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Capítulo III 21 page

—¡Acabemos con esta comedia grotesca! –gritó en el juzgado, sin importarle que pudieran oírle otros detenidos–.

?Qué quiere de mí¿ ?Acaso dinero¿ Porque no pienso darle un real, sépalo su señoría desde ahora. Conozco el paño: si le doy cien hoy, mañana me pedirá mil. No tiene nada que hacer.

Carece de pruebas y de testimonios, mi coartada es perfecta.

Además, todo el mundo sabe que al ex gobernador Osorio lo mataron unos filipinos.

El juez levantaba las cejas con aire de perplejidad. ?Qué ex gobernador¿, preguntó, ?qué filipinos¿ A Odón Mostaza le costó comprender que no le estaban acusando del asesinato del ex gobernador Osorio, sino de la muerte de un joven llamado Nicolau Canals i Rataplán, de quien no había oído hablar jamás. En la mañana del día de autos un hombre envuelto en una capa y tocado de un chambergo de ala ancha que ocultaba su cara había pasado ante el "comptoir" del Gran Hotel de Aragón con tal celeridad que el encargado no pudo interceptar su paso. Cuando puso en su seguimiento a varios empleados del hotel y a dos guardias que patrullaban aquel sector de las Ramblas, a esa hora muy concurridas, el intruso había desaparecido en los pisos superiores. Nunca fue hallado. Unos dijeron que se había descolgado por la fachada del edificio, que llevaba bajo la capa una maroma acabada en un garfio con ayuda de la cual había practicado el descenso; otros, aduciendo que ningún viandante dijo haber visto tal cosa, afirmaron que tenía comprados a varios empleados del hotel. De su paso fugaz no había dejado otro rastro que el cadáver de Nicolau Canals i Rataplán, a quien había asestado tres cuchilladas, todas ellas mortales de necesidad. Al día siguiente fue enterrado en el mausoleo familiar junto a los restos de su padre, igualmente asesinado. Su madre no asistió al sepelio. Era el único vástago de aquella rama de la familia Canals. Ahora el juez le mostraba el chambergo y la capa.

Mientras él estaba en el burdel la policía había registrado su casa: habían encontrado aquellas prendas y también una navaja de cuatro muelles en cuya hoja podían distinguirse aún restos de sangre pese a que había sido lavada. Desconcertado siguió negando la evidencia. Repetía con obstinación la historia de la tortuga, la gallina y el cerdo. El acusado, dijo luego el juez en el sumario, a todas luces desvaría. Le obligaron a ponerse el chambergo y la capa y presentarse así ante el recepcionista del hotel, cuya comparecencia había requerido el juez. Las dos prendas resultaron ser de su medida y el recepcionista afirmó ser aquel individuo el mismo que había visto pasar ante el "comptoir" como una exhalación. Con promesas de soborno consiguió que un oficial de juzgado hiciese llegar un mensaje al señor Braulio: No entiendo nada de lo que está pasando, pero esto me huele a chamusquina, decía en él. El señor Braulio acudió a Onofre Bouvila. Haremos que se ocupe del caso el mejor penalista de España, dijo éste.



?No sería mejor resolver la papeleta privadamente¿, dijo el señor Braulio, ?antes de que este galimatías adquiera carácter oficial¿ El abogado que se hizo cargo de la defensa se llamaba Hermógenes Palleja o Pallejá, decía provenir de Sevilla y acababa de colegiarse en Barcelona, donde quería abrir bufete cosa que luego no hizo. La mayor parte de los testigos cuya deposición solicitó el defensor no acudió a declarar: eran mujeres de la vida y habían desaparecido cuando la policía judicial fue por ellas; como carecían de documentación y eran conocidas por apodos exclusivamente les bastaba mudar de domicilio y de apodo para borrar toda huella de su pasado. Las tres que sí declararon en la vista causaron una impresión pésima en el tribunal. Dijeron llamarse la Puerca, la Pedorra y Romualda la Catapingas; en sala no se recataban de mostrar la pantorrilla, guiñaban los ojos al público, empleaban un lenguaje procaz y prorrumpían en risotadas por cualquier nimiedad. Al ministerio fiscal le decían: sí, cariño; no, mi vida, etcétera. El presidente de sala hubo de llamarles varias veces la atención. Las tres afirmaron haber estado con el reo en la mañana del día de autos, pero ante las preguntas del fiscal y aun de la propia defensa se desdijeron y acabaron confesando que se confundían de fecha, de hora y de persona.

