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Capítulo XII

 

Lift not the painted veil which those who live call Life: Though unreal shapes be pictured there, and it but mimic all we would believe with colours idly spread, behind, lurk Fear and Hope, twin Destinies; who ever weave their shadows, o 'er the chasm, sightless and drear. I knew one who had lifted it he sought, for his lost heart was tender, things to love, but found them not, alas! nor was there aught the world contains, the which he could approve. Through the unheeding mny he did move, a splendour among shadows, a bright blot upon this gloomy scene, a Spirit that strove for truth, and like the Preacher found it not.

 

Percy Bysshe Shelley, Sonnet

 

No levantes el velo pintado que aquellos que viven

llaman vida: aunque allí se representen sombras irreales

y casi imite todo lo que creeríamos

con colores lánguidamente extendidos; detrás acechan el Miedo

y la Esperanza, dos destinos gemelos, que siempre entretejen

sus sombras sobre el abismo, ciegos y monótonos.

Conocí a uno que lo había levantado; buscó,

por­que su corazón perdido era tierno, cosas a las que amar,

pero no las halló, ¡ay!, ni hay nada

que el mundo contenga, lo cual él pudiera aprobar.

Se movió entre los numerosos sordos,

como un esplendor entre las sombras, una mancha

brillante so­bre esta escena sombría, un Espíritu que anhelaba

la verdad e, igual que el Predicador, no la encontró.

 

Percy Bysshe Shelley, Soneto

 

 

— ¿Polidori? ¿Ese... hombre?

 

Rebecca estaba sentada, como entumecida, en el si­llón. Lord Byron le sonrió.

 

— ¿Por qué se muestra tan sorprendida? Hubiese jura­do que ya lo había adivinado.

 

— ¿Cómo iba a adivinarlo?

 

— ¿Quién más tenía interés en enviarla aquí?

 

Rebecca se echó con la mano el cabello hacia atrás y le dio unos golpecitos, como si esperase que con aquello se calmara el apresurado latir de su corazón.

 

—No sé a qué se refiere —dijo.

 

Lord Byron la miró, y la sonrisa que esbozaba se fue curvando lentamente y haciéndose más cruel. Luego se echó a reír y levantó una ceja.

 

—Muy bien —dijo en tono burlón—, usted no lo com­prende.

 

Rebecca percibió el sonido de su propio corazón en los oídos, corazón en el que latía la sangre; sangre Ruthven, sangre Byron. Se pasó la lengua por los labios.

 

—Entonces, ¿Polidori siguió odiándole? —le preguntó lentamente—. ¿Incluso después de que le hubiera dado lo que pedía? ¿No sentía gratitud?

 

—Oh, me amaba. —Lord Byron unió las manos—. Sí, él siempre me amó. Pero en Polidori el amor y el odio es­taban mezclados de una forma tan peligrosa que era muy difícil diferenciar el uno del otro. Ni siquiera el propio Po­lidori era capaz de hacerlo, ¿cómo demonios iba a serlo yo? Y una vez que se convirtió en vampiro, bueno...



 

— ¿Le tenía usted miedo?

 

— ¿Miedo? —Lord Byron la miró con sorpresa. Hizo un gesto negativo con la cabeza, de pronto todo quedó en silencio. Rebecca se llevó las manos a los ojos. Se vio a sí misma herida con mil cortes, colgando de un gancho; la sangre le goteaba como si fuese la más fina lluvia. Estaba muerta, blanca de tan desangrada. Abrió los ojos—. ¿No ha comprendido el poder que tengo? —Lord Byron son­rió—. ¿Miedo, yo? No. —Rebecca se estremeció y trató de ponerse en pie, insegura—. Siéntese. —De nuevo la mente de Rebecca se vio invadida por el miedo. Se esforzó por li­berarse de aquella opresión. El terror aumentó. Sentía que ese terror le anulaba cualquier vestigio de valor. Las pier­nas se le doblaron. Se sentó. Inmediatamente el terror de­sapareció de ella. Al mirar, a su pesar, los ojos de lord By­ron, sintió que una calma no natural se apoderaba de nue­vo de su mente—. No, no —dijo él—. ¿Miedo...? No. Pero sí culpa. Sí, me sentía culpable. Había hecho de Polidori lo mismo que el pacha había hecho de mí. Había hecho lo que había jurado no hacer nunca. Había incrementado las filas de los muertos vivientes. Durante un tiempo me sen­tí muy desgraciado por ello, y como todas las personas que se quejan, no pude evitar contarles a mis compañeros cómo me sentía. No tenía deseo alguno de volver a ver a Polidori después de lo que había visto en el calabozo, pero la condesa Marianna, que me amaba, dio con el paradero del médico. Lo encontró en el vestíbulo de un hotel para turistas. Por lo visto Polidori se estaba riendo histérica­mente, como un demente, pero reconoció en seguida que Marianna era un vampiro, y con ella a su lado pareció tranquilizarse. Según le explicó, lo había contratado un conde austriaco. Al parecer el conde había cogido un res­friado. «Me pidió —me contó la condesa que le había di­cho Polidori mientras estallaba de nuevo en carcajadas—, me pidió... ¡Ja, ja, ja...! ¡Me pidió que lo sangrase! ¡Ja, ja, ja, ja! Bien, he hecho lo que me pedía. Ahora está arriba. Y tengo que decir... ¡que su resfriado ha empeorado! —Al decir esto Polidori había sucumbido a la alegría, pero lue­go se había echado a llorar y más tarde la cara se le había quedado completamente inexpresiva—. Dígale a Byron —le pidió a Marianna en voz baja— que, al fin y al cabo, sí quiero el dinero. Él lo comprenderá.» Por lo visto se le habían puesto los ojos saltones. Tenía la lengua como la de un perro rabioso, colgando, espumosa y fláccida. El cuerpo le temblaba. Le volvió la espalda a Marianna y sa­lió corriendo a la calle. Ella ni se molestó en seguirlo.

 

»El consejo que ella me dio a mí después fue muy sim­ple:

 

»—Mátelo. Será lo mejor. Algunos, milord, no pueden recibir el Don. Especialmente si es usted quien se lo da. Tiene usted la sangre demasiado fuerte. Le ha desequili­brado la mente. No hay remedio. Debe liquidarlo.

 

»Pero no pude hacerlo. Con eso únicamente habría agrandado mi culpa. Le mandé el dinero que me había pe­dido. Sólo le puse una condición: que regresara a Inglate­rra. Yo ya había decidido que me quedaría a vivir en Venecia. No quería que Polidori estuviese cerca, molestán­dome.

 

— ¿Y se fue?

 

—Cuando recibió el dinero, sí. Antes tuvimos noticias de él. Lo habían contratado sucesivamente una serie de personajes ingleses. Todos ellos murieron. Pero nadie sos­pechó de Polidori. Únicamente se decía de él que era muy aficionado a aplicar sanguijuelas. —Lord Byron sonrió—. Finalmente volvió a Inglaterra. Lo supe porque empezó a acosar a mi editor con obras de teatro que no se podían ni leer. Cuando me enteré de ello me produjo cierto regocijo. Advertí a mi editor que cerrase las ventanas por la noche. Aparte de eso, no pensé demasiado en Polidori.

