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Capítulo III 23 page

—No durará –dijo–. ¿Tenemos la despensa bien surtida?

—Sí, señor –dijo el mayordomo.

—¡Qué barbaridad! –exclamó el marqués–. Sitiados por las turbas y yo con lo puesto... –clavó los ojos en la doncella que le servía el café; ella enrojeció y desvió la mirada–.

¿Puedes prestarme algo de dinero? –preguntó a Bouvila.

—Todo el que necesites –dijo ésta–. ¿Para qué lo quieres?

—Para gratificar a esta deliciosa criatura –dijo el marqués señalando a la doncella con el pulgar–. Otrosí: te sugiero que la despidas hoy mismo.

—¿Porqué?

—Sosa en la cama –dijo el marqués.

Onofre Bouvila leyó la angustia más intensa en el rostro de la doncella. No debía tener más de quince años; acababa de llegar del pueblo, pero era fina de rasgos y de modales y por ello había sido destinada a servir la mesa y no a faenas más toscas. Ahora sabía que si él hacía lo que le sugería el marqués no le cabrían más opciones que el burdel o la indigencia. ¿Cómo te llamas?, le preguntó. Odilia, para servirle, fue la respuesta. ¿Estás a gusto en esta casa, Odilia?, dijo él. Sí, señor, dijo ella, muy a gusto.

—En tal caso, esto es lo que vamos a hacer –dijo dirigiéndose al marqués: tú te ahorras la gratificación, puesto que no has quedado satisfecho; Odilia sigue en la casa y yo le doblo el sueldo, ¿qué te parece?

No lo hacía por generosidad; tampoco por cálculo, porque no creía en la gratitud humana: sólo pretendía demostrar a su huésped que en su casa hacía lo que le daba la gana. El marqués y él se miraron fijamente a los ojos durante un rato.

Al final el marqués estalló en una carcajada. Así transcurrió aquella semana que luego habría de recibir el calificativo de "trágica". Jugaban a las cartas y charlaban largamente; el marqués era un conversador ameno y para Onofre Bouvila además una fuente valiosísima de datos: no había familia de alcurnia con la que el marqués de Ut no estuviera emparentado y cuyas intimidades no conociera. No era difícil sonsacarle: nada le gustaba tanto como referir sucesos triviales con todo lujo de detalles. En este anecdotario banal Onofre veía ranuras por las que atisbar aquel mundo hermético, polvoriento y algo triste cuyas puertas siempre habría de encontrar cerradas.

Luego, por las noches, después de cenar, enviaban al mayordomo a la azotea; si regresaba diciendo que no había peligro subían a fumar los cigarros y beber el coñac acodados en la balaustrada, contemplando el resplandor de los incendios. Al final, cansados de esta monotonía, enviaron una nota humorística al gobernador civil: Pon fin a esta situación, que se nos están acabando los puros, le decían. Fue una semana muy grata; en ella Onofre creyó haber recuperado los lazos incomparables de la amistad masculina. Ahora veía al marqués sentado a la mesa presidencial, junto a la zarina, y comprendía que todo había sido un sueño breve.



 

Sobre la mesa había sido colocado un baldaquín de seda encarnada coronado por las armas de los Romanof; las paredes del salón habían sido cubiertas igualmente de arambeles de seda; en cada esquina habían sido colocadas sobre repisas móviles cuatro grupos escultóricos de escayola hechos especialmente para la ocasión; del techo colgaban seis arañas provistas de tres círculos de velas; entre las arañas y los candelabros iluminaban el salón cuatro mil velas de cera de abeja; los cubiertos eran de plata en todas las mesas y de oro en la mesa presidencial; la vajilla, de porcelana de Sévres.

Viendo aquel esplendor cuyo costo exacto conocía, rememoraba ahora la semana trágica. Perdido en estos pensamientos, ajeno al festejo, le sobresaltó la voz profunda de su vecino de mesa: Está usted pensando en la revolución, caballero, le oyó decir. Reparó en él por primera vez: era un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, de facciones rudas, campesinas, no desagradables; una barba enmarañada le llegaba hasta donde acababa el esternón; vestía una sotana añil que le hacía parecer aún más alto y delgado y desprendía un olor intenso a vinagre, incienso y oveja. De su aspecto general y de su mirada penetrante y alucinada dedujo que le habían sentado junto a uno de esos monjes ignorantes, cerriles, astutos, supersticiosos y fanáticos, serviles hasta la abyección, que a menudo conseguían enquistarse en el cortejo de los poderosos.

