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Capítulo III 3 page

La fámula sostenía la vela en alto como un faro, sin reparar en los goterones de cera que caían al suelo. Esta luz mísera y la camisa de paño burdo que cubría sus formas escuálidas le daban una apariencia de Minerva proletaria. Al final el gato dio muestras de impaciencia y Delfina interrumpió la perorata.

—Del resto, si haces lo que yo te diga, te irás enterando más adelante –le dijo. Onofre le preguntó qué era eso que había de hacer. Lo principal, dijo ella, era dar a conocer la idea, hacer sonar el clarín que despertara las masas dormidas.

Tú eres nuevo en Barcelona, acabó diciendo la fámula, nadie te conoce, eres muy joven y pareces inocente. Puedes contribuir a la causa y de paso ganar algún dinero; no mucho, somos muy pobres: lo justo para que puedas ir pagando la pensión. Ya ves que no somos tan soñadores como algunos pretenden:

Comprendemos que la gente ha de vivir. Bueno, ¿qué contestas?

—¿Cuándo empiezo? –dijo Onofre. Aunque no veía las cosas con excesivo entusiasmo, la intervención de Delfina le proporcionaba ciertamente un respiro en sus tribulaciones.

—Mañana por la mañana te presentarás en el número cuatro de la calle del Musgo –dijo Delfina, bajando mucho la voz–.

Allí preguntarás por Pablo. Él no es mi novio, pero ya sabe de ti. Te está esperando. Él te dirá lo que has de hacer. Sé muy prudente y asegúrate de que no te sigue nadie; recuerda que la policía vigila. En cuanto a mi padre y la semanada, no te preocupes. Yo lo arreglaré. "Belcebú", vámonos.

Sin añadir nada más sopló la vela y la habitación quedó a oscuras. Onofre sintió que el peso del gato desaparecía, oyó el choque blando de las cuatro patas contra las baldosas.

Luego vio brillar junto a la puerta los ojos de aquel animal temible. Finalmente la puerta se cerró sigilosamente.

 

 

 

Preguntando a unos y a otros averiguó que la dirección que Delfina le había dado estaba en el Pueblo Nuevo, relativamente cerca de Barcelona. Un tranvía de mulas hacía el trayecto, pero costaba 20 céntimos y como Onofre Bouvila no los tenía hubo de caminar siguiendo los rieles. La calle del Musgo era una vía tétrica y solitaria, adosada a la tapia de un cementerio civil destinado a los suicidas. La calle estaba llena de perros huidizos de pelaje ralo y hocico afilado que por la noche escarbaban entre las tumbas del cementerio en busca de alimento. Había llovido la noche anterior y el cielo estaba encapotado; la presión era baja y el aire, húmedo y pegajoso. Esto no afectó a Onofre Bouvila, que estaba de buen humor: aquella misma mañana, a la hora del desayuno, se le había acercado el señor Braulio y le había dicho: Anoche mi señora y yo estuvimos hablando y de común acuerdo, como lo hacemos todo, decidimos concederle a usted una semana de crédito. El señor Braulio se había rascado la oreja que presentaba un color encendido de clavellina. Las cosas están difíciles y usted es muy joven para andar desamparado por estos mundos de Dios, había añadido. Confiamos asimismo en que pronto encuentre ese empleo que con tanto ahínco busca y estamos persuadidos de que con su honradez y dedicación conseguirá a la larga labrarse un porvenir decoroso, acabó diciendo enfáticamente. Él le había dado las gracias y mirado de reojo a Delfina; en aquel momento la fámula cruzaba el comedor con un balde lleno de agua sucia, pero aparentaba no verlo o no lo veía. Llamó a la puerta del número cuatro y le abrió sin dilación un individuo de constitución enclenque, frente abombada y labios finos, reticentes.



—Soy Onofre Bouvila y busco a un tal Pablo –le dijo.

—Yo soy Pablo –dijo el individuo–. Pasa.

