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Capítulo XXXVIII

 

– Tú asustas a las bolas, Carburo. Por eso ganas.

A Mariscal le divertía el gesto intimidatorio de su guardaespaldas jugando al billar. Carburo arqueaba el cuerpo y, con la mirada y el puntero del taco en sincronía amenazadora, parecía transmitir a las bolas consignas inapelables.

Sonó el teléfono, un supletorio de color negro fijado en la pared del reservado.

El Viejo hizo un gesto de desinterés. Déjalo que timbre. No llevaba bien la mediación de los aparejos. Ni la fascinación por las nuevas técnicas. En el fondo, tenía razón el portugués Delmiro Oliveira en una de sus bromas: «Mariscal es de los que piensan que los gringos no pisaron la Luna». Sí, era un asunto personal. La televisión y los vídeos estaban hundiendo el cine. Y el contrabando de cintas era rentable, pero no un negocio que entusiasmase. Peccata minuta. Lo mismo había pasado con los salones de baile, que fueron declinando hasta el cierre por causa de lo que él llamaba la «cacharrada». Las rock-ola, los pick-up. En cuanto al timbre del teléfono, era para él el triunfo técnico de la intromisión en lo privado. Lo tomaba a pecho. El teléfono destruyó la familia vaquera y acabó con los caballos en el cine. Y sin caballos, no hay centauros en el desierto. «¡Ni lanchas rápidas en el mar!», le dijo un día Rumbo. Pobre Rumbo. Qué sorna tenía el cabrón.

Hubo tres llamadas seguidas, que se interrumpieron al primer timbrazo. Un intervalo de silencio. Luego, una cuarta llamada que no dejó de sonar. Mariscal prestó atención al aparato. En la pared, con ese color negro, excepto la blancura del disco, había adquirido una melancolía animal de ojo panóptico.

Sin esperar órdenes, Carburo fue a descolgar el teléfono.

– Sea quien sea, dile que no estoy -dijo Mariscal, con rutina. Y se fijó en el otro animal, el búho disecado. Hacía tiempo que se le habían averiado los ojos eléctricos. Había ordenado varias veces que le repusiesen las luces, pero he aquí el poder de la tecnología, pensó enojado. No había manera de reparar los pobres ojos del viejo búho.

– Recibido -dijo Carburo. Y añadió antes de que Mariscal pudiese dar ninguna indicación: «Saludos al señor Viriato».

Mariscal, el rictus grave, murmuró: «Viriato, ¿eh?».

– Esta misma noche, Patrón.

La mente de Mariscal no necesitaba más información para tejer hilos. Era una clave de seguridad para circunstancias extremas: «Nos vamos, Carburo. Hay que pasar la frontera antes de medianoche».

Carburo retiró de inmediato el tapete verde de la mesa de billar, levantó los tableros y quedó a la vista un cubículo con un maletín que pasó a Mariscal. Este lo abrió y comprobó lo que contenía. Había documentos y un arma.



Un Astra 38 Special.

El Patrón miró de soslayo a Carburo. Luego giró el cilindro. Y al fin lo sopesó. Más pequeño que la mano, pero de apariencia más fiera. La madera resabiada. El acero fusco. El cañón achatado.

– No me digas que es pequeño, Carburo. ¡Es un mundo!

 

Brinco y Leda cenan en un restaurante de reciente apertura, en el espacio del nuevo puerto deportivo. El Post-da-Mar. Una novedad, una avanzadilla de la nouvelle cuisine en Brétema. Comparten la mesa con una pareja de su edad, pero se percibe, ya de entrada, el contraste. La forma de moverse y de hablar. También en la vestimenta. Los cuatro van elegantes, pero la ropa y demás aderezos de la nueva pareja tienen todavía el brillo del escaparate de moda. Él es, desde hace medio año, director de una sucursal bancada en Brétema. Y la mujer acaba de abrir la franquicia de una casa de joyería, pormenor del que informa a los otros con un entusiasmo en el que refulgen ojos y labios.

– Tu dama de los naufragios va guapísima esta noche -dijo Mará.

Fins ignoró el comentario. Había algo que lo tenía ocupado.

– ¿Quiénes son los otros?

– ¿Los del papel cuché?

– Sí. ¿De dónde salieron esos pijos?

– Informando Mnemosine. El es Pablo Rocha. El director de la sucursal bancada de la que te hablé, con repentino y entusiasta interés por las transferencias desde Brétema con Panamá y las islas Caimán, con tránsito por Licchtenstein y Jersey. Un fenómeno.

– No le hacía falta ir tan lejos. Se blanquea mejor aquí, directamente.