Luego supo que se llamaba Gregori Yefremovich Rasputín; contaba entonces con la protección de la zarina, porque había curado la hemofilia del zarevitz cuando ya los médicos habían renunciado a ello. De él se contaban cosas extraordinarias:

que tenía poderes hipnóticos y proféticos, que leía el pensamiento y que hacía milagros a su discreción. Su influencia a partir de esa fecha habría de ir en aumento, dominar la corte, convertirse en auténtica tiranía; con el tiempo él habría de distribuir cargos y honores, en un futuro no lejano se harían y desharían carreras y fortunas a su sombra hasta que una conjura encabezada por aquel mismo príncipe Yussupof que ahora degustaba en el Ritz la escudella y la carn d.olla lo asesinara en 1916. Poco después, tal y como él había predicho, estallaría la revolución que había de marcar el fin de los Romanof en la fortaleza. de Ekaterinburgo, pero entonces, cuando acompañó a la zarina en su viaje a Barcelona, esa influencia estaba aún en los albores. A Onofre Bouvila, su compañero de mesa, le relató cómo unos años antes había sido testigo de aquel domingo sangriento de triste recuerdo: asomado a un balcón del segundo piso del Palacio de Invierno sostenía en brazos a la Gran Duquesa Anastasia, poco menos que un bebé, y tenía cogido de la mano al zarevitz; desde el balcón contiguo el Gran Duque Sergei hacía carantoñas a los niños. Rasputín, abríguelos bien, que hace mucho frío, le decía de cuando en cuando. Él era en aquellas fechas la persona más influyente, porque contaba con la confianza plena del zar Nicolás. En febrero de ese mismo año un anarquista llamado Kaliaef arrojó una bomba al paso de la carroza en que viajaba. De la carroza, los caballos y el Gran Duque no quedó más que un montón de escombros humeantes. Desde la ventana del primer piso el Gran Duque Vladimir, en consulta con el Estado Mayor, decidía minuto a minuto lo que convenía hacer. Obremos con sutileza, dijo. Cuando la manifestación desembocó en la plaza la dejó avanzar. ¿Qué piden?, preguntó el zar. Una constitución, alteza, le respondieron. Ah, dijo el zar. El Gran Duque Vladimir ordenó abrir fuego sobre la manifestación. En pocos minutos la manifestación se deshizo. Creo que esta vez lo hemos hecho bien, dijo. En la plaza quedaron más de mil cadáveres. Ahora el monje lunático lamentaba no haber podido decidir el curso de la acción ese día. Yo sé cómo evitar la Revolución, dijo. Comía con voracidad, como un ogro. Onofre Bouvila se mostró interesado. A medida que hablaban se afianzaba en su primera impresión, pero la personalidad del orate le atraía inexplicablemente.

 

—Onofre Bouvila, ¿es usted?

Miró al hombre que le interpelaba en el andén: una cara rústica, seca y surcada de arrugas prematuras, los ojos hundidos, el pelo ralo. Dijo que sí. Yo soy Joan, dijo el hombre del andén. Los dos hermanos se estrecharon la mano fríamente. Joan Bouvila tenía veintiséis años cuando vio a Onofre por segunda vez; coincidieron en el entierro del padre, muerto la noche anterior. Es una pena que no hayas llegado a tiempo, le dijo; no dejó de llamarte hasta el último momento.

No respondió a esto. El veterano de la guerra de Cuba que ahora conducía un calesín, el mismo que le había llevado de la estación a su casa unos años atrás, cuando murió la madre, venia ahora a su encuentro: le recordaba aún, pese al tiempo transcurrido, le dijo, quería ser el primero en ofrecerle sus servicios. Iremos a pie, dijo Joan, estamos a dos pasos.

Onofre le dio una propina al cochero: Por su buena memoria, le dijo. Joan observó de reojo este gesto. La capilla ardiente había sido instalada en el oratorio de las monjas que regentaban el asilo de ancianos de Bassora. Este asilo ocupaba un edificio macizo, de muros de piedra y tejado de pizarra; todas las ventanas tenían rejas y el jardín estaba rodeado de una tapia alta. A ambos lados del asilo se levantaban sendos edificios de vivienda. A las ventanas estaban asomados los asilados para verle pasar por el sendero del jardín.

—No sé cómo han averiguado que venía –dijo la madre superiora, que había acudido a recibirles a la cancela–; en estos sitios no hay secretos. No le extrañe tanta expectación –agregó en tono confidencial–; su pobre padre en los raros momentos de lucidez no hacía otra cosa que hablar de usted a todo el mundo. La hermana Socorro, que lo atendió desde su ingreso en el centro, se lo puede decir. ¿Verdad, hermana?