 

—Entonces, ¿se mantuvo alejado de usted?

 

Lord Byron se quedó pensando unos instantes.

 

—No se habría atrevido a acercarse a mí. Al menos mientras yo estuviera en Venecia.

 

— ¿Por qué no?

 

—Porque Venecia era mi fortaleza, mi guarida, mi cor­te. En Venecia yo era inexpugnable.

 

—Sí, pero... ¿por qué Venecia?

 

— ¿Por qué Venecia? —Lord Byron sonrió cariñosa­mente—. Yo siempre había soñado con esa ciudad; espe­raba mucho de ella y no me defraudó. —Fijó la mirada en los ojos de Rebecca—. ¿Por qué Venecia? ¿Necesita preguntarlo? Ah, claro, se me olvidaba que ahora la ciudad está muy cambiada. Pero cuando yo vivía allí... —Lord Byron sonrió de nuevo—. Era una isla de la muerte, una isla encantada y habitada por la tristeza. Palacios desmorona­dos en medio del barro, ratas que jugaban entre aquel la­berinto de oscuros canales; los vivos parecían sobrepasa­dos en número por los fantasmas. La gloria política y el poder habían sido destruidos. No había otra razón para la existencia que el placer: Venecia se había convertido en el patio de juegos de la depravación. Todo en ella era extraor­dinario, y tenía un aspecto de ensueño: espléndida y sucia, graciosa y cruel, una puta cuya belleza escondía la enfer­medad que padecía. Encontré en Venecia, en sus piedras, en sus aguas y en su luz, la encarnación de mi belleza y de mi vileza. Ella era el vampiro de las ciudades. La reclamé por derecho propio.

 

»Me alojé en un gran palazzo junto al Gran Canal. No estaba solo en Venecia. Lovelace estaba conmigo, y tam­bién otros vampiros. Había sido la condesa Marianna la primera que había intentado convencerme de ir allí. Ella vivía al otro lado de la laguna, en un palacio situado en la isla desde el cual había estado depredando la ciudad du­rante siglos. Me enseñó las mazmorras. Eran húmedas como tumbas; rollos de cadenas colgaban todavía de las paredes. En otros tiempos, me explicó, en aquellas maz­morras engordaban y preparaban a las víctimas.

 

»—Ahora es más difícil —me dijo—. Todo el mundo habla de esas cosas absurdas, de derechos... droits. —Es­cupió la palabra en francés, el idioma de la Revolución que había derrocado el antiguo orden en Venecia. Se echó a reír despectivamente—. Lo siento por usted, milord. Los verdaderos placeres de la aristocracia están muertos.

 

»No obstante, en la propia Marianna parecía sobrevivir aún el espíritu de los Borgia, y sus diversiones resultaban bastante crueles. Seleccionaba e incluso criaba a sus vícti­mas cuidadosamente; a la condesa le divertía engalanarlas, vestirlas de querubines o colocarlas formando retablos. Es­tos banquetes los servían los esclavos de la condesa: fan­tasmas sin mente, como los que había tenido el pacha.

 

»Lovelace, cuando estaba borracho, me tomaba el pelo a ese respecto.

 

»—Es una suerte, Byron, que la condesa no lo encon­trara a usted antes de que se convirtiera en su rey. ¿Ve us­ted a ese mierdecilla de allí? —me preguntaba señalando hacia uno de los esclavos, de ojos inexpresivos—. En otro tiempo fue un compositor de rimas muy parecido a usted. Pero no se le ocurrió otra cosa que garabatear algunos li­belos acerca de madonna la Contessa. ¿Qué le parece? ¿Cree que ahora sigue jugando a hacerse el satírico?

 

»Y yo, para desesperación de Lovelace, me limitaba a sonreír, porque contemplaba a los zombis y las comidas que servían no con indiferencia, sino con cierta sensación de estremecimiento. Yo gobernaba, como Ahasver me ha­bía ordenado que hiciese, pero no prohibía nada. La cruel­dad de Marianna formaba parte de ella tanto como su be­lleza, su gusto o su amor por el arte, y yo no trataba de cambiarlo. Pero después, una vez cruzaba la laguna y re­gresaba a mi palazzo, volvían a mí los recuerdos de lo que había visto poco antes y me proporcionaban mucho de lo que extrañarme y sobre lo cual filosofar.

 

Lord Byron hizo una pausa. Suspiró y movió la cabeza.

 

—Sin embargo, siempre, en la cima del placer y del de­seo, mundano, social o amoroso, se mezclaba un senti­miento de pena y de duda. Y eso fue en aumento. Forni­caba como entumecido, como el calavera que envejece y cuyos poderes sexuales ya no van al compás de sus deseos. Mi salvajismo no era en realidad más que desesperación. En las lagunas, de noche, me confesaba todo eso a mí mismo. No tenía más placer que el de beber sangre; mi mortalidad había muerto, apenas podía recordar la per­sona que había sido antes. Empecé a soñar con Haidée. Soñaba que estábamos en la cueva sobre el lago Trihonida. Me volvía hacia ella y la besaba, pero Haidée tenía el rostro podrido, sucio de barro, y cuando abría la boca vo­mitaba agua. En sus ojos, sin embargo, había cierta nota de reproche, y entonces me volvía hacia otra parte y el sueño se desvanecía. Me despertaba intentando recordar la persona que yo había sido antes, en aquellas horas perdidas y preciosas que precedían a la aparición del pacha en mi vida. Comencé un poema. Lo titulé Don Juan. El nombre del protagonista era una mofa de mí mismo. Él no era un monstruo, no seducía, no depredaba, no mata­ba, pero vivía. Utilicé el poema para registrar, mientras aún me fuera posible hacerlo, todos los recuerdos de mortalidad que me quedaban. Pero también era una des­pedida. Se me había agotado la verdadera vida, ya no quedaba más que un sueño de lo que la vida había sido en otro tiempo para mí. Continué escribiendo el gran poema épico de la vida, pero sin hacerme ilusiones de que ello fuera a servir para rescatarme de mi estado. Yo era lo que era, el señor vampiro, y mi reino era el reino de la muerte.

 

»Empecé a sentir de nuevo la soledad. Marianna y Lovelace estaban cerca de mí, y también otros vampiros, pero yo era su emperador y no me parecía oportuno reve­larles mi estado de melancolía. Ellos no lo habrían com­prendido, estaban demasiado hundidos en sangre, y su dureza era demasiado exquisita y aguda. Anhelaba otra vez la compañía de alguien, la compañía de una pareja del alma con quien poder compartir la carga de la eternidad. Y el compañero no podía ser cualquiera. Si era preciso, no me quedaría más remedio que esperar. Pero si encontraba alguna persona que pudiera ser apropiada para ello, la convencería y luego la poseería: haría de esa persona un vampiro tan poderoso como yo mismo.

