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Capítulo XXXIX

 

En el centro del escenario del Vaudevil hay un Chevrolet Eldorado. Lo compró Víctor Rumbo en Cuba. Lo vio en Miramar, contactó con el propietario y no paró hasta que éste, cuando Brinco le dijo que era su último día en la isla, hizo el gesto de que subiera al coche para probarlo: «Let's go un paseíto». Siempre contaba esto del pelotudo. Y cuando se cabreaba, era su frase. Metía miedo el cabrón cuando decía «Let's go un paseíto». Porque la compra del Chevrolet se complicó. Cuando al fin lo desembarcaron en Vigo, a Brinco le cambió el semblante. Hacía tachuelas con los dientes. Estaba tan acerado que hendía las nubes al jurar. Del Chevrolet Eldorado sólo venía la carrocería. Y eso no le importó, después del montón de trámites. Él quería el sedán para ornamento del club. Pero lo que lo puso como una brasa es que le faltaba la mascota en el capó.

– ¿Y la calandria? ¿Dónde hostias está la calandria?

El envío llegó precintado, explicaron en Aduanas. Encajado en madera. Lo que llegó fue lo que enviaron. Nadie se había quedado aquí con la figura del pájaro. Víctor Rumbo echaba humo como si le ardiesen los huesos. Con la furia, se había olvidado del nombre del tipo. Así que se refería a él como Let's Go. A gritos. Atravesando el mar. Un desvarío. Let's Go y la Calandria.

– No te pongas así por un puto pájaro de acero -le dijo Mendoza-. Te consigo yo el emblema de un Rolls. El Espíritu del Éxtasis. ¡Ésa sí que es una mascota!

– No lo entiendes -le dijo Brinco-. Era mía. ¡Mi puta calandria! Yo no sabía lo que era. Y fue él, el muy cabrón, quien me lo dijo. Que era una calandria.

Y mandó a Inverno a La Habana con los datos y la dirección de Let's Go y con un encargo: «No vuelvas sin la mascota».

Allí estaba el Chevrolet con la calandria.

 

Víctor Rumbo quiso hacer del Vaudevil un local de película. Un antes y un después en la historia de Brétema. Hasta entonces, los clubs de alterne, en las carreteras de la costa, eran en su mayoría lugares cutres y siniestros, con una arquitectura depresiva que supuraba pus de neón. El Vaudevil tenía que ser algo diferente. Que nadie olvidase. Un club para escandalizar a las élites, con estilo, en una noche loca. Mendoza, Rocha y la cada vez más activa y emprendedora Estela Oza, eran socios, con la tapadera correspondiente. Brinco, por su parte, quería que el Vaudevil fuese un regalo de lujo para Leda. Llegó a imaginarla como una gran madame, gobernando todo desde su despacho con pantallas para controlar cada rincón. Las salas, los reservados, pero también las habitaciones. Ella tenía carácter, ambición y estilo. Qué hostias. Tenía más estilo, un encanto salvaje, ese pelo castaño rojizo que capeaba el temporal, que la muy mona Estela Oza. Pero las cosas se torcieron. Como estaba previsto, él puso su parte. Buscó dónde y compró mujeres. Porque era así el negocio. La gente piensa que las putas van por ahí de tour como turistas. Pues no. Hay que ir a subasta. Hay que mirar las dentaduras. Hay que competir con otros compradores. Hay que domar a las indóciles. Y a las dóciles también. Y hay que protegerlas. Digámoslo así, chacho. Eso fue cosa de Brinco. Él cumplió. Trajo la carne.



La inauguración había sido espectacular. Había presencias sorprendentes, incluso gente fina, de esa que Brinco era consciente de que miraba hacia otro lado para no saludarlo por la calle. Y todo fue asombro, pasmo, cuando entraron en la terraza cubierta, con la gran columna cilíndrica y transparente llena de colibríes en vuelo suspenso alrededor de la serpiente de flor de la buganvilla. Y en el reservado, donde había lugar para el juego de naipes, pero sobre todo para una apuesta exótica que al principio causó sensación en hombres y mujeres. Un acuario en el que competían pequeños peces guerreros. Los dragones rojos. Una especie de animador, con chaqueta de raso brillante, iba reponiendo los muertos despedazados y cantando las apuestas. Y en el escenario, con el Chevrolet Eldorado de fondo escenográfico, con la chapa más refulgente que el raso del animador, un show anunciado como el verdadero cabaré Tropicana.

