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Capítulo XXI

 

¡Vaya! ¡A quién se le ocurre entrar! Mira quién llega. No me extraña que se revolucionen los murciélagos. Llevan meses ahí, colgados, rumiando la sombra y se despiertan justo ahora. Oír sí que oyen, digo yo, y ése, el Malpica, ya perdió el tino al pisar. Quién iba a pensar que acabaría de feo. Va tropezando en todos los accidentes geográficos. Conmigo están en paz. Yo soy de aquí. Ya tengo el nido hecho. La Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco no me extrañan. Ni la grulla disecada. ¡Hay que ver qué bien le hicieron los ojos! Esos puntitos miran algo en alguna parte. Son el mismo mirar. Me ponga donde me ponga, los veo. Me miran a mí. Encontré mi sitio. Mi zulo. Hasta el péndulo se apacigua. Y justo en este rincón, en este escondite en persiana con las lamas desajustadas de los últimos libros, hay un aroma a cala, como si el mar hubiera subido aquí una noche, al mapa de madera, y hubiese dejado estas grietas y abalorios. La caja con la tapa de cristal y el letrero de Malacología, ¡el lumbreras que inventó ese nombre!, llena de conchas, caramujos y caracolas, que saqué de las casillas y fui posando por ahí. Había también colecciones de mariposas y de escarabajos y de arañas que trajeron de América, algunas grandes como el puño de la mano. Yo a las arañas les tengo un respeto. Una vez aplasté una, una pequeña, en la camisa de los festivos. Era una camisa blanca y el bicho subía, lo aparté, subía y al final lo estampé. No aplastes nunca una araña en la camisa. La de sangre que puede llevar dentro un bicho. Toda una vida. La que tifie una chuta. Justo ese suavísimo tirar del émbolo después de encontrar la vena. El color de la sangre, el primer color, puede con todo. Como se hace con el ámbar. Y luego lo que bombeas ya es sangre de tu sangre. Una bomba de sangre. En tres tiempos. A mí me gusta bombear en tres tiempos. El caso es que hace unos años, cuando más colgado andaba, ellos me dieron la vida. Apañé y vendí la tropa zoológica, el bicherío organizado, las arañas, los escarabajos plateados, las mariposas americanas. Y le dije al tipo: «Te traigo el Génesis entero, esto vale un Potosí». Y va él y me da una bolita de caballo: «Pues ahí tienes la esfera terrestre para que te la metas por la vena». Para eso dieron las especies, para un chute. Pero la colección de malacología, no. No quiso ni verla. Sería por el nombre. O porque aquí estamos hartos de conchas. Yo, no. A mí ver un conchal me trae sentimientos sentimentales. Como los caracolillos, los del cangrejo ermitaño. Ésa sí que es arquitectura. Eso sí que es arte. Como los erizos. Ésa sí que es belleza, la de las púas. Si yo tuviese delante a uno de esos artistas famosos, le pondría un erizo de mar en las manos y le diría: «¡Anda, hazlo tú, si tienes cojones!». Tiene que haber un misterio misterioso para que en el mar crezcan simetrías como ésas. Ahora están deshabitadas, los cangrejos se fueron al carajo, pero las conchas hacen compañía, adornan la ruina, por este lado de la Escuela de los Indianos. Los ermitaños andarán por los accidentes geográficos, digo yo. No sé muy bien en qué parte del mundo estoy, creo que por la Antártida, por el frío que hace. Pero todo había ido bien. Todo iba bien. La cucharilla bien presa, injertada entre los dos volúmenes de La civilización. Don Pelegrín Casabó y Pagés. Lo útiles que son los memoriales. Lo agradecido que le estoy a la civilización. Colocado a la altura de su obra, tener las manos libres para darle candela al caballo en el agua. Ver cómo surge el color ámbar de la fundición. Y así hasta que bombeas en tres tiempos el accidente geográfico.