Odón Mostaza, que no había visto jamás a tales despojos y veía que su intervención era contraproducente, quiso hablar con su abogado, pero éste, pretextando otros trabajos apremiantes, no lo fue a ver al calabozo del Palacio de Justicia, a donde había sido trasladado desde la prisión mientras duraba el juicio. Este Palacio de Justicia, inaugurado en la década anterior, estaba situado en lo que había sido el recinto de la Exposición Universal, donde Odón Mostaza había trabado conocimiento en forma brusca con Onofre Bouvila, en quien ahora cifraba sus esperanzas de salvación. Pero éste no daba muestras de inquietud: cuando el señor Braulio, que no vivía, que seguía diariamente las incidencias del juicio entre el público que abarrotaba la sala, iba a consultar con él le daba cualquier excusa para no recibirle o si le recibía desviaba la conversación hacia otros temas. El fiscal había pedido la pena máxima para el encausado en las conclusiones provisionales, que luego elevó a definitivas. Por fin el tribunal dictó sentencia: en ella condenaba a muerte a Odón Mostaza.

Paciencia, le dijo el abogado, recurriremos. Así lo hizo, pero dejando transcurrir los plazos fijados por la ley o presentando tan mal los recursos que las altas instancias los desestimaban por defecto de forma. Aislado en su celda, el matón se desesperaba. Dejó de comer y apenas dormía; cuando lograba conciliar el sueño le asaltaban pesadillas, se despertaba chillando. Los guardias de la prisión, a donde había sido trasladado de nuevo, le hacían callar, se mofaban de sus miedos y a veces entraban en la celda y le propinaban palizas crueles. Al fin acabó produciéndose en él una transformación: comprendió que debía pagar por aquel crimen que no había cometido los muchos crímenes que habían quedado impunes. En esto vio la mano de Dios Todopoderoso y de ser descreído y jactancioso pasó a ser piadoso y humilde. Pidió con insistencia ver al párroco de la prisión, a quien confesó sus culpas innumerables. El recuerdo de su vida pasada, del lodazal de vicio en que había retozado tantos años le hacía llorar con desconsuelo. Aunque había recibido la absolución de manos del confesor no se atrevía a comparecer en presencia Del Supremo Hacedor. Confía en su infinita misericordia, le decía el confesor. Ahora llevaba siempre hábito morado y un cordón gris pendiente del cuello.

El señor Braulio fue a ver nuevamente a Onofre Bouvila.

Cuando estuvo en su presencia hincó ambas rodillas en la alfombra y puso los brazos en cruz. ?A qué viene esta bufonada¿, le preguntó. De aquí no me muevo hasta que no me hayas escuchado, respondió él. Onofre Bouvila tocó un timbre; al secretario que asomó la cabeza le dijo: Que nadie nos moleste. Cuando el secretario hubo cerrado la puerta encendió un cigarro, se recostó en la silla: Dígame de qué se trata, señor Braulio.

—Ya sabes a lo que vengo –dijo–. Es un malvado, pero también es tu amigo; en los momentos difíciles estuvo siempre a tu lado. Hombre más leal no has conocido. Ni yo –agregó con la voz rota–, hombre más guapo.

—No veo a qué viene este preámbulo –dijo él.

—Comprendo que hayas querido darle una buena lección.

Estoy seguro de que ha escarmentado de una vez por todas. Yo respondo de él en el futuro –dijo el señor Braulio.

—?Y qué quiere usted que haga¿ –dijo él–. He puesto a trabajar a los mejores abogados de España, he removido Roma con Santiago, estoy dispuesto a pedir gracia a Su Majestad...

—Onofre, a mí no me digas esto –interrumpió el señor Braulio–. Yo te conozco desde hace muchos años. Eras un mocoso cuando viniste a mi pensión con una mano delante y la otra detrás. Yo sé que tú has orquestado esta farsa porque eres malo, porque no hay cosa ni persona que no estés dispuesto a sacrificar para conseguir lo que te propones y porque en el fondo siempre has envidiado a Odón Mostaza. Pero esta vez has llevado la cosa demasiado lejos y vas a tener que rectificar quieras o no. Mírame cómo estoy: de rodillas vengo a implorarte que salves la vida de ese desgraciado; como una Dolorosa tengo el corazón, atravesado por siete puñales; hazlo por él o hazlo por mí.

