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Capítulo III 5 page

El barbero le contó que había aprendido el oficio en el servicio militar; luego había trabajado a sueldo en varias peluquerías de Barcelona hasta que, deseoso de medrar en puertas de contraer matrimonio con una manicura, se había establecido por su cuenta. La boda nunca se llevó a término, le dijo. Faltaban pocos días para que se celebrasen nuestros desposorios cuando ella, de repente, se puso a llorar, le contó Mariano. Él le había preguntado qué le pasaba. Ella le confesó que hacía tiempo que estaba liada con un señor que se había encaprichado de ella; le hacía muchos regalos, le había prometido ponerle piso, ella no había sabido resistirse a tanta insistencia y a tantos halagos; ahora, sin embargo, no podía casarse con él sin ponerle al corriente de la situación.

Mariano se había quedado perplejo. Pero, ¿cuánto tiempo hace que dura eso?, fue lo único que acertó a preguntarle. Quería saber si eran unos días, unos meses o unos años; este detalle le parecía lo más importante. Ella no despejó esta incógnita.

Estaba tan turbada que no sabía lo que le preguntaban; repetía lo mismo una y otra vez: soy muy desgraciada, soy muy desgraciada. Posteriormente el barbero había porfiado por recuperar el anillo que le había regalado a ella con motivo de los esponsales. Ella se había negado a devolvérselo y el abogado al que acudió le aconsejó que no llevase el asunto ante los tribunales. Perderá usted, le dijo. Ahora, a tantos años vista, se alegraba de que las cosas hubieran sucedido de aquel modo. Las mujeres son una fuente inagotable de gastos, afirmaba. De su vida profesional, en cambio, siempre hablaba con entusiasmo:

—Un día estaba yo en una peluquería del Raval –le contó a Onofre en otra ocasión– cuando oigo un gran estruendo en la calle. Me asomo diciendo: ¿qué pasará?, ¿a qué vendrá tanto ruido?, y me veo un batallón de soldados de a caballo formado a la puerta de la peluquería. De pronto un ayudante de campo se apea del caballo y entra en la peluquería; aún me parece estar oyendo el taconeo de las botas y el ruido que hacían las espuelas en las baldosas. Bueno, pues me mira y me dice: ¿Está el dueño? Y yo: Ha salido no hace nada. Y él: ¿Y no hay nadie aquí que corte el pelo? Y yo: Un servidor; siéntese Vuestra Gracia. No es para mí, me dice él, sino para mi general, Costa y Gassol. ¿Tú te imaginas? No, claro, eres muy joven y no te puedes acordar de él. Entonces no habías nacido. Bueno, era un general carlista célebre por su valentía y su fiereza. Con un puñado de hombres solamente tomó Tortosa y pasó por las armas a media población. Luego lo fusiló Espartero, que también era un gran hombre; los dos eran de la misma talla, si quieres saber mi opinión, política aparte, que en eso yo no me meto.



¿Qué iba contando? Ah, sí, que me veo entrar al mismísimo Costa y Gassol, cubierto de medallas de los pies a la cabeza; se sienta en el sillón, me mira y me dice: El pelo y afeitar.

Y yo, cagándome, le digo: A las órdenes de usía, mi general.

Total, que hago lo que me dice y al acabar me pregunta: ¿Qué se debe? Y yo: Para usía es gratis, mi general. Y él coge y se va.

Estas anécdotas podían durar varias horas, hasta que algo o alguien cortaba el flujo de su garrulería. También, como todos los barberos de su tiempo, Mariano sacaba muelas, hacía untaduras, ponía sinapismos y cataplasmas y provocaba abortos.

