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Capítulo III 4 page

En ocasiones y tras mucho vacilar y discutir entre ellos respondían a estas notas con otras. Para eso se habían hecho imprimir en un establecimiento especializado de la calle Mayor unos saludas en cuyo encabezamiento, por error o a sabiendas, salió impreso el escudo de Valencia en vez del de Barcelona, como ellos habían pedido. Corregirlo habría supuesto un mes de demora, por lo que hubieron de resignarse. En estos impresos escribieron: "Nos hacemos perfecto cargo de que V.E., cuya vida guarde Dios muchos años, anda en extremo ocupado, pero nos permitimos porfiar, con el debido respeto, habida cuenta de la trascendencia de la misión que nos ha sido encomendada", etcétera. A lo que respondía el ministro al día siguiente con expresiones como "ir con la hora pegada al culo" (por ir justo de tiempo), "ir de pijo sacado" (por estar abrumado de trabajo), "ir echando o cagando leches" (por ir a toda velocidad), "sanjoderse cayó en lunes" (con lo que se invita a tener paciencia), "bajarse las bragas a pedos" (de dudoso sentido), etcétera; y se despedía diciendo: "!hasta la siega del pepino¡", o cosa parecida. "Tal vez dispondría V.E. de más tiempo", acabaron por replicar los delegados, "si no malgastara V.E. tanto en hacer donaires". Por las noches escribían a sus familias, en Barcelona, cartas preñadas de desazón y añoranza. La tinta presentaba a veces borrones causados por alguna lágrima incontenible.

Mientras tanto en Barcelona la Junta Directiva de la Exposición Universal, presidida por Rius y Taulet, no dormía.

Enfrentemos a Madrid con los hechos consumados, parecía ser la consigna. Los proyectos de los edificios, monumentos, instalaciones y dependencias que debían integrar el recinto de la Exposición fueron encargados, presentados y aprobados y las obras dieron comienzo a un ritmo que los fondos disponibles no permitían sostener por mucho tiempo. Cuando todo el parque de la Ciudadela estuvo patas arriba el Ayuntamiento invitó a los corresponsales de prensa a que lo visitaran. Como acicate a su interés fueron obsequiados con un banquete cuyo menú da testimonio de la vocación cosmopolita de los anfitriones: "Potage: Bisque d.écrevises á l.américaine. Reléves: Loup á la genevoise. Entrées: Poulardes de Mans á la Toulouse, tronches de filet á la Godard. – Legumes: Petit pois au berre. – R4ts: Perdreaux jeunes sur crustades, galantines de dindes trufées.

