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Capítulo III 2 page

Preguntó qué pasaba y le respondieron que entre los obreros portuarios se habían declarado varios casos de cólera morbo, sin duda traído por algún barco proveniente de costas lejanas.

Atisbando por encima del hombro de un agente pudo percibir un cuadro trágico: varios estibadores habían dejado caer los fardos que acarreaban y vomitaban en las losas de la dársena; otros evacuaban al pie de las grúas un líquido ocre y fluido.

Remitido el ataque volvían a sus faenas entre convulsiones, por no perder el jornal. Los sanos se apartaban al paso de los contaminados; los amenazaban con cadenas y bicheros si éstos pretendían aproximarse a ellos. Un puñado de mujeres trataba de romper el cordón sanitario para acudir en socorro de sus maridos o amigos; a éstas las rechazaba la policía sin miramientos.

Onofre Bouvila siguió caminando; iba bordeando el mar en dirección a la Barceloneta. En esa época la gran mayoría de los barcos era aún de vela. Las instalaciones del puerto estaban también muy atrasadas: los muelles no permitían que los barcos atracaran de costado, habían de atracar de popa.

Esto dificultaba mucho las labores de carga y descarga, que habían de ser efectuadas por medio de barcazas y chalupas. Un enjambre de estas barcazas y chalupas surcaba las aguas del puerto a todas horas trayendo y llevando mercancías. Por los muelles y las calles aledañas pululaban marinos viejos de rostro curtido; solían llevar el pantalón arremangado hasta la rodilla, blusón a rayas horizontales y gorro frigio. Fumaban pipas de caña, bebían aguardiente y comían cecina y unos bizcochos que dejaban secar durante semanas; también succionaban limón con avidez; eran lacónicos con la gente, pero hablaban a solas sin parar; rehuían el contacto humano y eran pendencieros, pero acostumbraban a ir acompañados de un perro, un loro, un galápago o algún otro animalito al que prodigaban mimos y atenciones. En realidad sufrían un trágico destino: embarcados de niños como grumetes, no habían regresado hasta la vejez a su tierra natal, a la que ya sólo les unía la memoria. El vagabundear continuo les había impedido fundar una familia o anudar amistades duraderas.

Ahora, de regreso, se sentían extraños. Pero a diferencia del auténtico extranjero, que puede amoldarse mal que bien a las costumbres del país que le acoge, ellos arrastraban la impedimenta de unos recuerdos falseados por el transcurso de tantos años, por tantas horas de ocio desperdiciadas en forjar ensueños y proyectos; ahora, enfrentados a una realidad distinta, estos recuerdos idealizados les imposibilitaban de adaptarse al presente. Algunos precisamente para evitar estos desajustes optaban por acabar sus días en algún puerto extraño, lejos de su patria. Éste era el caso de un lobo de mar casi centenario llamado Sturm, de origen desconocido, que en aquellos años se había hecho célebre en la Barceloneta, donde vivía. Hablaba una lengua incomprensible para todos, incluso para los profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, a quienes habían llevado en vano al anciano sus vecinos. Por todo capital contaba con un fajo de billetes que ningún banco de Barcelona le quería canjear; como este fajo era abultado pasaba por rico y en las tiendas y los bares de su barrio le fiaban. De él se decía que no era cristiano, que adoraba al sol y que en su cuarto tenía metida una foca o un manatí.