Entró en un almacén aparentemente abandonado. En las paredes había moho y salitre y en el suelo, manchurrones de petróleo, algunas cajas y rollos de cuerda. De una de aquellas cajas Pablo sacó un paquete. Éstos son los panfletos que tienes que repartir, dijo tendiendo el paquete a Onofre.

¿Estás familiarizado con la idea? Onofre advirtió que tanto Pablo como Delfina decían "la idea", como si no hubiera otra: esto le hizo gracia. También intuyó que con personas como Pablo la sinceridad era la mejor estrategia y dijo que no.

Pablo hizo una mueca colérica. Lee atentamente uno de los panfletos, dijo; yo no tengo tiempo de adoctrinarte y los panfletos lo explican todo con mucha claridad. Conviene que vayas enterado por si alguien te pidiera una aclaración, ¿entiendes? Onofre dijo que sí. ¿Te han dicho ya dónde tienes que hacer el reparto?, preguntó el apóstol. Onofre dijo otra vez que no. Ah, ¿tampoco eso?, suspiró Pablo, dando a entender con este suspiro que todo el trabajo de hacer la revolución recaía sobre sus hombros. Está bien, yo te lo diré, añadió.

¿Sabes dónde están construyendo la Exposición Universal?

Onofre volvió a decir que no. Pero, muchacho, dijo el apóstol escandalizado, ¿de qué planeta vienes? Sin dejar de refunfuñar le indicó el modo de llegar allí y lo puso en la calle. Antes de que pudiese cerrar la puerta Onofre le preguntó:

—Cuando se me acaben los panfletos, ¿qué he de hacer?

El apóstol sonrió por primera vez. Venir a por más, respondió en un tono casi suave. Le dijo que debía acudir al almacén por las mañanas, entre las cinco y las seis; nunca a otra hora. Si nos encontrásemos en alguna parte, harás como si no nos conociéramos, dijo acto seguido. No des a nadie esta dirección ni hables jamás de mí ni de la persona que te ha enviado, aunque te maten, agregó con solemnidad. Si alguien te pregunta cómo te llamas, di que Gastón: éste será tu apodo. Y ahora vete: cuanto más breves sean nuestros encuentros, tanto mejor. Onofre se alejó de aquel lugar macabro. Al llegar a una plazoleta se sentó en un banco, deshizo el paquete y se puso a leer uno de los panfletos. Unos niños corrían por la plaza y de un taller de cerrajería invisible pero cercano a la plaza llegaba un repique machacón. Por esta razón no pudo concentrarse bien. Apenas sabía leer: necesitaba silencio y tiempo para entender lo que leía. Además la mitad de las palabras que leía le resultaba incomprensible. La prosa era tan enrevesada que ni siquiera repasando el texto varias veces conseguía discernir de qué hablaba. ¿Y por este galimatías voy a jugarme yo la vida?, se dijo. Volvió a atar el paquete y se dirigió al lugar que Pablo le había indicado. Al andar contemplaba con ojos de campesino aquellas hectáreas que unos años antes habían sido huertos: ahora, atrapadas por el avance del progreso industrial, aguardaban un destino incierto yermas, negras y apestosas, envenenadas por los riachuelos pútridos que vertían las fábricas de las inmediaciones. Estos riachuelos al ser absorbidos por la tierra sedienta formaban un légamo que se adhería a las alpargatas del caminante y dificultaba su marcha.

En un momento dado debió de confundir la vía del ferrocarril con la del tranvía y se perdió. Como no veía ningún ser viviente a quien preguntar, escaló un montículo; desde allí contaba con avistar su meta o, cuando menos, determinar su propio paradero. La posición del sol, un cálculo somero de la hora y sus conocimientos le permitieron situar los cuatro puntos cardinales. Ahora ya sé dónde estoy, pensó.