Pero algo estaba fallando, en medio del bullicio. Brinco preguntó por Leda varias veces, hasta que envió a Invernó a buscarla al Ultramar. Ella acudió. Se disculpó por el retraso. Asuntos domésticos. Y su llegada no pasó inadvertida, con ese aire genuino de la elegancia peligrosa, y a Brinco le cambió aquella cara de andar buscando un diente caído. Hubo, sí, una ausencia comentada, en especial en los círculos menos informados. ¿Y Mariscal? Pero ni Víctor Rumbo ni sus allegados se hicieron esa pregunta. El Viejo no gustaba de aglomeraciones. Andaría por ahí, flotante, el ojo panóptico, calculando el momento en que el vacío demandaría su voz.

Leda no volvería nunca al Vaudevil. Brinco se dio cuenta muy pronto de que ella eludía cualquier conversación sobre ese asunto. Había decidido que no existía. Y para él, por el contrario, aquel gran letrero de neón azul, con la mascota de la calandria rosa pestañeando en arco, por encima de las letras, fue alcanzando una fuerza hipnótica. Se veía allí, el letrero, en la ladera, y desde cualquier punto del valle, enfrentándose a la hosca noche del mar.

 

La marea de señoritos pronto desapareció del Vaudevil. Entre los socios, sólo el abogado Mendoza se dejaba ver de vez en cuando. Por fidelidad. Le gustaban las tías y tenía la oportunidad de follar gratis. Aunque más concurrido, la clientela del Vaudevil acabó siendo la habitual de los locales de alterne de la zona. Jóvenes de juerga. Viejos solitarios con pasta. La gente del contrabando, reconvertidos a la farlopa. Sobre todo los días gloriosos que seguían a una gran descarga.

 

– ¿Quién es ése? ¿Belvís? No me jodas. Pero ¿a ése no le andaba el viento por las ramas? ¿Cuándo salen las maraqueras?

Sí, es Belvís, el ventrílocuo, el hombre orquesta, con su compañero el Pibe. Los fines de semana» Víctor Rumbo seguía programando actuaciones. Ya nada de aquellas bombas de los primeros tiempos. Ahora lo normal, alguna veterana melódica, seguida de una pareja con número erótico. Un día vio a Belvís. Bajaba del autobús, en el crucero del Chafariz. Iba con una maleta. Él paró el Alfa Romeo y le dijo: «¡Sube, Fenómeno!». Y Belvís contento, porque le llamó Fenómeno y porque siempre le gustaron las máquinas veloces.

– ¿Qué fue de Charles Chaplin? -preguntó Brinco.

Belvís lo miró con sorpresa. La verdad es que ése era el modo natural de mirar de Belvís.

– ¿El Pibe? El Pibe está ahí, en la maleta. Él estar está mejor en Conxo. Tiene más conversación. Pero también hay que salir algo por el mundo.

Y entonces se lo soltó así, de la forma en que hablaba Brinco:

– Pues prepárate. Hoy es sábado. Esta noche actuáis en el Vaudevil.

 

Así que ahí entra en el escenario Belvís con su maleta. Saluda con una reverencia al Chevrolet Eldorado. No porque esté actuando, sino porque le parece una nave maravillosa con una calandria en el morro. Abre la maleta. Saca al Pibe. Y se sienta en el taburete. Por vez primera mira a la gente. Se da cuenta del bullicio. Porque la mayoría de la gente no le presta atención. Espera que aparezcan las maraqueras. Al fondo hay una gran barra. La mayoría son clientes solitarios de pie, calentando el hielo. Con ojos de cetreros. Estudiando el terreno. Pero también hay una pandilla que ríe y habla en voz alta, por completo desentendida de la presencia de Belvís y el Pibe. Sólo presta atención alguna de las parejas en el segundo círculo de mesas, el más próximo al escenario. Belvís busca a Brinco. Estaba allí, en la esquina, cuando lo empujó al escenario. Antes le había presentado a una joven de ojos muy grandes, que se llamaba Cora. Y él le presentó el Pibe a Cora. En realidad, eran unos ojos grandes para comenzar la panorámica. Pero ahora no hay nadie. Ni Brinco ni Ojos Grandes. Quien está en la esquina es Invernó. El eterno vigía.

 

– Gracias por su brillante indiferencia -dijo al fin Belvís al público-. Les presento a Carlitos el Pibe. Un intelectual.

– ¿Puedo contar una historia, che?