A los escasos clientes que tenía trataba de venderles ungúentos salutíferos. Era muy aprensivo, padecía de la vesícula y del hígado, iba siempre muy abrigado y huía como de la peste de Micaela Castro, que le había vaticinado una muerte dolorosa a muy corto plazo. La vidente era una mujer de edad avanzada; tenía un párpado entrecerrado. Era muy retraída, sólo hablaba para predecir desgracias. Creía a pies juntillas en sus dotes proféticas; el que luego no sucediera lo que ella predecía no hacía mella en su fe, no la disuadía de seguir anunciando catástrofes. Un incendio devastador arrasará Barcelona, nadie saldrá indemne de esta hórrida pira, decía al entrar en la pieza que hacía las veces de comedor. Nadie le prestaba atención, aunque casi todos procuraban tocar madera con disimulo o hacer con los dedos algún conjuro. Nadie sabía cómo le venían a la imaginación tantos horrores, ni por qué.

Habrá inundaciones, epidemias, guerras, faltará el pan, decía sin ton ni son. Su clientela, a la que recibía en la propia pensión, en su habitación, por concesión especial del señor Braulio, que era magnánimo y la quería bien, estaba formada por personas de todas las edades, de ambos sexos y de condición muy humilde. Todos salían siempre de estas consultas cariacontecidos. Al cabo de poco volvían, sin embargo, a recibir otra dosis de pesimismo y desesperanza. Aquellas revelaciones agoreras daban cierta grandeza a su existencia monótona, quizá por eso acudían. Quizá también porque la inminencia de una tragedia hacía más llevadero el presente misérrimo en que vivían. De todas formas luego no pasaba nunca nada de lo anunciado o pasaba otra cosa igualmente mala, pero distinta. Mosén Bizancio la exorcizaba desde la otra punta del comedor, con la vista fija en el mantel, cuchicheando por lo bajo. Nunca se sentaban juntos. Como ambos vivían inmersos en el mundo del espíritu se respetaban, aunque militasen en campos distintos. Para mosén Bizancio Micaela Castro era un enemigo digno de su ministerio: la encarnación de Satanás.

Para ella mosén Bizancio era una fuente continua de seguridad, porque creía en sus dotes, aunque las atribuyera al diablo.

Mosén Bizancio, que estaba ya muy viejo y tronado, no quería morir sin ir a Roma, a postrarse, decía él, a los pies de San Pedro. También tenía muchas ganas de ver con sus propios ojos el botafumeiro, que por error creía en el Vaticano. Micaela Castro le había predicho que pronto emprendería aquel viaje a Roma, pero que moriría en el trayecto, sin avistar la Ciudad Santa. A mosén Bizancio recurrían las parroquias cercanas (la de la Presentación, la de San Ezequiel, la de Nuestra Señora del Recuerdo, etcétera) cuando alguna ceremonia solemne requería personal supernumerario o refuerzo en el coro o en el convento; también le llamaban para que hiciera de cantollanista, antifonero, versiculero, evangelistero e incluso de seise, cosas éstas hoy casi perdidas, pero en las cuales estaba versado mosén Bizancio, aunque no le sobraban facultades para ninguna de ellas. Con esto y alguna suplencia ganaba algo de dinero, lo justo para vivir sin agobios. El clérigo, el barbero, la pitonisa y el propio Onofre Bouvila ocupaban las habitaciones del segundo piso. Estas habitaciones, si no más espaciosas ni mejores que las otras, tenían la ventaja impagable de contar con balcón a la calle.

Esto las hacía alegres a pesar de las grietas del techo, los desniveles del suelo, los manchurrones de humedad de las paredes y el mobiliario fúnebre y desencuadernado. Los balcones daban al callejón, la vista que ofrecían era lóbrega, pero a ratos luminosa; a las barandas de hierro forjado de estos balcones venían diariamente a posarse unas tórtolas de plumaje blanquísimo que debían de haberse perdido o escapado y anidaban en las inmediaciones. Mosén Bizancio les daba a menudo pan ázimo que recortaba de las hostias sin consagrar.

