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Capítulo III 22 page

—Hemos venido –le dijeron– porque tenemos pruebas sobradas de su amor a Barcelona, esta ciudad que usted honra con su presencia y sus actividades; también porque nos consta su proverbial generosidad.

—Díganme de cuánto se trata –preguntó con sorna.

—El caso es éste –le dijeron sin inmutarse; eran todos viejos cocodrilos–: Hemos recibido comunicación del Ministerio de Asuntos Exteriores en el sentido de que una persona de sangre real, un miembro de una casa reinante visitará en breve la Ciudad Condal. Es una visita de carácter privado, por lo que desde el punto de vista oficial no hay presupuesto, usted ya nos entiende. Por otra parte, no podemos permitir, y así nos lo ha indicado el propio Ministerio, recogiendo en ello el sentir de Su Majestad el Rey, que Dios guarde, no podemos permitir, repetimos, que esta ilustre visita quede sin agasajo. En dos palabras: la manutención y pasatiempos de la ilustre visita y sus acompañantes, o eso al menos nos ha sido dado a entender, tendríamos que sufragarlo de nuestros bolsillos.

Preguntó ante todo de quién se trataba. Tras muchas vacilaciones, en el máximo secreto le dijeron que de la princesa Alix de Hesse, nieta de la reina Victoria, ahora más conocida como Alejandra Fiodorovna, esposa de Su Alteza Imperial el zar Nicolás II. Este dato le dejó frío: no sentía el menor interés por los Romanof, a quienes consideraba unos zánganos; en cambio seguía con curiosidad las andanzas de los conspiradores maximalistas, de Lenin, de Trotski y de otros, sobre cuyos pasos le mantenían informado sus confidentes en Londres y en París, donde se encontraban ahora, y cuyos proyectos descabellados había pensado a veces financiar de cara a futuros negocios. Ahora la entrevista le parecía absurda. ¿Qué interés reviste para mí atender lo que me piden estos individuos?, se dijo. ¿De qué me sirve a mí congraciarme con ellos? Sabía que no eran tontos: por el contrario, muchos de ellos se contaban entre los financieros más sagaces. Pero todos salvo él ignoraban lo que no tenían delante de las narices, lo que ocurría más allá de las puertas de sus despachos; no sabían de aquel mundo de miserables, locos y ciegos que vivía y se reproducía en la oscuridad de los callejones. Él conocía bien aquel mundo: en los últimos tiempos había percibido el latido de la revolución en ciernes.

—Déjenlo en mis manos –dijo–. Yo me ocuparé de todo.

Al bajar las escaleras todavía pronunciaban discursos de agradecimiento. Una larga hilera de carruajes les aguardaba para conducirlos a sus palacetes del paseo de Gracia. Una lluvia fina hacía relucir las capotas de los coches y los guardamontes de las bestias. En torno a las farolas de gas y a las linternas de vela de los coches se formaba un halo amarillento. Desde el portal respondió a los saludos agitando la mano. Toda mi fortuna y todo mi prestigio los heredarán mis hijas, iba pensando, y los chulos que las encamen. Bien empleado me está por haberme casado con una idiota. Ahora la zarina y su séquito desembarcaban de incógnito en la Puerta de la Paz. La lluvia que había empezado a caer la tarde de la entrevista había cesado escasas horas antes. En los charcos del suelo se reflejaban las copas de los plátanos frondosos, cuyas ramas agitaba la brisa húmeda y desagradable. Mal día para recibir a su alteza imperial, masculló el marqués de Ut.



Ambos fumaban en el coche de éste, un Broughman de caoba tirado por cuatro caballos ingleses. Detrás esperaba un ejército de simones y góndolas alquilados para conducir al séquito a los aposentos que habían sido reservados en el Ritz.