– Claro, Pibe. Es lo que espera todo el mundo… y que acabes cuanto antes. Es gente muy importante. No puede perder el tiempo con tu inteligencia.

– Pues mira. El otro día escuché una conversación. Sin querer, ya sabes vos que yo escucho sin querer. Esto fue aquí, en Brétema, bueno, tal vez no. El caso es que un tipo le dice a otro: Mira, jefe, no sé qué hacer. El juez me dio a elegir entre un millón de pesetas o un año de prisión. Y entonces el otro le dijo: Hombre, no sé por qué lo dudas. ¡Quédate con la pasta!

– La gente es maravillosa, Pibe. Recuerdo siempre un local como éste, lleno de malavos y pindongas…

– Pero ¿sabes lo que acabas de decir, che?

– ¿Ofendí a alguien?

– ¡Claro! Discúlpate con el dueño. Éste no es un local. ¡Es un club!

– Fíjate en mí también, Pibe.

– No, mejor que en vos no me fije -dijo el muñeco, mirando de lado al ventrílocuo y pegando un pequeño salto-. Me llega con la mano. ¡Ya me coges por ahí, cabrón!

Y fue entonces cuando el Pibe pasó a observar en panorámica, con parsimonia, a aquel público que al fin había reído algo.

– Pero ellos… ¡Viste, viste, che! Ellos están hechos a imagen y semejanza de Dios. ¡Fíjate, fíjate! ¡Qué bromista, el Ser Supremo! ¡Debió quedar recontento!

– Así es. Todos a su imagen y semejanza, Pibe. Eso dice la Biblia.

Y el Pibe buscó y encontró a alguien especial para quien mirar. Un tipo que parecía una caricatura del malhumorado. Le salía una mata de pelos en cada ventana de la nariz que le hacían las veces de bigotito. Muy pobladas, de cornisa, las cejas, tapando unos ojos de ratón. Cada una de las arrugas lucía como cicatriz. Apretaba los dientes, a punto de gruñir. Sentada a su lado, muy seria, una chica. Es a ella a quien se dirige el Pibe.

– Decime, querida, ¿cómo te sentís cuando tomas asiento al lado de Dios? ¿Qué experimentas vos?

La pareja se ríe, sobre todo el hombre. Pero en el grupo del fondo, ajeno hasta entonces al espectáculo, hay un malestar ebrio. Invernó los conoce. Uno de ellos es Lele Toen, uno de los machotes de Carburo, el hombre de confianza de Mariscal. El otro es Flores, a quien llaman el Licenciado. Anda estos días por aquí. Un huésped mexicano de Macro Gamboa. Sabe que es mejor dejarlos. Ya se cansarán. Ya se irán a otro gallinero.

Pero Flores, por alguna razón, había decidido que aquel muñeco no podía seguir hablando. Comenzó la escandalera. Y luego miró fijamente al Pibe, no a Belvís. Lo insultó. Hijo de la chingada, de su pelona madre. Y así. Invernó pensó que era la hora de avisar a Brinco. Estaría ocupado con la de los ojos grandes, pero iba a llamarlo.

– Tranquilo, cuate -le dijo Lele al Licenciado Flores-, es sólo un cómico con un muñeco. Un payaso. Un loco.

– ¿Un loco? ¡A mí no me pone nadie como mecate de cochino!

Belvís dijo:

– ¿Has oído algo, Pibe?

Ojalá no conteste, que no diga nada, pensó Brinco, ya en la otra esquina de la barra.

– Estábamos hablando de Dios aquí con este señor y con la señorita, y alguien al fondo cambió de tema. ¿Quién tiene un lazo para un cochino?

El Licenciado lució un arma. Un pequeño revólver que llevaba ceñido a la pantorrilla, bajo la campana del pantalón. Un cambio de tema. Sin más, apuntó con la automática al muñeco y le disparó en la cabeza. Sonó otro tiro. Ahora el Licenciado gemía, herido, desarmado. Se dolía de la mano que había sostenido el hierro.

– ¡Llévate al gallo antes de que vengan los maderos! -ordenó Brinco a Lele.

– Esto no le va a gustar nada al Patrón.

– Hay que saber mamarse. ¡Y en el Vaudevil mando yo!

Belvís tenía el muñeco en el regazo. Lo acunaba.

– ¿Escuchas, Pibe? ¿No me oyes, che?

– ¡Suerte que no te volase a ti la cabeza!

Brinco recogió del suelo algunas esquirlas de madera.

– Si viene la poli, no digas nada. La boca es para callar.