– Díselo a ella. Estela Oza. Acaba de abrir una joyería, sin necesidad de créditos ni nada. Hasta ahora no tenía un duro. Un milagro.

 

Estaban al acecho. Habían seguido el coche de Brinco hasta allí. Conducía despreocupado. Estaba claro que esta vez no había habido filtraciones. Se estaban haciendo las cosas bien. A medianoche era la hora establecida para actuar. Sincronizar las detenciones para evitar cantes y fugas. Hasta entonces, la instrucción recibida era evitar en lo posible el uso de radiofonía. Los contrabandistas contaban ya con aparatos de escáner. Cuando registraron el chalé de Tonino Montiglio, parecía el palacio de telecomunicaciones.

Mara colocó sus pies descalzos en el salpicadero del coche. Movió los dedos como títeres.

– Ese color tan oscuro…

– Azul tormenta.

– Parecen argonautas.

– ¿El qué?

– Los dedos de tus pies. Parecen argonautas.

– ¿Qué tienen de argonautas? No andan por ahí buscando oro precisamente.

– Hablo de los seres reales. De los que viven en el mar. Son los bichos más feos de la creación.

– ¡Qué lindo!

Mará pulsó la tecla del radiocasete. Al oír la cinta, exageró la expresión de asombro. Simuló un cómico éxtasis.

La voz de Maria Callas.

– ¡Pobre Malpica! ¿Y esto?

Casta Diva, La mamma morta… Un bel di, vedremo. ¡Sonará hasta que se rompa o hasta que me muera! Se me van rompiendo. Antes se rompió Kind of blue, de Miles Davis. Y antes, Baladas de Coimbra, de Zeca Alfonso. Y se rompió La leyenda del tiempo, de Camarón de la Isla. Si encuentras algo mejor en el cosmos, ¡silba!

Malpica se llevó algo a la boca.

– ¿Qué tomas?

– Perlas de ajo.

– Dame una.

– No son perlas de ajo.

– Da igual, dame una. Soy amiga de las novedades.

– No. Esto no lo puedes tomar.

– ¿No será un ácido? Un trip con Maria Callas. ¡La gloria!

– Mejor todavía -dijo Fins, con humor-. Tengo el mal de Santa Teresa. El pequeño mal.

Esperó. Sabía que ella estaba rumiando la información. El Departamento de Test de Mentira de la diosa Mnemosine trabajando a tope.

– ¿Hablas de una variedad de epilepsia? -preguntó al fin Mará-. ¿En serio?

– ¡Sssssh! Los viejos lo llaman «ausencias». Tener ausencias. Así que no es una enfermedad. Es una propiedad… poética. Y secreta. La había perdido, pero volvió.

– Pues razón de más. Dame una de ésas.

– No.

– ¡Sí!

Mará extiende la mano: «¿Sabías? Ella también era del club de los barbitúricos». -¿Quién es ella? -La Casta Diva.

 

En el Post-da-Mar, Víctor Rumbo y el banquero Rocha se entienden bien. Hacen buenas migas. Sin llegar a mostrarse antipática con Estela Oza, Leda se siente más atraída por la conversación entre los dos hombres. Lo aprueba, le gusta, pero no deja de llamarle la atención el creciente y apasionado interés de Brinco por el mundo de los negocios.

– Pero ¿tú crees que hay compradores para una urbanización de quinientos chalés en el litoral de Brétema?

– Seguro. Tú multiplica por tres.

– ¿Qué es lo que multiplico por tres?

Pablo Rocha abrió los brazos en un gesto que abarcaba el infinito: «¡Todo!».

Faltaba media hora para la medianoche.

Un camarero se acercó y posó en la mesa, en el lado de Brinco, una carpeta de cuero. La carpeta de la cuenta.

– Señor Rumbo, si es tan amable…

Brinco se sorprendió. Aún no la había pedido, la cuenta. Conocía a aquel camarero. Alguna vez habían coincidido en el mar. Pepe Rosende. Estuvo a punto de llamarle la atención. Cantarle las cuarenta en público. Mejor no montar un escándalo delante de éstos. Abrió la carpeta.

No hay cuenta. Brinco ve la tarjeta del restaurante ilustrada con el Código Internacional de Señales Marítimas. Le da la vuelta y lee con disimulo, con la carpeta entreabierta. Por detrás, escrito a mano, un mensaje:

Víctor India Romeo India Alfa Tango Oscar

Ante todo, mucha calma. Brinco mira a Leda: «Recuerda que tenemos que llamar sin falta a Viriato. ¡Antes de las doce!». Luego, a la otra pareja:

– ¡Qué suerte! Invita la casa.

Leda se pone de pie y agarra el bolso de mano.