Por esta razón seguían viniendo todos los días allí. En las otras habitaciones, las del primer piso, sin ventana ni balcón al exterior, iban a parar los huéspedes de paso.

En el tercer piso, bajo el tejado, dormían el señor Braulio, la señora Agata y Delfina. La señora Agata padecía una mezcla de gota artrítica y podagra que la tenía clavada en su silla, en un estado perpetuo de duermevela. Sólo se animaba cuando podía comer golosinas y pasteles; como el médico le había prohibido esto terminantemente, su esposo y su hija sólo le permitían probar unas migajas de dulce en fiestas muy señaladas. Aunque padecía dolores continuamente jamás se quejaba de ellos, no por entereza, sino por debilidad. A veces se le humedecían los ojos y le resbalaban las lágrimas por los carrillos tersos y rechonchos, pero su rostro permanecía impertérrito, sin expresión. Esta desgracia familiar no parecía afectar al señor Braulio. Siempre estaba de buen humor, dispuesto a enzarzarse en polémica sobre cualquier asunto; le gustaba contar chistes y también oírlos contar; por malos que fueran los celebraba con una risa contenida pero prolongada; pasaba una hora y aún se estaba riendo del chiste que le habían contado; no había público más halagador que él.

Iba muy limpio y acicalado a todas horas. Mariano le afeitaba por las mañanas y en ciertas ocasiones por la tarde de nuevo.

Fuera de las horas de comida, en las que vestía impecablemente, andaba por la pensión en calzoncillos, para no arrugar los pantalones que su hija de muy mal talante le planchaba a diario. Tenía buena amistad con el barbero, se llevaba bien con el cura y trataba con deferencia a la vidente, a cuya mesa se sentaba poco, porque cuando ella entraba en trance perdía el control de sus movimientos y ponía en peligro la pulcritud del señor Braulio. Aparte del atildamiento, su característica más notable era su propensión a lastimarse: un día aparecía con un ojo amoratado; otro, con un corte aparatoso en la barbilla; otro, con un hematoma en el pómulo; otro, con una luxación en la mano. Nunca iba sin vendas, esparadrapos o apósitos. En una persona tan celosa de su apariencia, esto no dejaba de ser raro. O es el hombre más torpe que yo he conocido o aquí pasa algo que no es normal, se decía Onofre cuando se paraba a pensar en ello. Pero era Delfina, con mucho, el miembro más enigmático de la familia, el que más inquietaba a Onofre, que sentía por ella una atracción inexplicable, pero creciente, casi obsesiva.

 

El éxito de Onofre en el reparto de panfletos era tal que había de acudir con frecuencia a la calle del Musgo a buscar nuevo material, a reponer existencias; allí se encontraba siempre con Pablo; de la asiduidad de estos encuentros nació un amago de camaradería entre el curtido apóstol y el voluntarioso neófito. Aquél se lamentaba sin cesar del encono con que la policía iba tras él desde hacía varios años; esto le obligaba a llevar aquella vida de ostracismo; él era un hombre de acción, para él la inactividad era la peor de las torturas, o así lo creía entonces; estaba desquiciado, envidiaba a Onofre la posibilidad de estar en contacto diario con las masas trabajadoras, le parecía que éste no aprovechaba con plenitud este inapreciable don, le regañaba y fustigaba por cualquier motivo real o imaginario. Onofre, que lo iba conociendo poco a poco, le dejaba hablar; sabía que en el fondo era un pobre hombre, carne de cañón. Pablo se ofendía con facilidad, le llevaba la contraria por sistema y se empeñaba en tener siempre la razón, tres síntomas inequívocos de debilidad de carácter. También necesitaba de su compañía y sobre todo de su aquiescencia para no perder el juicio.