 

 

Capítulo XL

 

– Éste sí que es un paraíso… fiscal -dijo Óscar Mendoza al llegar a la fiesta. Y todos entendieron que hablaba en broma. Y en serio.

El pazo de Romance tenía puerta al mar, como quería Leda, pero también una piscina. A estrenar. La puerta del mar daba paso, en realidad, a un edén. Una playa de arena fina y blanca, en la que desembocaba un riachuelo, el Mor, que componía a su paso y por libre un vergel, con una prolongación natural donde el viento distribuía vegetación y dunas. Al otro lado, después del arenal, al abrigo de un acantilado, el antiguo embarcadero de piedra, donde fondear yates y amarrar barcas y lanchas.

Víctor Rumbo convocó a los invitados con unas palmadas. Se le notaba eufórico y consiguió improvisar un saludo hilado por la concurrencia con risas y aplausos.

– Bien, ya sabéis… En realidad, en realidad, el pazo es de Leda. Yo tengo que conformarme con la cama… Pero para Santi también hay algo especial. ¡Seguidme!

Levantó en vilo al hijo, lo montó en los hombros, a horcajadas, y encabezó la comitiva hacia el lugar de la sorpresa. Había un espacio cubierto por grandes lonas azules. Brinco hizo un gesto con la mano de batuta y un violinista comenzó a tocar un vals. Otro gesto indicó a los operarios que era el momento de retirar las lonas, ya con los invitados bordeando el gran rectángulo.

Allí estaba la piscina. Pero no vacía. Del fondo del agua emergió el delfín. Y con él, un murmullo de admiración. Ya no hacía falta batuta. Todos permanecieron en un silencio de asombro, mientras el arco parecía arrancar la música del lomo y la aleta del cetáceo.

– ¿Querías un amigo? ¡Ya tienes un amigo!

 

Chelín sigue a Leda con la mirada. Consigue llamar su atención. Saca el péndulo del bolsillo y lo acerca al suelo. El péndulo gira. Ella asiente risueña. Sí, es verdad. Es ella quien lleva ahora de la mano al hijo en un paseo en torno a la piscina, hechizados por la presencia del delfín, mientras un grupo de varones, los socios y amigos, rodean a Brinco con las copas del aperitivo en la mano.

– Bien, Brinco, los amigos también tenemos un detalle para ti -dice el abogado con más familiaridad que nunca-. ¡Venga, hombre! Para ti también hay maravillas de la naturaleza.

El grupo se pone en camino hacia el portalón del pazo y Mendoza y Rocha van convocando a los demás a la comitiva.

– ¿Inverno? ¿Dónde está Invernó? -pregunta Brinco.

El abogado da unas palmadas y entonces se abre el portalón. Entra una limusina con los cristales ahumados, a una marcha muy lenta. Justo detrás, un grupo mariachi, encabezado por Invernó, interpreta Pero sigo siendo el rey.

De repente, se abren las puertas de la limusina. Descienden tres chicas. Muy atractivas, vestidas con llamativos trajes de noche. Ceñidos, escotados, brillantes.

– ¡Ahí tienes a tus princesas del Vaudevil!

Ellas hacen honor al recibimiento. Giran sobre sí mismas, con estilo de modelos, y luego besan al anfitrión. Al Jefe.

Leda había oído la música. Había reconocido el canto de la poderosa voz de Invernó. Va a sumarse, con curiosidad, a la fiesta. Santiago juega con otros niños. Así que ella va sola. O casi sola. Chelín la sigue a poca distancia. Sabe, porque la conoce, que va a dar la vuelta, airada, cuando vea la limusina y la escena del recibimiento a las jóvenes del club Vaudevil. Y tiene razón Chelín. Porque Leda se gira, furiosa, y apura el paso hacia la escalinata que lleva a la terraza y a una de las entradas de la primera planta. Chelín se aproxima.

– Espera. ¿Dónde vas?

Lo mira como a un extraño. Como alguien que ha perdido el principio de la realidad.

– ¿Y a ti qué te importa? ¡Me voy a vestir de furcia!

– Leda, tú sabes que siempre te he dado suerte.

¿Suerte? Va a seguir adelante. Uno al que le anda el viento por las ramas. Pero lo mira fijamente. Lo reconoce. Hacía tiempo que no sentía tantas ganas de llorar. No llora. Lo acaricia en la cara con la yema de los dedos. Está delgadísimo. La mirada de niño con púas de acero en la barba.

– Eso es verdad, Chelín.