 

»Dos años después de mi llegada a Venecia me enteré de que Shelley estaba de viaje hacia Italia. Claire lo acom­pañaba, y también una niña: la hija que yo había engen­drado en ella. Ya me habían comunicado el nacimiento de esa niña. Había ordenado que la bautizaran con el nom­bre de Allegra, por una prostituta de quien yo había esta­do encariñado fugazmente, y ahora me traían a Allegra llevando dentro de ella, como un frasco de perfume, su fa­tídica carga de sangre.

 

»Shelley llegó a Italia; le escribí pidiéndole que viniera a visitarme a Venecia. Rehusó la invitación. Eso me per­turbó. Me acordé de Suiza y del recelo que él había sentido hacia mí, de los temores que había albergado cuando estábamos allí. Entonces me escribió invitándome a pasar una temporada con él. Estuve dolorosamente tentado de aceptar. Allegra... y Shelley; la idea de verlos a ambos... sí, sentí una gran tentación. Pero también me sentía reacio a hacerlo porque me daba miedo volver a oler la sangre, y porque deseaba que fuera Shelley quien viniese a mí, que se viera atraído hacia mí como una mosca. Decidí que­darme esperando donde estaba. No abandoné Venecia.

 

»A principios de abril recibí una fuerte impresión. Me enteré de que lady Melbourne había muerto. Pero aquella misma tarde ella llegó a mi palazzo. Mi expresión de sor­presa la divirtió muchísimo.

 

»—Usted ya se había escapado de Inglaterra —me dijo—. ¿De veras cree que yo iba a quedarme allí sola? Además, la gente ya empezaba a hablar: se preguntaban cómo me las arreglaba para seguir tan bien conservada.

 

»— ¿Y ahora? —inquirí—. ¿Qué va a hacer usted?

 

»—Cualquier cosa. —Lady Melbourne sonrió—. Puedo hacer cualquier cosa. Me he convertido en una auténtica criatura de los muertos. Debería usted intentarlo, Byron.

 

»—No podría hacerlo, todavía no. Me gusta demasiado disfrutar de mi fama.

 

»—Sí. —Lady Melbourne miró hacia el Gran Canal—. En Londres hemos oído hablar de sus actos de libertinaje. —Se volvió a mirarme—. Me he sentido muy celosa.

 

»—Pues quédese aquí. Le gustará Venecia.

 

»—Estoy segura de ello.

 

»— ¿Se quedará?

 

»Lady Melbourne me miró a los ojos. Luego suspiró y desvió la mirada.

 

»—Lovelace está aquí.

 

»—Sí. ¿Y qué?

 

»Lady Melbourne se acarició los surcos del rostro.

 

»—Yo tenía veinte años —me confío con voz lejana— la última vez que nos vimos.

 

»—Sigue siendo hermosa —le dije.

 

»—No. —Lady Melbourne negó con la cabeza—. No, yo no podría soportarlo. —Levantó la mano hacia mi cara.

 

Me acarició las mejillas y luego los rizos del pelo—. ¿Y us­ted? —Me preguntó en un susurro—. También está enve­jeciendo, Byron.

 

»—Sí. —Me eché a reír ligeramente—. Las patas de ga­llo se han mostrado pródigas en dejarme pisadas indelebles.

 

»—Indelebles. —Lady Melbourne hizo una pausa—. Pero no inevitables.

 

»—No —convine lentamente. Me di la vuelta hacia otra parte.

 

»— ¿Byron?

 

»— ¿Qué?

 

»Lady Melbourne no dijo nada, pero el silencio que si­guió estaba cargado de significado. Me acerqué a mi es­critorio y cogí la carta de Shelley Se la entregué a lady Melbourne. Ella la leyó y luego me la devolvió.

 

»—Envíe a buscarla —me dijo.

 

»— ¿Usted cree?

 

»—Aparenta usted cuarenta años, Byron. Está engor­dando.

 

»La miré fijamente. Sabía que estaba diciendo la ver­dad.

 

»—Muy bien —acepté—. Haré lo que usted sugiere.

 

»Y lo hice. Envié a buscar a mi hija, y me la trajeron. Me había negado a ver a Claire de nuevo; la muy perra se­guía estando peligrosamente enamorada de mí, así que Allegra llegó en compañía de una niñera suiza llamada Elise. De Shelley, para mi decepción, ni señal.

 

»Lady Melbourne se había quedado conmigo, escondi­da de Lovelace, en mi palacio, para asegurarse de que mi hija llegaba a Venecia.

 

»—Mátela —me aconsejó aquella primera noche mien­tras contemplábamos a Allegra, que jugueteaba en el sue­lo—. Mátela ahora, antes de que se encariñe con ella. Acuérdese de Augusta. Acuérdese de Ada.

 

»—Lo haré —le aseguré—. Pero no ahora, mientras us­ted esté presente. Debo estar solo.

 

»Lady Melbourne inclinó la cabeza.

 

»—Comprendo —dijo.

 

»— ¿No se quedará usted en Venecia? —volví a pregun­tarle.

 

»—No. Voy a cruzar el océano hasta América. Ahora estoy muerta. ¿Qué mejor momento para visitar un Nuevo Mundo?

 

»Sonreí y la besé.

 

»—Volveremos a vernos —le dije.

 

»—Desde luego. Tenemos toda la eternidad.

 

»Se dio media vuelta y se marchó. La observé desde el balcón de mi palacio. Iba sentada en la góndola y mante­nía el rostro oculto. Me quedé allí hasta que quedó fuera de mi vista; entonces me di la vuelta y me miré en un es­pejo; recorrí con los dedos las huellas de la edad. Miré de soslayo a Allegra. Ella me sonrió y levantó un juguete.

 

»Papá —dijo—. Bon di, papá. —Y volvió a sonreír.

 

»—Mañana —le dije en voz baja—. Mañana.

 

»Me fui del palacio. Me reuní con Lovelace. Aquella noche estuve depredando con especial salvajismo.

 

»Llegó el día siguiente y no maté a Allegra. Ni el si­guiente tampoco, ni el otro. ¿Por qué no? Veo que esa pre­gunta se refleja en su rostro, Rebecca. Pero, ¿acaso hace falta preguntarlo? Había demasiado de Byron en aquella niña: de mí y de Augusta. Fruncía el entrecejo y hacía mo­hines igual que nosotros. Tenía los ojos profundos... un hoyuelo en la barbilla, la piel blanca, la voz dulce, el gus­to por la música, un afán de salirse con la suya en todo. Si yo levantaba a Allegra hacia mi boca y abría los labios, ella me sonreía, como siempre había hecho Augusta. Im­posible. Completamente imposible.

 

»Pero, como siempre, la tortura de la sangre se hacía in­soportable, aún peor que antes. ¿O es que se me había olvi­dado lo desesperado que podía ser ese deseo? Me di cuenta de que Elise, la niñera, empezaba a recelar; no es que me importase demasiado, pero me preocupaba lo que pudiera contarle a Shelley en sus cartas. Empezó a vigilar a Allegra más de cerca, y mi amor por la niña, mi pequeña Byron, iba creciendo, hasta que finalmente comprendí que nunca podría hacerlo, que no podría matarla, que no podría verla con los ojos abiertos de par en par y llenos de muerte. Era una agonía inútil tenerla rondando por mis aposentos. La envié lejos, a que la cuidasen en el hogar del cónsul britá­nico. Al fin y al cabo, pensé, el palacio de un vampiro no es el lugar más apropiado para criar a una niña.