Dependía de Onofre para su supervivencia en el mundo de los cuerdos. Pese a estos defectos, tuvo un triste final que no se merecía. En 1896, cuando estaba preso desde hacía varios años en las mazmorras del castillo de Montjuich, sus carceleros se cebaron en él a raíz de la bomba del Corpus Christi. Una mañana lo sacaron del calabozo amarrado con correas de cuero que le segaban la carne hasta el hueso y los ojos vendados. No les costaba nada llevarlo en volandas: las amarguras y los malos tratos lo habían reducido a la insignificancia, no pesaba más de treinta kilogramos. Cuando le quitaron la venda de los ojos se vio a pocos pasos del precipicio, las olas rompían contra las rocas del acantilado, al retirarse el agua reaparecían los escollos negros, afilados como el canto de un hacha. Lo habían dejado maniatado al borde de una almena del castillo, con los talones en el vacío. Una ráfaga de viento habría bastado para hacerle perder el equilibrio y acabar con él. Estuvo tentado de dejarse caer hacia atrás y poner fin a tanto suplicio, pero no quiso o no se atrevió a hacerlo. No será por mi voluntad, pensó apretando los dientes. Un teniente de rostro enjuto y tez cerúlea, cadavérico, le apoyó en el pecho la punta del sable. Vas a firmar una confesión, le dijo, o te mato ahora mismo. Si firmas, a lo mejor sales libre uno de estos días. Le mostró una declaración supuestamente prestada por él y transcrita al dictado: decía ser él uno de los responsables de la tragedia del Corpus Christi, llamarse Giacomo Pimentelli y ser italiano. Todo ello era absurdo: si llevaba varios años en prisión no podía haber participado en un acto como el que se le imputaba, cometido en la calle escasos días atrás. Tampoco era italiano, ni remotamente, aunque hasta ese momento nadie había logrado averiguar su verdadero nombre ni su origen: repetía en los interrogatorios que su nombre era sólo Pablo y que era ciudadano del mundo, hermano de toda la humanidad explotada. Lo devolvieron a su celda sin haber podido arrancarle la confesión. Allí lo colgaron por las muñecas de la puerta y lo tuvieron así ocho horas. De vez en cuando un carcelero se le acercaba, le escupía en la cara y le retorcía los genitales salvajemente.

Casi a diario repetían con él el simulacro de ejecución: unas veces anudándole una soga al cuello, otras haciéndole colocar la cabeza sobre un tronco y fingiendo que lo iban a decapitar, otras poniéndolo frente al pelotón. Por fin le flaqueó el ánimo y firmó la declaración, admitió una culpabilidad que hasta cierto punto era suya, porque a esas alturas odiaba a todo ser humano y habría matado indiscriminadamente si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo. Entonces lo fusilaron de veras en el foso del castillo, como a tantos otros, por orden expresa venida de Madrid. El hombre que había dado esta orden brutal era don Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del Consejo de Ministros por quinta vez. Unos meses más tarde, cuando Cánovas del Castillo estaba tomando las aguas en el balneario de Santa Agueda, comentó con su mujer que se había cruzado con un individuo extraño, cliente como ellos del establecimiento termal, y que aquél le había saludado con gran deferencia. Me gustaría saber de quién se trata, dijo el presidente del Consejo de Ministros. Sus ojos se habían ensombrecido con la nube de un presentimiento fúnebre del que no quiso hacer partícipe a su esposa para no causar su alarma. Cánovas vestía siempre de negro, coleccionaba pinturas, porcelanas, bastones de paseo y monedas antiguas, era muy comedido en sus palabras y detestaba cuanto pudiera parecer ostentación, como el oro y las alhajas.