–dijo dirigiéndose a una monjita de rostro ovalado y piel muy blanca, casi transparente, que se les había unido en el vestíbulo umbrío. La monjita bajó los ojos en presencia de Onofre y de su hermano Joan; abrió la boca, pero no dijo nada–. En esas ocasiones siempre repetía lo mismo –continuó diciendo la madre superiora–: esto es, que usted vendría a buscarle; creía firmemente que estaba usted a punto de llegar.

Entonces, decía, se iría con usted a vivir a Barcelona; allí vivirían rodeados de comodidades y de lujos. Esto hizo que algunos ancianitos, llevados de su credulidad, llegasen a envidiarle, que le guardaran rencor. Parecían ver en su actitud una especie de altivez; pero esto, ya le digo, sólo ocurría ocasionalmente. Su padre era un hombre de imaginación muy viva. Calenturienta, casi me atrevería a decir.

Mientras hablaba iban recorriendo pasillos larguísimos, desiertos. A los lados de estos pasillos había puertas cerradas. El suelo de baldosas llamaba la atención por su limpieza, reflejaba las figuras como un estanque de agua serena. Al doblar un recodo se tropezaron con una monja fornida que fregaba de rodillas el embaldosado. Sobre el hábito llevaba un delantal gris. El suelo recién fregado desprendía un olor picante. Llegados a la capilla Onofre miró con desaliento aquel rostro demacrado que ahora veía en el féretro, iluminado por la llama oscilante de dos cirios: aquel rostro inexpresivo de pergamino que cancelaba todos sus recuerdos precedentes. Ya pueden cerrar la caja, dijo.

—Durante su estancia entre nosotros –dijo la madre superiora–, a pesar de lo que le acabo de contar, hizo algunas amistades entre los ancianos. Ahora les gustaría asistir al responso, si usted lo autoriza.

Dos monjas trajeron a un grupo de ancianos que arrastraban los pies al andar. No todos habían conocido en vida al americano, pero ahora se habían sumado al triste rebaño con argucias para no perderse aquel entretenimiento inesperado.

Todos vestían harapos. Dependemos de la caridad, por lo que nuestra situación pecuniaria es angustiosa, dijo la madre superiora. Concluida la ceremonia, cuando se disponían a salir camino del cementerio, la hermana Socorro le tiró de la manga.

Venga, susurró, le enseñaré una cosa. Se dejó conducir hasta una puerta estrecha pintada de azul. La monjita abrió la puerta con una llave enorme que llevaba prendida al hábito por una cinta. La puerta daba a una alacena oscura. La monjita entró en la alacena y reapareció con un amasijo de mimbres en la mano.

—Enseñamos a los enfermos a tejer cestas –le dijo–. Su padre estuvo haciendo esto: no tenía mucha habilidad manual y nunca pasó de ahí. La verdad es que ya estaba muy mal cuando nos lo trajo su hermano, hace casi un año. Él pagó el mimbre; en realidad, les pertenece.

A la vuelta del cementerio llevó a su hermano a comer al mismo restaurante en el que muchos años antes su padre y él habían encontrado casualmente a Baldrich, Vilagrán y Tapera.

Los dos hermanos apuraron la sopa en silencio. Mientras esperaban el primer plato Onofre dijo: Tenía la intención de venir, pero me fue imposible. Tenía una cena con la zarina, nada menos.

—Yo no sé qué es una zarina –dijo Joan–. Tampoco te reprocho nada; a mí no me tienes que pedir disculpas.

—Por descontado –dijo Onofre–, todos los gastos en que hayas incurrido corren de mi cuenta.

—He estado pensando en vender las tierras –dijo Joan como si no hubiera oído lo que su hermano acababa de decirle–. Para eso necesitaré tu consentimiento, por escrito –miró fijamente a Onofre. De su silencio infirió que esperaba oír la continuación antes de pronunciarse–. Luego me iré a Barcelona.

No me digas nada –agregó apresuradamente, viendo que su hermano se disponía a hablar; onofre reconoció en él una expresión característica de su madre. Entre los dos habían dado cuenta del porrón, aunque Onofre apenas había bebido un par de sorbos.

—No grites –le dijo–. Aquí somos conocidos; todo el mundo está pendiente de nosotros.

—¡Me importa un bledo! –gritó Joan.