Eso no se me fue de la cabeza. Los accidentes geográficos. «Ya está el águila cazando moscas. A ver, Balboa, dígame nombres de accidentes geográficos.» Es curioso lo que se queda y lo que no. Aquel maestro, el Cojo, el Desterrado, siempre nos decía: «Somos lo que recordamos». Yo qué sé. Somos lo que recordamos. Somos lo que olvidamos. Cuando olvido algo, hurgo con la lengua en la falta de la muela. Ahí se meten los olvidos. Tengo ahí un zulo que es un pozo sin fondo. El Desterrado también decía: «Nada es pesado cuando se tienen alas. ¿Usted tiene alas, o no?». Claro que tengo alas, don Basilio. Como Belvís. El Cojo, don Basilio, era un tío legal aunque ya se le veía harto de chavales y andaba en Babia, siempre en las nubes o apañando palabras. Era así, andaba siempre a la rebusca de los otros dichos, como nosotros andábamos a las uvas que se habían salvado de la cosecha. Cuando bajaba, no daba puntada sin hilo. Un día preguntó qué profesión queríamos tener de mayores, y a mí me salió del alma: «¡Contrabandista!». Y entonces él retrucó: «Mejor que digas emprendedor, hijo. ¡Emprendedor!». Sí, aquella catequista de pelo al rape y cano nos había contado que cada uno tenía un ángel. El de la guarda, claro, eso ya lo sabíamos. Pero ella dio datos. No eran pamplinas. Están los ángeles que se encargan de vigilar y cuidar el trono de Dios, que organizan el coro celestial. Yo eso lo entendí perfectamente. Me pareció razonable. Porque Dios no va a estar a todo, que si le mueven o no la silla del sitio, que a qué hora sale el sol, que si hay abundancia en un lugar y escasez en otro. Y luego están los ángeles custodios, los que nos apacientan a nosotros, a este rebaño que somos. Me gustó mucho la explicación de por qué no son visibles, por qué no nos hacen sombra, por así decir. Porque son un oficio, y no una materia. Es decir, van y vienen, hacen su trabajo, eso está bien, esto está mal, pero luego no te pasan revista, no te aprietan con la factura, no te atornillan. Trabajan y dejan trabajar, sin estorbar en el medio. Si fuese de otra forma, no sería vida. Ni para ti ni para él. ¿Adónde vas ahora? No sé, a dar una vuelta. ¿Por qué te metes eso? Porque me sienta bien. No está bien, sabes que no está bien. Si me sienta bien, está bien, no me toques los huevos. ¿Para qué quieres un arma? ¿Qué arma? La pipa. ¿Qué pipa? Qué pelotudo de ángel. Qué escrupuloso. Con el plumaje arrebatado. Pero ya ves, sin embargo, el nacho custodio está ahí, te da el recado y le vale. Es un oficio transparente. Luego vendrá el Juicio Final. Me parece razonable. Se abrieron diligencias y ahí va el informe de fulano. Señor José Luis Balboa, alias Chelín, sabemos por su Ángel Custodio que estaba usted en posesión de un arma de fuego. ¿Cuál era su intención? ¿Para qué la quería? Pues para arrimar los perros a las paredes, señor San Miguel. Bueno, pues ahora vamos a proceder a pesar su alma. Y entonces va San Miguel y saca el balancín de pesar las almas que se parece mucho al del dealer fino que me surtió de material en un chalé de A Coruña. Lástima que no volviera aquella catequista. Aquella chica que conocí en la discoteca Xornes. La de la cabeza rapada. Parecía más joven de lo que era. Tenía una voz ronca, de hombre. Era un ángel, seguro. Porque todavía hay una tercera clase de ángeles, tengo entendido. Los errantes, como ella. Para quienes se cerró el cielo y la tierra.

Y entonces viene él, el feo, a revolver. Ya me había metido la chuta. Ya se me había pasado el flash. Ya había bajado despacito. Ya estaba yo posado en la Antártida, al lado de toda la malacología, e iba a darle un vistazo al don Pelegrín. Leer no se lee muy bien en esta penumbra de la Antártida, pero no me canso de mirar las estampas. ¡Lo que me gusta Lord Byron! ¿Cómo dice? Lord Byron meditando la libertad de Grecia. Y aparece él, pisando los accidentes geográficos. Rebuscando. Este es oficio y materia. Dicen que es un águila. Mientras ande por el norte, aquí no me va a ver. Mejor guardar las herramientas en el hueco de La civilización, y quedarme quieto como la grulla, entre los maderos. Éste todavía andará pensando en los tiempos del Johnnie Walker. Se sienta en la silla del maestro. Hurga en la máquina de escribir. Quita trozos de teja desprendida. Sopla las pelusas y el polvo. Saca un pañuelo del bolsillo. Limpia las teclas, las varillas, el carro, el rodillo. Se pone a teclear con los ojos cerrados. ¡Misión nostalgia, Malpica!

¡Vaya! ¡Madre mía! Nunca sabe uno dónde la tiene. Alucina, Maniquí. Alucina, Esqueleto Manco. El diablo y la mona. Alucina, grulla. Alucina, Chelín. Porque ahora la que entra es la Nove Lúas. ¡Ábrete, tierra! No, Leda, tú estás de más. ¿Qué hace aquí ella en la operación Nostalgia? Pasó un siglo, un milenio. Ya hace mucho que murió Franco. Un chalado mató a John Lennon. Leda trabaja en el Ultramar. Tiene un hijo con Brinco. Y Brinco, Brinco es lo máximo. Cuando anda Brinco por el medio, todo funciona. Es el mejor piloto de la ría. El mejor piloto del mundo. No lo pillarían ni con submarinos. Ése sí que tiene un ángel de hierro, un custodio de cojones. Y las tías locas por él. ¿Qué haces aquí, mujer?

Ahora el Pesquisas ese se pone a teclear sin papel. Va diciendo en voz alta lo que escribe.