Preocupado por los problemas internos y externos a que se enfrentaba el país, había dispuesto que se reprimiese a los anarquistas con mano de hierro. Nos sobran quebraderos de cabeza para que ahora venga a sumarse a ellos semejante jauría de perros rabiosos, pensaba. La dureza le parecía el único medio de soslayar el caos que veía cernirse en el horizonte de España. El individuo que le había inquietado aquel verano de 1897 era, esta vez sí, un italiano de nombre Angiollilo; se había inscrito en el libro registro del balneario como corresponsal de "Il Popolo"; era joven, de cabellera rubio ceniza, de aspecto algo decadente, muy fino de modales. Un día en que Cánovas estaba leyendo el periódico en un sillón de mimbre, en el jardín del balneario, a la sombra de un árbol, se le acercó Angiollilo. Muere, Cánovas, le dijo, muere, verdugo, hombre sanguinario y disparatado. Sacó un revólver del bolsillo y le descargó tres pistoletazos a bocajarro, matándolo en el acto. La esposa de Cánovas, enfurecida, agredió al magnicida con el abanico de nácar y encaje que llevaba colgado de la muñeca. !Asesino¡, le gritó, !asesino¡

Angiollilo se defendía de esta acusación diciendo que él no era un asesino, sino el vengador de sus camaradas anarquistas.

Yo con usted, señora, no tengo nada que ver, agregó. Los hombres rara vez se explican y cuando lo hacen, lo hacen mal.

 

Era tal la cantidad de material empleado diariamente en las obras de la Exposición, refiere un periódico de esas fechas, "que están casi agotados todos los hornos de ladrillería, sucediendo lo propio con el cemento que en grandes cantidades viene de varios puntos del Principado y del extranjero. Sólo en el gran palacio de la Industria se consumen cada día 800 quintales de este material. También los vastos talleres de hierro la Marítima y casa Girona trabajan con actividad en lo que tienen contratado de armaduras y jácenas, lo propio que varios talleres de carpintería donde se hacen ya algunas instalaciones de verdadera importancia". El recinto constaba de 380.000 metros cuadrados. Aunque inconclusos, se levantaban ya los primeros edificios construidos expresamente para la Exposición. Los de la antigua Ciudadela que aún quedaban en pie fueron embellecidos. La parte de las murallas que subsistía había sido derribada y se construían cuarteles nuevos en la calle de Sicilia para trasladar a ellos los últimos vestigios de carácter militar. Esto no quiere decir que las obras estuvieran muy adelantadas. En realidad, la fecha inicialmente prevista para la inauguración ya había quedado atrás. Se fijó otra fecha, "esta vez impostergable", la del 8 de abril de 1888. Pese a la contundencia de la decisión, hubo un segundo intento de aplazamiento que no prosperó: París preparaba una Exposición para el 89 y coincidir con París habría equivalido a un suicidio. En la prensa barcelonesa el entusiasmo inicial se había enfriado; ahora menudeaban los ataques. "Tal vez, decimos, convendría que tanto esfuerzo y tanto dinero se aplicasen a cosas más necesarias y apremiantes, y que no se despilfarrasen en aparatosas obras públicas de efecto inmediato y utilidad efímera, si alguna", argúían unos. Otros lo hacían en términos aún más duros: "Per qualsevol que coneixi la matéria, és clar i evident com la llum del dia que l.Exposicio Universal de Barcelona tal i como la projecten els que s'han collocat al front d.ella, o no arribará a realitzar–se o es fará en tals condicions, que posará en ridícul a Barcelona en particular i a Catalunya en general produint la rúina completa del nostre Municipi". Etcétera. En estas condiciones visitó Rius y Taulet las obras. Iba acompañado de numerosas personalidades; todos hacían lo que podían: saltaban de tablón en tablón, salvaban zanjas, sorteaban cables y hurtaban el cuerpo a las mulas, que lanzaban bocados a los faldones de sus chaqués. Se protegían la boca del polvo con las chisteras. El espectáculo fue del agrado del enérgico alcalde. "No estaré content", dijo, "fins arribar al vertigen".