Viendo que Onofre no respondía dejó caer los brazos con desaliento y se levantó del suelo. Está bien, dijo, tú lo has querido así. Escucha: estos días he estado haciendo averiguaciones; sé que Garnett y tú, con ayuda de don Humbert Figa i Morera, habéis estado pasteleando con los contratos de representación firmados por Osorio y que ahora todos los bienes de Osorio en las Filipinas son prácticamente de tu propiedad. También sé que personas a tu sueldo han comprado últimamente una tortuga, una gallina y un cerdo y que han expedido por correo paquetes voluminosos. Todos estos datos no exculparán a Odón del crimen que se le imputa. Por el contrario, una investigación sobre la muerte de Osorio acabaría sacando a flote su culpabilidad, pero no se puede matar a nadie dos veces y Odón es como si estuviera muerto ya.

Sí que podría en cambio arrastrar a otros en su caída. Con esto ya sabes a lo que me refiero, acabó diciendo. Onofre no dejó de sonreír y de fumar su cigarro parsimoniosamente.

—No se ponga así, señor Braulio –dijo al fin–. Ya le he dicho que llevo hecho por mi amigo Odón Mostaza todo lo humanamente posible. Por desgracia mis gestiones no han dado el resultado apetecido. En cambio buscando la libertad de un preso y por pura casualidad he conseguido la libertad de otro.

Aquí en este cajón tengo firmado el indulto de su hija Delfina. No crea que no me ha costado influencias y dinero conseguirlo, porque las autoridades se negaban a concederlo alegando unas razones de orden público que yo personalmente comparto. Ahora, por fortuna, la cosa está arreglada. ?No sería una pena que esta orden de indulto no siguiera su curso¿

Enfrentado a semejante disyuntiva el señor Braulio abatió la cabeza y salió del despacho sin decir nada; por las mejillas le corrían las lágrimas en abundancia.

 

En la capilla destinada a los reos de muerte dos congregantes de la Archicofradía de la Purísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo colocaron el Cristo de la Hermandad alumbrado por seis velas. De conformidad con las normas de la cofradía llevaban vesta y capuz, cinturón de cuero negro y rosario y el escudo de la Archicofradía cosido al pecho como distintivo. Esta archicofradía, a la que correspondía auxiliar al reo en sus últimas horas y hacerse cargo luego del cadáver si aquél no tenía familiares que lo reclamasen, había sido establecida en Barcelona el año 1547 en la capilla del Santísimo Sacramento, conocida comúnmente por capilla de la Sangre, en la iglesia de Nuestra Señora del Pino; precisamente en el número uno de la plaza del Pino tenía hasta hace poco su domicilio social. Odón Mostaza oraba con la espalda doblada y la frente contra el suelo frío y húmedo. Estaba en un lugar aislado de la prisión, separado ya del mundo exterior; sólo podían visitarle las autoridades competentes, el médico de la prisión, los sacerdotes y los miembros de la Archicofradía y por disposición expresa de la ley un notario "por si el reo quisiere otorgar testamento o ejecutar cualquier acto oral".

Cada minuto parece un siglo, pensó, pero los minutos y los siglos parecen transcurrir con la misma velocidad. En la prisión reinaba el silencio: los paseos habían sido suspendidos así como los demás actos interiores "que pudieran turbar el recogimiento debido". En el patio se habían congregado ya las personas que debían asistir a la ejecución, esto es, "el secretario judicial, los representantes de las autoridades gubernativa y judicial, el jefe y los empleados de la prisión que éste designe, los sacerdotes e individuos de la asociación de caridad que auxilie al reo y tres vecinos designados por el alcalde, si voluntariamente se prestasen a concurrir". Las ejecuciones habían dejado de ser públicas pocos años antes, por Real orden de 24 de noviembre de 1894.

Esta medida había suscitado críticas vivas: "De este modo", leemos, "ha perdido en España la pena de muerte su ejemplaridad, sin ventaja ni compensación alguna, ya que los relatos de la prensa no sólo excitan la curiosidad sino que rodean al criminal de una aureola perniciosa". Ahora los tres vecinos miraban atentamente al verdugo, que verificaba el buen funcionamiento del garrote. Este instrumento consistía en una silla provista de respaldo alto, del cual salía un torniquete acabado en un corbatín de hierro a modo de dogal; éste, aplicado a la garganta del reo, la iba oprimiendo hasta producir la muerte por estrangulación. Su Majestad don Fernando VII por Real Cédula de 28 de abril de 1828 y "para señalar la grata memoria del feliz cumpleaños de la reina"