No respondió al comentario del marqués: dos días atrás había recibido una carta firmada por Joan Bouvila. Pensó que sería de su padre, pero al leerla descubrió que quien le escribía era su hermano, cuya existencia había echado al olvido. En esa carta le decía que su padre se hallaba postrado en el lecho de muerte. "Apresúrate si quieres verlo con vida", le decía. No había visto a su padre desde la breve visita que había hecho a la casa en el otoño de 1907 con motivo del entierro de la madre. En el velatorio había advertido que faltaba el pequeño Joan. Su padre le dijo que estaba haciendo el servicio militar en Africa, donde siempre había conflictos con los moros. Al volver del cementerio los vecinos los habían dejado solos por primera vez. No sé qué será de mí ahora, había dicho el americano. Él no dijo nada. El americano recorría la pieza desordenada por el visiteo con ojos escrutadores, como si esperase verla reaparecer detrás de algún mueble. Yo no sospechaba siquiera que estuviese enferma, dijo al cabo de un rato; andaba un poco encorvada y comía sin apetito últimamente, pero otros síntomas yo no supe ver, si los hubo.

Una tarde, dijo, volví a casa y la encontré muerta en aquella sillita, la que ella solía usar, frente al fuego; el agua de la olla todavía no hervía, de modo que no podía llevar mucho tiempo muerta; sin embargo, cuando le cogí la mano vi que estaba fría como el hielo. Mientras el americano hablaba él había estado abriendo puertas, curioseándolo todo. Como la mayor parte de las mujeres del campo su madre nunca tiraba nada, la casa era un almacén de inutilidades: fue encontrando retales de colchas antiguas, cacharros de cocina desfondados, una rueca rota y comida por el comején. Ahora recordaba las privaciones que ambos habían pasado juntos cuando él se fue a Cuba dejándolos solos. Hay asuntos importantes que me reclaman en Barcelona, dijo en voz alta, he de irme ya. Al bajar del tren en la estación de Bassora había preguntado tontamente por el tío Tonet, el tartanero. Por fin alguien le dijo que el tartanero había muerto muchos años atrás. Alquiló un calesín que ahora esperaba frente a la casa rodeado de pollos y gallinas. Es hora de ir yendo, repitió: El americano siguió hablando con naturalidad: He estado pensando, ¿sabes? El cacareo de las gallinas y el zumbido de los moscardones acentuaban el silencio que se producía cuando dejaba de hablar. He pensado, añadió viendo que su hijo no le animaba a proseguir, que podría irme contigo a Barcelona. Ya sabes que a mí la vida del campo nunca me ha gustado mucho; yo soy más bien hombre de ciudad, y ahora que me he quedado solo...

Onofre consultó el reloj, tomó el sombrero y el bastón y se dirigió a la puerta; el americano le iba pisando los talones.

Ya sabes que soy persona de cierto mundo, un simple patán no soy –dijo–; estoy seguro de que podrías encontrar un trabajo para mí, que podría ayudarte modestamente en tus negocios; trabajando no sería una carga económica. Salió de la casa con la vista fija en el calesín. El cochero, que parecía dormitar bajo una nube de moscas a la sombra de una higuera, se puso de pie cuando le vio salir y corrió hacia el carruaje. No había desembridado el caballo; ya estaba listo para partir. A sus órdenes, dijo. Era un hombre de espaldas anchas y cabeza redonda, rapada; había luchado en Cuba a las órdenes del general Weyler. Verdaderamente, dijo el americano, tú tienes muchas ocupaciones; yo podría dedicar el día entero a los niños. Estoy seguro, dijo él subiendo al pescante, de que Joan no tardará en volver de Africa. Cuando vuelva Joan todo será normal otra vez. Yo moveré influencias en Madrid para que lo licencien sin tardanza. El cochero desató las riendas, desfrenó el calesín y levantó el látigo. El americano se agarró con fuerza a la pantorrilla de su hijo: Onofre, por lo que más quieras, no me dejes solo; no sé vivir solo, no sé cuidarme, no sobreviviré un invierno entero sentado al lado del fuego, sin nadie con quien hablar. Por favor te lo pido, dijo. Onofre se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó todo el dinero que llevaba encima; sin contarlo se lo tendió al americano. Con esto podrá vivir holgadamente hasta que regrese Joan, dijo. El americano se negaba a coger el dinero. Vamos, padre, cójalo, dijo con impaciencia; yo sacaré más cuando llegue a Bassora. El americano obedeció, le soltó la pantorrilla que tenía sujeta con ambas manos para coger el dinero. Onofre hizo un ademán imperioso al cochero y partieron al trote. Un rostro alumbrado por una linterna de aceite asomó por la ventana del coche del marqués de Ut.