 

»Pero había otros a quienes enterarse de que Allegra estaba al cuidado de extraños les resultó preocupante. Una tarde de verano, mientras yo desayunaba con Lovelace y hacíamos planes para la velada que teníamos por de­lante, nos anunciaron la llegada de Shelley. Me levanté para saludarlo, encantado. Shelley se mostró afectuoso, pero fue al grano de inmediato: Claire estaba preocupada por Allegra y le había hecho prometer que vendría a visi­tarme. Intenté tranquilizarlo. Hablamos de Allegra, de su futuro y de su estado de salud. Al principio, Shelley pare­ció apaciguado, y luego, como me vio tan ansioso de cal­mar sus dudas, casi sorprendido. Lovelace también; mien­tras me miraba con aquellos ojos de color esmeralda, son­reía ligeramente, y al oír que invitaba a Shelley a que se quedase a pasar el verano conmigo, se echó a reír abierta­mente. Shelley se volvió hacia él con una mirada de hosti­lidad en el rostro. Miró fugazmente el desayuno de Love­lace, un bistec crudo, se estremeció y desvió la mirada.

 

»— ¿Qué ocurre? —Le preguntó Lovelace—. ¿No le gus­ta el sabor de la carne? —Sonrió y miró hacia mí—. Byron... ¡No me diga que este hombre es vegetariano!

 

»Shelley lo miró, furioso.

 

»—Sí, soy vegetariano —le dijo—. ¿De qué se ríe usted? ¿De que no disfruto con la glotonería de la muerte? ¿Por­que los jugos sangrientos y el horror crudo que constituye su comida me llenan de repugnancia?

 

»Lovelace continuó riéndose; luego se quedó quieto. Miró el rostro de Shelley, pálido y enmarcado por el cabe­llo dorado, como el suyo, así que me pareció, al mirarlos a los dos, que la vida y la muerte estaban contemplando en un espejo la belleza del otro. Lovelace se estremeció; después volvió a sonreír y se dio la vuelta hacia mí.

 

»—Milord.

 

»Hizo una ligera inclinación de cabeza y acto seguido se marchó discretamente.

 

»— ¿Qué era? —Me preguntó Shelley en voz baja—. Un hombre no, desde luego.

 

«Observé que estaba temblando. Lo cogí del brazo e in­tenté consolarlo.

 

»—Venga conmigo —le dije. Le indiqué la góndola, que estaba amarrada ante la escalinata del palacio—. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

 

»Cruzamos hasta la arenosa playa del Lido. Yo tenía caballos allí. Subimos a nuestras sillas de montar y nos pusimos a cabalgar juntos por las dunas. Era un lugar misterioso, alfombrado de cardos y hierbas anfibias que rezumaban sal de las mareas, un lugar completamente so­litario. Shelley empezó a mostrarse algo menos alterado.

 

»—Me gusta esta tierra yerma —me comentó—, donde todo parece no tener límite. Ahí fuera uno casi puede creer que su alma sigue siendo la misma.

 

»Lo miré fugazmente.

 

»— ¿Aún sigue usted soñando con poseer visiones y po­deres secretos? —le pregunté.

 

»Shelley me sonrió, espoleó el caballo y se alejó galo­pando; me reuní con él y galopamos por la orilla del mar. El viento nos traía al rostro rociadas de agua mientras las olas, que lamían la orilla, armonizaban nuestra soledad con un sentimiento de deleite. Al cabo de un rato amino­ramos el galope y reanudamos la conversación. El estado de ánimo de felicidad perduraba. Nos reímos mucho; nuestra charla fue entretenida, ingeniosa y franca. Sólo más tarde, y poco a poco, se fue apagando, como ensom­brecida por las nubes purpúreas del atardecer, que se fue­ron haciendo profundas sobre nosotros cuando dimos la vuelta para regresar a casa. Empezamos a hablar de la vida y de la muerte, del libre albedrío y del destino; She­lley, como era su costumbre, argumentaba en contra del pesimismo, pero yo, que sabía más de lo que mi amigo osara siquiera imaginar, tomé postura por el lado más os­curo. Recordé las palabras que me había dicho Ahasver.

 

»—La verdad puede que exista —le dije—, pero si es así no tiene imagen. No podemos ni siquiera vislumbrarla. —Eché una fugaz mirada a Shelley—. Ni siquiera pue­den aquellos seres que han penetrado en la muerte.

 

»Un destello de algo indeterminado le cruzó por el ros­tro.

 

»—Puede que tenga usted razón —dijo— al decir que estamos indefensos ante nuestra propia ignorancia. Pero sigo creyendo que el destino, el tiempo, el azar y el cam­bio están sujetos al amor eterno.

 

»Me burlé de aquello.

 

»—Habla usted de utopía.

 

»— ¿Tan seguro está?

 

»Tiré de las riendas de mi caballo para detenerlo. Miré fijamente a Shelley. Yo era consciente de que mis ojos se habían vuelto fríos.

 

»— ¿Qué puede usted saber acerca de la eternidad?

 

»Shelley no quiso que sus ojos se encontraran con los míos. Habíamos llegado al final de nuestro paseo. Sin contestarme, se bajó de la silla de montar y ocupó su lu­gar en la góndola. Me reuní con él. Empezamos a mover­nos hacia la laguna. Las aguas, en las que se reflejaban los rayos del sol poniente, semejaban un lago de fuego, pero las torres y los palacios de Venecia, que se veían a lo lejos blancos y recortados contra la oscuridad del cielo, eran como fantasmas, hermosos y fúnebres. Yo sabía que mi rostro tenía la misma palidez. Pasamos por delante de la isla en la que se alzaba el palacio de Marianna. Sonaba una campana. Shelley miró hacia aquellas paredes desco­loridas y se estremeció, como si pudiera percibir, más allá de las aguas, emociones de desesperación y dolor.

 

»— ¿Hay verdaderamente una eternidad —me pregun­tó con voz distante— más allá de la muerte?

 

»—Suponiendo que la hubiera —repuse—, ¿se atreve­ría usted a desearla?

 

»—Quizá. —Shelley guardó silencio durante unos ins­tantes. Metió una mano en las aguas del lago—. Siempre que no tuviera que perder el alma.

 

»— ¿Alma? —Me eché a reír—. Creí que era usted ateo, Shelley. ¿Qué es eso de perder el alma? Me parece que suena usted como un cristiano.

 

»Shelley negó con la cabeza.

 

»—Un alma que usted, yo y todos nosotros comparti­mos con el alma del universo. Creo... confío... —Miró ha­cia arriba. Levanté las cejas en un gesto irónico. Luego se hizo un largo silencio—. Quizá me atreviera —comentó fi­nalmente mientras asentía con la cabeza—. Sí, quizá.