Las nubes se habían abierto hacia el Este y por allí el sol filtraba sus rayos; al recibirlos el mar lanzaba destellos; tenía un centelleo de plata. Volviendo la espalda al mar avistó la silueta de la ciudad difusa a través de la atmósfera cargada; avistó los campanarios y las torres de las iglesias y los conventos y las chimeneas de las fábricas. Una locomotora sin vagones maniobraba cerca de allí, en dirección a una vía muerta. La columna de humo que despedía detenía el ascenso a pocos metros de altura; allí el aire húmedo y denso empujaba el humo hacia el suelo. El ruido de la locomotora era lo único que rompía el silencio. Siguió caminando. Cuando veía un montículo subía a él y oteaba el horizonte. Por fin descubrió, más allá de la vía férrea por donde momentos antes había visto maniobrar la locomotora, una explanada por la que hormigueaban hombres, bestias y carretas. Allí había edificios en construcción. Onofre Bouvila pensó que aquél había de ser el lugar que buscaba. O allí me sabrán dar razón, se dijo. Bajó del promontorio al que se había subido y se dirigió a la obra con el paquete de panfletos bajo el brazo.

 

La Ciudadela, cuyo recuerdo vergonzoso aún perdura, cuyo nombre es sinónimo todavía de opresión, surgió y desapareció del modo siguiente: En 1701 Cataluña, celosa de sus libertades, que veía amenazadas, abrazó la causa del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión. Derrotado este bando y entronizada en España la casa de Borbón, Cataluña fue castigada severamente. La guerra había sido larga y encarnizada, pero sus secuelas fueron peores aún. Los ejércitos borbónicos saquearon Cataluña; contaban con la connivencia de los mandos y no escatimaron la inquina. Luego vino la represión oficial: los catalanes fueron ejecutados a centenares; para escarnio y lección sus cabezas fueron ensartadas en picas y expuestas en los puntos más concurridos del Principado. Millares de prisioneros fueron destinados a trabajos forzosos en lugares remotos de la península e incluso en América; todos ellos murieron con los grilletes puestos, sin haber vuelto a ver su patria querida. Las mujeres jóvenes fueron usadas para solaz de la tropa; esto provocó una carestía de mujeres casaderas que aún perdura en Cataluña.