—Don Onofre, ¿podría venir un momentito? Hemos sorprendido a un individuo merodeando por aquí –dijo el recién llegado.

—¿Qué ocurre? –quiso saber el marqués. El hombre, a todas luces un agente de Bouvila, no se dignó responder.

—Tú quédate en el coche por si baja Su Alteza –dijo al marqués– . Yo voy a ver qué es eso y vuelvo en seguida.

Echó a andar en pos del hombre que sostenía en alto la linterna para alumbrarle el camino, iban sorteando rollos de soga, brincando entre los charcos. Llegaron donde había un grupo formado: cinco hombres zarandeaban a un sexto. Este último había perdido las gafas en la refriega. Dejadlo ya, ordenó. ¿Quién es? No lo sabemos, le respondieron. Le hemos registrado, pero no lleva armas; sólo un cortaplumas. Onofre Bouvila se encaró con el infiltrado, le preguntó cómo había conseguido entrar en el muelle.

—No es difícil –respondió el otro mientras trataba de desarrugar la chaqueta propinándole manotazos vigorosos–.

Había demasiada vigilancia.

Por su acento se veía que no era extranjero; tampoco parecía un menchevique ni un nihilista ni nadie interesado en hacer daño a la zarina. Le preguntó quién era y qué hacía en aquel sitio; él dijo ser periodista, mencionó el diario para el que trabajaba.

—Paseando por las Ramblas advertí los preparativos –dijo–.

Supuse que llegaba alguien importante o peligroso, de modo que burlé la vigilancia y me escondí detrás de unos bultos. Por desgracia he sido descubierto y maltratado. ¿Qué van a hacer conmigo a continuación? –añadió en tono desafiante.

—Oh, nada, nada en absoluto –dijo Bouvila–. En realidad, no hacía usted sino cumplir con su deber de informador. En este caso sin embargo desearía rogarle encarecidamente que no revelase nada de lo que ha visto. Estoy dispuesto a indemnizarle por los perjuicios que este incidente desafortunado haya podido causarle, por supuesto –al decir esto sacó del bolsillo interior de la chaqueta varios billetes de banco, contó tres e hizo ademán de entregárselos al periodista, que los rechazó.

—Yo no acepto sobornos, señor –exclamó.

—No es tal –dijo Bouvila–: un simple gesto de amistad.

Tengo puesto en este asunto un interés muy personal.

—Así mismo lo haré constar en mi crónica –dijo el periodista en tono de amenaza. Onofre Bouvila se limitó a sonreír con condescendencia.

—Lo dejo a su criterio –dijo–. Yo habría preferido que nos hubiésemos entendido mejor. Yo siempre me he entendido bien con los periodistas: soy Onofre Bouvila.

—Ah, disculpe usted, señor Bouvila –dijo el periodista–.

¿Cómo iba yo a sospechar? He perdido las gafas accidentalmente... Perdone todo lo que le he dicho y cuente por supuesto con mi silencio inquebrantable.

