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Capítulo XIII

 

 

But I have lived, and have not live in vain: my mind may lose its forcé, my blood its fire, and my frame perish even in conquering pain; but there is that within me which shall tire torture and time, and breathe when I expire; something unearthly, which they deem not of, like the remember'd tone of a mute lyre, shall on their soften 'd spirits sink, and move in hearts all rocky now the late remorse of love.

 

Lord Byron, Childe Harold's Pilgrimage

 

 

Pero he vivido, y no he vivido en vano;

puede que mi mente pierda su fuerza, mi sangre su fiereza

y mi cuerpo perezca al conquistar el dolor;

pero hay en mí eso que causará

la tortu­ra y el tiempo; y respirará cuando yo expire;

algo no terrenal, que ellos no tienen en cuenta,

como el recordado tono de una lira,

se hundirá en sus espíritus ablandados y entrará

en co­razones que ahora son todo piedra

el tardío remordimiento de amor.

 

Lord Byron, La peregrinación de Childe Harold

 

 

—Diez días después el mar devolvió el cuerpo a la orilla. La carne que estaba al descubierto se había corrompido; lo poco que quedaba se había vuelto blanquecino a causa del mar; el cadáver era irreconocible. Por lo que alcancé a distinguir, lo mismo hubiera podido ser el despojo de una oveja. Recordé a Haidée. Esperé que su cuerpo nunca hu­biera sido hallado, un revoltijo corrupto en un saco de ar­pillera; confiaba en que sus huesos siguieran bajo el agua sin que nada los perturbase. El cadáver de Shelley, despo­jado de ropa, era una visión nauseabunda y degradante. Levantamos una pira en la playa y lo quemamos allí. Cuando las llamas empezaron a extenderse, encontré in­soportable el olor de la carne al arder. Era dulce y podri­do y apestaba a mi fracaso.

 

»Me acerqué dando un paseo hasta el mar. Me des­nudé y me quedé en camisa. Al hacerlo miré a mí alre­dedor y, de pie sobre la colina, vi la figura de Polidori. Nuestros ojos se encontraron; los abultados labios de aquel hombre se estrecharon y se distendieron en una sonrisa irónica. Una columna de humo procedente de la pira se interpuso entre nosotros. Me di la vuelta y me metí en el mar. Estuve nadando hasta que las llamas de la pira se extinguieron. Pero no me sentí purificado. Lue­go regresé a la hoguera. No quedaban más que cenizas. Recogí aquel polvo con las manos juntas y lo dejé caer entre los dedos. Un sirviente me enseñó un pedazo de carne chamuscado. Me dijo que era el corazón de She­lley; no había ardido, y pensó que a lo mejor yo quería conservarlo. Le dije que no con la cabeza. Ya era dema­siado tarde. Demasiado tarde para poseer el corazón de Shelley...



 

Lord Byron hizo una pausa. Rebecca se quedó espe­rando, intrigada.

 

— ¿Y Polidori? —le preguntó. Lord Byron la miró fija­mente—. Usted no consiguió ganarse el corazón de She­lley. Había perdido. Sin embargo, cuando vio a Polidori no se enfrentó a él, sino que lo dejó irse. Y ahora sigue vivo. ¿Por qué? ¿Por qué no lo destruyó como había dicho?

 

Lord Byron sonrió débilmente.

 

—No infravalore los pozos del odio. Es un placer he­cho para la eternidad.

 

—No. —Rebecca hizo un movimiento negativo con la cabeza—. No, no lo comprendo.

 

—Los hombres aman apresuradamente; pero para odiar se necesita tiempo; yo tenía... y tengo —pronunció la pa­labra con rabia—, mucho tiempo.

 

El ceño de Rebecca se hizo más pronunciado.

 

— ¿Cómo sé que habla usted en serio? —le preguntó con súbito enojo y cierto miedo—. ¿Podría usted haberlo destruido?

 

Lord Byron se quedó mirándola.

 

—Creo que sí —dijo finalmente.

 

Rebecca se dio cuenta de que el corazón le latía más despacio. Tenía miedo de lord Byron, pero no tanto como el que había tenido la noche anterior, cuando el doctor Po­lidori la había sorprendido junto al Támesis con el rostro lleno de locura y el aliento infectado de veneno.

 

— ¿Sólo lo cree? —preguntó la muchacha.