Muchos campos de cultivo fueron arrasados y sembrados de sal para volver la tierra estéril; los frutales fueron arrancados de raíz. Se intentó exterminar el ganado y en especial la vaca pirenaica, tan apreciada; este exterminio no pudo llevarse a término porque algunas reses huyeron a las montañas donde sobrevivieron en estado salvaje hasta bien entrado el siglo XIX; sólo así lograron salvarse de las cargas feroces de la caballería, de las descargas de la artillería y de las bayonetas de la infantería. Los castillos fueron derruidos y sus sillares utilizados para cercar de murallas algunas poblaciones: de este modo las convertían virtualmente en presidios. Los monumentos y estatuas que adornaban los paseos y las plazas fueron triturados, reducidos a polvo. Los muros de los palacios y edificios públicos fueron recubiertos de cal y sobre este revestimiento fueron pintadas figuras obscenas y fueron grabadas frases procaces u ofensivas. Las escuelas fueron convertidas en establos y viceversa; la Universidad de Barcelona, donde se habían educado y donde habían enseñado figuras preclaras, fue clausurada; el edificio que la albergaba fue desmontado piedra a piedra; con estas piedras fueron cegados los acueductos, los canales y las acequias que abastecían de agua la ciudad y los huertos colindantes. El puerto de Barcelona fue sembrado de escollos; fueron arrojados al mar tiburones traídos especialmente de las Antillas en cisternas para que infestaran las aguas del Mediterráneo. Por fortuna este medio les fue adverso: los que no murieron por causa del clima o de la ingestión de moluscos emigraron a otras latitudes por el estrecho de Gibraltar, a la sazón ya en poder de los ingleses. De todas estas medidas dieron cuenta al rey. Tal vez, dijo éste, a los catalanes no les baste este escarmiento. Felipe V, duque de Anjou, era un monarca ilustrado. Un escritor francés lo ha calificado de "roi fou, brave et dévot". Se casó con una italiana, Isabel de Farnesio, y murió demente. No era sanguinario, pero consejeros malintencionados le habían hablado pestes de los catalanes, al igual que de los sicilianos y napolitanos, de los criollos de ultramar, de los canarios, de los filipinos y de los indochinos, todos ellos súbditos de la Corona de España. Por ello hizo construir en Barcelona una fortificación gigantesca, donde albergó un ejército de ocupación presto a salir a sofocar cualquier levantamiento. A esta fortificación se la llamó desde el principio "la Ciudadela". En ella vivía el gobernador, aislado por completo de la población: en todo había sido imitado el sistema colonial más rígido. En la explanada de la Ciudadela eran ahorcados los reos de sedición; allí los cuerpos sin vida de los patriotas ejecutados eran dejados para pasto de los buitres. A la sombra de los bastiones los barceloneses llevaban una vida servil, lloraban de nostalgia y de rabia. Una o dos veces trataron de tomar la fortificación por asalto, pero fueron rechazados sin dificultad; tuvieron que abandonar el campo, que quedó sembrado de bajas. Los defensores se burlaban de los asaltantes: asomados a las troneras orinaban sobre los muertos y los heridos. A cambio de este placer inicuo no podían abandonar el recinto ni mezclarse con la población civil, que los odiaba; toda diversión les estaba vedada: eran prisioneros de la situación. Los soldados, privados de la compañía de las mujeres, se daban a la sodomía y descuidaban la higiene personal: la Ciudadela se convirtió en un foco de enfermedades de todo tipo. Unos y otros mirando las cosas con serenidad pedían a los sucesivos monarcas que pusieran fin a aquel símbolo de hostilidad e infamia. Sólo algunos fanáticos defendían la necesidad de su permanencia. Los reyes decían a todo que sí, pero luego daban largas al asunto; así suelen proceder los que ostentan el poder absoluto. A mediados del siglo XIX la Ciudadela había perdido gran parte de su eficacia; los adelantos bélicos habían hecho inútil su función: ya no tenía razón de ser. En 1848, con motivo de un alzamiento popular, el general Espartero había estimado más expeditivo bombardear Barcelona desde la colina de Montjuich.

Por fin, al cabo de un siglo y medio de existencia, fueron demolidos los murallones de la Ciudadela. El terreno que ocupaba y los edificios que había allí fueron donados a la ciudad, como para borrar tanto dolor acumulado. Algunos de aquellos edificios fueron arrasados justificadamente; otros permanecen aún en pie. Del recinto se decidió hacer un parque público, para solaz de todos. Era un contraste conmovedor ver cómo ahora arraigaban los árboles y brotaban las flores en aquella explanada donde se habían cometido tantas atrocidades, donde poco antes se había levantado el cadalso. También fue construido allí un lago y una fuente colosal que llevaba por nombre "la Cascada". A este parque se llamó y aún se sigue llamando "el parque de la Ciudadela". En 1887, cuando Onofre Bouvila puso los pies en él, se estaba levantando allí lo que había de ser el recinto de la Exposición Universal. Eso ocurrió a principios o a mediados de mayo de ese año. Para entonces las obras estaban muy avanzadas. El contingente de obreros empleado en ella había alcanzado su máxima dotación, es decir, cuatro mil quinientos hombres. Este número era exorbitante, no tenía precedente en la época. A él hay que agregar otro número indeterminado pero igualmente grande de mulas y borricos. También funcionaban allí entonces grúas, máquinas de vapor, ingenios y carromatos. El polvo lo cubría todo, el ruido era ensordecedor y la confusión, absoluta.

