarco fue recibido por la milicia y por cada isleño capaz de empuñar un arma, con la fiera resolución de hombres que saben que no habría clemencia en caso de derrota. La crueldad del soldado español era proverbial, y ni siquiera en sus peores momentos habían Morgan o L'Ollonais jamás perpetrado horrores como los que eran capaces de realizar estos caballeros de Castilla.

 

Pero este comandante español conocía su oficio, que era más de los que honestamente se podía decir de la Milicia de Barbados. Con la ventaja de la sorpresa, que puso de un golpe al fuerte fuera de acción, pronto les mostró quién era el dueño de la situación. Sus cañones se dirigieron ahora al espacio abierto detrás de muelle, donde el incompetente Bishop había reunido a sus hombres, y redujeron a la milicia a sangrientos jirones, cubriendo a las partidas de desembarco que llegaban a la costa en sus propios botes y en los de los que se habían acercado al barco antes de que su identidad fuera revelada.

 

A lo largo de la quemante tarde siguió la batalla, el ruido de los mosquetes penetrando cada vez más en la ciudad para mostrar que los defensores estaban siendo obligados continuamente a replegarse. Al atardecer, doscientos cincuenta españoles eran dueños de Bridgetown, los isleños estaban desarmados, y en la casa del Gobernador, el Gobernador Steed - olvidada su gota por el pánico - junto con el Coronel Bishop y otros oficiales menores, estaba siendo informado por Don Diego, con una urbanidad que era en sí misma una burla, la suma que requería por rescate.

 

Por cien mil monedas de oro y cincuenta cabezas de ganado, Don Diego se abstendría de reducir el lugar a cenizas. Y mientras el educado comandante arreglaba estos detalles con el apopléjico Gobernador inglés, los españoles arrasaban, festejaban, bebían y saqueaban a su terrible manera.

 

Blood, con gran osadía, se aventuró al atardecer a la ciudad. Lo que vio allí está registrado por Jeremy Pitt a quien se lo contó - en ese voluminoso libro del que la mayor parte de mi narración se deriva. No tengo intenciones de repetirlo aquí. Es demasiado detestable y nauseabundo, increíble, verdaderamente, que los hombres puedan por algún motivo descender a semejante abismo de crueldad y lujuria.

 

Lo que vio lo hizo huir rápidamente, pálido, de ese infierno, cuando en una estrecha callejuela una joven lo atropelló, sus ojos desorbitados, su cabello suelto tras ella mientras corría. Atrás de ella, riendo y jurando en el mismo aliento, venía un español de gruesas botas. Estaba casi sobre ella cuando de repente Blood se puso en su camino. El doctor había tomado una espada de un hombre muerto un rato antes y se había armado con ella por una emergencia.

 

Cuando el español frenó con furia y sorpresa, vio en la luz del atardecer el brillo de la espada que Blood había rápidamente desenvainado.

 

"¡Ah, perro inglés!" gritó, y se abalanzó a su muerte.

 

"Espero estéis en un estado adecuado para encontraros con vuestro Hacedor", dijo Blood y lo atravesó con la espada. Lo hizo con oficio: con la combinada habilidad del espadachín y el cirujano. El hombre se hundió en una pila casi sin un quejido.

 

Blood giró a la joven, que se recostaba jadeando y sollozando contra una pared. La tomó por la muñeca.

 

"¡Venid!", dijo.

 

Pero ella se resistió con todo su peso. "¿Quién sois vos?" preguntó asustada.

 

"¿Esperaréis a ver mis credenciales?" le dijo fuertemente. Había pasos que se acercaban tras la esquina por la que había pasado la joven escapando del rufián español. "Venid" la urgió nuevamente. Y esta vez, tal vez tranquilizada por su claro acento inglés, fue sin otras preguntas.

 

Corrieron por el callejón y luego por otro, sin encontrar a nadie por gran fortuna, porque ya estaban en las afueras de la ciudad. Salieron finalmente de ella, y el pálido, físicamente enfermo, Blood casi la arrastró por la colina hacia la casa del Coronel Bishop. Le contó rápidamente quién y qué era, y luego no hubo más conversación entre ellos hasta que llegaron a la gran casa blanca. Todo estaba en oscuridad, lo que por lo menos era tranquilizador. Si los españoles hubieran llegado, habría luz. Golpeó la puerta, pero tuvo que golpear nuevamente y luego otra vez antes de que le contestaran. Y entonces fue por una voz desde una ventana en el piso de arriba.

 

"¿Quién está allí?. La voz era la de la Srta. Bishop, un poco trémula, pero sin duda su voz.

 

Blood casi se desmayó de alivio. Había estado imaginando lo inimaginable. Se la había imaginado en ese infierno del que había salido recién. Pensaba que podía haber seguido a su tío a Bridgetown, o cometido alguna otra imprudencia, y había quedado helado de pies a cabeza por el solo pensamiento de lo que le podía haber sucedido.