Se había hablado de sus negocios en la prensa por primera y última vez en septiembre de 1903, a raíz de unas expropiaciones confusas, de una de las reformas innumerables del puerto de Barcelona que nunca se llevaron a cabo: algunas personas habían sacado de este asunto beneficios inexplicables. Cuando leyó el artículo hizo llegar al periodista que lo había escrito una nota: "Me gustaría mucho tener un cambio de impresiones con usted", le decía en ella. A esto el periodista respondió con otra nota brevísima: "Fije usted mismo el lugar y la hora, pero procure que no sea de madrugada en San Severo". Con ello aludía claramente a la trampa que unos años atrás había tendido allí a Joan Sicart; la trampa había costado la vida a este último. Onofre Bouvila no se dio por ofendido. "No es usted tan importante", respondió; "venga a verme a mi despacho, estoy convencido de que podremos llegar a un acuerdo". Al día siguiente compareció el periodista. Ponga precio a su silencio y acabemos cuanto antes, le dijo cuando lo tuvo delante; no tengo tiempo que perder. ¿Quién le ha dicho que estoy en venta?, dijo el periodista con una leve sonrisa. Usted me conoce de sobras, ya sabe lo que puede esperar de mí, dijo él; no habría venido si no lo estuviera. El periodista garrapateó unos números en un papel y le mostró el papel: era una cifra exorbitante, destinada a encolerizar al otro: una verdadera provocación. Se valora usted poco, dijo Bouvila sonriendo; yo había previsto una suma más alta; téngala usted. De un cajón sacó un sobre abultado que entregó al periodista. Éste echó una ojeada al contenido del sobre, guardó silencio unos segundos, se levantó sin decir nada, se puso el sombrero y salió del despacho. Al llegar a la primera esquina le asaltaron cuatro hombres; le quitaron el sobre y su propio dinero, el que había cogido al salir de su casa para atender las necesidades del día. Luego le rompieron las dos piernas.

Cuando el periodista se hubo ido Onofre quiso regresar al coche del marqués de Ut, pero en aquel instante se puso en movimiento la comitiva. Las góndolas pasaban por su lado con entrechocar de vidrios y ruido de quincalla; tuvo que buscar refugio entre los fardos amontonados en el muelle para no ser aplastado por aquellos carros atiborrados. Unas cabras que asomaban la cabeza por una ventana le rozaron la cara con sus barbas; pudo percibir claramente su aliento apestoso. ¿Qué diablo hacen aquí estas cabras?, preguntó levantando la voz sobre los balidos lastimeros. El mujik que las cuidaba le dio unas explicaciones que no entendió. Por fin un individuo de facciones abotargadas, vestido de húsar, le gritó en mal francés que su alteza el zarevitz, que acompañaba a su madre en este viaje, no se fiaba de la leche que pudieran echarle en el té en otros países. Hasta el forraje de las cabras venía en balas de las estepas lejanas. También traían el mobiliario favorito de la zarina: su cama, sus armarios de luna, sus divanes, su piano y su buró, ciento seis baúles de ropa y otras tantas cajas de calzado y sombrereras. Tuvo que esperar a que el convoy acabara de pasar para abandonar el refugio improvisado. Por fin se encontró solo en el muelle: en la barahúnda, deliberadamente o no, nadie se había quedado a esperarle. Tenía los zapatos, las polainas y el bajo del pantalón cubiertos de fango; algunas salpicaduras habían alcanzado incluso la levita. Encontró la chistera hundida en un montón de estiércol y allí la dejó. En las Ramblas tomó un coche de punto que lo llevó a su casa; allí se cambió a toda velocidad mientras le aparejaban el tílburi más rápido de su caballeriza. Con todo, llegó al Ritz cuando el banquete que él mismo había organizado y costeado acababa de empezar. Corrió hacia la mesa presidencial, donde se veía a la zarina, al zarevitz, al príncipe Yussupof y a otros huéspedes ilustres rodeados de sus anfitriones catalanes. Al llegar a la mesa advirtió que no quedaba una sola silla libre, ni un cubierto reservado para él. El marqués de Ut, percatándose de su desconcierto, se levantó y le murmuró al oído: ¿Qué haces aquí parado como un pasmarote? Tu puesto está allá, en la mesa tres. Protestó a media voz: ¡Pero yo quiero sentarme aquí, al lado de la zarina! No digas disparates, susurró el marqués con la alarma pintada en el semblante; tú no perteneces a la nobleza, ¿quieres ofender a Su Alteza Imperial? Ahora recordaba estas escenas mientras las grúas izaban de la cubierta del buque los temibles "howitzer" alemanes y unos cañones desproporcionados que hasta entonces no se habían visto en ningún campo de batalla: eran los cañones antiaéreos, que había conseguido sacar de los cuarteles del Estado Mayor francés con enormes dispendios. Ahora al ver aquellos embalajes estrambóticos experimentaba un estremecimiento de satisfacción. En los últimos tiempos no se le presentaban estas sensaciones sino raramente; la mayor parte del año se aburría. Por las noches, en su hogar, encerrado en la biblioteca, rodeado de centenares de libros que no pensaba leer jamás, fumaba habanos y recordaba con nostalgia aquellas noches de juerga ya lejanas, en las que él y Odón Mostaza, cuya muerte ahora deploraba, veían amanecer a través de las ventanas empañadas de vaho de una casa de mancebía, rodeados de botellas vacías, restos de comida, barajas y dados, mujeres desnudas que dormían acurrucadas contra las paredes y prendas esparcidas por toda la pieza, exhaustos y satisfechos, con el inocente aturdimiento de la juventud.