La Barceloneta era un barrio de pescadores que había surgido durante el siglo XVIII fuera de las murallas de Barcelona. Posteriormente había quedado integrado en la ciudad y sometido a un proceso acelerado de industrialización. En la Barceloneta estaban ahora los grandes astilleros. Paseando por allí Onofre Bouvila encontró un grupo de mujeres campechanas y rechonchas que seleccionaban pescado entre risotadas. Alentado por estas muestras de buen talante se dirigió a ellas para recabar información. Quizá estas mujeres sepan decirme dónde puedo encontrar trabajo, pensó; las mujeres serán más afectuosas con un muchacho como yo. Pronto se percató de que el buen humor aparente de aquellas mujeres se debía en realidad a un trastorno nervioso que les hacía reír desacompasadamente, sin motivo ni control. En el fondo estaban amargadas y hervían de ira: por nada blandían cuchillos y se arrojaban bogavantes y cangrejos a la cabeza. En vista de ello salió huyendo. Tampoco tuvo más suerte cuando trató de sentar plaza de marino en uno de los bajeles que estaban fondeados allí y a los que no afectaba la cuarentena. Al acercarse a uno de estos bajeles los marineros acodados en la borda le disuadieron de enrolarse. No subas a bordo si no quieres morir, chaval, le dijeron. Le contaron que ellos mismos eran víctimas del escorbuto. Al hablar mostraban las encías ensangrentadas. En la estación de ferrocarril los mozos de cuerda, a quienes el reumatismo apenas dejaba andar, le dijeron que sólo los miembros de cierta asociación podían aspirar con éxito a aquel oficio de esclavos. Y así sucesivamente. Al anochecer regresó a la pensión exhausto.

Mientras devoraba la cena exigua el señor Braulio, que mariposeaba de mesa en mesa, se interesó por el resultado de sus gestiones. Onofre le comentó que no había tenido suerte.

El individuo que tenía la barbería instalada en el vestíbulo oyó esta conversación y no se recató de intervenir en ella. De sobra se ve que vienes del campo, le dijo a Onofre Bouvila; ve al mercado de verduras, quizá allí encuentres algo. Pasando por alto lo que había de sarcasmo en este consejo, le dio las gracias al huésped y un puntapié al gato de Delfina, que le había clavado las zarpas en la pantorrilla. La fámula le lanzó una mirada cargada de odio a la que él respondió con otra de desdén. Aunque no quería confesárselo, los contratiempos de aquel día habían hecho mella en su ánimo. No pensé que las cosas estuvieran tan requetemal, se decía. Bah, no importa, añadía luego para sus adentros, mañana volveré a intentarlo; a fuerza de paciencia algo saldrá. Lo que sea con tal de no tener que volver a casa. Esta perspectiva era lo que más le preocupaba.

Siguiendo los consejos del barbero, al día siguiente visitó el Borne: así se llamaba el mercado central de frutas y verduras. La visita, sin embargo, resultó estéril; lo mismo sucedió con las que fue haciendo luego. Así pasaron las horas y los días: siempre sin resultado tangible ni esperanza de obtenerlo. Con sol o con lluvia recorrió la ciudad a pie de punta a punta. En este peregrinaje no dejó puerta por llamar.

Trató de desempeñar oficios cuya existencia había ignorado hasta entonces: cigarrero, quesero, buzo, marmolista, pocero, etcétera. En la mayoría de sitios donde probó no había trabajo; en otros exigían experiencia. En una confitería le preguntaron si sabía hacer barquillos; en unos astilleros, si sabía calafatear. A todas estas preguntas se veía obligado a responder que no. Pronto descubrió cosas que nunca había sospechado antes: de todos los trabajos, el servicio doméstico era el más descansado. A él se dedicaban por esas fechas 16.186 personas en Barcelona. Los restantes trabajos se desarrollaban en condiciones terribles: las jornadas laborales eran muy dilatadas; los trabajadores tenían que levantarse diariamente a las cuatro o cinco de la mañana para acudir a sus puestos puntualmente. Los sueldos eran muy bajos. Los niños trabajaban a partir de los cinco años en la construcción, en el transporte, incluso en los camposantos, ayudando a los sepultureros. En algunos lugares le trataron con amabilidad; en otros, con hostilidad abierta. Una vaca estuvo a punto de cornearle en una lechería y unos carboneros le azuzaron un mastín. Por todas partes vio miseria y enfermedades. Había barrios enteros aquejados de tifus, viruela, erisipela o escarlatina. Encontró casos de clorosis, cianosis, gota serena, necrosis, tétanos, perlesía, aflujo, epilepsia y garrotillo. La desnutrición y el raquitismo se cebaban en los niños; la tuberculosis en los adultos; la sífilis en todos. Como todas las ciudades, Barcelona había sido visitada periódicamente por las plagas más terribles. En 1834 el cólera había dejado a su paso 3.521 muertos; veinte años más tarde, en 1854, 5.640 personas habían caído víctimas de esa misma enfermedad. En 1870 la fiebre amarilla proveniente de las Antillas españolas se había extendido por la Barceloneta. El barrio entero había sido evacuado, el muelle de la Riba había sido quemado. En estas ocasiones cundía el pánico primero y el desaliento después. Se organizaban procesiones y actos públicos de desagravio a Dios.

