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Capítulo III 6 page

Lo despertó con sobresalto el susurro producido por el roce de dos telas. Conteniendo el aliento percibió el sonido de unos pasos que bajaban la escalera cuidadosamente. Por fin, pensó. En cuclillas al borde mismo de la escalera sintió el paso de un cuerpo a pocos centímetros de su cara. Un perfume intenso le llenó de turbación; jamás había pensado que Delfina pudiera incurrir en una coquetería como aquélla, que se acicalara para correr al encuentro de un hombre. Se ha puesto así para él, se dijo. De modo que esto es el amor, pensó.

Esperó un par de segundos e inició el descenso; en los peldaños de mármol artificial los pasos del perseguidor y la perseguida apenas producían ningún sonido. Si ella se detuviera por cualquier causa se produciría un encontronazo desastroso entre ambos, pensó extremando la prudencia. Notaba que la distancia que los separaba iba en aumento. De seguir así la perderé, se dijo. Ella conoce la casa palmo a palmo y además ha hecho este mismo recorrido miles de veces y yo soy tan tonto que ni siquiera he tomado la precaución de contar los escalones que hay en cada tramo, pensó. Al llegar a los rellanos corría el riesgo de dislocarse una articulación.

Aturdido por estos problemas que no había previsto perdió la noción del espacio y del tiempo: no sabía si estaba ya en la planta baja o en el primer piso ni si llevaba unos instantes o una hora entregado a aquel acoso insensato. Oyó chirriar los goznes de la puerta de la calle. Cielos, se me escapa de veras, se dijo, y acabó de bajar las escaleras a toda velocidad; tropezó al llegar al vestíbulo y se dio un golpe en la rodilla contra el pavimento, pero prosiguió la persecución cojeando. No había luna y la calle estaba tan lóbrega como el interior de la pensión. A cielo abierto el perfume se diluía a los pocos pasos. Anduvo hasta el primer cruce, miró a derecha e izquierda. Soplaba el viento húmedo de Levante. Allí ya no percibió ningún sonido. Anduvo vagando un rato hasta que tuvo que dar la persecución por fracasada y regresó a la pensión.

Allí ocupó de nuevo su puesto de vigilancia, pero la humedad se le había metido en los huesos y tiritaba. Todo esto que hago no tiene sentido, se dijo. Hacía esfuerzos por no estornudar; con los estornudos habría revelado su presencia allí. No se sentía con fuerzas para seguir esperando; regresó a su habitación y se metió en la cama. Ahora sentía compasión de sí mismo. Se ha burlado de mí, pensaba, ahora está en brazos de otro y los dos se ríen de mí; mientras tanto, yo estoy aquí, en esta cama, enfermo. Debió de dormirse, porque cuando abrió los ojos un hombre cuya identidad no le resultaba desconocida lo estaba examinando con interés. No hace mucho que ha muerto, le oyó decir. Era evidente que se refería a él.



Aún no huele y las articulaciones conservan toda su elasticidad, siguió diciendo aquel hombre. La mariposa de luz que alumbraba la escena centelleaba en los cristales de sus anteojos y agigantaba su sombra en la pared. Ahora ya sé quién es, se dijo Onofre, Pero, ¿qué está haciendo aquí y con quién habla? Como si quisiera responder a esta pregunta con su presencia el padre de Onofre salió de la zona de sombras y se aproximó al hombre de los anteojos. ¿Usted cree que quedará bien?, le preguntó. Vestía el mismo traje de lino blanco, pero cediendo a la solemnidad de la ocasión se había quitado el panamá. Pierda usted cuidado, señor Bouvila, respondió el hombre; cuando se lo entreguemos será como si en realidad no lo hubieran perdido nunca. No hay duda de que estoy soñando, se dijo Onofre. Tiempo atrás había vivido una escena similar:

Una mañana de invierno habían encontrado muerto el mono que su padre le había traído de Cuba. Su madre era siempre la primera en levantarse: había sido ella quien había descubierto el cadáver acurrucado en la jaula. Nunca había profesado cariño por aquel animal sucio, frenético y malintencionado que no parecía sentir ningún afecto por las personas que lo alimentaban, pero al verlo muerto no pudo reprimir un ramalazo de compasión y derramó unas lágrimas. Irse a morir aquí, tan lejos de los suyos, pensó, ¡cuánta soledad! Su marido la encontró presa de indignación. La culpa de esto la tienes tú, le dijo, por haberlo sacado de su tierra. Por algo lo puso allí Nuestro Señor. No sé a dónde conducen tanto afán y tanta ambición, añadió luego sin que viniera a cuento. Onofre se había despertado ya y escuchaba esta conversación entre sus padres. Vete tú a saber lo que habría sido de él si yo no me lo llego a traer, había objetado el americano. ¡Tengo una idea!, exclamó luego, agotados todos los argumentos de uno y otro bando. Onofre, dijo dirigiéndose a él por primera vez, ¿te gustaría conocer Bassora? Joan Bouvila iba a Bassora con frecuencia; era voz común que allí tenía invertida parte de su fortuna y depositado el resto en los bancos de aquella ciudad.