 

Onofre Bouvila también hacía progresos. A fuerza de explicar el contenido de los panfletos que repartía había llegado a entenderlo él mismo; pudo percatarse de hasta qué punto los revolucionarios tenían razón en sus reivindicaciones. Cualquier chispa habría bastado para provocar un incendio. De todo esto hablaba él usando unas veces la lógica y otras la demagogia. Algunos de sus oyentes, convencidos, le ayudaron a propagar la idea. Las tormentas que a principios de septiembre convirtieron el parque en un lodazal, unos brotes leves de fiebre tifoidea y ciertos atrasos en el pago de los jornales debidos a la lentitud con que Madrid hacía efectivo el magro subsidio que finalmente el Gobierno había otorgado a la Exposición contribuyeron a imprimir ímpetu a esta difusión. El propio Onofre estaba sorprendido de su éxito. Al fin y al cabo, pensaba, sólo tengo trece años. Pablo se permitió una de sus contadas sonrisas. En los primeros tiempos del cristianismo, dijo, los impúberes lograban más conversiones que los adultos; santa Inés tenía tu misma edad, 13 años, cuando murió al filo de la espada; san Vito fue mártir a los 12 años. Más sorprendente aún, agregó, es el caso de san Quirze, hijo de santa Julita: con sólo tres años de edad dejó anonadado al prefecto Alejandro con su elocuencia, de resultas de lo cual éste arrojó al pequeño contra la escalinata del estrado con tal fuerza que le rompió la cabeza, cuyos sesos saltaron del cráneo y quedaron esparcidos por el suelo y sobre la mesa del tribunal.

—¿De dónde sabes tú estas cosas? –le preguntó Onofre.

—Las leo. ¿Qué voy a hacer metido en esta jaula, si no leer? En leer y pensar mato las horas y los días. A veces mis pensamientos adquieren tanta fuerza que yo mismo me asusto.

Otras veces me posee una angustia sin causa, me parece estar metido en un sueño, del que despierto sumido en la zozobra.

Otras veces me pongo a llorar sin ton ni son y este llanto puede durarme varias horas, sin que acierte a contenerlo –dijo el apóstol. Pero Onofre no le escuchaba, porque a su vez era presa de un gran desasosiego.

 

 

Capítulo II

 

 

No, no puede ser eso que otros llaman el amor y, sin embargo, ¿qué me pasa?, se preguntaba. A lo largo del verano de 1887 y buena parte del otoño la obsesión que Delfina le provocaba fue en aumento. No había vuelto a cruzar con ella dos palabras desde aquella noche en que ella había ido a su habitación con el gato, a proponerle que trabajara en pro de la idea; después de eso apenas intercambiaban una mirada de reconocimiento, un gesto al cruzarse por los pasillos de la pensión. Todos los viernes él encontraba en la cama el dinero; un dinero que ahora ya le parecía poco en relación con sus esfuerzos y sus éxitos, con sus merecimientos. Aquella conversación nocturna a la luz de una vela era lo único que poseía de ella; ahora analizaba las frases que ella había pronunciado con prolijidad, reiterativa y sistemáticamente tratando de extraer información de ellas, de arrancarles sentidos posibles. En realidad todo aquello sucedía únicamente en su imaginación; nada de lo que creía rememorar había sucedido verdaderamente; a partir de retazos de memoria reconstruía castillos. Probablemente estaba experimentando el despertar de la sexualidad, pero él no lo sabía: todo trataba de entenderlo con la razón; pensando creía poder resolver cualquier problema. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que no estaba yendo a ninguna parte. ¿Qué haré?, se preguntaba.

Sólo de una cosa estaba seguro: ella le había dicho que tenía novio y esto para él era como una herida. No pensaba más que en destruirlo. Pero para ello tenía que averiguar más de lo que sabía: quién era él, dónde y cuándo se veían, qué hacían cuando estaban juntos, etcétera. De la rutina inalterable de la pensión y del hecho de que los padres de Delfina ignorasen las andanzas de su hija infirió que los novios se veían a horas inusuales, probablemente de noche. Esto era excepcional en aquella época. Hasta muy entrado el siglo XX, y salvo excepciones contadas, toda actividad cesaba poco después de la puesta del sol; la que no cesaba podía ser calificada de antemano de irregular y sospechosa sin temor a incurrir en falta. En la fantasía popular la noche estaba poblada de fantasmas y sembrada de peligros; cualquier cosa hecha a la luz de una vela adquiría un tinte excitante y enigmático.