 

 

 

En Madrid Su Excelencia Mohamed Torres sudaba copiosamente.

Acostumbrado a la brisa atlántica que refrescaba los patios floridos de su palacio de Tánger se asfixiaba ahora en el Palacio de Oriente, donde había recalado de vuelta de París, de entrevistarse con Clemenceau. Su perfume de almizcle provocaba arcadas en don Antonio Maura. Hasta ese momento el sultanato había mantenido una independencia precaria gracias a la rivalidad de Francia e Inglaterra; ahora Alemania pretendía instalar bases navales en las costas marroquíes, abrir mercados a sus manufacturas: ante esta eventualidad, las dos potencias rivales habían firmado un pacto en abril de 1904 y ahora Francia planeaba apoderarse de Marruecos, hacer mangas y capirotes del sultán y del gran visir, convertir Marruecos en una prolongación de Argelia. S.M. don Alfonso XIII, que escuchaba con interés los lamentos del ministro de asuntos exteriores del sultán, pensó que la solución del problema era bien sencilla.

—Chico, no te dejes –le propuso.

—Vuestra Majestad es perspicaz –dijo el emisario de Abdul Asís–, pero no podemos renunciar al protectorado de alguna gran potencia sin grave riesgo para el trono y aun la cabeza de mi señor, Su Majestad el sultán Abdul Asís.

—¿Qué opina usted, don Antonio? –dijo el Rey dirigiéndose al entonces presidente del consejo de ministros. Don Antonio Maura se encontraba en un dilema: insistir en la presencia española en Africa implicaba seguir viviendo sobre un avispero, una empresa temeraria para un país empobrecido, descalabrado por los recientes desastres coloniales; renunciar a ella equivalía a perder los últimos retazos de prestigio en el concierto de las naciones. Así se lo expuso sucintamente a Su Majestad–. Ahí me las den todas –respondió éste. Don Antonio Maura lo llevó a un rincón mientras Mohamed Torres admiraba un díptico monumental que colgaba de la pared: en él Judit y Salomé competían entre sí, parecían mostrarse mutuamente sus trofeos sanguinolentos; de las bocas lívidas del Bautista y de Holofernes colgaban sendas lenguas tumefactas. Recordó que el Profeta había prohibido la representación gráfica de la figura humana. El Rey y el presidente del consejo de ministros volvían de su conciliábulo.