 

»No hablamos más, no lo hicimos hasta que llegamos a las escaleras del palazzo, donde empezamos a bromear otra vez. Yo estaba bastante satisfecho. A Shelley no se le podía forzar, tenía que ser él quien viniera a mí, quien vi­niera y me lo pidiera. Yo estaba preparado para esperar. Shelley se quedó todo el verano, no en Venecia, sino en la costa italiana, al otro lado de la laguna. La ciudad, yo lo sabía, le resultaba perturbadora: podía ver la inmundicia y la degradación, según me explicó, que se encontraban por debajo de los signos externos de belleza; en eso, Vene­cia era como Lovelace y Marianna, a los cuales él había conocido y que le habían causado una instintiva repul­sión. También le causaban repulsión, según observé, mis caprichos y mis costumbres, así como el desprecio y la de­sesperación que él reconocía como origen de aquéllos; sin embargo, al mismo tiempo yo también le fascinaba, como debía ser, pues nunca había conocido a otro ser como yo. Hablamos mucho en nuestras cabalgadas por la orilla del Lido. Yo le empujaba y le tentaba todo el tiempo. Él me miraba fijamente, con el horror mezclado con el ansia y el respeto. Shelley estaba preparado para caer, lo notaba, es­taba listo para sucumbir. Una noche nos quedamos levan­tados hasta muy tarde hablando de nuevo de los mundos que quedaban velados a la vista de los mortales. Yo habla­ba por propia experiencia; Shelley lo hacía movido por la esperanza. Estuve a punto de revelarle la verdad desnuda, pero eran ya las cinco y el amanecer iba desvaneciendo las sombras del Gran Canal; la noche casi había terminado. Rogué a Shelley que se quedase.

 

»—Por favor —le pedí—. Hay mucho... —Sonreí—. Muchas cosas que yo podría revelarle.

 

»Shelley me miró fijamente, temblando, y pensé que accedería. Pero se levantó.

 

»—Tengo que irme —dijo.

 

»Me llevé una desilusión, pero no protesté. Había tiem­po de sobra. Estuve contemplando la góndola en la que iba Shelley hasta que se perdió de vista. Luego, yo tam­bién crucé la laguna veneciana. Visité a Shelley en sus sue­ños. No le bebí la sangre, pero lo tenté. Le mostré la Ver­dad: una poderosa oscuridad llena de poder que irradiaba melancolía mientras los rayos de sol desprendían luz sin forma; parecía un abismo lleno de muerte, pero a la vez imbuido de vida, donde la inmortalidad se podía buscar y hallar. Me adentré en aquella oscuridad. Shelley me mira­ba, pero aún no podía seguirme. Miré atrás. Sonreí. Con desesperación, Shelley tendió los brazos hacia mí. Volví a sonreír y le hice señas de que no me siguiera. Luego di media vuelta y la oscuridad me engulló. Mañana, pensé, mañana por la noche podrá seguirme. Mañana ocurrirá.

 

»A la tarde siguiente, Lovelace me interrumpió durante el desayuno. Se sentó conmigo y se puso a holgazanear ante la mesa. Estuvimos hablando de naderías durante un rato.

 

»—Por cierto —me dijo de pronto sonriendo—, su ami­go, ese que come verduras, ¿sabe usted que se ha marcha­do? —Se me heló la expresión mientras la sonrisa de Lo­velace se hacía cada vez más amplia—. Vaya, supuse que él le habría informado anoche. ¿Acaso no lo hizo?

 

»Luego se echó a reír; volqué la mesa de un empujón, poseído por la rabia, y le grité que me dejase en paz. Lo­velace así lo hizo, con la sonrisa en los labios. Ordené a mis criados que atravesaran la laguna y que fueran a casa de Shelley para asegurarme, para saber a ciencia cierta si Shelley continuaba o no allí. Pero cuando salieron para cumplir mi encargo, yo ya sabía que Lovelace me había dicho la verdad: Shelley había huido de mí. Durante varias semanas quedé sumido en la desesperación. Era conscien­te de lo cerca que Shelley había estado de ser mío. El he­cho de darme cuenta de ello, que durante un tiempo fue un tormento, acabó por servirme de consuelo. Ya volvería a mí. No sería capaz de permanecer mucho tiempo aleja­do. Había estado a punto de caer... ¿no era sólo cuestión de esperar?

 

»Pero al tiempo que yo despertaba de mi desespera­ción, comprobaba que mi anhelo de compañía no se apa­ciguaba. Mi aventura amorosa con Venecia estaba llegan­do a su fin. Los placeres de la ciudad me aburrían; ahora sabía con certeza que había quedado fuera del alcance de los deleites humanos: necesitaba algo más. La sangre me excitaba igual que antes, pero incluso mis cacerías empe­zaban a parecerme monótonas, y Lovelace, en particular, me ponía enfermo. Sabía que el júbilo que él había senti­do por la partida de Shelley no había sido más que la ex­presión de los celos que sentía, pero, incluso compren­diendo eso, me resultaba difícil perdonarle, por lo que evi­taba deliberadamente su compañía. De nuevo los sueños comenzaron a atormentarme, sueños en los que Haidée aparecía con tanta viveza que a veces pensé incluso en abandonar Venecia y marcharme a Grecia. Pero Haidée estaba muerta, y me encontraba cada vez más solo. ¿De qué me serviría ir a Grecia? De modo que me quedé don­de estaba. Mi tristeza fue en aumento. Y daba la impre­sión de que los otros vampiros me tuvieran miedo.

 

»Maríanna era quien mejor comprendía mi soledad. Aquello era una sorpresa, aunque no hubiera debido ser así, porque los crueles dependen de su sensibilidad para los placeres más sutiles. Ella me preguntaba por Shelley. Al principio le hablaba de él en un tono que encerraba cier­ta burla, pero luego, cuando me di cuenta de su simpatía hacia mí, le hablé con sinceridad.

 

»—Espere —me aconsejó—. Shelley vendrá. Siempre es mejor cuando el mortal desea el Don. Acuérdese de lo que le pasó con Polidori.

 

»—Sí —asentí—. Sí.

 

»No podía arriesgarme a trastornar la mente de She­lley. Pero eso ya lo sabía...

 

»—Mientras tanto —dijo Marianna sonriéndome—, de­bemos encontrarle a usted otro compañero.

 

»Me eché a reír con desprecio.

 

»—Oh, sí, condesa, desde luego. —La miré—. ¿Quién?

 

»—Un mortal.

 

»—Le destruiré la mente.

 

»—Tengo una hija.

 

»La miré, sorprendido.

 

»— ¿Y no la ha desangrado?

 

»Marianna negó con la cabeza.

 

»—Se la había prometido al conde Guiccioli. ¿Se acuer­da de él? Tuvo ocasión de conocerlo en Milán.

 

»Asentí. Aquel hombre se encontraba entre los vampi­ros que habían venido a presentarme sus respetos. Se tra­taba de un viejo arrugado y malvado de ojos codiciosos.

 

»— ¿Por qué a él?

 

»—Porque quería una esposa. —Levanté las cejas—. ¿Es que no lo sabe usted? —Me preguntó Marianna—. Los hijos de nuestra especie son muy apreciados. Son capaces de soportar el amor de un vampiro sin volverse locos por ello. —Hizo una pequeña pausa—. Teresa sólo tiene dieci­nueve años.