—¿Lo ves? –dijo Onofre sonriendo–. No eres tan listo como te figuras. Cálmate y escucha el plan que he venido expresamente a proponerte –batió palmas y al camarero que acudió le encargó que rellenara el porrón–. Sé muy bien lo que piensas; aunque apenas nos conocemos, no podemos ser tan distintos. Por fuerza hemos de entendernos bien. Estás harto de trabajar la tierra, ¿verdad? Harto del campo. ¿Cómo te voy a llevar yo la contraria? –le pasó el porrón; advirtió que Joan bebía mecánicamente; a medida que bebía se amortiguaba el brillo de sus ojos hundidos–. La tierra no da nada, eso lo sé yo bien. La riqueza está en los bosques. A esto vamos a dedicarnos a partir de ahora: a los bosques. El bosque no da trabajo, crece solo. Nada más hay que vigilar que no venga otro antes y se lleve la madera. Por la madera pagan verdaderas fortunas en las ciudades, pero alguien tiene que estar aquí, vigilando el bosque, la fuente de nuestra riqueza.

—No sé a quién quieres engañar con estas fantasías –dijo Joan–. Los bosques son de todos; nadie se los puede apropiar –había bajado la voz; tampoco él podía escapar al influjo de Onofre Bouvila: ahora cara a cara el odio acumulado durante todos aquellos años parecía pasar a un segundo plano, era vencido en contra de su voluntad por una mezcla de curiosidad y codicia.

—Hasta ahora han sido de todos –dijo Onofre–, o sea, estrictamente de nadie; pero si el valle entero se convirtiera en una entidad pública, si en vez de ser una parroquia fuera un municipio, todas las tierras que no fueran propiedad privada, todas las tierras de nadie serían tierras comunales, estarían sometidas a la administración del ayuntamiento, es decir, del señor alcalde... ¿A ti te gustaría ser alcalde, Joan?

—No –dijo Joan.

—Pues ya puedes ir cambiando de opinión –dijo Onofre.

Aquella conversación, el afán inexplicable de ganarse a su hermano, al que apenas conocía, en cuyos ojos sólo leía un resentimiento brutal, le había costado mucho dinero e innumerables gestiones que ahora recordaba. La aparición súbita de dos carabineros en el muelle le sobresaltó.

Advirtiendo el efecto de su presencia se llevaron la mano a la visera de la gorra: Usted perdone, don Onofre, no era nuestra intención darle un susto, dijeron. Buscamos unos alijos de tabaco, le dijeron. No había vuelto a ver a Joan desde el día del entierro: no había estado presente cuando tomó posesión de la alcaldía ni sabía nada de su gestión; periódicamente llegaban a sus almacenes del Pueblo Nuevo la madera y el corcho, en los que las montañas de aquella zona eran ricas. Y sin embargo, pensaba ahora, no tengo más familia, ningún vínculo de sangre sino Joan, un hijo imbécil y dos niñas cursis. Sólo los insensatos cortan sus raíces definitivamente, pensó.

 

 

 

Su hermano y él se habían separado apenas concluyeron la comida. Entre ambos persistía la frialdad del encuentro, pero habían llegado a un acuerdo. Ahora caminaba solo por las calles de Bassora. Joan había emprendido el regreso a casa a las dos y media, aprovechando las horas de luz que quedaban; su tren, en cambio, no salía hasta las ocho. Aquella ciudad que de niño le había deslumbrado ahora le parecía insulsa y fea; la atmósfera, apestosa; los viandantes con los que se cruzaba, zafios. El hollín se les ha metido en el cerebro, pensó. Sus pasos le llevaron sin proponérselo, sin ser consciente de ello, a una calle flanqueada de soportales; allí entró en una casa, subió al primer piso y llamó; a esta llamada acudió una mujer de aspecto piadoso y encogido, a quien preguntó si había vivido allí alguna vez un taxidermista. Ella le invitó a pasar al recibidor. Sí, le dijo, ese taxidermista de que hablaba era precisamente su padre; en realidad, aún vivía, ya de avanzada edad, aunque llevaba varios años sin ejercer su oficio, le dijo. Ahora vivían ambos, padre e hija, de los ahorros de aquél, modestamente, pero sin estrecheces. Al taxidermista, a cuya presencia fue conducido, le preguntó si recordaba haber disecado un mono hacía ya mucho tiempo, a lo que respondió aquél inmediatamente que sí: en su vida profesional no había tenido ocasión de disecar más monos que ése por el cual preguntaba ahora, le dijo; recordaba que había sido un trabajo difícil, porque la anatomía del mono le resultaba desconocida y por tratarse por añadidura de un ejemplar pequeño, de huesos frágiles en extremo; por eso mismo había puesto en la obra mucho empeño, le explicó: había dedicado muchas horas al trabajo, pero al final le había quedado muy bien; él mismo lo reconocía sin falsa modestia. Luego habían pasado los meses sin que el dueño del mono reapareciera; también a él lo recordaba con precisión, a pesar de haber transcurrido varias décadas: era un hombre vestido de blanco, con sombrero de paja y bastón de caña, al que acompañaba un niño. Ya ve usted si tengo la cabeza clara para mi edad, acabó diciendo el viejo taxidermista. Padre, no haga esfuerzos, dijo la mujer. En un aparte le explicó a Onofre Bouvila que se excitaba con facilidad y luego no podía dormirse hasta altas horas. ¿Qué fue del mono?, le preguntó desoyendo las súplicas de la hija.