—Su Majestad era partidario de abandonar Marruecos a su suerte –dijo éste–, pero he conseguido disuadirle. La comprensión de Su Majestad es proverbial –el ministro de asuntos exteriores del sultán hizo tres veces la zalema–.

También le he puesto al corriente de las demás facetas del asunto. En efecto, perdida Cuba, el Ejército ya no tiene nada que hacer y los militares inactivos son siempre un peligro: se aburren, no ascienden y duran demasiado. También le he dicho lo de las concesiones mineras y las inversiones españolas en el territorio –el ministro se llevó la diestra al corazón.

S.M. don Alfonso XIII, que a la sazón contaba dieciocho años de edad, le dio una palmada en el hombro.

—Le vamos a enseñar al Raisuli lo que vale un peine –dijo.

Ahora, cinco años más tarde, las madres de los reclutas que habían de partir para Africa volvían a manifestarse, como lo habían hecho en tiempos de la guerra de Cuba, en la estación ferroviaria, se sentaban en las traviesas y no dejaban salir al tren. Las damas de una asociación católica, que habían acudido a esa misma estación a repartir crucifijos entre la tropa, instaban al maquinista y al fogonero a que pasasen sobre ellas. No sé si a los caloyos les gustará ver cómo descuartizamos a sus madres, replicaron aquéllos. Unos y otros gritaban ¡Maura, sí! o ¡Maura, no! Era un lunes pegajoso del mes de julio de 1909. En vista de que las cosas tomaban mal cariz el marqués de Ut se personó en casa de Onofre Bouvila.

—Estamos perdidos –exclamó; traía el pelo encrespado, sin engominar, y la corbata desanudada–. El gobernador civil se niega a declarar el estado de sitio, la chusma es dueña de las calles, las iglesias arden y Madrid, como de costumbre, nos ha dejado solos.

Onofre Bouvila le ofreció una caja de cuero repujado llena de habanos. El marqués declinó el ofrecimiento graciosamente.

—No pasará nada, pierde cuidado –le dijo–. Lo peor que puede ocurrir es que te quemen el palacio. ¿La familia está en el campo?

—Veraneando –dijo el marqués–, en Sitges.

—Y el palacio, ¿está asegurado?

—Claro.

—Pues ya ves. Hazme caso –le aconsejó–: ve a pasar unos días con la mujer y los niños.

—Ya lo había pensado, pero no puedo: mañana tengo consejo de administración –dijo el marqués. Luego recapacitó–. Ahora pienso que he cometido una locura quedándome –dijo.

Onofre Bouvila sirvió dos copas de vino amontillado.

Excelente para calmar los nervios, dijo. A tu salud. De la calle llegó el estampido de un cañonazo. ¿Será posible que esto sea la revolución?, pensó. Recordó los días lejanos en que anunciaba este advenimiento entre los obreros de la Exposición Universal. Entonces era joven y paupérrimo y deseaba que todo lo que predecía no se cumpliera jamás; ahora era rico y se sentía viejo, pero no pudo evitar que un fogonazo de esperanza le iluminara el alma. ¡Por fin!, pensó.

Ahora veremos qué pasa realmente.

—A la tuya –dijo el marqués levantando su copa. Bebió de un sorbo todo el vino, eructó y se restañó los labios con el dorso de la mano. Onofre Bouvila admiraba estos modales desenfadados. Él no tiene que demostrar nada, pensó–. ¿Tú qué opinas? –dijo el marqués.