En estas ocasiones su ausencia duraba tres o cuatro días; a su regreso nunca contaba nada acerca de lo que había estado haciendo o de lo que había visto o de la marcha de los negocios que había ido a supervisar. Algunas veces, aunque no todas, traía de vuelta algunos regalos insignificantes: unas cintas, unas golosinas, un jabón de olor o una revista ilustrada. Otras veces volvía muy excitado; no daba razón alguna de su entusiasmo, pero a la hora de cenar se mostraba más locuaz que de costumbre. Entonces le decía a su mujer que el viaje siguiente lo harían juntos y que luego, antes de regresar a casa, irían a Barcelona o a París. Luego estas promesas, hechas con tanto énfasis, quedaban en nada. En aquella ocasión, sin embargo, a raíz de la muerte del mono, Onofre y su padre fueron juntos a Bassora. Todavía era el principio del invierno y el camino estaba practicable, pero ya oscurecía cuando llegaron a la ciudad. Una vez allí habían ido primeramente al taller de un taxidermista cuya dirección les había sido dada por un guardia municipal. En un hatillo llevaban el cadáver del mono, que suscitó el interés profesional del taxidermista. Nunca había hecho un mono, dijo palpando el cuerpo sin vida del animal con manos expertas. El taller estaba en penumbra; allí había varios animales arrumbados contra la pared, cada uno de ellos en una etapa distinta del proceso de disección: a uno le faltaban los ojos, a otros la cornamenta, a otros el plumaje; la mayoría dejaba ver por un boquete de la tripa un bastidor de cañas trenzadas que reemplazaba la osamenta; por este entramado de cañas asomaban puntas de paja e hilachas de algodón. El taxidermista se disculpó de la falta de luz: era necesario mantener cerrados a cal y canto los postigos para que no entraran moscones y polillas, les dijo. Al despedirse del taxidermista el americano le entregó una suma de dinero por concepto de paga y señal y el taxidermista le entregó a su vez un recibo.

Les advirtió también que no podría tener el trabajo terminado antes de Reyes. Estamos en plena temporada de caza y se ha puesto de moda disecar las piezas cobradas para decorar con ellas el comedor, el salón o el living, les dijo. Bassora era una ciudad de gustos refinados, explicó. Mientras decía estas cosas Onofre quiso ver el cuerpo del mono una vez más. La mesa en que había sido depositado aquél desprendía olor a zotal.

Panza arriba, con los brazos y las piernas encogidos, el mono parecía haber empequeñecido; un chiflón de aire húmedo revolvía el pelo grisáceo de las patillas del pobre animal.

Vamos, Onofre, le dijo su padre. Al salir a la calle había anochecido y el cielo estaba rojo como la bóveda del infierno en las ilustraciones del manual de piedad que le había mostrado algunas veces el rector para inspirarle un santo temor de Dios. Ahora aquel resplandor lo producían los hornos de las fundiciones, le explicó su padre. Mira, hijo, esto es el progreso, le había dicho el americano. Él había visto ciudades en América donde el humo de las chimeneas no dejaba pasar jamás la luz del sol, añadió. Onofre Bouvila acababa de cumplir los doce años de edad cuando su padre lo llevó a Bassora con motivo de la muerte del mono. Habían ido a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Allí habían caminado por calles alumbradas por mecheros de gas, concurridas por grupos de operarios que iban y venían de sus hogares a las fábricas.