 

»Sonreí lentamente.

 

»— ¿Y está casada con el conde Guiccioli?

 

«Marianna extendió los dedos; las uñas que lucía en ellos parecían garras.

 

»—Por supuesto será un privilegio para él, milord, ce­derle a su esposa.

 

»Volví a sonreír. Besé a Marianna largamente en los la­bios.

 

»—Desde luego —murmuré—. Naturalmente que lo será. —Hice una pausa—. Ocúpese de ello, condesa.

 

»Y Marianna así lo hizo.

 

»Al conde, desde luego, no le hizo ninguna gracia... pero, ¿a mí qué me importaba? ¿No era yo su emperador? Ordené al conde que trajera a Teresa a un baile de másca­ras. Él así lo hizo, y me la presentó. Quedé encantado. La muchacha era voluptuosa y fresca, con unos pechos abun­dantes y redondos y el cabello largo y castaño. Tenía algo de Augusta. Se derretía cuando la miraba, pero, aunque no podía resistir mi hechizo, su pasión no parecía pertur­barla o desequilibrarla.

 

»—Me quedo con ella —le susurré al conde. Éste puso mala cara, pero hizo una inclinación de cabeza en señal de consentimiento. Durante los primeros meses permití al conde que viviera con nosotros, pero al cabo de un tiempo me resultó un estorbo y le ordené que se marchase.

 

»Teresa estaba encantada. Si antes ya estaba enamora­da, ahora se había vuelto loca por mí.

 

»—Un par de Inglaterra y además el más grande de los poetas, ¡mi amante! —Me besaba y juntaba las manos con deleite—. ¡Byron, caro mio! ¡Eres como un dios griego! ¡Oh, Byron, Byron, te amaré siempre! ¡Tu belleza es más dulce que el más dulce de mis sueños!

 

»A mí también me gustaba mucho ella. Me había de­vuelto una parte de mi pasado. Nos fuimos de Venecia, aquella ciudad vampiro. Nos trasladamos a un lugar cer­cano a Rávena.

 

»Yo era feliz allí; más feliz de lo que lo había sido des­de el momento de mi caída. Vivía casi como un mortal. Tenía que depredar, desde luego, pero a Teresa, aunque sospechara de mis costumbres, no parecía importarle: ella era alegremente inmoral en todo. La observaba cuidado­samente en busca de alguna señal de locura o declive, pero ella continuaba igual: impulsiva, bella, fascinante; siempre adorándome y adorable. Traté en lo posible de desterrar todo lo que recordase mi estado de vampiro. Allegra, a la que había traído con nosotros de Venecia, iba creciendo. Su sangre era más dulce y más tentadora cada día. Al final la mandé a un convento. De no haberlo hecho la habría matado, porque no habría podido reprimir mu­cho tiempo el deseo de sangre. Esperaba no tener necesi­dad de volver a verla nunca. También intenté desterrar de mis sueños a Haidée, o más bien a su fantasma. Rávena, por entonces, estaba preparando la revolución. Los italia­nos, al igual que los griegos, soñaban con la libertad. Yo los ayudaba con dinero y con mis influencias. Decidí to­mar parte en aquella lucha, y se lo dediqué a Haidée, el primer y gran amor de mi vida, y a su pasión por la liber­tad. Pronto disminuyeron los sueños en que ella aparecía, y si en alguna ocasión persistían, el reproche que había en los ojos de Haidée parecía menos lleno de dolor. Empecé a sentirme libre.

 

»Y en ese estado de ánimo, a medida que transcurría el año, esperaba a Shelley. Sabía que vendría. A veces me escribía. Me hablaba de planes vagos, de utopías, de co­munidades que podríamos formar él y yo. Nunca mencio­nó aquella última noche en Venecia, pero yo notaba, sin que lo expresase en sus cartas, que anhelaba lo que yo le había ofrecido entonces. Sí, confiaba en que él vendría. Pero mientras tanto vivía sólo con Teresa. Teníamos poco contacto con vampiros y con hombres. En cambio llené nuestra casa de animales: perros, gatos, caballos, monos, pavos reales, gallinas de Guinea, una grulla egipcia; cria­turas vivas cuya sangre ahora no me tentaba.

 

Lord Byron hizo una pausa y miró a su alrededor por la habitación.

 

—Habrá visto que todavía me gusta tener animales de compañía. —Alargó la mano para acariciar la cabeza al pe­rro, que estaba dormido—. Yo era feliz en aquel palacio con Teresa, tan feliz como no había llegado a serlo nunca desde el día de mi caída. —Lord Byron movió la cabeza y enarcó las cejas con sorpresa—. Sí —frunció el entrecejo—, era casi feliz. —Hizo una pequeña pausa—. Sin embargo, una noche —continuó— oí gritar a Teresa. —Volvió a hacer una pausa, como si aquel recuerdo le disgustase. Bebió un poco de vino—. Cogí mis pistolas. Corrí a la habitación de la mu­chacha. Los perros ladraban asustados en la escalera y los pájaros aleteaban contra las paredes.

 

»— ¡Byron!

 

»Teresa salió corriendo hacia mí. Se apretaba el pecho con las manos. Le habían producido una herida en la piel.

 

»— ¿Quién ha sido? —le pregunté.

 

»Ella negó con la cabeza.

 

»—No lo sé. Estaba dormida —murmuró entre sollozos.

 

»Entré en su habitación. Al momento percibí el olor a vampiro. Pero también había otra cosa en el aire, algo mucho más agudo. Respiré profundamente. No había duda en cuanto a aquel olor: era ácido.

 

— ¿Ácido?

 

Muy a su pesar, Rebecca se inclinó hacia adelante en el asiento que ocupaba.

 

Lord Byron le sonrió.

 

 

—Sí. —La sonrisa se le desvaneció—. Ácido. A la se­mana siguiente llegó una carta. En ella se me comunicaba que Polidori había muerto. Suicidio. Al parecer lo habían encontrado sin vida, con su hija muerta a su lado y una botella medio vacía de sustancias químicas junto a él. Ácido prúsico, para ser precisos. Leí la carta por segunda vez. Luego la rompí y la tiré al suelo. Al hacerlo percibí de nuevo aquel punzante olor amargo.

 

»Me di media vuelta. Polidori me estaba mirando. Te­nía un aspecto deplorable: la piel estaba grasienta y la boca, floja y completamente abierta.

 

»—Ha pasado mucho tiempo —dijo. Cuando habló, el hedor me obligó a volver la cara hacia otra parte. Sonrió horriblemente—. Le pido disculpas por mi desagradable aliento. —Luego me miró con más atención y frunció el entrecejo—. Usted tampoco tiene un aspecto muy bueno. Se está haciendo viejo. Ya no es usted tan guapo, milord. —Hizo una pausa y el rostro se le contrajo con espas­mos—. Entonces, ¿no ha matado todavía a su hijita? —Lo miré con odio. Bajó la mirada. Incluso en aquel momen­to, él era mi creación y yo su señor. Polidori se tambaleó ligeramente hacia atrás. Se mordió los nudillos mientras bajaba los bulbosos ojos hacia mis pies. Luego se estre­meció y soltó una risita—. Yo maté a mi hija —dijo.