– Entremets: Bisquits Martin decorés. – Ananas et Goteauv. –

Dessert assorti. Vinos: Oporto, Ch1teau Iquem, Bordeaux y Champagne Ch. Mumm". En los discursos que cerraron el banquete se dio por cierta la fecha de inauguración (primavera de 1887); reseñas elogiosas del acto aparecieron en numerosas publicaciones. También se hicieron unos carteles de propaganda que fueron colocados en las estaciones de ferrocarril de toda Europa; se cursaron invitaciones a corporaciones y empresas españolas y extranjeras animándolas a participar en el certamen y se convocaron, como era costumbre de la época, varios concursos literarios. La respuesta de los futuros participantes fue tibia, pero no nula. A fines de 1886 aparecen consignadas ya en la prensa las primeras concesiones de servicios. "El servicio de water–closets y lavabos se ha adjudicado, sujeto en un todo a las condiciones que ya se conocen, al Sr. Fraxedas y Florit. Este inteligente concesionario se propone tener en dichos establecimientos un servicio completo de toilette, dotándolos de salones provistos de todos los accesorios convenientes, ropa blanca, jabones y objetos de perfumería. Habrá también en todos ellos una sala especial para la limpieza del calzado, y un número prudente de mandaderos a disposición del público y de los expositores, para llevar recados y transportar a domicilio los efectos comprados en la Exposición. Felicitamos al Sr. Fraxedas y Florit porque comprendiendo lo productivo del negocio ha tenido el buen acierto de evitar que fuera explotado por extranjeros". El ministro de Fomento acabó por ceder. Era un hombre corpulento, de aspecto feroz, casi inhumano. A sus espaldas le llamaban "el Africano". No había estado nunca en Africa ni tenía con ese continente relación alguna, el epíteto se lo había ganado con su porte y su talante. Al enterarse del mote no se ofendió. Lejos de incomodarse adquirió la costumbre de llevar un aro colgando de la nariz. Recibió a los dos delegados de la Junta con extrema frialdad, pero el tiempo había jugado sin ellos saberlo a favor de éstos; el ministro quedó desarmado en su presencia. Las innumerables horas de espera, las angustias y los vejámenes padecidos los habían avejentado; a fuerza de convivir día y noche habían acabado por parecerse el uno al otro como dos gotas de agua y ambos al santo ermitaño del cuadro del taller de Zurbarán en cuya contemplación llevaban meses. En su presencia el ministro se sintió súbitamente cansado, todo el peso del poder inmenso que ostentaba se vino sobre sus hombros. Lo que debía haber sido un enfrentamiento titánico se convirtió en una plática fatigada, cargada de melancolía.



 

 

 

El recinto del parque de la Ciudadela había sido rodeado de una empalizada que preservaba las obras de la Exposición de la injerencia de los curiosos. Este cercado, sin embargo, presentaba muchos boquetes; también el trasiego continuo y tumultuario por las puertas de la empalizada, la gente que salía y entraba sin organización ni control de ningún tipo permitían sortear ese obstáculo sin problema. Onofre Bouvila se metió cinco panfletos entre la blusa y el pecho, escondió los demás entre dos lápidas de granito, junto al muro contiguo a la vía férrea, y se coló en el recinto. Sólo entonces, a la vista de aquel pandemónium, percibió claramente la dificultad extraordinaria de su tarea. Salvo ayudar a su madre en las labores del campo no había desempeñado ningún oficio, no tenía idea de lo complicado que puede llegar a ser el trato directo con sus semejantes. Vaya, pensó, he pasado de echar maíz a las gallinas a propagar la revolución clandestinamente. Bueno, tanto da, el que vale para lo uno ha de valer igualmente para lo otro, se dijo luego. Animado por esta noción se llegó hasta un grupo de carpinteros que claveteaban tablones en la armadura de lo que había de ser un pabellón. Para hacerse notar de ellos profirió varias exclamaciones. !Eh¡, !eh¡, !ahí, hola¡, !buenos días nos dé Dios¡, etcétera. Por fin, uno de los carpinteros advirtió su presencia con el rabillo del ojo; con un movimiento leve de las cejas vino a preguntarle qué quería.

—!Traigo unos panfletos muy interesantes¡ –gritó Onofre, sacando uno de aquellos panfletos y mostrándoselo al carpintero.

—¿Cómo dices? –gritó a su vez el carpintero; el ruido de los martillazos que daba él mismo no le permitía oír nada en aquel momento o lo había vuelto sordo perpetuamente. Onofre quiso repetir la frase, pero no pudo: un carromato tirado por tres mulas le obligó a retroceder con presteza. El mulero hizo restallar el látigo en el aire mientras tironeaba de las bridas hincando los talones en el suelo y echando el cuerpo hacia atrás. !Paso¡, !paso¡, iba aullando. Sobre la plataforma del carromato se apilaban escombros que desprendían nubes blanquecinas con el traqueteo. Las ruedas del carromato brincaban por piedras y surcos produciendo sonidos metálicos hondos como aldabonazos. !Riá¡, !riá, mula, oh¡, gritó el mulero. Onofre Bouvila optó por irse. Por unos instantes ponderó la idea de tirar los panfletos a un vertedero y decirle luego a Pablo que ya los había repartido todos, pero la desestimó pronto: temía que los anarquistas le anduviesen vigilando, al menos los primeros días.