—¿A ti qué te parece? –respondió encendiendo un habano y aspirando el humo con aparente delectación–. Yo no tengo consejo y, sin embargo, no me he ido. No pienso salir de Barcelona. ¿Qué quieres que pase? –añadió viendo las facciones contraídas del marqués–. Son cuatro desgraciados, no tienen armas ni jefes. Déjales que jueguen; no disponen de otra baza que nuestro miedo –ahora recordaba aquella manifestación en la que había participado hacía más de veinte años; recordaba a la Guardia Civil, los caballos y los sables, los cañones cargados de metralla hasta la boca. De estos recuerdos no hizo partícipe al marqués–. Supón por un momento que llegasen a triunfar –siguió diciendo mientras miraba por la ventana: en el cielo azul intenso de aquella tarde de verano se levantaba una columna de humo negro. Mentalmente situó el incendio en el Raval: quizá San Pedro de las Puellas, quizá San Pablo del Campo (era esta última iglesia la que ardía)–, ¿sabes lo que pasaría? Que tendrían que venir a implorar nuestra ayuda; al cabo de unas horas el caos sería absoluto, nos necesitarían más aún de lo que hoy en día nos necesitan. Acuérdate de Napoleón –el marqués hubo de reírse a su pesar y él se retiró de la ventana por prudencia: había visto pasar a la carrera una compañía de soldados con los mosquetones en bandolera; unos llevaban una pala en la mano, otros, un pico: eran del cuerpo de zapadores. Se preguntó a dónde irían así: eran los obreros los que estaban levantando barricadas–. El tiempo todavía no ha llegado –agregó sentándose de nuevo en la butaca–. Pero un día llegará, Ambrosi, y no tan tarde que tú y yo no lo veamos. Ese día estallará la revolución universal y el actual orden de cosas basado en la propiedad, la explotación, la dominación y el principio de autoridad burguesa y doctrinaria desaparecerá; no quedará piedra sobre piedra, primero en Europa y luego en el resto del mundo. Al grito de "paz para los trabajadores, libertad para todos los oprimidos y muerte a los gobernantes, los explotadores y los capataces de todo tipo" destruirán todos los Estados y todas las Iglesias, junto con todas las instituciones y todas las leyes religiosas, jurídicas, financieras, policiales y universitarias, económicas y sociales para que todos estos millones de seres humanos que hoy viven amordazados, esclavizados, atormentados y explotados se vean libres de sus guías y benefactores oficiales y oficiosos y puedan respirar al fin en plena libertad, como asociaciones y como individuos.

El marqués lo contemplaba con ojos desorbitados. ¿Qué estás diciendo?, preguntó. Onofre Bouvila se echó a reír.

—Nada –dijo–. Lo leí en un folleto que cayó en mis manos hace tiempo. Tengo una memoria rara: recuerdo textualmente todo lo que leo. Mi mujer y las niñas están en la Budallera –añadió en el mismo tono–, en casa de mis suegros. Quédate a cenar; de todos modos hoy no podrías ir al club.

Estaban cenando cuando les sorprendió un estruendo que iba en aumento: temblaba el suelo, oscilaban las arañas, tintineaban las lágrimas de cristal y bailaba la vajilla en la mesa. El mayordomo, a quien enviaron a que averiguase qué pasaba, volvió diciendo que venía por la calle un regimiento de coraceros con sus corazas blancas y sus penachos negros y los sables desenvainados apoyados en las charreteras.

—Han sacado a la calle la caballería pesada –murmuró el mayordomo–. Quizá la cosa sea más grave de. lo que pensaba el señor.

—Tendrás que quedarte a dormir –le dijo al marqués. Éste asintió–. Puedo dejarte una de mis camisas; espero que te venga bien.

—No te molestes –dijo el marqués mirando de reojo a la camarera que retiraba el servicio–; yo me abrigo a mi manera.

Durante toda la noche fueron sonando a lo lejos los cañonazos, el tableteo de las ametralladoras, los disparos aislados de los francotiradores. A la mañana siguiente, cuando se reunieron en el comedor para desayunar, círculos oscuros rodeaban los ojos abotargados del marqués de Ut. No había llegado la prensa diaria. El mayordomo les informó de que los comercios no habían abierto sus puertas: la ciudad estaba paralizada y todas las comunicaciones con el mundo exterior, interrumpidas.


Date: 2015-12-24; view: 509


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