También existía la creencia de que la noche era un ser vivo, de que tenía el extraño poder de atraer a las personas y de que quien se adentraba en la noche sin rumbo ya no regresaba jamás. En todo la noche era equiparada a la muerte y el alba a la resurrección. La luz eléctrica, que había de acabar con la oscuridad en las ciudades para siempre, estaba aún en mantillas y su uso suscitaba todo tipo de reservas. "La luz artificial no debería deslumbrar ni oscilar pero sí ser abundante sin que caliente el ojo", dice una revista aparecida en 1886. "Luces brillantes no debieran emplearse nunca a menos que estuvieran sombreadas por pantallas de cristal molido, por la concentración de luz en la línea de la fibra". Otro periódico de Barcelona de ese mismo año, por el contrario, afirma que "la luz eléctrica sería, según el profesor Chon de Breslau, eminente oculista, de mayor preferencia a cualquier otra para leer y escribir si fuese fija y abundante". Para Onofre esto no rezaba aún. Imaginaba a Delfina sumida en lo más negro de la noche en busca de su amante, transfigurada en un ser temible y atrayente a la vez. El aire hermético de ella, su epidermis de lagarto, sus pupilas azufradas, su cabellera hirsuta y sucia como el escobón de un deshollinador, su indumentaria andrajosa y estrafalaria que durante el día la convertían en un adefesio risible al conjuro de las tinieblas se convertían en atributos de una presencia espectral.

Empeñado en sorprender a los amantes clandestinos decidió pasar las noches en blanco con este fin. A partir de entonces, cuando se acallaban los últimos ruidos de la pensión y se extinguía el último quinqué, salía de su habitación y se apostaba junto al descansillo de la escalera. Si sale de su cuarto ha de pasar necesariamente por aquí, pensaba; ella pasará por delante de mí sin verme y así podré espiarla y saber a dónde va y para qué. Las noches en vela se convirtieron en algo habitual e interminable para él. Los relojes de la Presentación, de San Ezequiel y de Nuestra Señora del Recuerdo desgranaban las horas con lentitud exasperante. Nada turbaba el reposo de la pensión. A las dos de la madrugada aproximadamente salía siempre mosén Bizancio de su habitación para ir al retrete. A los pocos minutos regresaba y en seguida se le oía roncar. A las tres Micaela Castro empezaba a hablar a solas o con los espíritus; esta salmodia duraba hasta el amanecer. A las cuatro y a las cinco y media el cura volvía a visitar el excusado. El barbero dormía en silencio. Desde su escondrijo Onofre Bouvila iba registrando aquellas minucias en la memoria. En su aburrimiento cualquier detalle banal se le antojaba de gran importancia. Lo que más le preocupaba era el gato, el pérfido "Belcebú"; la idea de que pudiera rondar por la casa en busca de ratones o de que Delfina lo llevara consigo en las escapadas nocturnas le llenaba de espanto. Mientras transcurría la noche iba pensando en un método seguro para deshacerse del gato sin despertar sospechas. El alba lo sorprendía sumido en estas reflexiones, entumecido, cansado y de un humor pésimo. Antes de que los demás se despertasen volvía a su habitación, recogía el fardo de panfletos y salía camino de la Exposición. Esta noche volveré al mismo sitio, se decía, y todas las noches del año si hace falta. Luego la fatiga le vencía, en plena vigilancia se le cerraban los ojos y daba cabezadas involuntariamente.


Date: 2015-12-24; view: 619


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