había abolido la muerte en horca, usada hasta entonces en toda España, y dispuesto que en adelante se ejecutasen "en garrote ordinario los reos pertenecientes al estado llano, en garrote vil los castigados por delitos infamantes y en garrote noble los hijosdalgo". Los condenados a garrote ordinario eran conducidos al cadalso en caballería mayor, es decir, mula o caballo, y llevaban el capuz pegado a la túnica. El capuz, como su nombre indica, era una suerte de capa con capucha y cola, que se ponía encima de la demás ropa y se usaba normalmente en los lutos. Los condenados a garrote vil eran conducidos al cadalso en caballería menor, o sea, borrico, o arrastrados, si así lo disponía la sentencia, y con el capuz suelto. Por último los condenados a garrote noble eran conducidos en caballería mayor ensillada y con gualdrapa negra. Estas distinciones habían perdido todo su sentido al dejar de ser públicas las ejecuciones. Cuando se abrió la puerta de la celda Odón Mostaza no quiso levantar la cara del suelo. Cuatro manos lo levantaron por las axilas. Una voz murmuraba: Señor, ten piedad de mi alma. Repetía la frase maquinalmente para no pensar. Al salir a la intemperie abrió los ojos. Delante de él iban los archicofrades y congregantes llevando el Cristo que había estado hasta ese momento en la capilla. Vio la luz blanquecina del amanecer de un día sin nubes. pensó: qué más le daba a él ya que saliera el sol o no ese día y los días sucesivos. Al fondo del patio vio el garrote, el grupo de testigos y el verdugo, algo retirado. Uno de los testigos tiró al suelo el cigarrillo que fumaba y lo aplastó con el zapato. Junto al muro vio un ataúd de madera oscura; la tapa estaba apoyada contra el muro. Le flaquearon las rodillas, pero los guardias que lo sujetaban por las axilas impidieron que diera en tierra. Que no se diga, pensó.

Enderezó la espalda y levantó la cara. Pueden soltarme, quiso decir, pero no le salió la voz: emitió un ronquido que venía del fondo del pecho. Dadas las circunstancias no se puede pedir más, bromeó consigo mismo. Cada paso que daba sin caerse le parecía un triunfo. Arrastraba la hopa por el empedrado del patio. La hopa se la habían puesto al entrar en capilla. Por ley las hopas eran siempre negras, salvo para los regicidas y parricidas, que llevaban hopa amarilla y birrete del mismo color, una y otro con manchas encarnadas. La hopa era como una sotana y al verse con ella, horas antes, se había sentido humillado. Hasta ahora siempre había elegido yo mismo mi ropa, había bromeado con los carceleros. Si hubieran tardado unos meses en ejecutarlo no habría tenido motivo de queja porque la hopa para los condenados a la última pena fue suprimida por ley de 9 de abril de 1900. Se sentó en la silla y dejó que le sujetaran con una correa. El archicofrade que llevaba el crucifijo se lo acercó a los labios. Cerró los ojos y apretó los labios contra el crucifijo. No vio cómo alguien hacía un gesto discreto con la mano. Luego, cumpliendo con lo dispuesto, se levantó acta sucinta de la ejecución, que suscribieron todos los presentes. Los cofrades retiraron el cadáver para su inhumación: en la caja le cruzaron las manos sobre el pecho y le pusieron entre los dedos un rosario de metal plateado. Le cerraron los párpados y le recompusieron los cabellos que el viento había desordenado. Al verlo los cofrades cuchicheaban entre sí: Verdaderamente en toda Barcelona no había hombre más guapo que éste.

 

A esa misma hora, en el otro extremo de la ciudad, la puerta lateral de la cárcel de mujeres se abría para dejar salir a Delfina. El señor Braulio la esperaba en un coche cerrado, detenido frente a los muros sombríos. Al verla cruzar el umbral de la cárcel bajó del coche trabajosamente. Sin decir nada se abrazaron llorando. Qué delgada estás, hija, dijo el señor Braulio al cabo de un rato. Y usted, padre, ?está temblando¿, ?se encuentra bien¿, dijo ella. No es nada, hija, le dijo el ex fondista; la emoción, tal vez. Ven, sube al coche, vámonos a casa, salgamos de aquí cuanto antes. Qué delgada estás¡ Bah, no importa, yo te cuidaré. Te sorprenderá ver cuánto he cambiado.

Transcurrido un mes de la ejecución de Odón Mostaza, Onofre Bouvila pidió de nuevo a don Humbert Figa i Morera la mano de su hija Margarita, que esta vez le fue concedida de inmediato y sin reserva.