—¿Qué traes aquí, chaval? –le preguntó un albañil al que se había dirigido; este albañil formaba parte de un corrillo de varios albañiles que hacían una pausa en el trabajo. Uno de ellos vigilaba. Si veía venir al capataz lanzaba un silbido.

Al oír este silbido los albañiles se reintegraban al trabajo apresuradamente. Esta costumbre había dado origen a una canción popular.

—Es por si quieren ustedes hacer la revolución –respondió Onofre, entregándole un panfleto. El albañil hizo una bola con el panfleto y la arrojó a donde había un montón de cascotes.

Pero, chaval, si aquí no sabemos ni leer ni nada, le dijo a Onofre. Además, ¿qué dices tú de la revolución? Eso es una cosa muy seria. Mira, añadió, más vale que te vayas antes de que el capataz venga y te vea.

Alertado por el albañil se dedicó un rato a explorar el terreno con minuciosidad. Pronto aprendió a distinguir a los capataces. También comprobó que los capataces estaban más dedicados a impartir órdenes y a cerciorarse de que éstas eran cumplidas que a vigilar eventuales desviaciones ideológicas por parte de sus subordinados. Con todo, habrá que andarse con tiento, se dijo. Cada capataz se ocupaba de un sector o de una parte de una obra; había muchos y cada uno tenía su forma propia de ser y de actuar. Por el recinto iban y venían unos personajes cubiertos de guardapolvo; llevaban gorra y anteojos e inspeccionaban la marcha de los trabajos, tomaban medidas con varas y teodolitos, consultaban planos y daban instrucciones a los capataces, quienes las escuchaban con atención y daban de inmediato muestras de haberlo entendido todo. Pierda usted cuidado, que así se hará, parecían querer decir con sus reverencias, exactamente como usted ha dicho, hasta el detalle más mínimo. Estos señores tan importantes eran los arquitectos, sus ayudantes y sus colaboradores. Con sus idas y venidas trataban de coordinar lo que se estaba haciendo allí. Salvo esta conexión esporádica cada grupo de obreros parecía actuar por cuenta propia, insensible a la presencia de los demás. Unos levantaban andamios y otros los desmontaban; unos abrían zanjas y otros las rellenaban; unos apilaban ladrillos y otros derribaban paredes; todo ello entre órdenes y contraórdenes, gritos, pitidos, relinchos, rebuznos, ronquido de calderas, estrépito de ruedas, rechinar de hierros, retumbar de piedras, repicar de tablas y entrechocar de herramientas, como si en aquel punto se hubieran dado cita todos los locos del país para dar rienda suelta a su vesania.