En aquel momento sonaban las sirenas de las fábricas; así anunciaban el cambio de turno. Por mitad de una calzada pasaba un tren de vía estrecha; la locomotora arrojaba pavesas al aire; luego las pavesas caían sobre los transeúntes y tiznaban los muros de los edificios. La gente traía la cara embadurnada de hollín. Circulaban bicicletas, algunos carruajes y bastantes carromatos tirados por pencos fortísimos que jadeaban. En la avenida principal la iluminación era más viva y los viandantes iban mejor trajeados. Casi todos eran hombres; la hora del paseo había concluido y las mujeres se habían retirado ya. Las aceras eran estrechas: los restaurantes y cafés las habían invadido con marquesinas; a través de los cristales de estas marquesinas se podían distinguir las siluetas de los comensales, oír el bullicio de la clientela. Onofre y su padre entraron en una casa de comidas. Onofre se percató de que allí la gente miraba con sorna al americano: el traje de lino blanco, el panamá, la manta con que se protegía del frío llamaban la atención poderosamente en aquella ciudad del interior en pleno invierno. El americano afectaba tal indiferencia que parecía ciego. Con la servilleta anudada al cuello estudiaba el menú frunciendo el ceño. Pidió sopa de pasta, pescado al horno, oca con peras, ensalada, fruta y crema. Onofre estaba maravillado:

nunca había probado aquellos manjares. Ahora, en cambio, estos recuerdos le acosaban transformados en una pesadilla de la que despertó bañado en sudor. Al pronto no supo dónde estaba y le asaltó un miedo inexplicable. Luego reconoció la habitación de la pensión, oyó las campanadas del reloj de la Presentación; estos detalles familiares le devolvieron la calma. Ahora ya no era el sueño del taxidermista lo que le desasosegaba, sino una idea imprecisa: la idea de haber sido víctima de un engaño.

Esta idea le daba vueltas por la cabeza sin que pudiera explicar su origen ni el porqué de su persistencia. Repasaba una y otra vez los sucesos de aquella noche y cada vez la idea arraigaba más en su ánimo. Podría jurar que he sido testigo de una escapada de Delfina, se decía, y, sin embargo, hay algo en todo esto que no acaba de encajar; o mucho me equivoco o aquí hay más misterio de lo que yo me barruntaba. Quería analizar los hechos fríamente, pero la cabeza le daba vueltas, las sienes le latían con fuerza y tan pronto se asfixiaba de calor como era presa de un frío glacial que le hacía castañetear los dientes. Cuando lograba conciliar el sueño se le aparecía de nuevo el taxidermista, revivía con una precisión dolorosa las circunstancias de aquel viaje a Bassora. Al despertar se zambullía otra vez en la peripecia nocturna que acababa de vivir. Los dos acontecimientos parecían guardar alguna relación entre sí. ¿Qué pasó entonces?, se preguntaba Onofre ahora, ¿qué pasó entonces que pueda darme la clave de lo que ha pasado esta misma noche? Estos interrogantes le impedían descansar. Ya pensaré mañana, cuando esté más despejado, se decía; pero el cerebro persistía con testarudez en aquella tarea estéril y agotadora; cada hora era un suplicio interminable.

 

—Hijo, no tengas miedo, soy yo –dijo la voz que había estado oyendo en sueños. Despertó o creyó despertar y vio a un palmo de su propia cara la de un desconocido que le observaba con ansiedad. Habría gritado si no se lo hubiera impedido la debilidad. El desconocido hizo una mueca y siguió hablando con suavidad, como si se dirigiera a un niño o a un perrito–.

Toma, bébete esto: es una infusión. Lleva quina; es un febrífugo y te hará bien –le acercó a los labios una taza humeante y Onofre bebió con avidez–. Eh, más despacio, más despacio, muchachito, no te vayas a atragantar –para entonces Onofre había reconocido ya a mosén Bizancio. Éste, advirtiendo que el enfermo recobraba poco a poco la lucidez, añadió–:

Tienes mucha fiebre, pero no creo que sea nada grave. Has estado trabajando mucho y durmiendo poco últimamente y para colmo has pillado un catarro morrocotudo, pero no debes inquietarte. Las enfermedades son manifestaciones de la voluntad de Dios y hemos de recibirlas con paciencia e incluso con gratitud, porque es como si Dios mismo nos hablara por boca de sus microbios para darnos una lección de humildad. Yo mismo, aunque gozo de buena salud, por lo que doy gracias, estoy lleno de achaques, como corresponde a mi edad: cada noche tengo que ir al baño tres o cuatro veces a dar satisfacción a la vejiga, que se me ha puesto de lo más díscola; también digiero las féculas con harta dificultad, y cuando cambia el tiempo me duelen las vértebras. Ya ves.

—¿Qué hora es? –preguntó Onofre.

—Las cinco y media, poco más o menos –respondió el cura–.

Eh, ¿qué haces? –agregó viendo que Onofre intentaba levantarse.

—He de ir a la Exposición –respondió éste.