El anciano hizo un esfuerzo visible por recordar. Lo había tenido guardado un tiempo en un armario para preservarlo del polvo. Luego, convencido de que nadie lo reclamaría ya, lo había colocado en el taller sobre una repisa, a modo de enseña. ¿Y luego? Luego no recordaba, dijo. La hija salió en su ayuda. Sí, padre, se lo quedó el señor Catasús, ¿que ya no se acuerda usted?, le dijo. Ah, sí, dijo el taxidermista jubilado. El señor Catasús y su cuñado solían traerle piezas de caza mayor para que las disecase: eran sus mejores clientes. Nunca menos de un corzo, dijo; a veces, un jabalí.

Habían visto el mono y se habían encaprichado; ya hacía años que el mono estaba allí, sobre la repisa. No consideró faltar a ninguna norma regalando el mono a unos clientes tan especiales.

La familia Catasús vivía en las afueras, en una casa pairal que el veterano de la guerra de Cuba, al que encontró en la parada de coches contigua a la estación, dijo conocer bien. Ya en la casa entregó a la criada su tarjeta de visita. Mientras aguardaba en el zaguán pensó que estaba cometiendo una tontería. De las decisiones absurdas se siguen siempre resultados fatales, se dijo. Quizá lo mejor sería renunciar a este disparate sentimental ahora, cuando aún es tiempo, reflexionó. El propio Catasús salió a su encuentro. Era un sesentón orondo, jovial y campechano. Bouvila, le dijo, ¡cuánto honor! Había oído hablar mucho de él; tenían conocidos comunes; también había llegado a sus oídos el banquete ofrecido días atrás a la zarina, le dijo. Estas cosas aquí en provincias tienen siempre una gran repercusión, confesó riéndose con llaneza. Pero, ¿a qué debía el placer de la visita? Un asunto privado, dijo él; lo expuso en pocas palabras. Le parecerá a usted absurdo que ahora muestre tanto interés por ese mono, acabó diciendo. No, no, de ningún modo, repuso Catasús con simpatía, sólo que, añadió, lamento no poder complacerle como habría sido mi deseo. Le refirió cómo su cuñado, un tal Esclasans, dueño de una destilería, habiendo visto el mono un día en casa del taxidermista, tuvo la ocurrencia de bautizar un aguardiente con el nombre de "Aguardiente del Mono"; ya había conseguido que el taxidermista le regalase el mono, cuya imagen se proponía usar como reclamo del producto, cuando el abogado que gestionaba sus asuntos en Barcelona le escribió para informarle de que ese nombre comercial había sido registrado con anterioridad; por pura coincidencia ya había en el mercado un anís que llevaba el mismo nombre. Durante cierto tiempo el mono había pasado a ser juguete de los niños; cuando éstos crecieron fue arrumbado en el desván; finalmente, apolillado y maltrecho fue arrojado a la basura.

—Es notable, con todo –dijo Catasús al término de su relato–, que después de tanto tiempo haya podido usted reconstruir la trayectoria de ese mono íntegramente –miró el reloj de péndulo como si quisiera desembararze en ese mismo instante de él y no supiera cómo. También él buscaba una fórmula que le permitiera abandonar la casa–. Pero veo que aún faltan más de dos horas para que salga su tren y estamos a dos pasos de la estación, como quien dice. Pase, hágame el favor.

Nos gustaría mucho que compartiera con nosotros un modesto refrigerio. Como ve, tenemos una pequeña reunión de familia.

Se dejó conducir a un comedor amplio, de techo artesonado y muebles de roble en el que había unas doce o trece personas.