 

Los ojos de lord Byron seguían fríos cuando repuso:

 

—Naturalmente. ¿Cómo se puede tener la certeza de algo? Polidori lleva infundida una parte de mí mismo. Ése es el Don: eso es lo que significa. Sí —añadió con súbita vehemencia—, yo podría destruirle, sí, por supuesto que podría. Usted pregunta por qué no lo hago, y por qué no lo hice en Italia después de que Shelley se ahogara. La ra­zón es la misma. Polidori había recibido mi sangre. Era mi creación. Él, que había sido quien me había legado mi soledad, se había convertido por ese acto en un ser casi precioso para mí. Cuanto más le odiaba, más comprendía que no tenía a nadie más. Quizá Polidori hubiera llevado a cabo esa paradoja intencionadamente. No lo sé. Incluso Jehová, al enviar el diluvio, no pudo soportar la destruc­ción total del mundo que había creado. ¿Cómo iba yo a ul­trajar el espíritu de Shelley comportándome peor que la divinidad cristiana? —Lord Byron esbozó una ligera son­risa—. Porque era el fantasma de Shelley, y también el de Haidée, lo que me atormentaba, ¿sabe? No literalmente, ni siquiera en forma de visiones que poblasen mis sueños, sino como un vacío... algo semejante a la desolación. Mis días transcurrían llenos de languidez, mis noches estaban llenas de inquietud; y sin embargo no era capaz de hacer nada para salir de aquel estado, no era capaz de hacer otra cosa que no fuera matar, meditar y garabatear poesía. Re­cordaba mi juventud, los tiempos en que mi corazón esta­ba rebosante de cariño y de emociones; pero entonces, a los treinta y seis años, una edad todavía no excesiva, cuan­do removía los agonizantes rescoldos de mi corazón, ape­nas sí avivaba una llama pasajera. Había malgastado el ve­rano antes de que mayo llegase a su fin. Haidée estaba muerta; Shelley estaba muerto; mis días de amor estaban muertos.

 

»Esos mismos recuerdos, sin embargo, me sacaron fi­nalmente de aquel letargo. Durante aquel largo y apacible año se había ido forjando la revolución en Grecia. La cau­sa con la que había soñado Haidée; la revolución que She­lley había anhelado liderar; los amantes de la libertad, en­tre los cuales me había contado en otro tiempo, tenían puestas sus esperanzas en mí. Yo era famoso; era rico; ¿y no iba a ofrecer mi apoyo a los griegos? Me eché a reír ante aquella petición. Los griegos no se daban cuenta real­mente de lo que estaban pidiendo; yo era un ser mortífe­ro cuyo beso contaminaba todo lo que tocaba. Pero me sorprendí al descubrir que aquello me conmovía, cosa que había llegado a creer completamente imposible. Grecia, una tierra romántica y hermosa; la libertad, la causa de todos aquellos a los que había amado. De manera que ac­cedí. Y no sólo apoyaría a los griegos con mis riquezas, sino que además lucharía junto a ellos. Abandonaría Ita­lia. Pisaría, una vez más, el sagrado suelo de Grecia.

 

»Porque aquélla, lo sabía perfectamente, quizá fuera la última oportunidad que tenía de redimir mi existencia y de exorcizar los fantasmas de aquellos a quienes había traicionado. Aunque en mi interior no me hacía ilusiones. No podía escapar de lo que era, la libertad por la que iba a luchar no sería la mía; y aunque luchase por la libertad, estaría más manchado de sangre que el más cruel de los turcos. Sentí una terrible agitación cuando divisé de nue­vo la lejana costa de Grecia. Recordé la primera vez que la había visto, tantos años atrás. ¡Cuántas experiencias había vivido desde entonces! Cuántos cambios... Aquéllas eran las mismas escenas, el mismísimo suelo en el que había amado a Haidée y en el que había sido mortal por última vez, mortal y libre de sangre. Era triste, muy triste, mirar las montañas de Grecia y pensar que todo estaba muerto y acabado. Pero también el gozo se mezclaba con mi tris­teza de tal manera que resultaba imposible distinguirlos. Ni siquiera lo intenté. Estaba allí para dirigir y liderar una guerra. Al fin y al cabo, ¿por qué otro motivo había acu­dido a Grecia sino para ocupar en algo mi mente estanca­da? Redoblé mis esfuerzos. Traté de no pensar en nada más que en la lucha contra los turcos.