 

Capítulo V

 

 

El siglo XIX, que había nacido de la mano de Napoleón Bonaparte el 18 Brumario de 1799, acababa ahora en el lecho de muerte de la reina Victoria. Fuera de la alcoba regia, en las calles de Europa habían retumbado en su día los cascos de los caballos de la Guardia Imperial; los cañones, en Austerlitz, en Borodino, en Waterloo y en otros campos de batalla también muy célebres. Ahora sólo se oía el vaivén de los telares, el ronroneo y las detonaciones del motor de explosión. Había sido un siglo comparativamente parco en guerras; por el contrario, muy rico en novedades: un siglo de prodigios. Ahora la Humanidad cruzaba el umbral del siglo XX con un estremecimiento. Los cambios más profundos estaban aún por venir, pero ahora la gente ya estaba cansada de tanta mudanza, de tanto no saber lo que traería el día de mañana; ahora veía las transformaciones con recelo y a veces con temor. No faltaban visionarios que imaginaban cómo sería el futuro, lo que éste tenía reservado a quienes lo alcanzasen a ver. La energía eléctrica, la radiofonía, el automovilismo, la aviación, los adelantos médicos y farmacológicos iban a cambiarlo todo radicalmente: las comunicaciones, los transportes y muchas otras circunstancias de la vida; la Naturaleza sería confinada a ciertas zonas, el día y la noche, el frío y el calor serían domesticados; el cerebro humano controlaría el azar a su antojo; no había barrera que la inventiva no pudiese franquear: el hombre podría variar de tamaño y de sexo a voluntad, desplazarse por los aires a velocidades inauditas, volverse invisible según su conveniencia, aprender un idioma extranjero en dos horas, vivir trescientos años o más; seres inteligentísimos procedentes de la Luna, los planetas y otros cuerpos celestes más remotos vendrían a visitarnos, a confrontar sus aparatos con los nuestros y a mostrarnos por primera vez sus formas pintorescas. En sus sueños imaginaban el mundo como una Arcadia poblada de artistas y filósofos, en la que nadie tendría que trabajar. Otros vaticinaban desdichas y tiranías y nada más. La Iglesia católica no cesaba de recordar a quien quisiera oírla que el progreso no siempre seguía los derroteros marcados por la voluntad de Dios expresamente manifestada en sus apariciones e infundida al Sumo Pontífice, cuya infalibilidad había sido proclamada el 19 de julio de 1870. En su aversión al progreso la Iglesia no estaba sola: la mayoría de los reyes y príncipes del mundo compartían este resquemor; veían en los cambios la grieta por la que había de colarse la subversión de todos los principios, el heraldo que anunciaba el fin de su era. Sólo el "kaiser" discrepaba:

miraba con arrobo los cañones de 50 toneladas y aun mayores que salían sin pausa de la fábrica Krupp y pensaba: Dios bendiga el progreso si a mí me sirve para bombardear París. En estas consideraciones y otras parecidas iban pasando los años.

Una tarde del mes de agosto de 1913 Onofre Bouvila pensaba en el puerto de Barcelona precisamente en la fugacidad del tiempo. Había ido allí a supervisar las operaciones de descarga de ciertas cajas cuyo contenido no correspondía al conocimiento de embarque. Las autoridades aduaneras habían sido advertidas y su autorización, debidamente comprada a peso de oro, pero no quería dejar nada al albur. Mientras miraba distraído el atraque del buque recordaba el día en que había ido a ese mismo muelle a buscar trabajo. En esas fechas casi todos los barcos eran de vela y él, aún un niño; ahora veía balancearse suavemente contra la luz crepuscular de aquella tarde de finales de verano las chimeneas y los mástiles y él estaba a punto de cumplir la cuarentena. Adusto y solo miraba ahora los barcos atracados allí. Un escribiente vestido de luto riguroso vino a decirle que las cajas estaban a punto de ser sacadas de la sentina. Los embalajes, ¿han sufrido daños?, preguntó distraídamente. De las informaciones recibidas por distintos conductos había inferido que pronto habría guerra; si esto sucedía, si sus previsiones se cumplían, quien estuviera en condiciones de proveer de armas al mercado ganaría una fortuna inmensa en poco tiempo. Ahora hacía entrar de contrabando en España prototipos de fusiles, obuses, bombas de mano, lanzallamas, etcétera. Sus agentes merodeaban ya por las cancillerías de Europa. Esta idea no le era exclusiva:

tendría que forjar nuevas alianzas, granjearse enemistades, eludir añagazas y destruir a los competidores; también tendría que contar con espías de las futuras naciones beligerantes, que ya empezaban a infiltrarse en Barcelona, como en las demás ciudades del globo. ¿Para qué hago todo esto?, pensó. Su primer hijo había resultado tonto. Nacido al filo del siglo, bajo los mejores auspicios, pronto se vio que nunca sería normal. Ahora vegetaba en el Pirineo leridano, a cargo de una institución religiosa a la que financiaba con liberalidad, pero en cuyas tierras extensas no había querido poner los pies. Un segundo hijo había nacido muerto. A éste habían seguido dos niñas. El amor por su esposa, que antes había resistido tantas pruebas, que le había llevado a cometer tantos extremos, no había superado estos fracasos repetidos.

Ahora ella había engordado; del abandono en que vivía se consolaba comiendo pasteles y chocolate a todas horas; nunca faltaba quien le regalase a ella las golosinas más tentadoras creyendo que obtendría por este medio el favor de él. En estos obsequios y en la adulación constante de que era objeto se veía su riqueza y su poder; por lo demás seguía siendo un marginado. Los prohombres de la ciudad lo admiraban, no tanto por la forma en que había sabido ganar el dinero, como por la forma en que sabía gastarlo. Para ellos el dinero constituía un fin en sí; en sus manos nunca fue un medio para hacerse con el poder; nunca se les ocurrió usarlo para tomar en sus manos las riendas del país, para moldear la política gubernamental conforme a sus postulados. Si a veces habían accedido a entrar en el mundillo de la política central lo habían hecho con renuencia, quizás atendiendo ruegos de la corona; en estas ocasiones habían actuado como buenos administradores, con eficacia, sin designios, en contra de los intereses de Cataluña que antes defendían, incluso en contra de sus propios intereses. Quizá porque ellos siempre se habían considerado en el fondo un mundo aparte, desgajado del resto de España, del que no obstante no quisieron o no supieron o no les dejaron prescindir. Quizá porque todo sucedió con demasiada rapidez:

les faltó tiempo para sedimentarse como clase, para madurar como entidad económica. Ahora estaban a punto de agotarse antes de haber echado raíces en la Historia, sin haber modificado el curso de la Historia. Él, en cambio, gastaba a manos llenas, con arbitrariedad; esta arbitrariedad y otras contradicciones sembraban el desconcierto y la incertidumbre.

Ahora escuchaba el entrechocar de las jarcias, el crujido del maderamen, el chapoteo del agua contra la obra muerta de los barcos. Muchos de aquellos barcos traían y llevaban sus mercancías de las Filipinas y de otros puntos; algunos también eran suyos. Todo esto no le había redimido de sus orígenes oscuros a los ojos de la sociedad. Acudían a él porque le necesitaban, pero luego fingían no recordarlo, su nombre siempre aparecía omitido de las listas.

Un año antes había sucedido esto: un grupo de prohombres presidido por su antiguo conocido el marqués de Ut había ido a visitarle, se había hecho anunciar con mucha prosopopeya; no sin ambages le habían expuesto el motivo de esta ceremonia inútil: la mayoría de los presentes había tenido anteriormente tratos con él, a menudo ilícitos; habían comido en su mano; ahora simulaban una vez más haberlo olvidado, hacían la pantomima protocolaria.

—¿A qué debo el honor? –les preguntó. Se cedían mutuamente el asiento, se prodigaban cumplidos inacabables. Hable usted; no, no, de ningún modo, hable usted, que lo hace mejor, se decían. Él esperaba con paciencia estudiando sus caras:

algunos de ellos habían integrado aquella Junta Directiva de la Exposición Universal; ya eran potentados cuando él se colaba al rayar el alba en el recinto de la antigua ciudadela para distribuir propaganda anarquista y vender un crecepelo de su invención. Los más, sin embargo, habían muerto ya: Rius y Taulet a poco de clausurarse la Exposición, en 1889; en 1905, Manuel Girona i Agrafel, que había sido comisario regio del certamen, había costeado de su bolsillo la nueva fachada de la catedral, el fundador del Banco de Barcelona cuya quiebra ahora había arruinado a tantas familias, había desmembrado la clase media catalana; Manuel Durán i Bas, en 1907, etcétera.

Los que quedaban con vida eran ya ancianos; ninguno de ellos sospechaba que aquel hombre que ahora los observaba con ironía y desdén los había visto pasar de niño escondido detrás de unos sacos de cemento como si presenciara el paso de un cortejo inasequible.


Date: 2015-12-24; view: 571


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