Catasús procedió a hacer las presentaciones, a las que apenas prestó un interés pasajero. Algunos de los reunidos eran hijos de Catasús, con sus respectivas esposas; otros eran parientes de distinto grado de proximidad. Por último le fue presentado un sujeto pintoresco a quien Catasús llamó Santiago Belltall.

—Santiago es inventor –dijo Catasús por toda referencia.

Del tono de sorna que creyó percibir en su voz y de las miradas de complicidad ruiseña que le lanzaron los presentes dedujo que se trataba de uno de esos parientes pobres o desgraciados, estrafalarios y algo tontos que acaban convirtiéndose en bufones de su círculo por inadvertencia.

Santiago Belltall, cuyo nombre habría de quedar unido a su vida para siempre, contaba a la sazón veintiocho años, pero aparentaba el doble de su propia edad: tenía el aspecto desnutrido y fatigado del hombre que ha dejado de comer y de dormir por causa de una obsesión; la melena pajiza, grasienta y lacia, los ojos saltones y húmedos, la nariz larga y la boca ancha, de labios finos y dientes grandes acentuaban su aspecto irrisorio; tampoco una chaqueta de lana vieja y rezurcida, una corbata deshilachada y chillona, un pantalón demasiado corto y unas alpargatas de cáñamo movían a respeto. Aunque de sobra se veía que subsistía gracias a la caridad ajena, apenas probaba los bollos y confites que tenía a su alcance sobre la mesa.

Ambos se miraron largo rato. Por un instante creyó ver ante sí a aquel otro muchacho alunado, a quien nunca había llegado a conocer realmente, que había emigrado a Cuba con la cabeza cargada de fantasía y había regresado con el ánimo roto y la fantasía intacta. Ahora esta imagen se superponía fugazmente a la del triste despojo a cuyo entierro acababa de asistir. Le cruzó la cabeza esta idea ilógica: He buscado un mono inexistente sin saber por qué lo hacía; ahora la suerte me brinda a este idiota en su lugar. Antes de que pudieran intercambiar algo más que las fórmulas consabidas Catasús se puso a referir la historia del mono; esta historia fue interrumpida por uno de los comensales, que afirmó que los monos eran animales de una rara inteligencia. Había leído en un libro de viajes que los antiguos egipcios, a pesar de no creer en Dios, adoraban a los monos, añadió. Otro caballero dijo saber de buena tinta que a diferencia de lo que según el otro ocurría en el antiguo Egipto, en la China y el Japón se comía carne de mono; allí era considerada una verdadera exquisitez, añadió. Un tercero dijo que aquello no era nada:

en una zona de Sudamérica se comía carne de caimán y de serpiente. Uno dijo que eso sería probablemente en Chile. Una hermana de su padre, dijo, se había casado con un comerciante de lanas y ambos habían emigrado a Chile. Su mujer le corrigió diciendo que esos parientes a los que se refería no habían emigrado a Chile, sino a Venezuela. Era triste, comentó, que fuera ella quien tuviera que recordar estas cosas cuando en realidad no eran parientes suyos, salvo por su relación matrimonial. El que había empujado a hablar de las serpientes refirió el modo de prepararlas: una vez muerta la serpiente, dijo, la cortaban con un serrucho, hacían secciones como de un palmo de longitud aproximadamente; luego con hilo y aguja cosían cada uno de estos trozos por sus extremidades y los freían en grasa o en aceite como si fuesen butifarras; esto y los cereales constituían la dieta principal de los habitantes de esa zona de Sudamérica. Una señora dijo que a ella le habían salido unas manchas blancas en la piel. Otra le recomendó que fuera a tomar las aguas a Caldas de Bohí. Un muchacho agregó que le habían contado que las calles de París estaban abarrotadas de automóviles, que era frecuente ver en las calles de París perros y gatos y hasta burros muertos por las embestidas de los automóviles. La moda del automóvil, apostilló un señor de cierta edad, que hasta entonces se había abstenido de intervenir en la conversación, había de traer la desgracia a muchas familias. En esto estuvieron de acuerdo casi todos los presentes. Catasús dijo que aunque así fuera, no se podía luchar contra el progreso sobre todo en el terreno científico. Así iba transcurriendo la tarde. Onofre Bouvila no decía nada. De reojo observaba a Santiago Belltall, que también callaba; a diferencia de él sin embargo no hacía el menor esfuerzo por aparentar interés en lo que se decía:


Date: 2015-12-24; view: 596


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