A estas rogativas acudían todos, incluso quienes meses antes habían participado en la quema de conventos ocurrida a raíz de una algarada o habían promovido estos actos de barbarie. Los más contritos eran precisamente los que poco tiempo atrás habían aplicado con más saña la tea a la casulla de un pobre sacerdote, habían jugado al bilboquete con las imágenes sagradas y habían hecho, según se decía, escudella y carn d.olla con los huesos de los santos. Luego las epidemias decrecían y se alejaban, pero nunca del todo: siempre quedaban reductos donde la enfermedad parecía hallarse a gusto, haber echado raíces. Así a una epidemia seguía otra sin que hubiera desaparecido por completo la anterior, se solapaban. Los médicos tenían que abandonar los últimos casos de una afección para atender los primeros de la siguiente y su trabajo no tenía fin. Esto hacía que proliferasen charlatanes y curanderos, herbolarios y saludadores. En todas las plazas había hombres o mujeres que predicaban doctrinas confusas, anunciando la venida del Anticristo, el día del Juicio, de algún Mesías extravagante y sospechosamente interesado en el peculio ajeno. Algunos, sin mala fe, ofrecían medios de curación o prevención inútiles, cuando no contraproducentes, como eran el proferir gritos en las noches de luna llena, el atarse cascabeles a los tobillos o el grabarse en la piel del tórax signos zodiacales o ruedas de Santa Catalina. La gente, atemorizada e indefensa ante los estragos de la enfermedad, compraba los talismanes que le ofrecían y se tomaba sin chistar los bebedizos y filtros o se los hacían tomar a sus hijos, creyendo con eso hacerles un bien. El Ayuntamiento sellaba la casa de los infectados que fallecían, pero la escasez de vivienda era tal que a poco alguien que prefería el riesgo de contagio a vivir a la intemperie la ocupaba de nuevo, contraía la enfermedad de inmediato y moría sin remisión. A veces, sin embargo, las cosas no sucedían así.

Tampoco faltaban casos de abnegación, como siempre sucede en estas circunstancias extremas. Así contaban, por ejemplo, este concreto: el de una monja ya entrada en años, llamada Társila, algo bigotuda, la cual, apenas se enteraba de que tal o cual persona había caído en cama aquejada de un mal incurable, corría junto a esa persona llevando consigo un acordeón. Y esto lo hizo durante décadas sin contraer ella nunca dolencia alguna, por más que le tosían encima.

 

La noche en que vencía el plazo fijado, el señor Braulio llamó a Onofre a capítulo: Los pagos, como usted sabe, se efectúan por adelantado, le dijo. Debe usted abonarnos la semanada. Onofre suspiró. Todavía no he conseguido trabajo, señor Braulio, dijo; deme una semana de gracia y yo le pagaré todo lo que le debo en cuanto cobre mi primer jornal.

—No crea que no me hago cargo de su situación, señor Bouvila –respondió el fondista–, pero tiene usted que hacerse cargo de la nuestra: no sólo nos cuesta mucho dinero darle de comer a diario, sino que perdemos lo que nos pagaría otro huésped si usted dejase su habitación libre. Es penoso, ya lo sé, pero no voy a tener más remedio que rogarle que se vaya mañana a primera hora. Créame que siento tener que proceder así, porque le he tomado afecto.