Don Francisco de Paula Rius y Taulet ocupaba la alcaldía de Barcelona por segunda vez. Frisaba la cincuentena, era ceñudo, ostentaba una calva imaginativa y unas patillas tan largas que le cubrían las solapas de la levita. Los cronistas decían que tenía aire patricio. Era muy sensible al prestigio de su ciudad y de su propia gestión. En aquellos días estivales, bochornosos, de 1886 se enfrentaba a un dilema arduo. Unos meses antes había recibido la visita de un caballero llamado Eugenio Serrano de Casanova. Tengo que comunicar a vuecencia algo grave, le había dicho éste. Don Eugenio Serrano de Casanova era un gallego afincado en Cataluña; allí le había conducido de joven su militancia ferviente en la causa carlista. Luego los años habían mitigado su fervor, pero no su energía: era hombre emprendedor y viajero. En el curso de sus viajes había tenido ocasión de asistir a las Exposiciones Universales de Amberes, París y Viena; estos certámenes le parecieron cosa de maravilla. Como no era hombre que dejara agostarse las ideas trazó sus planes y pidió permiso al Ayuntamiento de Barcelona para hacer allí lo que había visto en aquellas otras ciudades. El Ayuntamiento le cedió el parque de la Ciudadela. Si quiere meterse en semejante lío, que se meta, allá él, pensaron las autoridades competentes: una actitud tan negligente como peligrosa. en rigor, nadie calibraba lo que suponía organizar una Exposición Universal.

Estas Exposiciones eran un fenómeno nuevo, del que sólo se tenía noticia a través de la prensa. Aunque la noción de exposición Universal, la idea misma del certamen había nacido en Francia, la primera de ellas la celebró Londres en 1851; París la suya en el 55. En París la organización dejó mucho que desear: el recinto abrió sus puertas con quince días de retraso sobre la fecha prevista y muchas de las piezas que se exhibían allí no habían sido desembaladas todavía el día de la inauguración. Entre las ilustres personalidades que la visitaron estaban la propia reina Victoria, entonces en pleno apogeo. "Pas mal pas mal", iba murmurando esta reina con un leve mohín, sin duda complacida por las muestras de incompetencia que daban los franceses. Iba seguida de un cipayo que media más de dos metros, sin contar el turbante, y que llevaba en un cojín de seda carmesí el "Koh–inoor", hasta entonces el diamante más grande del mundo; era como si con aquel gesto la reina Victoria quisiera decir: uno sólo de los objetos que me pertenecen vale más que todo lo que hay expuesto aquí; en esto no llevaba razón, porque de lo que se trataba en realidad era de rivalizar en ideas y en progreso.

Luego también se celebraron certámenes en Amberes, en Viena, en Filadelfia y en Liverpool. Londres había organizado su segunda Exposición en el 62 y París la suya en el 67 cuando Serrano de Casanova lanzó en Barcelona su propuesta. Lo que le sobraba de empuje le faltaba de capital. Barcelona atravesaba una crisis financiera de consideración y los reiterados llamamientos del promotor denodado no encontraron eco. El dinero inicial se acabó y el proyecto hubo de ser abandonado.