 

«Empezó a temblar. Yo lo estaba mirando. Luego ex­tendí una mano para tocarle la suya. La tenía pegajosa y fría. Polidori me dejó que se la cogiera. »— ¿Cuándo? —le pregunté. »De pronto el rostro se le contorsionó de dolor. »—No pude luchar contra ello —se quejó—. Usted no me dijo nada. Nadie me había dicho nada. No fui capaz de luchar contra ello, contra la llamada de la sangre. —Soltó de nuevo una risita estúpida y volvió a morderse los nudi­llos—. Intenté detenerme. Intenté matarme. Ingerí vene­no, milord, media botella de aquella sustancia. Natural­mente, no me hizo efecto. Y luego tuve que matarla a ella, a mi hijita. —Soltó una risita entre dientes—. A mi dulce hijita. Y ahora —añadió lanzando el aliento en mi cara— siempre tendré este veneno en la boca. ¡Siempre! —De pronto se puso a gritar—. ¡Siempre! Usted nunca me lo advirtió, milord, nunca me lo dijo, pero gracias, gracias, lo he descubierto yo solo: uno permanece como es cuando bebe la sangre dorada. —Sentí lástima por él, sí, por su­puesto que sentí lástima. ¿Quién mejor que yo para com­prender su dolor? Pero también sentía odio por él, lo odia­ba como lo que más haya podido odiar en la vida. Le ofre­cí mi mano por segunda vez en un intento de calmarle, pero él me miró la mano y luego escupió en ella. La reti­ré instintivamente, cogí la pistola y se la coloqué a Polidori debajo de la barbilla. Entonces se echó a reír—. ¡Ya no puede hacerme daño, milord! —me dijo—. ¿No se ha enterado? Estoy oficialmente muerto.

 

»Volvió a reírse estúpidamente y farfulló algunas pala­bras. Esperé hasta que de nuevo se quedó en silencio. Lue­go sonreí fríamente y lo empujé hacia atrás con el cañón de la pistola. Cayó contra la pared. Me acerqué y me in­cliné sobre él, mirándolo desde arriba.

 

»—Usted siempre ha sido un ser ridículo —le dije en voz baja—. ¿Todavía se atreve a desafiarme? Mire en qué se ha convertido y aprenda a contenerse. Yo podría hacer que su condición, que ya es bastante desgraciada, empeo­rase muchísimo más. —Le apuñalé la mente con mi pen­samiento y él lanzó un grito de dolor—. Podría hacer que su condición fuese muchísimo peor. Yo soy su creador. Soy su emperador. —Bajé la pistola y di un paso atrás—. No vuelva a provocarme, doctor Polidori.

 

»—Yo también tengo poder —tartamudeó él—. Ahora soy un ser igual que usted, milord.

 

»La visión de Polidori, con aquellos bulbosos ojos que miraban fijamente y la boca colgando, abierta, me hizo reír. Volví a meterme la pistola al cinto.

 

»—Váyase —le dije.

 

»Polidori permaneció inmóvil. Luego se estremeció y empezó a mascullar entre dientes. Me cogió las manos.

 

»—Quiérame —dijo en un susurro—. Quiérame. Tiene razón: ahora soy su criatura. Muéstreme lo que eso signi­fica. Muéstreme lo que soy.

 

»Me quedé mirándole. Durante unos instantes titubeé. Luego le dije que no con la cabeza.

 

»—Tiene que seguir su propio rumbo —le indiqué—. Todos estamos solos, todos los que estamos obligados a vagar por el océano del tiempo.

 

»— ¿Solos? —El grito de Polidori fue inesperado y te­rrible: un chillido, un sollozo, un sonido animal. Hizo que se me helara la sangre—. ¿Solos? —volvió a decir Polido­ri. Se echó a reír incontroladamente. Se atragantó, farfu­lló y me miró con ardiente odio—. Tengo poder —me dijo de pronto—. Usted se considera a sí mismo desgraciado, pero yo puedo hacer que sea tan miserable que hasta el brillo de la luna le resulte odioso. —Sonrió con una horri­ble expresión malévola y se limpió la boca—. He bebido la sangre de su puta.

 

»Lo agarré por la garganta. Lo atraje hasta que su ros­tro quedó muy cerca del mío. De nuevo le acuchillé en los torbellinos de su cerebro, hasta que Polidori gritó con idiotizado sufrimiento; seguí apuñalándolo y él siguió gri­tando. Al fin lo dejé caer. Lloraba, lloriqueaba y se arras­traba a mis pies. Lo miré fijamente con desprecio.

 

»—Toque otra vez a Teresa y lo destruiré para siempre —le dije—. ¿Comprende? —Polidori farfulló algo y luego asintió. Lo agarré por el pelo. Lo mismo que la piel, esta­ba pegajoso y grasiento—. Le destruiré, Polidori.

 

»Se puso a lloriquear.

 

»—Comprendo —dijo finalmente.

 

»— ¿Qué es lo que comprende?

 

»—No... —Sorbió por la nariz—. Yo no... No mataré a aquellos que usted ama —dijo al fin volviendo a sorber por la nariz.

 

»—Bien —le dije en voz baja—. Cumpla su palabra. Y luego... ¿quién sabe? A lo mejor hasta llego a quererle.

 

»Lo arrastré hasta la escalera. Le di un empujón. Cayó rebotando y haciendo ruido escalones abajo, espantando al hacerlo a una bandada de gallinas de Guinea. Volví a asomarme al balcón. Vi cómo Polidori se iba a través de los campos. Aquella noche estuve cabalgando por los lin­des de la finca del palacio, pero no percibí ningún olor.

 

Polidori se había ido. No me sorprendió, pues le había ins­tilado un miedo terrible; dudé de que regresara. No obs­tante, advertí a Teresa que se guardara mucho del olor a sustancias químicas.

 

»Y no era sólo Teresa quien me preocupaba. Shelley acababa de escribirme para proponerme vagamente que nos encontrásemos. Le contesté de inmediato invitándole a pasar una temporada en mi casa, y cuál no fue mi sor­presa cuando una noche se presentó ante mi puerta. No lo había visto desde hacía tres años. Le besé en un lado del cuello y le mordí suavemente hasta conseguir que brotara la sangre. Shelley se puso tenso; después me agarró por las mejillas y se echó a reír, encantado. Nos quedamos le­vantados, como siempre habíamos hecho, hasta altas ho­ras. Shelley estaba lleno de sus manías habituales: planes alocados y utopías, chistes impíos, visiones de libertad y revolución. Pero empecé a impacientarme; sabía por qué había venido realmente. El reloj dio las cuatro. Me acer­qué al balcón. El aire de la noche me refrescó el rostro. Me volví hacia Shelley.

 

»— ¿Sabe qué soy yo? —le pregunté.

 

»—Un espíritu turbado y poderoso —repuso.

 

»—Lo que yo tengo... mis poderes... todo eso puedo concedérselo.

 

»Shelley no dijo nada durante un largo rato. Incluso en las sombras, su rostro brillaba pálido como el mío, y sus ojos ardían casi con el mismo fulgor.

