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Capítulo XIX

 

– Mamá. ¿Me oyes, mamá? ¡Soy yo, soy Fins!

Ella vuelve a mirarlo con extrañeza.

– ¿Fins? Había una fiesta. Mi hijo se llamará Emilio. Milucho. Lucho.

– Es un buen nombre, mamá, ya lo creo. Voy a trabajar allí. En Brétema.

Otra vez la extrañeza en el tono de Amparo.

– Brétema, Brétema… En Brétema estuve yo una tarde. Comprando hilo. Hacía mucho calor. El sitio ardía por dentro, como el rescoldo de los árboles. Y me pilló una tormenta.

Se quedaron callados. Siempre que se dice la palabra tormenta, el resto de las palabras esperan un poco.

– ¿Y de qué vas a trabajar?

– De hombre secreto -dijo él, para ver la reacción.

Y ella hizo lo último que Fins esperaría. Echarse a reír.

– ¡De ésos habrá muchos!

 

Ahora, Fins, para ella, es el recuerdo de una romería. Nada más. Y Lucho Malpica un niño que todavía no ha nacido. Y Brétema un lugar de pesadilla, un lugar donde un día fue a comprar hilo y la pilló una tormenta. Ella está a su espalda, tranquila, despreocupada, con su almohada de bolillos, enseñándole a la cuidadora los secretos del encaje. Él está de pie, mirando por el ventanal que da al mar, por donde se cuela el sonido combinado del vaivén de las olas y el graznido de las gaviotas. De buena gana correría una cortina. Taparía esa visión. No entiende ese lugar común de los que encuentran sosiego en la contemplación del mar. A él le produce una enorme desazón. No soporta estar a solas más de cinco minutos con el mar. Y al mar le debe de pasar lo mismo. Está convencido de que se altera, de que se irrita cuando él permanece a solas mirándolo.

Otra cosa es sumergirse. Cuando está dentro del mar. Eso es otra cosa. Sólo puede entenderse con el mar sumergiéndose. Recorrer los bosques submarinos de las laminarias, ulvas, lechugas y judías de mar, verdín, carrasca, buche bravo, corbelas o encinas marinas, las fajas pardo amarillas, las algas encarnadas, como el marullo o el musgo de Irlanda. Navegando en la superficie se marea. Se pone a morir, estornuda, escupe, se baba, echa los bofes, los hígados, los prefijos, los esputos, las interjecciones, las onomatopeyas, las flemas, los tubérculos, las raíces, la bilis, lo inaccesible, lo peor es vomitar lo que hay después del vacío, después del aire, que es todo de color amarillo, el cielo, el mar, la piel, el revés de los ojos, el alma. Excepto al remar. Si rema, y cuanto más enérgico sea el bogar, de espaldas al punto de destino, hay una suspensión temporal del aturdimiento. Pero la condición es no parar.



Cierra la ventana de la sala en la que se encuentran y ahora solamente se oye el inconfundible repicar de los palillos de boj de la encajera. Es una residencia de viejos y de personas no tan ancianas, pero con Alzheimer. La dolencia de Amparo es diferente. Ella está convencida de acordarse de todo.

– ¡Pobrecillas! A veces no se acuerdan ni de su nombre. Y soy yo quien se lo recuerda.

Repica en la frente con el corazón y el índice: «¡Lo tengo todo aquí!».

Al lado de Amparo, hay una cuidadora joven y amable.

– Sus manos trabajan cada vez mejor -dice la cuidadora-. Mírelas. Hasta parece que la piel rejuveneció y que las manos se volvieron más gráciles. ¡Manos de palillera! ¿A que sí, Amparo? ¿Para quién va a ser esta maravilla?

Amparo Saavedra mira con melancolía hacia la ventana con vistas al mar.

– Para mi hijo. Para cuando nazca.

 

La neuropsiquiatra le había dicho: «Su mente suprime un período que le hace daño. La dolencia también es una propiedad. En este caso, la propiedad de borrar una época de su vida. O de borrarla como memoria explícita. Es un tipo de amnesia a la que llamamos amnesia retrógrada». Y el tiempo que ella conservó fue justamente el que vivió hasta que de joven se marchó de Uz a Brétema, donde se casó con Lucho, y se fue a vivir a la casa marinera de A de Meus. El sabía que la dinamita no sólo había estallado en el barco. La madre, a su manera, puso fin a una vida en la que él también iba incluido. Pero al verla allí delante, tan entera, con los dedos más ágiles que nunca, con aquella mirada fértil, desposeída de los temores que la velaban antaño, sabedora del nombre, risueña con los que la rodeaban, no pudo evitar un estado de irritación, que le causaba un desagrado culpable, pero del que era incapaz de desprenderse.

– Entonces todo consiste en que se olvida de lo que quiere olvidar -dijo sin poder disimular un tono de reproche.

Al hablar con la doctora Facal, tuvo la sensación de que le desentrañaba la psicología del mar. Y que el mar, otra vez, de golpe, lo expulsaba.