Las obras de la exposición habían adquirido por esas fechas un ritmo propio que no podía detener nada ni nadie. Los medios técnicos para llevarlas a cabo no faltaban: por aquellas fechas Barcelona contaba con 50 arquitectos y 146 maestros de obras a cuya disposición estaban varios centenares de hornos de obra, fundiciones, serrerías y talleres mecánico–metalúrgicos. La mano de obra también era numerosa, gracias al desempleo creciente provocado por la recesión económica. Lo único que no sobraba era el dinero para pagar a tanta gente ni a los proveedores de materias primas. Madrid, según frase acuñada por un periódico satírico de la época, tenía "sujetos los cordones de la bolsa con los dientes"; este epigrama, característico del humor de entonces, daba fe de la parquedad obstinada del Gobierno. Mala suerte, dijo Rius y Taulet encogiéndose de hombros, soslayaremos el problema no pagando. El municipio contraía deudas gigantescas en aplicación de este principio. Sólo dos cosas me hacen sentir alcalde, decía él: gastar sin freno y hacer el bandarra. Sus sucesores en el cargo adoptaron este lema. Pero de todo esto Onofre Bouvila estaba aún muy ajeno. Vagando por el recinto, con cuyas dimensiones trataba de familiarizarse poco a poco, se llevó varios sobresaltos. El mayor de éstos fue la aparición súbita de la Guardia Civil. Sin embargo, pasado el susto, se dijo que en medio de aquel barullo colosal la Guardia Civil sólo debía de ocuparse de los altercados, los motines y otros disturbios graves y que probablemente su presencia pasaría desapercibida a los guardias a poco que fuera cauteloso. Más tranquilo volvió a la carga, pero al término de la jornada no había conseguido colocar ni un solo panfleto. Extenuado, polvoriento y sin haber comido nada desde el desayuno, recuperó el fardo que había escondido antes de entrar en el recinto y regresó a la pensión a pie. ¿Será posible que una cosa tan sencilla como entregar un papel a otra persona esté fuera de mi alcance?, se iba diciendo mientras caminaba. Quiá, eso no lo puedo admitir, respondía para sus adentros; aunque está visto que todo es más complicado de lo que parece ser al principio. Antes de emprender cualquier acción hay que estudiar bien las circunstancias, el terreno que uno pisa, pensó. No hay duda de que todavía me queda mucho por aprender. Pero es preciso que aprenda aprisa, agregaba de inmediato y con vehemencia, porque no sobra el tiempo. Es verdad que aún soy joven, pero es ahora cuando debo abrirme camino si quiero llegar a ser rico. Luego ya será tarde, se decía. Ser rico era el objetivo que se había fijado en la vida. Cuando su padre hubo emigrado a Cuba, su madre y él habían sobrevivido con grandes estrecheces. A menudo pasaban hambre y todos los inviernos sufrían la tortura del frío. Desde que tuvo uso de razón, sin embargo, sobrellevó estas penurias en el convencimiento de que algún día su padre había de regresar cargado de dinero. Entonces todo será bienestar, pensaba, y ese bienestar ya no se acabará nunca. Su madre no había hecho ni dicho nada que hubiera podido fomentar estas fantasías; pero tampoco disuadirle de ellas: nunca hablaba del tema. Así él había fantaseado a su antojo. Nunca se había preguntado por qué su padre no les enviaba alguna remesa de dinero de cuando en cuando si verdaderamente se había enriquecido como él imaginaba, por qué permitía que su mujer y su hijo vivieran sumidos en la miseria mientras él nadaba en la abundancia. Cuando inocentemente había dado a conocer a otros estas fantasías la reacción de sus oyentes le había resultado penosa; por este motivo dejó de hablar del tema él también. Ahora su madre y él compartían este silencio obstinado. Así habían vivido año tras año hasta el día en que el tío Tonet trajo la noticia de que Joan Bouvila regresaba de Cuba efectivamente enriquecido. Nadie sabía por qué conducto esta noticia había llegado a oídos del tartanero. Muchos dudaban de su veracidad, pero tuvieron que rectificar cuando al cabo de unos días trajo en su tartana al propio Joan Bouvila. Diez años antes él mismo lo había llevado a Bassora, a la estación de ferrocarril, de donde había partido para Barcelona, a embarcar. Ahora lo traía de vuelta. Toda la gente de los alrededores se había congregado delante de la iglesia para verlos llegar; desde allí escrutaban la colina, el camino que bajaba a través del encinar. Un monaguillo aguardaba la señal del rector para echar al vuelo la campana de la iglesia.

Onofre fue el único que no lo reconoció de inmediato apenas la tartana apareció en una revuelta del camino. Los demás supieron en seguida que era él a pesar de que había cambiado físicamente en aquellos diez años de clima extremo y vicisitudes. Ahora llevaba un traje de lino blanco que casi centelleaba bajo el sol otoñal y un panamá de ala ancha.