—Olvídate de la Exposición. Tendrá que pasar sin ti –dijo mosén Bizancio–. No estás en condiciones de levantarte y mucho menos de salir de casa. Además, no son las cinco y media de la mañana, sino de la tarde. Llevas todo el día delirando y hablando en sueños.

—¿Hablando? –exclamó Onofre alarmado–, ¿y qué decía, padre?

—Lo que se dice siempre en estos casos, hijo –respondió el cura–: nada. Al menos, nada que yo pueda entender. Duerme tranquilo.

 

Cuando se hubo repuesto y pudo regresar a la Exposición con su carga de panfletos subversivos, aquel mundo polvoriento y estridente le pareció ajeno, como si en vez de haber estado ausente un par de días en realidad regresara de un viaje largo. Aquí estoy perdiendo el tiempo como un idiota, se decía. Se le ocurrió hablar seriamente con Pablo, pedirle que le confiara un cometido más importante, que le ascendiese en el escalafón revolucionario. Pronto cayó en la cuenta, sin embargo, de que ni Pablo ni los demás sectarios comprenderían lo razonable de sus deseos. La causa que defendían no era una empresa en la que se entrara para medrar en ella: era un ideal por el que había que sacrificarlo todo sin esperar nada a cambio, sin reclamar compensación ni reconocimiento. Este idealismo aparente, razonaba para sí Onofre Bouvila, es lo que les permite servirse de las personas sin reparar en sus intereses legítimos, sin atender a sus necesidades; a estos fanáticos todo les parece bien si sirve de instrumento a la revolución. Al decir esto juraba hacer cuanto estuviera a su alcance por exterminar a los anarquistas tan pronto se le presentara la oportunidad. Este odio y esta sed de venganza le impedían ver hasta qué punto le había influido la idiosincrasia de los anarquistas, hasta qué punto estaba imbuido de ella. Aunque sus fines fueron luego muy distintos, diametralmente opuestos, siempre compartió con los anarquistas el individualismo a ultranza, el gusto por la acción directa, por el riesgo, por los resultados inmediatos y por la simplificación. También tenía como ellos muy exacerbado el instinto de matar. Pero esto no lo supo nunca. Siempre se creyó, por el contrario, su enemigo irreconciliable. Son gentuza que predica la justicia, pero que luego no vacila en exponerme a todos los riesgos y en explotarme sin la menor consideración, clamaba, ¡ah!, cuánto más justos son los patronos, que explotan al operario sin disimulo, retribuyen su trabajo, le permiten prosperar a fuerza de tesón y escuchan, aunque sea a las malas, sus reivindicaciones. Esto último lo decía porque entre los albañiles de la Exposición reinaba el descontento. Habían pedido que les fueran aumentados los jornales en 0,50 pesetas diarias o que les fuera rebajada en una hora la jornada. La Junta respondió a esto negativamente:

los presupuestos ya están aprobados, alegó, y no está en nuestras manos modificarlos. Esta respuesta era muy manida.

Corrían rumores de huelga que inquietaban a la Junta. Las cosas no andaban bien: los fondos menguaban con una rapidez que no se correspondía con el avance de las obras. De los ocho millones de pesetas prometidos por el Gobierno a título de subvención sólo se habían materializado dos. En octubre de 1887 el Ayuntamiento de Barcelona fue autorizado a emitir un empréstito de tres millones de pesetas para cubrir el déficit de la Exposición. Por esas mismas fechas el Café–Restaurante estaba casi acabado; el Palacio de la Industria, muy adelantado, y ya se empezaba a construir lo que sería el Arco de Triunfo. Ese mismo mes publicaba un periódico de Barcelona esta noticia: "Ha sido sometido a la Junta Directiva de la Exposición el proyecto de un edificio en forma de iglesia, para la exposición de objetos del culto católico, levantado en el local de la misma. El proyecto es de buen gusto y se debe al arquitecto de París M. Emile Juif, de la casa Charlot y Compañía, que sufragará los gastos, etcétera". Y unos días más tarde, esta otra noticia: "Fijamente podemos asegurar que el conocido industrial de esta ciudad D. Onofre Caba, elaborador con patente de invención, de la sal purificada que tiene "La Paloma" por marca de fábrica, está preparando para el próximo concurso barcelonés una magnífica y curiosa instalación. Tal es, la reproducción exacta, en sal de la que expende, y a diez palmos de altura, de la Fuente de Hércules, situada en el antiguo Paseo de San Juan". A finales de noviembre las temperaturas bajaron de un modo insólito. Fue una ola de frío que duró pocos días, un presagio de la terrible dureza del invierno que se avecinaba. Todavía debilitado por la fiebre, convaleciente, estos fríos afectaban mucho a Onofre. Por primera vez desde que llegó a Barcelona sintió nostalgia de su valle y sus montañas. Hacía seis meses que había dejado atrás aquel mundo. El perenne estado de intranquilidad en que Delfina, sin saberlo, lo tenía sumido, se sumaba a esta inquietud. He de hacer algo, se dijo, o me cuelgo de la rama de un árbol.