Aquella noche casi no cenó. El cansancio acumulado durante el día hizo que se durmiera apenas se hubo acostado, pero al cabo de una hora se despertó bruscamente. Entonces empezaron a acosarle las ideas más aciagas. Para librarse de ellas se levantó y salió al balcón; allí respiró agitadamente el aire húmedo y salobre que traía del puerto olor a pescado y a brea.

De allí provenía también un resplandor fantasmagórico: eran las farolas de gas que reflejaban su luz en la neblina. El resto de la ciudad estaba sumido en la oscuridad absoluta. Al cabo de un rato el frío le había calado los huesos y decidió volver a la cama. Una vez allí encendió el cabo de vela que había en la mesilla de noche y sacó de debajo de la almohada una hoja de papel amarillento, cuidadosamente plegada. La desdobló con cautela y leyó lo que había escrito en aquel papel a la luz temblorosa de la vela. A medida que iba leyendo lo que sin duda conocía de memoria, se le iban crispando los labios, arrugaba el entrecejo y sus ojos adquirían una expresión equívoca, mezcla de rencor y tristeza.

 

En la primavera de 1876 o 1877 su padre había emigrado a Cuba. Onofre Douvila tenía en esa ocasión un año y medio; el matrimonio no había tenido más hijos todavía. Su padre era hombre parlanchín, festivo, buen cazador y algo alunado, al decir de los que le habían conocido antes de que emprendiese aquella aventura. Su madre procedía de las montañas y había bajado al valle para contraer matrimonio con Joan Bouvila; era espigada, enjuta, silenciosa, de gestos nerviosos y modales algo bruscos, aunque contenidos; antes de encanecer tenía el pelo castaño; también tenía los ojos de color gris azulado, como los de Onofre, que por lo demás se parecía físicamente a su padre. Antes del siglo XVIII los catalanes habían ido a América muy raramente, siempre como funcionarios de la corona; a partir del siglo XVIII, sin embargo, muchos catalanes emigraron a Cuba. El dinero que estos emigrantes remitían desde la colonia había producido una acumulación de capital inesperada. Con este capital se pudo iniciar el proceso de industrialización, imprimir impulso a la economía de Cataluña, que languidecía desde los tiempos de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Algunos, además de enviar dinero, acababan regresando; eran los indianos enriquecidos, que edificaban mansiones extravagantes en sus aldeas. Los más pintorescos traían consigo esclavas negras o mestizas con las que obviamente mantenían relaciones íntimas. Esto causaba un gran revuelo y ellos, presionados por parientes y vecinos, acababan casando aquellas esclavas con masoveros turulatos. De estas uniones salían hijos retintos, desplazados, que solían acabar entrando en religión. Entonces eran enviados a misiones al otro confín del mundo: a las islas Marianas o a las Carolinas, que aún dependían de la silla arzobispal de Cádiz o de Sevilla. Luego este flujo migratorio había menguado. No faltaban quienes siguieran cruzando el océano en busca de fortuna, pero eran casos individuales: un hijo segundón reducido a la penuria por un sistema hereditario conforme al cual todo el patrimonio familiar era legado a un solo hijo, llamado el "hereu", un terrateniente arruinado por la filoxera, etcétera. Joan Bouvila no se encontraba en ninguno de estos casos: nadie había sabido entonces ni supo luego la razón que le impulsó a emigrar. Unos dijeron que había obrado por ambición; otros, que por desavenencias conyugales. Alguien se inventó esta historia: que Joan Bouvila había descubierto poco después de casarse un secreto horrible concerniente a su mujer, que en la casa se oían gritos y golpes tremendos por las noches, que este griterío tenía despierto al niño toda la noche, que se le oía llorar hasta la madrugada, cuando remitía la algazara. Al parecer nada de esto era verdad. Cuando Joan Bouvila hubo partido, el rector de Sant Climent siguió recibiendo en la iglesia a su esposa, a Marina Mont; le administraba los sacramentos como a los demás feligreses y la trataba con deferencia especial. Con esto acalló los rumores maliciosos.