También traía sobre las rodillas un paquete cuadrado envuelto en un pañuelo de hierbas. Tú debes de ser Onofre, había sido lo primero que dijo al saltar de la tartana a tierra. Sí, señor, había contestado él. Joan Bouvila había hincado las rodillas en tierra y había besado el polvo. No había querido levantarse hasta que el rector le hubo dado la bendición.

Miraba a su hijo con los ojos vidriosos, con la mirada empañada por la emoción. Estás muy crecido, había dicho, ¿y a quién dicen que te pareces? A usted, padre, había respondido él sin vacilar. En aquel momento era consciente de la curiosidad con que los demás los estaban observando, de las conjeturas que se estarían haciendo. Joan Bouvila trajo de la tartana el paquete cuadrado. Mira lo que te he traído, había dicho, quitando el pañuelo de hierbas que envolvía el paquete.

Había dejado al descubierto una jaula de alambre en cuyo interior había un mono algo mayor que un conejo, delgado y con la cola muy larga. Aquel mono parecía muy enfadado y enseñaba los dientes con una ferocidad que no guardaba relación con su tamaño. Joan Bouvila había abierto la puerta de la jaula y metido la mano por ella; el mono se había aferrado a sus dedos. Luego había sacado la mano y había acercado el mono a la cara de Onofre, que lo estudiaba con recelo. Cógelo sin miedo, hijo, le había dicho su padre, no te hará ningún daño: es tuyo. Onofre lo había cogido, pero el mono se le había encaramado por el brazo, se le había aposentado en el hombro y le había golpeado la cara con la cola. He organizado unas oraciones para dar gracias a Dios Nuestro Señor por tu regreso, había dicho el rector interrumpiendo esta escena.

Joan Bouvila hizo una leve reverencia; luego recorrió la fachada de la iglesia con los ojos de arriba abajo. Era una construcción tosca, de piedra, de una sola nave rectangular; el campanario era de planta cuadrada. Esta iglesia necesita una buena restauración, había dicho Joan Bouvila en voz alta.

A partir de entonces todos habían empezado a llamarle "el americano"; ahora esperaban que introdujera grandes cambios en el valle. Él se había quitado el sombrero y había ofrecido el brazo a su mujer; juntos habían entrado en la iglesia. Allí refulgían los cirios ante el altar. Nadie había visto nunca antes semejante protocolo. Ahora Onofre recordaba nítidamente aquellos momentos mágicos mientras regresaba hambriento y fatigado a la pensión. Cuando se cruzaba con algún carruaje procuraba atisbar en su interior, por si allí había algún personaje cuya visión fugaz pudiera alimentar luego sus ensoñaciones. Estos carruajes, sin embargo, iban escaseando cada vez más a medida que sus pasos lo acercaban al barrio lóbrego de la pensión. Esto no bastó para desalentarlo. La primera luz del día siguiente lo encontró ya en el recinto de la Exposición. Había dejado los panfletos en la pensión; ahora sólo husmeaba aquí y allá, decidido a conocer palmo a palmo lo que había de ser su campo de operaciones en lo sucesivo. Así aprendió pronto que no todos los empleados que trabajaban en las obras eran de igual categoría. Había operarios y manobres y entre ambos existía una diferencia fundamental para él. Los operarios eran hombres con oficio, organizados con arreglo a las jerarquías y los usos de los gremios antiguos; contaban con el respeto de los amos y se hablaban casi de igual a igual con los capataces; sentían un orgullo comparable al de los artistas, se sabían imprescindibles y eran reacios en general a los postulados del sindicalismo porque recibían una remuneración decorosa. Los manobres o peones de mano provenían del campo y no sabían hacer nada; habían acudido a la ciudad a la desesperada, expulsados de su tierra por la sequía, la desolación causada por las guerras y las plagas, o simplemente porque la riqueza local era insuficiente para asegurarles la manutención. Arrastraban a sus familias y a veces a parientes lejanos, a allegados inválidos que no habían podido dejar atrás, de quienes se hacían cargo con la lealtad heroica de los pobres; ahora vivían en chozas de hojalata, madera y cartón en la playa que se extendía desde el embarcadero de la Exposición hasta la fábrica de gas. Las mujeres y los niños pululaban a centenares por este campamento surgido a la sombra de los entablados y armazones que dibujaban ya las siluetas de lo que pronto serían palacios y pabellones. Algunas de estas mujeres estaban casadas con los manobres; otras, sólo amistanzadas con algunos de ellos; otras eran madres, hermanas solteras, suegras o cuñadas de aquéllos. La mayoría de ellas estaban en un estado de gravidez avanzado. Se pasaban el día tendiendo ropa húmeda en unas cuerdas tensadas entre dos cañas clavadas en la arena para que allí la brisa tibia del mar y el sol radiante la oreasen. También cocinaban en unos braseros colocados a la puerta de las chozas a los que atizaban enérgicamente con unos abanicos de paja, o remendaban y zurcían. Todo esto lo hacían mientras atendían a los niños.