– Disculpadme. Voy al aseo un momento.

Al cabo de un rato, Brinco se levanta también. Pablo Rocha y Estela Oza parecen algo desconcertados. Pero sonríen.

– ¿En qué estáis pensando? ¡Yo voy al de caballeros, eh!

 

La salida de urgencia del Post-da-Mar da a un callejón, iluminado por unos faroles de luz fatigada. En el medio, Leda espera con el coche en marcha. No se ha dado cuenta de que la han seguido. Malpica y Doval se esconden tras dos de los coches aparcados. «¡La Nuova Giulietta!», susurra Mará. Cuando Brinco se dispone a subir al coche, Malpica lo derriba. Mará cubre a su compañero apuntando con el revólver. La presa no es fácil.

– ¡Suéltame, cabrón! Siempre de criado. ¡Hueles a mierda!

Malpica lo fuerza a ponerse boca abajo y consigue apresarlo con las esposas.

– Vives de prestado desde que has vuelto -murmuró Brinco-. Pero te juro que a partir de ahora voy a por ti. ¿Quién cono te crees que eres?

– Se ve que todavía os quedan ataúdes, ¿eh?

– Tenía razón el Viejo. Nada más llegar, debimos mandarte a La Chacarita.

Leda abre de repente la puerta del coche. Se inclina hacia ellos y grita.

– ¡Suéltalo, Fins! ¿Has vuelto para esto, cabrón?

Mará apunta ahora con el revólver a la voz que habla. Avanza despacio hacia la Nuova Giulietta.

– ¿Y tú de qué vas? No me digas que disparas y todo. Fins, ¿qué tal puntería tiene la puta de la flaca?

– Mucho mejor que la mía.

– Ya se le ve.

– ¡Lárgate, Leda! -grita Brinco en tono de orden.

Mará está muy cerca de ella. Mira con disimulada sorpresa sus pies descalzos, el color irisado del esmalte de los dedos. Pero incapaz de tomar otra determinación, ni siquiera gritar la voz de alto, permite que Leda vuelva a meterse en el coche. Maniobra marcha atrás, gira y acelera con brusquedad al salir del callejón.

Mará baja el arma. Está muda, quebrada, como la luz que alumbra ese rincón. Se agacha y agarra algo en el suelo. Los zapatos de tacón de Leda Hortas.

 

Después de la sintonía del informativo, el presentador lee dos noticias. Una de política internacional y otra española. Luego, una económica, referida al incremento de los precios del petróleo. Al fin suena el nombre de Brétema, y Mariscal suelta una bocanada de humo.

Un total de treinta y seis personas han sido detenidas esta madrugada en distintas localidades de Galicia, acusadas de pertenecer a redes de contrabando, en el curso de la denominada Operación Brétema. Entre los detenidos figura Víctor Rumbo, presidente del Sporting Brétema, y presunto jefe de la más poderosa organización. El operativo, en el que colaboraron las diferentes fuerzas de seguridad, se preparó en esta ocasión con el máximo sigilo. En los registros y controles efectuados se han podido decomisar ingentes cantidades de tabaco, dinero en efectivo, una parte en divisas, e incluso algunas armas de fuego. Se ha detectado un creciente interés de estas organizaciones por incorporar a sus actividades el tráfico de estupefacientes.

A continuación escuchamos la valoración de uno de los responsables de este importante operativo. Habla el teniente coronel Alisal: «Ha sido un duro golpe para las redes de contrabando de tabaco. Y también de prevención para evitar todo tipo de tráfico ilegal. Es mucho más que una advertencia. La sociedad debe estar tranquila, y los delincuentes intranquilos. A partir de ahora deben saber que vamos a extirpar de raíz estas actividades».

 

– Ya te dije que aquí se veía muy bien la Televisión Española.

– ¡Se ve mejor que allá!

Norte de Portugal. Es primera hora de la tarde. Delmiro y su huésped ya han comido. Luego se acomodaron en un sofá, en una de las salas de Quinta da Velha Saudade, para ver el informativo. Al final del programa, el Viejo encendió un habano. Expulsó una bocanada y contempló la forma de trepar el humo como hierba del aire para luego enredarse en la lámpara de araña.

Chasqueó la lengua.

– ¡Tienes que probar uno de éstos, Delmiro!