– No. Recordar duele, en muchos casos. Y ella ha traspasado la linde del dolor. Su mente, para sobrevivir, descartó ese trozo que lo dañaba todo. La memoria tiene sus estrategias. Podía haber escogido otra vía. Pero eligió ésta, nunca sabremos muy bien por qué.

– ¿Es irreversible?

La doctora se tomó su tiempo. Por su experiencia, él sabía que si la respuesta fuese positiva, ya la habría dicho.

– La verdad no es amable -dijo al fin.

Y fue lo más verdadero que oiría en mucho tiempo.

 

Capítulo XX

 

– ¿Ese no es el hijo de Malpica, el que murió con la dinamita?

Escrutan desde el mar. Acostumbradas a ver de fuera adentro. De oeste a oriente. De la oscuridad a la aurora. De la niebla al amanecer. En diferentes profundidades. Varias tienen medio cuerpo, al nivel del vientre, bajo el agua. Se mueven anfibias, con eficaz lentitud, venciendo la resistencia hidráulica con su escafandra doméstica de ropa de aguas que reviste el apaño textil, todo el cuerpo como un émbolo, cavando, arañando, haciendo la cosecha del mar con antiguos aperos, azadas, rastrillos, bieldos, de mango prolongado. Aquellas cabezas cubiertas con pañoletas y recubiertas con sombreros de toda estirpe.

Habían sido su mundo. Allí en el medio estuvieron todas algún día. Guadalupe, Amparo, Sira, Adela, la madre de Belvís, de Chelín, la propia Leda con su cubo lleno de berberechos, con su saco de almejas, estuvieron todas.

– El mismo. Por lo visto estudió para policía.

– ¿Y para eso hay que estudiar?

– Depende… Para andar con la porra en la mano como tu marido vale cualquiera.

– ¡Que te crees tú eso!

La mariscadora hace un gesto obsceno, con el palo del rastrillo entre las piernas: «Ya le gustaría al tuyo tener una porra como la del mío».

Se ríen todas.

– ¡Será arrabalera!

– Leda… ¡Ésa sí que sabe latín!

Las mariscadoras vuelven al trabajo. En busca de los bivalvos, sus cuerpos vuelven a adoptar la forma de extraños seres marinos.

– Pues dicen que va para inspector, de los que investigan en secreto.

– Para saberlo tú, tan secreto no será.

– Yo cuento lo que he oído… A mí me da lo mismo. ¡Como si es astronauta!

– ¡Ay! ¡Lo que daría yo por un astronauta!

Las voces y las risas de las mujeres, a esa hora, se encadenan con los fonemas del mar, su vaivén, el chapuzar, los avisos codiciosos de las aves vigías. Fins no puede resistirse. Toma una fotografía. Sólo una. Y se va como un furtivo.

 

En la casa de A de Meus, la mano en la puerta, llamando hacia fuera. Dentro, lo que lo recibe con más familiaridad es el mantel de hule de la mesa, donde quedó una botella expósita. Tiene por el ecuador la marca del vino tinto, la línea seca de una marea. En la hora del crepúsculo, Fins caminó por la carretera de la costa. Estuvo parado en el crucero del Chafariz, allí donde siempre esperaba el coche de línea. Metió las manos en los bolsillos del pantalón. Un hombre normal debía llevar siempre algo suelto. Dudó. Tenía una buena excusa para no seguir adelante. Pero cuando se dio cuenta, ya los pies lo habían puesto allí, en la puerta del Ultramar. Llegaba el sonido de un bullicio de anochecer de viernes.

Sin llegar a tocar el pomo, se echó a un lado y miró al interior. Las novedades luminosas de la rock-ola y de las máquinas de juego.

Tras el cristal, en aquella gran redoma, fermentaba el recuerdo. Brotaba la vida al son de la música. Y él estaba por fuera. Al margen.

Rumbo llenaba los vasos colocados en una bandeja, sobre la barra.

Un poco más al fondo, por el lado exterior de la barra, Leda y Víctor. Él, sentado en un taburete alto, con un vaso en la mano, y con apariencia seria. Ella, de pie, juega con el dedo a encaracolar el cabello del hombre taciturno. En ese momento, el gesto burlón y seductor es el centro del mundo. Un gesto que él reconoce, que dice: «¿Dónde estás?». Leda se vuelve para atender la llamada de Rumbo.

Fins pudo entonces verla de frente. La alfarería del tiempo mejoraba cualquier recuerdo. Temió ser visto, él, que ya era un experto en ángulos de sombra. Un especialista en sombras. Era capaz de medir el grosor textil de las sombras. Había sombras de raso, de lana, de algodón, de nailon, de tergal, de terciopelo. Transparentes. Impermeables. Pero cuando reanudó la observación, ella se iba de espaldas con la bandeja en la mano. Desde el ojo del catafalco, le volvió a doler la vida. Venía gente. Se escabulló apartándose del picor de los focos.

 

 


Date: 2016-01-03; view: 762


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