Estos iban tan sucios que era difícil precisar sus rasgos faciales; tenían las tripas hinchadas, andaban desnudos y la emprendían a pedradas con todo el mundo. Si se acercaban a las mujeres que cocinaban corrían el riesgo de recibir un bofetón o un sartenazo. Con esto los alejaban, pero pronto volvían atraídos por el olor de la comida. Entre las mujeres menudeaban las trifulcas, los gritos y los insultos; con frecuencia llegaban a las manos. La Guardia Civil se apostaba a prudencial distancia en estas ocasiones y no intervenía si no salían a relucir cuchillos o navajas. En averiguar estas cosas pasaba Onofre Bouvila los días. Prevaliéndose de su aspecto inofensivo y de la ventaja de no estar sujeto a ningún horario ni adscrito a ningún sector iba de un lado a otro para que la gente se acostumbrara a su presencia. Nunca molestaba a los que estaban trabajando; a los que descansaban les hacía preguntas relacionadas con su oficio. Si encontraba la manera de ayudar en algo, lo hacía. Poco a poco se iba granjeando la tolerancia de todos y el aprecio de algunos.

Transcurrida la primera semana y aunque no había colocado un solo panfleto, encontró sobre la almohada de su cama el dinero que Delfina le había prometido y que seguramente ella misma había colocado allí. Interiormente se felicitó de la comprensión y de la honradez de sus empleadores. No les defraudaré, pensaba; y no porque esta revolución que ando pregonando me interese nada, sino porque quiero demostrar que puedo hacer esto tan bien como el mejor. Pronto podré empezar a repartir los panfletos dichosos: mi asiduidad y mi discreción están dando sus primeros frutos; ya he vencido la desconfianza inicial que puede haber inspirado con mi torpeza; además ya nadie me vigila: todos están absortos en esta Exposición disparatada. En efecto, ya en 1886, cuando aún faltaban dos años para la inauguración, un periódico había advertido de que "acudirán constantemente a Barcelona forasteros dispuestos a formar concepto de su belleza y adelantos", por lo cual, añade, "el ornato públicos lo propio de la comodidad y seguridad personal, son las cuestiones que en el caso presente han de llamar con toda preferencia la preciosa atención de nuestras autoridades". No pasaba día últimamente sin que los periódicos hicieran sugerencias: "construir el alcantarillado de la parte nueva", proponía uno; "hacer desaparecer los barracones que afean la plaza Cataluña", proponía otro; "dotar al paseo de Colón de bancos de piedra, mejorar los barrios extremos como el del Poble Sech, que habrán de recorrer quienes aprovechen su estancia en Barcelona para llegarse a Montjuich atraídos por los deliciosos manantiales de que está salpicada esta montaña", etcétera. Algunos se mostraban preocupados por la actitud de los propietarios de fondas, restaurantes, posadas, cafés, casas de pupilos, etcétera, a quienes exhortaban a comprender que "el deseo de excesiva ganancia es por lo general contraproducente, redundando en perjuicio propio, pues lleva consigo el retraimiento del viajero". A este sector de la prensa le preocupaba menos la impresión que pudiera causar la ciudad que la que pudieran causar sus habitantes, de cuya honradez, competencia y modales desconfiaba a todas luces.