 

El Océano, por el lado próximo al Polo Sur, acaba de ser levantado. Chelín se sienta con las piernas cruzadas sobre la Antártida. Contempla la imagen de Lord Byron meditando en la libertad de Grecia. Es el mejor compañero que nunca ha tenido. Un sereno desasosiego en el semblante. Cierra el volumen y lo coloca encima del otro, en el estante, a su altura. Al abrir la maleta de cuero, aparece su nido. El instrumental de farmacia. Los útiles todos para la chuta. La jeringa, la goma elástica, el frasco de agua destilada, la cucharilla, los filtros de cigarrillos, el mechero. Y lo que es más importante. La bendita bola. Injerta el mango de la cucharilla entre los dos tomos de La civilización. Así, tiene a la altura de los ojos la cabeza cóncava, el cráter donde fermentar la esfera. Sí. Todavía le queda una bolita de caballo para un buen pico. Un chute en tres tiempos. Bombear en tres tiempos. Bombear. Hay un ratón que lo observa desde el medio del Océano. Está acostumbrado a que correteen por ahí. Está también acostumbrado a la mirada ciega de la Maniquí Ciega y a la melancólica del Esqueleto Manco. A la de la grulla disecada. Pero la mirada de un pequeño ratón es enorme. Aunque esté alejado, le toca con el grafito de los ojos. El ratón meditando en la libertad de Grecia.

El lugar del nido dentro de la maleta es un hueco entre las fajas de billetes de dólares. Hay sitio para el péndulo y para la Llama. Un tesoro para la libertad de Grecia. Daría todo por un beso. Por un poco de saliva en la boca.

Chelín lo sumerge todo bajo las tablas del Océano.

 

La primera reacción de Fins Malpica fue olisquear el aire. No por ninguna intención de exteriorizar con teatralidad la protesta. Si lo hizo fue porque realmente tuvo la sensación del mareo, que iba siempre acompañada de un olor a humo de gasoil mezclado con salitre. A mar quemada. Se controló. Mudó la expresión de asco por una de extrema seriedad.

Y fue así como salió del edificio del palacio de Justicia. Bajando la escalinata como quien cuenta los peldaños y nota que falta alguno. Había público y un grupo de periodistas, a la espera de que el juez resolviese sobre Víctor Rumbo, que aparecía como principal detenido en la Operación Brétema.

Malpica no respondió a las preguntas. Ignoró los micrófonos. Rumió las frases históricas. Y se las tragó como hierba fresca para mitigar el mareo.

– Pero ¿qué ha pasado, inspector? -preguntó un periodista.

– Les darán ahora información de buena fuente y primera mano.

Empezaba a saber hablar como un cínico. No esquivó el grupo de gente que intuía hostil. Tampoco la desafió. Caminó como un hombre tranquilo. Es decir, jodido.

Encontró a Mará a medio camino del coche. Mnemosine parecía ida. Turbada por lo inexplicable.

– Lo van a dejar en libertad. Es increíble -informó Fins-. Con una fianza de mierda. Incluso parece que estuvo por aquí RH Negativo para echarle una mano.

– ¿RH Negativo?

– Un eufemismo. Es como llaman a un pavo del Supremo.

 

Es Leda Hortas la que ahora abre la puerta del palacio de Justicia y grita con alegría.

– ¡Queda en libertad!

Y allí está Brinco con su sonrisa de as, acompañado de otros dos detenidos relevantes, Invernó y Chumbo, y del abogado Óscar Mendoza. Desde lo alto de la escalinata, éste es el único que toma la palabra.

– Señores, ésta es una buena noticia para Brétema. Mi defendido, Víctor Rumbo, acaba de ser puesto en libertad. Ya informaremos más adelante de los detalles. Lo importante ahora es celebrar que se hizo justicia y que nuestro querido vecino está en la calle, con nosotros. ¡Gracias a todos!

– Señor Rumbo, ¿cómo se encuentra?

– Creo que mejor que los que me detuvieron. Al final, hasta he podido dormir bien. Con la conciencia tranquila.

Le hizo una caricia a Leda. La abrazó por la cintura. La besó. Una escena que recordaba la entrega de trofeos en las grandes pruebas deportivas. Brinco sabía que tenía a mano una tecla donde pulsar para obtener risas y aplausos. Volvió a besar a Leda. Dijo:

– ¡Y creo que hoy voy a dormir mejor, mucho mejor!

 

Al subir al coche, Mará le preguntó de repente a Malpica:

– ¿Qué harías si llegases a casa y te encontrases a tu gato muerto?

– ¿Quieres decir muerto muerto?

– Sí. Quiero decir que lo mataron. Lo mataron y lo dejaron colgado del pomo de la puerta. Como en los viejos tiempos.

Malpica apoyó las manos en el volante. El silencio de no saber qué decir. Tampoco se atrevió a mirarla. Ni a tocarla.

– ¿Me dejas poner a la Casta Diva? -preguntó ella.

– Claro. Está ahí hasta que rompa.

 


Date: 2016-01-03; view: 739


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