A poco de haber partido Joan Bouvila escribió una carta a su mujer.

Aquella carta, expedida en las Azores, donde el barco había hecho escala, fue llevada a la parroquia por el tío Tonet en su tartana. El rector tuvo que leerla, porque ella no sabía leer. Para silenciar definitivamente las malas lenguas la leyó un domingo desde el púlpito, antes del sermón. "Cuando tenga trabajo y casa y un poco de pempis mandaré por vosotros", decía la carta. "La travesía es buena, hoy hemos visto tiburones, siguen peligrosamente al barco en bandadas, a la espera de que algún pasajero se caiga al agua, entonces lo devoran de un bocado: todo lo trituran con su triple fila de dientes; del que consiguen hacer presa y devorar no devuelven nada al mar". A partir de aquel momento ya no había vuelto a escribir más.

 

 

Onofre Bouvila dobló de nuevo la carta con mucho cuidado, la metió bajo la almohada, apagó la vela y cerró los ojos.

Esta vez se durmió profundamente, insensible a la dureza del colchón y a los ataques encarnizados de las chinches y las pulgas. Poco antes de rayar el alba, sin embargo, le despertaron un peso en el abdomen, un gruñido y la desagradable sensación de que alguien le estaba observando. La habitación estaba iluminada por una vela, no la que había apagado unas horas antes, sino otra que sostenía alguien a quien no pudo identificar por el momento, porque otra cosa monopolizaba su atención. Sobre el cobertor estaba "Belcebú", el gato salvaje de Delfina. Tenía el lomo arqueado y el rabo enhiesto y había sacado las uñas. Onofre, en cambio, tenía los brazos atrapados por las sábanas y no se atrevía a sacarlos para protegerse la cara: temía excitar a la fiera con sus movimientos. Permaneció inmóvil; de la frente y del labio le brotaban gotas de sudor. No tengas miedo, no te atacará, susurró una voz, pero si intentas hacerme algo te arrancará los ojos. Onofre reconoció la voz de Delfina, pero no apartó la mirada del gato ni pronunció palabra.

—Sé que no has encontrado trabajo –siguió diciendo Delfina; en su voz había un deje de complacencia, bien porque el fracaso de Onofre hubiese venido a corroborar sus predicciones, bien porque encontrase placer en los apuros del prójimo–. Todos creen que no me entero de nada, pero lo oigo todo. Me tratan como si fuera un mueble, un trasto inútil, ni siquiera me saludan cuando se cruzan conmigo en el pasillo.

Mejor: todos son unos desgraciados. Estoy segura de que su máxima ilusión sería llevarme a la cama... ya sabes a lo que me refiero. Ah, pero si lo intentaran "Belcebú" les arrancaría la piel a tiras. Por eso prefieren aparentar que no me ven.

Al oír su nombre, el gato lanzó un bufido pérfido. Delfina dejó escapar una risa jactanciosa y Onofre comprendió que la fámula estaba chiflada. Lo que me faltaba, pensó. ¿En qué parará todo esto?, se preguntaba. Ay, Dios, con tal de que no acabe ciego...

—Tú no pareces como ellos –continuó diciendo la fámula entre dientes, pasando sin transición de la risa a la gravedad–, quizá porque aún eres un crío. Bah, ya te estropearás. Mañana dormirás en la calle. Tendrás que dormir con un ojo abierto siempre. Luego te despertarás helado y hambriento y no tendrás qué comer; te pelearás por rebuscar en las basuras. Rezarás para que no llueva y para que venga pronto el verano. Así irás cambiando: te irás volviendo un canalla, como todos. Qué, ¿no dices nada? Puedes hablar sin levantar la voz. Pero no hagas ningún gesto.

—¿A qué has venido? –se atrevió a preguntar Onofre, aspirando las palabras–, ¿qué quieres de mí?

—Se creen que sólo sirvo para fregar suelos y lavar platos –repitió Delfina recobrando la sonrisa desdeñosa–, pero tengo recursos. Puedo ayudarte si quiero.