 

—Dame más panfletos, Pablo –dijo Onofre. El apóstol refunfuñó. Has tardado más de tres semanas en repartir el primer paquete, le dijo, tienes que esforzarte más. Eran las cinco de la mañana; el sol había rebasado el horizonte y se colaba por las grietas de los postigos del cubil. A la luz incisiva de aquel amanecer de verano el cubil parecía más pequeño, destartalado y polvoriento–. al principio no fue fácil, pero ya verás cómo a partir de hoy la cosa cambia dijo Onofre. El segundo paquete lo distribuyó en sólo seis días.

Pablo le dijo: Chico, perdona lo que dije la vez anterior. Ya sé que los principios son duros; a veces me domina la impaciencia, ¿sabes? Es el calor, este calor y este encierro, que me están matando. El calor hacía sentir sus efectos también en el recinto de la Exposición. Los nervios allí se crispaban con facilidad e hicieron pronto su aparición las diarreas estivales, muy temidas porque mataban a los niños por docenas.

—Peor será –decían los más tranquilos– cuando se terminen estas obras y nos quedemos sin trabajo.

Los más confiados creían que una vez inaugurada la Exposición Barcelona se convertiría en una gran ciudad; en esta ciudad habría trabajo para todos, los servicios públicos mejorarían a ojos vistas, todo el mundo recibiría la asistencia necesaria. De estos badulaques se reían los demás de buena gana. Onofre aprovechaba la ocasión para hablar de Bakunin y siempre acababa distribuyendo algunos panfletos.

Mientras hacía esto no podía dejar de decir para sus adentros:

Válgame Dios, no sé cómo he venido a convertirme en propagandista del anarquismo; hace unas semanas no había oído hablar siquiera de semejantes disparates y hoy parezco un convencido de toda la vida; sería cosa de reírse si con esto no me estuviera jugando el pellejo. En fin, acababa siempre repitiéndose, trataré de hacerlo lo mejor que pueda; al fin y al cabo, tan peligroso es hacerlo bien como hacerlo mal, y haciéndolo bien me gano la confianza de los unos y los otros.

La idea de ganarse la confianza ajena sin dar a cambio la suya le parecía el colmo de la sabiduría.

 

 

 

—De modo, joven, que trabaja usted en las obras de la Exposición Universal, ¿eh? Eso está muy bien, muy bien –le había dicho el señor Braulio cuando Onofre Bouvila le hizo entrega de la primera semanada–. Estoy convencido, y así se lo dije a mi esposa, que no me dejará mentir, de que la Exposición, salvo que Dios disponga lo contrario, ha de servir para poner a Barcelona en el lugar que le corresponde –añadió el fondista.

—Eso mismo pienso yo, señor Braulio –había respondido.

Además del señor Braulio y su esposa, la señora Agata, de Delfina y de "Belcebú", había ido conociendo con el tiempo a otros personajes de aquel mundillo. Los huéspedes de la pensión eran ocho, nueve o diez, según los días. De éstos, sólo cuatro eran fijos: Onofre, un sacerdote retirado llamado mosén Bizancio, una echadora de cartas de nombre Micaela Castro y el barbero que trabajaba en el vestíbulo y a quien todos llamaban sencillamente Mariano. Éste era un hombre obeso y sanguíneo, de mal fondo, pero muy afable de trato. También era un charlatán empedernido y tal vez por eso fue el primer huésped de la pensión con quien Onofre Bouvila trabó relación.


Date: 2015-12-24; view: 597


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