 

"Soy yo - Peter Blood, " jadeó.

 

"¿Qué queréis?"

 

Es dudoso que hubiera bajado a abrir. Porque en un momento como éste era más que probable que los desgraciados esclavos de la plantación se hubieran rebelado y eso era un peligro casi tan grande como el de los españoles. Pero al sonido de su voz, la joven que Blood había rescatado, miró entre las tinieblas.

 

"¡Arabella!" llamó. "Soy yo, Mary Traill."

 

"¡Mary!". La voz cesó arriba luego de esa exclamación, la cabeza fue retirada. Después de una breve pausa, la puerta se abrió. En la amplia sala estaba Arabella de pie, una tenue, virginal figura de blanco, misteriosamente revelada en la luz de la única vela que llevaba.

 

Blood pasó adentro, seguido por su perturbada compañera, quien, cayendo sobre el suave pecho de Arabella, se rindió a las lágrimas. Pero él no perdió tiempo.

 

"¿Quién está aquí con vos? ¿Qué sirvientes?" preguntó rápidamente.

 

El único hombre era James, un viejo negro.

 

"El único hombre", dijo Blood. "Decidle que vaya a buscar los caballos. Luego os vais a Speightstown, o incluso más al norte, donde estaréis a salvo. Aquí estáis en peligro - en terrible peligro."

 

"Pero creí que la lucha había terminado..." comenzó, pálida y sorprendida.

 

"Y así es. Pero el pillaje está sólo comenzando. La Srta. Traill os contará en el camino. En nombre de Dios, señora, creed en mi palabra y haced lo que os digo."

 

"Él ... él me salvó," sollozó la Srta. Traill.

 

"¿Te salvó?" La Srta. Bishop estaba horrorizada. "¿Te salvó de qué, Mary?"

 

"Eso puede esperar", las urgió Blood casi enojado. "Tenéis toda la noche para charlar cuando estéis fuera de esto, y lejos de su alcance. ¡Por favor llamad a James y haced lo que os digo - en el acto!"

 

"Estáis muy perentorio..."

 

"¡Oh, Dios! ¡Estoy perentorio! ¡Hablad, Srta. Trail! Contadle que tengo motivos para estar perentorio."

 

"Sí, sí" gritó la joven, temblando. "Haz lo que te dice - oh, por piedad, Arabella."

 

La Srta. Bishop salió, dejando a Blood y a la Srta. Traill solos nuevamente.

 

"Yo.. nunca olvidaré lo que hicisteis, señor" dijo ella a través de sus lágrimas. Era casi una niña, no más.

 

"He hecho cosas mejores en mi época. Por eso estoy acá," dijo Blood, cuyo ánimo parecía estar áspero.

 

Ella no pareció entenderlo, y tampoco intentó hacerlo.

 

"¿Lo... matasteis?", preguntó con miedo.

 

La miró en la vacilante luz de la vela. "Eso espero. Es muy probable, y no importa en absoluto." dijo. "Lo que importa es que este sujeto James traiga los caballos." Y ya salía a acelerar los preparativos para la partida, cuando su voz lo detuvo.

 

"¡No me dejéis! ¡No me dejéis aquí sola!" gritó con terror.

 

Se detuvo. Giró y volvió lentamente sobre sus pasos. Mirándola desde su altura, le sonrió.

 

"¡Vamos, vamos! No hay motivo de alarma. Todo ha terminado. Estaréis lejos pronto - lejos hacia Speightstown, donde estaréis a salvo."

 

Los caballos llegaron al fin - cuatro, porque además de James quien sería su guía, la Srta. Bishop tenía a su dama de compañía, que no iba a ser dejada atrás.

 

Blood levantó el ligero peso de Mary Traill sobre su caballo, y luego se despidió de la Srta. Bishop, que ya había montado. Dijo adiós y parecía que tenía algo que agregar. Pero lo que fuera, quedó sin ser dicho. Los caballos arrancaron, y desaparecieron en la luz de las estrellas de esa noche, dejándolo de pie allí frente a la puerta del Coronel Bishop. Lo último que escuchó de ellos fue la vocecita de niña de Mary Traill con una nota de temblor -

 

"Nunca olvidaré lo que habéis hecho, Sr. Blood. Nunca olvidaré."

 

Pero como no era la voz que quería oír, la manifestación le dio poca satisfacción. Quedó allí en la oscuridad, observando las luciérnagas entre los rododendros, hasta que las pisadas de los caballos se alejaron. Luego suspiró y se levantó. Tenía mucho que hacer. Su visita a la ciudad no había sido por simple curiosidad de saber cómo se conducían los españoles con la victoria. Había sido inspirada por un propósito muy diferente, y había obtenido toda la información que necesitaba. Tenía una noche muy ocupada por delante, y debía moverse.

 

Se fue rápidamente en dirección al vallado, donde sus compañeros esclavos lo esperaban con profunda ansiedad y alguna esperanza.

 


Date: 2016-01-03; view: 471


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