Serrano de Casanova acudió a ver al alcalde Rius y Taulet. En tono suave, como si se tratara de un secreto, le dijo: Debo notificar a vuecencia algo de particular gravedad; he decidido capitular, no sin profundo desconsuelo. Las obras de habilitación del parque ya habían comenzado; el suceso, entre unas cosas y otras, había recibido amplia publicidad. ¡Rayos y centellas!, exclamó Rius y Taulet; hizo repicar con insistencia una campanilla de oro y cristal que había sobre la mesa de su despacho en la alcaldía y al primero que compareció (un ordenanza) le dijo sin mirarle a la cara que tomara todas las disposiciones necesarias para convocar las personalidades barcelonesas a consejo de inmediato: al obispo, al gobernador, al capitán general, al presidente de la Diputación, al rector de la Universidad, al presidente del Ateneo, etcétera. El ordenanza se desvaneció en el despacho, el propio alcalde hubo de reanimarlo abanicándolo con su pañuelo. Reunidos por fin los prohombres hubo más palabrería que voluntad de hacer algo; todos estaban dispuestos a opinar, pero ninguno a comprometerse ni a comprometer a la institución que representaba; mucho menos lo estaba a ofrecer apoyo financiero a la empresa descabellada de Serrano de Casanova. Al final Rius y Taulet dio un golpazo en la mesa con una carpeta de cuero y cortó en seco tanta garrulería. "Hóstia, la Mare de déu¡", gritó a pleno pulmón. El vibrante exordio se oyó en la plaza de San Jaime, pasó a ser de dominio público y figura hoy, con otros dichos célebres, labrado en un costado del monumento al alcalde infatigable. El obispo no pudo menos que persignarse. Un alcalde no es cosa de tomar a risa. En menos de una hora obtuvo de todos los presentes su aquiescencia y la promesa de colaboración que precisaba para seguir adelante con el proyecto. Abandonar ahora sería un desdoro para Barcelona, les dijo, una confesión de impotencia. Acordaron seguir adelante con el proyecto bajo el patrocinio de una Junta Directiva. También se creó una Junta del Patronato integrada por autoridades civiles y militares, presidentes de asociaciones, banqueros y figuras del mundo empresarial. Con ello se involucraba a todos en aquella tarea, que tenía que ser colectiva para ser posible. Se estableció una Junta Técnica formada por arquitectos e ingenieros. Con el tiempo proliferaron las juntas y los comités (comités de enlace con empresas nacionales, comités de enlace con potenciales expositores extranjeros, comités encargados de fallar concursos y otorgar premios, etcétera), lo cual engendraba confusión y no pocos roces. Todos coincidían en calificar esta organización de "muy moderna". Otra cosa es que la opinión pública fuera unánime respecto de la viabilidad del proyecto.

"Por lo demás", apunta un diario de la época, "la población no ofrece bastantes atractivos para hacer grata la estancia al forastero en ella por algunos días". Todos pensaban que Barcelona haría un triste papel si trataba de equipararse a París o a Londres. Nadie pensaba en lo que ofrecían en aquellos años ciudades como Amberes o Liverpool, que habían montado sus respectivos certámenes sin tanto "mea culpa". O se lo planteaban, pero decían: Que otros hagan el ridículo si les viene de gusto; nosotros, no. "En Barcelona, fuera de la benignidad de su clima, de lo excelente de su situación, de sus antiguos monumentos y de algo, muy poco, debido a la iniciativa de los particulares, no estamos al nivel de las demás poblaciones de Europa de igual importancia", dice una carta aparecida en un diario de esas fechas. "Todo lo que tiene carácter administrativo", sigue diciendo la carta, "es de orden inferior. La policía urbana es en general detestable, la seguridad deja mucho, muchísimo que desear, faltan o están mal organizados gran número de servicios necesarios en una población de 250.000 habitantes, la estrechez de las calles del casco antiguo y la falta de grandes plazas en él y en el nuevo, dificultan la circulación y el desahogo, no tenemos buenos y variados paseos y carecemos de museos, bibliotecas, hospitales, hospicios, cárceles, etc., dignos de ser visitados". esta carta, que se prolongaba a lo largo de muchas páginas, decía, entre otras cosas: "Hemos gastado mucho en el Parque de la Ciudadela, pero sus dimensiones son mezquinas; falta en él un vasto bosque y un extenso paseo, y algo como el lago es eminentemente ridículo". Al decir esto el autor de la carta pensaba seguramente en los parques célebres de la época: el "bois de Boulogne" y "Hyde park". A estas invectivas agrega la carta: "Raquitismo de concepción y ahuecamiento de la vanidad es lo que caracteriza a menudo los actos de nuestra administración local. Barcelona, de algunos años a esta parte, va volviéndose una ciudad sucia. Las fachadas de las casas algo antiguas !cuán repugnantes se presentan de ordinario¡"