—¿Qué he de hacer? –dijo Onofre sintiendo que el sudor le resbalaba por la espalda.

Delfina dio un paso hacia la cama. Onofre se puso rígido, pero ella se detuvo allí. Al cabo de un rato dijo: Escucha lo que te voy a decir. Tengo un novio. Esto no lo sabe nadie, ni siquiera mis padres. Nunca se lo diré y un día, el día menos pensado, me escaparé con él. Me buscarán por todas partes, pero ya estaremos lejos. No nos casaremos nunca, pero viviremos siempre juntos y aquí no me volverán a ver. Si revelas mi secreto le diré a "Belcebú" que te destroce la cara, ¿lo has entendido?, acabó diciendo la fámula. Onofre juró por Dios y por la memoria de su madre que guardaría aquel secreto. Esto satisfizo a Delfina, que agregó acto seguido:

Escucha, mi novio pertenece a un grupo; este grupo está formado por hombres generosos y valientes, decididos a terminar con la injusticia y la miseria que nos rodea. Hizo una pausa para ver el efecto que sus palabras habían hecho en Onofre Bouvila y viendo que éste no reaccionaba, agregó: ¿Has oído hablar del anarquismo? Onofre dijo que no con la cabeza.

Y Bakunin, ¿sabes quién es? Onofre volvió a decir que no y ella, en lugar de enfurecerse, como él temía que sucediera, se encogió de hombros. Es natural, dijo al fin: son ideas nuevas; muy poca gente las conoce. Pero no te apures, pronto las conocerá todo el mundo: las cosas van a cambiar.

 

En la década de 1860 los grupos ácratas italianos, que habían florecido durante los años de lucha por la unificación de Italia, decidieron enviar a otros países personas que propagasen sus doctrinas e hicieran prosélitos. El hombre que fue enviado a España, donde las ideas anarquistas eran ya conocidas y gozaban de gran predicamento, se llamaba Foscarini. A unos kilómetros de Niza, sin embargo, la policía española, en connivencia con la policía francesa, detuvo el tren en que viajaba Foscarini y subió. Arriba las manos, dijeron los policías encañonando a los pasajeros del tren con sus carabinas, ¿quién de vosotros es Foscarini? Todos los pasajeros levantaron el brazo al unísono. Yo soy Foscarini, yo soy Foscarini, decían: para ellos no cabía honor más grande que ser confundidos con el apóstol. El único que no decía nada era el propio Foscarini. Años interminables de clandestinidad le habían enseñado a disimular en casos semejantes; ahora miraba por la ventanilla y silbaba alegremente, como si aquel asalto no rezara con él. Así pudieron identificarlo los policías sin dificultad. Lo bajaron a rastras del tren, lo dejaron en paños menores, lo ataron con una soga y lo tendieron en la vía, con la cabeza apoyada en un riel y los pies sobre el otro. Cuando venga el expreso de las nueve te hará rodajas, le dijeron. Acabarás tu vida como un salchichón, Foscarini, le decían con sorna diabólica. Uno de los policías se vistió con la ropa que le habían quitado y subió al tren.

Al verlo entrar en el vagón los pasajeros creyeron que era Foscarini, que había burlado a sus secuestradores, y prorrumpieron en vítores. El falso Foscarini sonreía y anotaba los nombres de los que le vitoreaban con más ardor. Llegado a España se dedicó a incitar a la violencia sin ton ni son para crear mal ambiente, predisponer a la gente en contra de los trabajadores y justificar las medidas represivas terribles que tomaba el Gobierno. En realidad era un "agent provocateur", dijo Delfina.

Casi simultáneamente desembarcó en Barcelona un personaje diametralmente opuesto a los dos Foscarinis, el auténtico y el ficticio. Se llamaba Conrad de Weerd y en los Estados Unidos, de donde procedía, había sido un cronista deportivo de cierto renombre. Descendía de una familia hacendada y con ribetes aristocráticos de Carolina de Sur, que había perdido en la Guerra Civil o de secesión toda su fortuna, incluidas las tierras y los esclavos negros. En Baltimore, Nueva York, Boston y Filadelfia De Weerd había probado ejercer el periodismo, al que se sentía inclinado, pero por ser sureño había encontrado vedados todos los terrenos, salvo el de los deportes. Había conocido personalmente a las figuras más importantes de su tiempo, como Jake Kilrain y John L.