– ¿Recuerdas cuando buscábamos tesoros? Ahora he descubierto algo. He descubierto que sólo hay tesoros debajo del Océano. Es donde los guardan los muertos y los náufragos. Hay que buscarlos allí. Debajo del Océano. Di, por favor, Océano.

Leda lo escucha con extrañeza e inquietud. A este hombre le pasa algo en la azotea. Vuelve a estar mal. Ha vuelto a caer. Ella no es tonta. No hay nada que la desasosiegue más que el mirar de la desolación. Sonríe y él sonríe. Eso funciona. Luego posa una mejilla en la suya. Cóncavo convexo. Eso también funciona. Océano. Luego un beso. Un pico. Echa a correr y sube como un flash la escalinata.

Chelín murmura: «Un poco de saliva. ¡Qué suerte!».

 

Brinco llama a Chelín. Lleva de la mano a Cora. -Vas a ver la segunda cosa que más me alegra del mundo. ¿Dónde están las estrellas, Chelín?

Si era una broma, no la entendió. La cabeza está en otra parte. ¿Las estrellas? ¡Ah, sí, claro, qué tonto! Corrió a buscar la lanzadera con los fuegos de artificio. ¡Allá van! Un sol, una palmera, y una gran bengala. Esa lenta extinción del resplandor.

Al bajar del cielo, Cora pestañeó. No quería que los ojos llorasen. Pero los ojos iban a lo suyo. Podía fingir con todo, excepto con ellos. Malditos ojos.

– Hacía tiempo que no me regalaban algo tan especial.

 

Víctor Rumbo entró en el dormitorio. Encontró a Leda, en pijama, sentada ante un espejo. Alisaba el cabello con un cepillo de manera compulsiva.

– ¿Qué pasa, nena? Todo el mundo pregunta por ti. Desapareciste de repente.

– ¡Qué más quisiera, desaparecer! Deberías haberme dicho que ibas a traer el harén de putas a mi propia casa.

– Leda… Sólo son… empleadas, no me jodas. Empleadas de nuestro club.

– ¿Empleadas? ¿Nuestro club? Me das asco cuando hablas así.

– ¿Qué prefieres, que les llame putas y sólo putas? ¡Puta pa aquí, puta pa allá! ¡Están aquí porque quieren! Vete, ábreles la puerta y diles que se vayan. ¡A ver cuántas se van!

– Como los perros. ¡Los perros tampoco se van, eh, Brinco! Pero ¿por quién cono me tomas? Compráis a esas chicas como ganado. ¿Cuánto te costó ésa?

– ¿Ésa? ¿Qué ésa?

– Esa. A la que le falta un dedo en el pie derecho.

El dedo. El puto dedo del pie derecho. ¿Para qué vendría con sandalias? Ya se lo había dicho. No andes así, nena, pareces una esclava, hostia. Parece que fui con un machete, cortando dedos por ahí.

– Yo no corté nada, hostia. Ya venía cortada.

– ¡Ah, claro! Entonces la compraste ya marcada. Me llevo ésta, la amputada. ¡Qué bueno eres, Brinco, me cago en la puta madre que te parió!

– Sí, algo sé de putas…

Estalló, enfurecido. Iba a llevarse una bofetada con los cinco mandamientos. Abrió un cajón de la cómoda, removió bajo la ropa y sacó una de las biblias encuadernadas con funda de piel y con un cierre de cremallera. Sagrada Biblia. La abrió y la arrojó encima de la cama. Al moverse las hojas, se derramaron sobre la colcha billetes de cien dólares.

– Una Biblia por cada una. ¡Echa cuentas!

 

Leda no podía bajar. Estaba indispuesta. Algo que había comido le sentó mal. Otra vez la cantinela. Sí. Algo que había comido. O bebido. Sí, tiene que cuidarse. Víctor Rumbo fue despidiendo a todos los convidados. Algunos, ebrios. Como Chelín. Estaba pelma, el Chelín.

– Brinco, sabes que siempre, siempre, te he dado suerte.

– Sí, hombre, sí.

– ¡Siempre!

– Siempre. Casi siempre.

Pablo Rocha le preguntó si había invitado a Mariscal. Sí, claro que lo había invitado. ¿Y por qué no había venido el Viejo?

Y entonces él señaló un monte en la noche. Dijo:

– Mira, Pablo. Mariscal estará allí arriba. Viéndolo todo. Feliz y solitario como un lobo.

 


Date: 2016-01-03; view: 655


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