Cartas similares eran frecuentes en la prensa local de entonces. Otros expresaban sus reservas de modo más conciso, como un diario del 22 de septiembre de 1866, que encabezaba su editorial con este epígrafe: "Comercialmente hablando, ¿constituye la Exposición un beneficio o una plaga?" Con todo, la oposición al certamen en general fue tenue. La mayoría de los ciudadanos estaba dispuesta aparentemente a arrostrar los riesgos de la aventura; los demás sabían por experiencia que lo que las autoridades decidían siempre se llevaba a cabo; varios siglos de absolutismo habían enseñado a la gente a no malgastar tinta y talento. También influía en la opinión pública un factor importantísimo: que la primera Exposición Universal que se celebraba en España se celebraría en Barcelona y no en Madrid. Este hecho había sido ya comentado en los periódicos de la capital. Estos mismos periódicos habían llegado a la conclusión penosa pero incuestionable de que así había de ser. "Las comunicaciones entre Barcelona y el resto del mundo, tanto por mar como por tierra, la hacen más apta que ninguna otra ciudad de la Península para la atracción de forasteros", dijeron. Con esto se quedaron contentos, como si la elección de Barcelona como sede del certamen la hubieran hecho ellos. Estos argumentos, sin embargo, no conmovieron al Gobierno. Ustedes se lo montan, ustedes se lo pagan, vinieron a decir. En esa época la economía del país estaba tan centralizada como todo lo demás; la riqueza de Cataluña, como la de cualquier otra parte del reino, iba a engrosar directamente las arcas de Madrid. Los ayuntamientos atendían a sus necesidades mediante la recaudación de contribuciones locales, pero para cualquier gasto extraordinario debían acudir al Gobierno en busca de una subvención, de un crédito o, como en el caso presente, de un chasco. Esto suscitaba entre los catalanes un sentimiento de solidaridad que acallaba las críticas. Por este lado, comentó Rius y Taulet, nos hacen un favor; por todos los demás, la puñeta. En eso no había desacuerdo. Con Madrid acabaremos a palos, pero sin Madrid no iremos a ninguna parte, dijo Manuel Girona. Era un financiero de renombre; a la sazón desempeñaba además la presidencia del Ateneo. Tenía fama de no perder jamás la compostura: Dejemos para mejor ocasión los desahogos temperamentales y hagamos frente a la realidad, propuso: hay que pactar con Madrid; será una humillación, pero la causa bien lo merece. Con estas palabras quedó zanjada la discusión y se dio por concluida la sesión, que se había celebrado un miércoles en el restaurante "Las siete puertas". El domingo siguiente, después de oír misa cantada, salieron hacia la capital dos delegados de la Junta.

Viajaban en un carruaje que el propio Ayuntamiento había puesto a su disposición; este carruaje llevaba en cada portezuela unas molduras con el emblema de la Ciudad Condal.