Sullivan, pero en general su vida de cronista había discurrido por cauces misérrimos. A mediados del siglo pasado el deporte era poco más que un pretexto para cruzar apuestas y dar rienda suelta a los instintos más bajos. De Weerd cubrió peleas de gallos, de perros y de ratas y peleas mixtas de toros contra perros, perros contra ratas, ratas contra cerdos, etcétera.

También hubo de presenciar combates de boxeo extenuantes y sanguinarios, que duraban hasta ochenta y cinco asaltos y acababan normalmente a tiros. Al final llegó a la conclusión de que la naturaleza humana era brutal y despiadada por esencia, de que sólo la educación cívica podía transformar al individuo en un ser mínimamente tolerable. Movido por esta convicción abandonó el mundo de los deportes y se dedicó a fundar asociaciones obreras con el dinero que le dieron algunos prestamistas judíos de tendencias liberales. La finalidad de estas asociaciones era la enseñanza mutua y el cultivo de las artes, en especial de la música; quería agrupar a los obreros en grandes corales. Así dejarán de interesarse por las peleas de ratas, pensaba. De Weerd vivió siempre pobremente; todo lo que ganó lo destinó a mantener los coros que iba fundando. Poco a poco los gangsters se infiltraron en los coros y los convirtieron en grupos de presión. Para quitarse de enmedio a De Weerd lo enviaron a Europa, a hacer allí proselitismo. Enterado de la existencia de los Coros de Clavé desembarcó en Barcelona el día de la Ascensión del año 1876. Allí se encontró con los seguidores enloquecidos del Foscarini espurio, que propugnaban la matanza indiscriminada de los niños a la salida de las escuelas. Esto le produjo un efecto pésimo.

Dentro de esta misma línea, siguió contando Delfina, otra personalidad interesante es la de Remedios Ortega Lombrices, alias "la Tagarnina". Esta sindicalista intrépida trabajaba casualmente en la fábrica de tabacos de Sevilla. Huérfana de padre y madre, había tenido que hacerse cargo de sus ocho hermanos menores a la edad de diez años. Dos habían muerto de enfermedad, a los otros los sacó adelante con su esfuerzo, y aún le sobraron arrestos para criar once hijos habidos de siete padres distintos. Mientras torcía y liaba cigarros adquirió asimismo conocimientos sólidos de teoría económica y social por el método siguiente: como cada cigarrera debía liar un número determinado de unidades por jornada, decidieron cubrir entre todas la cuota de una compañera a la que liberaban del trabajo para que pudiera leerles libros en voz alta. Así sabían de Marx, de Adam Smith, de Bakunin, de Zola y de muchos otros. Su postura era más militante que la de De Weerd, menos individualista que la de los italianos. No predicaba la destrucción de las fábricas, lo que a su juicio habría sumido al país en la miseria más absoluta, sino su ocupación y colectivización. Por supuesto, cada líder tenía sus seguidores, pero había que advertir que las distintas facciones siempre se habían respetado entre sí, por profundas que fueran sus divergencias teóricas. En todo momento habían estado dispuestas a cooperar y a prestarse ayuda y nunca se habían enfrentado entre sí. Desde el principio su enemigo acérrimo había sido el socialismo en todas sus vertientes, aunque a veces no era fácil distinguir una doctrina de otra, acabó diciendo Delfina. A medida que hablaba, según iba desarrollando esta exposición ingenua y plagada de contradicciones e incongruencias, sus pupilas amarillas brillaban con un fulgor demente que a Onofre le resultaba si no atractivo, sí fascinante, sin que supiera decirse por qué.


Date: 2015-12-24; view: 734


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