 

Había acudido al recinto de la Exposición como todas las mañanas, con el paquete habitual de panfletos. Ese día de noviembre llevaba además un costal de arpillera algo pesado.

Dedicó las primeras horas a recorrer las obras, a charlar con la gente. Le informaron de las reclamaciones de los albañiles, del proyecto de huelga, de las desavenencias. Esta vez, le dijeron, llevaremos las cosas a buen puerto. Esta vez nos llevaremos el gato al agua. Decía a todo que sí, pero en vez de pensar en la huelga pensaba en el gato de Delfina; cualquier cosa que oía o que veía le llevaba a pensar en ella o en algo relacionado con ella, como si su pensamiento estuviera ligado a ella por una correa de caucho, que se dilata hasta un punto y recupera luego su forma inicial como de un tiro. Pero siempre decía que sí con la cabeza. Había adquirido ya esa costumbre, que no perdería en toda su vida:

la de decir siempre que sí mientras por dentro preparaba las maniobras y traiciones más atroces. Cuando el sol estuvo alto y el frío hubo disminuido reunió un grupo de obreros y empezó a perorar como todos los días. Los trabajadores estaban cansados del esfuerzo físico, cualquier distracción les parecía buena y formaron corro. Había que actuar con rapidez; los capataces, creyendo que se fraguaba un movimiento de masas, podían llamar a la Guardia Civil.

—No es de esto –dijo con el mismo tono de voz, como si la conversación siguiera por los derroteros que llevaba– de lo que quisiera hablaros hoy. Hoy precisamente os he convocado para haceros partícipes de un descubrimiento sensacional que puede cambiar vuestras vidas tanto o más que la eliminación de todas las formas del Estado, a la que ya me referí hace unos días.

Se agachó, abrió el costal y extrajo de él un frasquito lleno de un líquido turbio, que mostró a sus oyentes.

—Este crecepelo de probada eficacia y resultado seguro no lo vendo por una peseta ni por dos reales, ni siquiera por un real, etcétera –así se inició en el mundo de los negocios.

Años más tarde sus cambios de talante hacían oscilar las cotizaciones bursátiles de Europa, pero ahora vendía unos crecepelos robados la noche anterior del tenderete de Mariano, el barbero de la pensión. Había estado escuchando a los vendedores ambulantes y a los charlatanes que operaban en la Puerta de la Paz y cuyo estilo ahora trataba de imitar.

Acabado el discurso reinó un silencio pasmado. Me temo, se dijo, que he ido demasiado lejos; me he pasado de rosca. Me he jugado mi único medio de vida a una carta y he perdido; los anarquistas no me perdonarán lo que he hecho; los obreros se sentirán insultados y me romperán las costillas a puntapiés; es posible que me entreguen a la Guardia Civil y que acabe encerrado en el castillo de Montjuich, pensaba durante aquellos segundos de silencio. De pronto salió un vozarrón del público: ¡Yo quiero uno!, dijo. Era un gigante de facciones chatas, frente deprimida, que se abría paso a codazos; entre los dedos llevaba los diez céntimos que valía el producto.

Onofre tomó los diez céntimos, entregó el frasquito al gigante, preguntó si alguien quería otro. Muchos dijeron que sí. Le tendían monedas de a diez, se daban empellones y tirones para no quedarse sin el producto. En menos de dos minutos la bolsa de arpillera estuvo vacía. Pidió a los congregados que se dispersaran. Él mismo dio ejemplo yendo a ocultarse en el callejón que formaban la fachada oeste del edificio que debía albergar el Museo Martorell y el muro que separaba el parque del paseo de la Industria, un callejón estrecho, nunca concurrido. Sacó las monedas del bolsillo y las miró con deleite. En eso estaba cuando advirtió que una sombra se proyectaba en el muro. Trató en vano de meterse de nuevo las monedas en el bolsillo. Se encontró cara a cara con el gigante que le había comprado el primer frasco de crecepelo. Aún tenía el frasco en la mano. ¿Te acuerdas de quién soy?, dijo el gigante. Las cejas y la barba le conferían un aspecto terrorífico, de ogro. Era muy velludo, el pelo del pecho se le unía a la barba en el mentón.