En unos cartapacios enormes de piel de cocodrilo llevaban la documentación relativa al proyecto y en varios baúles asegurados con cuerdas a la parte posterior del carruaje llevaban muchas mudas, porque preveían una ausencia larga. Y así fue: apenas llegados a Madrid se instalaron en un hotel. A la mañana siguiente acudieron al Ministerio de Fomento. Su llegada causó gran revuelo: de Barcelona habían traído y ahora llevaban puestos los vestidos y capas que en su día habían pertenecido a Joan Fiveller, aquel valedor legendario de la ciudad. En el transcurso de los siglos la lana de estas ropas se había ido convirtiendo en borra y las sedas en una especie de telaraña. Al paso de los delegados, que portaban los cartapacios con ambas manos, como si fueran ofrendas, las alfombras del Ministerio iban quedando cubiertas de un polvo pardo. Estos dos delegados se llamaban respectivamente Guitarrí y Guitarró, dos nombres que de no ser reales parecerían inventados para la ocasión. Fueron conducidos a un salón de techo altísimo, artesonado, donde sólo había dos sillas de estilo renacimiento, bastante incómodas, y un cuadro de tres metros de alto por nueve de largo, del taller de Zurbarán, que representaba un viejo ermitaño de piel cerúlea, cubierto de escrófulas y rodeado de tibias y calaveras. Allí se les hizo esperar más de tres horas, al término de las cuales se abrió una puerta lateral, semisecreta, y apareció un individuo de rostro abotargado y patillas de boca de hacha que llevaba una casaca cubierta de entorchados. Al punto los dos delegados se pusieron en pie. Uno de ellos acertó a murmurar al oído de su compañero: !Santa Quiteria, su sola mirada ya infunde espanto¡; la larga espera había debilitado su sistema nervioso. Los dos hicieron una profunda reverencia. El recién llegado, que no era el ministro, sino un ujier, les comunicó con sequedad que el señor ministro no podía recibirlos ese día, que tuvieran la bondad de acudir de nuevo al Ministerio al día siguiente a la misma hora. La confusión provocada por el vistoso uniforme del ujier fue la primera de una larga serie: los delegados de la Junta se movían en un medio que les era ajeno; no sabían qué actitud adoptar en aquella ciudad de tabernas y conventos, vendedores ambulantes, chulapones, alcahuetas, llagados y mendigos, en mitad de la cual existía un mundo aún más extraño, hecho de oropeles y ceremonias, amenazas y prebendas, poblado por generales intrigantes, duques chanchulleros, curas milagreros, validos, toreros, enanos y papamoscas de corte que se burlaban de ellos, de su acento catalán y de su sintaxis peculiar. En idas y venidas del hotel al Ministerio gastaron en vano tres meses y sus correspondientes dietas, acabadas las cuales escribieron a Barcelona dando cuenta de lo sucedido y recabando instrucciones. A vuelta de correo les llegó un paquete remitido por el propio Rius y Taulet en el que había dinero, una reproducción en yeso de la Virgen de Montserrat y un mensaje que decía: "Valor, uno de los dos tendrá que ceder y por Dios bendito que no vamos a ser nosotros". Los pobres delegados apenas salían de su hotel, donde el servicio, familiarizado ya con su presencia y convencido de que no cabía esperar de ellos muestras exageradas de liberalidad, no se preocupaba de cambiarles las toallas ni las sábanas ni de pasar el plumero por el mobiliario escaso y desvencijado. Para ahorrar los dos compartían con grandes estrecheces el mismo cuarto y se hacían el desayuno y la cena allí mismo, con el agua caliente de la bañera. Lo que más les hacía sufrir, con todo, eran las visitas matutinas al Ministerio. El enjambre de zánganos y sablistas que parecía habitar en sus corredores y antesalas les había compuesto unas coplillas hirientes que oían tararear por doquier a su paso. Los más allegados al Ministerio les gastaban bromas aún más vejatorias, como colocar cubos llenos de agua en los dinteles de las puertas que habían de cruzar, tender cables en el suelo para hacerles tropezar y acercarles velas encendidas a los faldones del traje para chamuscarlos. Algunos días al entrar en la sala de espera encontraban las dos sillas ocupadas por otros peticionarios más madrugadores quienes, avezados a este tipo de situaciones y endurecidos por toda una vida de plantones, lisonjas, suplicatorios, gestiones y desengaños fingían no reparar en su presencia y en las tres horas rituales que duraba la espera no les cedían el asiento ni un minuto. El ministro seguía sin recibirlos. Todos los días, tras esperar en aquella sala cuyos mínimos detalles conocían ya al dedillo, se abría la puerta semisecreta, entraba el ujier de las patillas y les tendía en una bandeja una nota apresurada en la que el ministro les notificaba que aquel día no les podía atender como habría sido su deseo. El desparpajo con que usaba aquí y allá expresiones y vocablos de germanía hacía a menudo ininteligible estas notas, lo que aún angustiaba más a los delegados, que se iban con la duda de si habían o no habían entendido bien las indicaciones del ministro, los cambios de cuyo humor trataban de vislumbrar en los más leves indicios.


Date: 2015-12-24; view: 688


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