 

»—El espacio —me dijo finalmente— se maravilló ante las rápidas y hermosas creaciones de Dios cuando éste se cansó del vacío, pero no tanto, lord Byron, como yo me maravillo ante las obras de usted. Desespero de poder ri­valizar con usted, puede estar seguro de ello. Usted... —Hizo una pausa—. Usted es un ángel en el paraíso mor­tal de un cuerpo que se está corrompiendo... mientras que yo... —Se le fue apagando la voz—. Mientras que yo... no soy nada.

 

»Lo atraje hacia mí.

 

»—Mi cuerpo no necesita corromperse —dije. Le acaricié el pelo y apreté su cabeza contra mi pecho. Incliné la cara hacia él—. Ni el de usted tampoco —murmuré.

 

»Shelley me miró.

 

»—Usted envejece.

 

«Fruncí el entrecejo. Escuché mi corazón. Sentía cómo la sangre se arrastraba lentamente por mis venas.

 

»—Hay una manera —le dije.

 

»—No puede ser cierto —murmuró Shelley. Parecía casi estar desafiándome—. No, no puede serlo.

 

«Sonreí. Me incliné a su lado. Por segunda vez le mor­dí en la garganta. La sangre, en una única gota como un rubí, brilló sobre el color plateado de su piel. Acaricié la gota, la sentí derretirse en mi lengua, luego le besé la he­rida y se la lamí. Shelley dejó escapar un gemido. Bebí, y al hacerlo los pensamientos se le abrieron, disolviéndose sus límites mortales, para que fragmentos de visión pu­dieran brillar en sus sueños. Mis labios lo besaron de nue­vo y luego los retiré de su piel. Lentamente Shelley se dio la vuelta y se quedó mirándome fijamente. Su rostro pa­recía iluminado por el fuego de otro mundo. Ardía con suavidad. Durante largo rato, Shelley no dijo absolutamen­te nada.

 

»—Matar —murmuró por fin—, seguir el rastro a co­sas que ríen, lloran y sangran... ¿Cómo puede hacer eso?

 

»Le volví la espalda y miré de nuevo en dirección a los campos.

 

»—La vida del lobo es la muerte del cordero.

 

»—Sí, pero yo no soy un lobo.

 

«Sonreí.

 

»—Todavía no.

 

»— ¿Cómo puedo decidirlo? —Hizo una pausa—. Aho­ra no.

 

»—Espere si lo desea. —Me volví de nuevo para quedar frente a él—. Desde luego, será mejor que espere.

 

»— ¿Y mientras tanto?

 

»Me encogí de hombros.

 

»—Usted se pone filosófico y yo me aburro.

 

«Shelley sonrió.

 

»—Váyase de Rávena, Byron. Véngase a vivir con no­sotros.

 

»— ¿Para ayudarle a decidirse?

 

»Shelley sonrió de nuevo.

 

»—Si lo quiere decir así. —Se levantó y vino a reunir­se conmigo junto a la ventana. Permaneció de pie en si­lencio durante un largo rato—. Quizá —dijo por fin— no me arredrase a la hora de matar si...

 

»Hizo una pausa.

 

»— ¿Si...?

 

»—Si... si mi camino por ese desierto pudiera estar marcado por la sangre del opresor y del déspota...

 

» Sonreí.

 

»—Tal vez.

 

»—Qué gran servicio podríamos prestar usted y yo jun­tos a la causa de la libertad.

 

»—Sí.

 

»Sí. Compartir la carga de mi gobierno. Consagrarla a la libertad. Guiar... no tiranizar. ¿Qué habría que juntos no pudiéramos hacer?

 

»—Ya llega el alba —me indicó Shelley. Me miró. —Gre­cia está en plena revolución; su lucha por la libertad ha comenzado. ¿Lo sabía usted?

 

»Asentí.

 

»—Sí, lo sabía.

 

»—Si tuviéramos el poder... —Shelley hizo una pau­sa—. El poder de otros mundos... podríamos llevarlo como Prometeo... el fuego secreto para calentar a la hu­manidad desesperada. —Me agarró por los hombros—. ¿No podríamos hacerlo, Byron?

 

»Miré más allá de él. Me pareció distinguir, conjurada por el juego de luces y sombras del amanecer, la figura de Haidée. Pero fue sólo durante un segundo. Mis ojos me engañaban... luego desapareció.

 

»—Sí —dije sosteniendo la mirada de Shelley—, sí po­dríamos. —Sonreí—. Pero antes... usted debe esperar; debe pensarlo y tomar una decisión.

 

»Shelley se quedó otra semana y luego regresó a Pisa. Poco después marché tras él. No me gustaba moverme, pero lo hice por Shelley. Una buena parte de la sociedad in­glesa estaba en Pisa. No de los miembros de la peor clase, sino literatos, que ya es bastante mala. Shelley apenas ve­nía a verme solo. Pero cabalgábamos y practicábamos con nuestras pistolas, y cenábamos juntos. Siempre éramos los polos gemelos, opuestos pero iguales, alrededor de los cua­les giraba el mundo de nuestras reuniones. Aguardé; no pa­cientemente, nunca he tenido paciencia, sino con un de­predador sentido de la excitación. Un día Shelley me con­tó que había creído ver a Polidori. Aquello me produjo cierta turbación; no es que yo tuviera miedo de Polidori, sino que tenía miedo de que Shelley pudiera reconocer la verdad y le asustara la criatura en que el médico se había convertido. Traté de presionarle para que se decidiera de una vez. Una noche me reuní con él. Estuvimos hablando hasta muy tarde. Creí que Shelley ya estaba preparado.

 

»—Al fin y al cabo —dijo él de pronto—, ¿qué es lo peor que puede ocurrir? Es posible que la vida cambie, pero no puede volar. La esperanza puede desvanecerse, pero no pue­de ser destruida. —Me acarició las mejillas—. Permítame antes hablar con Mary y con Claire.

 

»— ¡No! —dije yo. Shelley pareció sorprendido—. No —repetí—, no puedo permitir que ellas sepan nada. Hay misterios, Shelley, que deben permanecer ocultos.

 

»Shelley me miró fijamente. Tenía el rostro inexpresivo. En aquel momento me pareció que lo estaba perdiendo.

 

«Finalmente, asintió con la cabeza.

 

»—Pronto —susurró. Me apretó la mano—. Pero, si no puedo decírselo, al menos concédame un tiempo, unos meses, para estar con ellas en mi forma mortal.

 

»Asentí.

 

»—Desde luego —dije.

 

»Pero no le conté a Shelley la verdad: que un vampiro debe decir adiós a todo amor mortal; ni le conté una ver­dad aún más oscura que ésa. Me sentía turbado por aque­lla necesidad de guardar silencio, desde luego, y más aún cuando Claire, a través de Shelley, empezó a acosarme y a exigirme que sacara a Allegra del convento y la devolviera al cuidado de su madre.

 

»—Claire tiene pesadillas horribles —trató de explicar­me Shelley—. Se imagina que Allegra va a morir en ese lu­


Date: 2015-12-24; view: 640


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