—Claro que te recuerdo –dijo Onofre–, ¿qué quieres?

—Me llamo Efrén, Efrén Castells. Soy de Calella. No de Calella de Palafrugell, sino de la otra, la de la costa –dijo el gigante–. Trabajo aquí de peón desde hace sólo un mes y medio; por eso no te había visto nunca hasta hoy, ni tú a mí; pero yo sé quién eres. Te he seguido para decirte que me des dos pesetas.

—¿Y por qué te las habría de dar, si se puede saber? –dijo Onofre; procuraba fingir una sorpresa inocente.

—Porque has ganado cuatro pesetas gracias a mí. Si yo no te hubiera comprado el primer frasco, no habrías vendido nada.

Hablas bien, pero para vender no basta con eso. Yo lo sé; mi abuelo materno era chalán. Anda, dame las dos pesetas y seremos socios. Tú hablarás y yo te compraré. Así animaremos a la clientela. Tú tendrás que hablar menos rato, te cansarás menos y no te expondrás tanto. Y si hay algún contratiempo, te puedo defender; soy muy fuerte: puedo partirle la cabeza a cualquiera de un trompazo.

Onofre se quedó mirando al gigante de hito en hito; le gustó su expresión. Obviamente era honrado: estaba dispuesto a conformarse con lo que pedía y también estaba dispuesto a partirle la cabeza. Le dijo que era verdad que era muy fuerte.

Lo que no sé es por qué no me quitas las cuatro pesetas en vez de darme tantas explicaciones, le dijo. Aquí no nos ve nadie.

Y aunque quisiera, yo no podría denunciarte a la policía, añadió. El gigante se echó a reír.

—Eres muy listo –dijo cuando hubo acabado de reírse–. Esto mismo que acabas de decir demuestra lo listo que eres. En cambio yo soy tan fuerte como tonto; por más que pienso, nunca se me ocurre nada. Si ahora te robase las cuatro pesetas, sólo ganaría eso: cuatro pesetas. En cambio he discurrido así: tú llegarás lejos, yo quiero ser tu socio y que me des la mitad de lo que ganes.

—Mira –le dijo Onofre al gigante de Calella–, esto es lo que vamos a hacer: tú me ayudas a vender los crecepelos y por cada día de trabajo yo te doy una peseta, tanto si gano mucho como si gano poco. Incluso si no gano nada. Y de lo que hagamos en el futuro, ya hablaremos cuando se presente la ocasión. ¿De acuerdo?

El gigante reflexionó un rato y dijo estar de acuerdo.

Trato hecho, le dijo a Onofre. Era tan tonto, confesó, que no había entendido muy bien la propuesta de Onofre, aunque estaba convencido de que Onofre, con su habilidad innata, le había engañado. Pero era inútil tratar de resistirse, dijo. Yo conozco bien mis limitaciones, agregó. Se dieron la mano y sellaron allí mismo una asociación que había de durar varias décadas. Efrén Castells murió en 1943, ennoblecido por el generalísimo Franco con el título de marqués en recompensa por los servicios prestados a la patria. Pese al deterioro físico producido por la edad y la enfermedad, al morir seguía siendo un gigante y hubo que hacerle el ataúd a medida. Dejó una fortuna considerable en valores y en inmuebles y una colección de pintura catalana valiosísima; de esta colección hizo legado al Museo de Arte Moderno, instalado a la sazón en el antiguo Arsenal de la Ciudadela. Este edificio, que había sido reformado y embellecido precisamente con motivo de la Exposición Universal de 1888, estaba situado a pocos metros del lugar donde él cerró el primer trato con la persona a la que había de dedicar una vida entera de devoción ciega, a cuya sombra había de llegar a la riqueza, al marquesado y al crimen.

 

 

 

Ese día, de regreso a la pensión, compró en una droguería más frascos de crecepelo con los que restituyó sin ser visto los que le había robado al barbero. Estaba muy contento, pero después de cenar, a solas en su habitación, se devanaba los sesos pensando dónde podía esconder sus ganancias. Ahora le asaltaban de golpe todas las preocupaciones que lleva aparejadas el dinero. Ningún lugar le parecía ya bastante seguro. Al final optó por llevar el dinero encima siempre.


Date: 2015-12-24; view: 667


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