Todo é silensio mudo…

– ¿Ves? ¿Tenía o no tenía razón? -dijo Leda-. Ella escribió silensio. Y tú, venga a reír, que no, ¿cómo iba a escribir silensio Rosalía de Castro?

– Estabas en lo cierto. Ella sabía oír. El silensio es más silencioso que el silencio -dijo Fins. El agujero del techo se había agrandado y en el mapa del suelo se habían reducido las zonas de penumbra: «Se ve mejor. Tienes las uñas pintadas de negro. Estás en el Océano».

– Sí. Como siempre. En medio del puto Océano. Y al Océano no llegan cartas. Sólo llegan pésames. Fue un detalle por tu parte escribir cuando moría alguien. Mi padre, el maestro, el médico. Creo que eran copiados de uno de esos libros de correspondencia.

– Me acordé de ti, de todo, más de lo que puedes imaginar.

– Todos los días, a todas horas, ¿verdad? Ya lo notaba yo… un morse. Las teclas del más allá. Claro que estabas aprendiendo a escribir sin mirar. Eso debe de llevar mucho tiempo.

Fins se levanta y va hacia ella. Leda retrocede hasta apoyarse en la mesa de un pupitre, de nuevo en la penumbra. Cuando él se acerca, ella escupe en el suelo, en el mar, entre los dos. Él se queda quieto, callado.

 

– Pues yo no. Yo aprendí a olvidar. Cada día y cada hora. Soy una experta en olvidos.

– En realidad, pensé mucho en mí. En mi vida. Y el tiempo pasó.

– ¡El chico de las ausencias!

– Eso se acabó. Ya curó. Ahora estoy presente de más.

– Tengo un hijo -dijo ella, más confiada-. Un hijo de Víctor.

Sí, ya él sabía.

– ¿Y ahora qué vas a querer? ¿Que te hable de Brinco? ¿De Rumbo? ¿De los negocios del Viejo? ¿De los secretos del Ultramar?

Se dio cuenta de que la propia lengua, desafiante, ya no dominaba la tracción. Iba a decir algo de dinamita. Pero esa palabra se le atragantó. Retrocedió. Como el ratón que correteaba por el Océano entre los escombros.

– ¿Sabes por qué estoy aquí, Fins Malpica? Porque tengo un mensaje para ti. No quiero verte delante nunca más. No me llames, no me hables, no me mires. ¿Lo has entendido?

– No voy a pedirte nada nunca, Leda -dijo Fins-. Ni tampoco a dar. Aunque me pidas, no podré dar.

 

Se fueron. Qué diálogo. Lástima de telenovela. Pero a mí me afectó. Es cierto que me afectó. Con lo bien que estaba, con el cuerpo caliente en el frío de la Antártida, con cosquillas en los pies, pensando en el arte de los erizos y en los cangrejos ermitaños. Hostia, puta, había dolor en esos dos. Estoy viéndolos, de jóvenes, corriendo por la playa, el día que acarrearon el maniquí hasta aquí, hasta la Escuela de los Indianos. La burla que les cayó encima aquel día. Y ahora me quedo yo en mi rincón oscuro, encogido, agarrotado, mirando para la gran pareja. La Maniquí Ciega y el Esqueleto Manco. No sé lo que daría el proveedor por ellos. Una bolita de mandanga. Una esfera de caballo. Por lo menos para dos chutas, tío. Ya ni la puerta abriría, el muy cabrón. Se nota que no tienen precio.

 

Después del recorrido por los miradores, esa costumbre de levantarse con el sol, que cumplía como una obligación vanidosa, Mariscal solía sentarse por las mañanas al lado de la ventana para leer la prensa. A veces se paraba a hacer el crucigrama. Como hoy. Sin volverse, sintió el embate que franqueó la puerta y que se abrió camino estruendoso entre banquetas y sillas hasta frenar a su altura. Le faltaba poco para completar el crucigrama. Hizo notar que tenía una duda, tamborileando con el bolígrafo. Ahora notaba un zumbido, el campo eléctrico de Brinco furioso.

– ¿Adónde va Leda?

– Ayúdame aquí. «Parte del talonario que queda una vez que se retiró el talón.»

– ¡Mierda, Mariscal!

– M-I-E-R-D-A. No, mierda no es.

– ¡No me importa que ahora lleve placa! Me lo voy a comer aquí y a vomitarlo allí abajo, en el puente.

Mariscal da una calada al habano y saborea, mastica el humo. Cuando suelta la bocanada, sale muy espeso, pegado a la palabra. Y escribe a un tiempo en las cuadrículas.

– M-A-T-R-I-Z. Eso está bien.

Volvió un poco la cabeza y miró de soslayo al inflamado.

– Escucha, Víctor Rumbo. No me gusta que me griten desde arriba. Y mucho menos por detrás.

Brinco se sentó enfrente. El ceño fruncido. Pero la mirada amansada.

– La mandé yo con Malpica. A ver qué quiere ese tocahuevos. También para nosotros, lo primero es la información. ¡La información, Brinco!

 


Date: 2016-01-03; view: 639


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