 

»Sin embargo, cuando se me propuso que navegase ha­cia Missolonghi, las sombras del horror y el pesar regre­saron a mí más negras que nunca. Mientras el barco en el que viajaba cruzaba la bahía hacia el puerto, los cañones de la flota griega comenzaron a resonar para darme la bienvenida, y vi que sobre las murallas se había reunido una multitud para aclamarme. Pero apenas les presté aten­ción. Por encima de mí, a lo lejos y recortado contra el cie­lo azul, se alzaba el monte Arakynthos; sabía que detrás de él se encontraba el lago Trihonida. Pero lo que me es­peraba era Missolonghi, la población hasta donde había cabalgado después de matar al pacha y donde me había reu­nido con Hobhouse no siendo ya un mortal, sino un vam­piro. Recordé la viveza de las sensaciones que experimen­té aquel día, quince años atrás, al contemplar los colores de las marismas y del cielo. Ahora los colores eran los mismos, pero cuando los miré vi que la muerte se refleja­ba en toda aquella belleza, vi enfermedad en los tonos ver­des y amarillos de los pantanos, vi lluvia y fiebre en los co­lores púrpuras de las nubes. Y también pude ver que la propia ciudad de Missolonghi no era más que un lugar miserable y sórdido construido sobre el barro y rodeado de lagunas, un lugar fétido, superpoblado y pestilente. Pa­recía predestinado para el heroísmo.

 

»Y así resultó ser. Acorralados por el enemigo como es­taban, los griegos parecían tener casi más interés en pe­lear entre ellos que en luchar contra los turcos. El dinero salía de mis manos a chorros, pero, por lo que veía, tenía muy poca utilidad, sólo servía para sostener las disputas a las que los griegos eran tan aficionados. Traté de reconci­liar a los distintos líderes y de disciplinar a las tropas; al fin y al cabo tenía dinero y el poder de convicción en la mirada, pero cualquier orden que daba resultaba siempre frágil y breve; y mientras tanto la lluvia caía sin parar, de manera que aunque hubiéramos estado preparados para atacar, no habríamos podido hacer nada, tan desastrosas y exentas de esperanza eran las condiciones en que nos encontrábamos. Había barro por todas partes; la bruma de los pantanos flotaba sobre la ciudad; las aguas de la la­guna empezaron a subir y las carreteras pronto no fueron más que un cenagal rezumante. Y seguía lloviendo. Igual que si estuviera en Londres.

 

»La libertad empezó a ser una causa que perdía brillo. Durante mucho tiempo, desde mi llegada a Grecia, había reducido al mínimo el número de matanzas, pero empecé de nuevo a beber sangre sin freno. Cada día, en medio de las frías lluvias invernales, salía de la ciudad. Me alejaba cabalgando por el empapado sendero que había al borde de la laguna. Mataba, bebía sangre y dejaba el cadáver de mi víctima entre la inmundicia y los juncos. La lluvia se llevaba el cadáver al cieno de la laguna. Al principio in­tenté no escoger a mis víctimas entre los griegos, la gente a la que se suponía que había ido allí a salvar, pero más tarde ya lo hacía sin pensarlo demasiado. Al fin y al cabo, si no los hubiera matado yo lo habrían hecho los turcos.

 

»De manera que una tarde, mientras cabalgaba junto al lago, divisé junto al camino una figura envuelta en ha­rapos. Aquella persona, fuera quien fuese, parecía estar esperándome. Yo estaba sediento de sangre, no había ma­tado todavía, y espoleé mi caballo para continuar hacia adelante. Pero de pronto el animal se encabritó y se puso a relinchar lleno de miedo, y sólo con grandes esfuerzos conseguí controlarlo.

 

»La figura vestida con harapos se había situado en me­dio del camino.

 

»—Lord Byron. —Era una voz de mujer, una voz cas­cada y ronca, pero en la que se notaba algo extraño que me hizo estremecer con una mezcla de horror y deleite—. Lord Byron —repitió. Vi el destello de unos ojos brillantes debajo de la capucha. Me apuntó con una mano huesuda. Era una mano sarmentosa y nudosa—. ¡Una muerte por Grecia!

 

«Aquellas palabras me sobresaltaron.

 

»— ¿Quién eres? —le pregunté a gritos por encima del tamborileo de la lluvia. Vi que la mujer sonreía; de pronto me dio la impresión de que el corazón se me detenía; los labios de aquella mujer me habían recordado, aunque no sabía cómo, a Haidée—. ¡Detente! —le grité.

 

«Cabalgué hacia ella, pero la mujer desapareció. La orilla de la laguna estaba vacía. No se oía otro sonido que el golpeteo de la lluvia sobre el lago.

 

«Aquella noche fui presa de una convulsión. Sentí que el horror se abatía sobre mí. Comencé a echar espuma por la boca, los dientes me rechinaban, los sentidos parecían abandonarme. Conseguí recuperarme al cabo de varios minutos, pero tenía miedo porque, durante aquel ataque, había sentido una sensación de repulsa hacia mí mismo como no había experimentado nunca. Comprendí que aquello me había sido anunciado por la mujer que había salido a mi encuentro en el sendero junto a la laguna. Re­cuerdos de Haidée, tormentos de culpa, anhelos de lo que era imposible: todo había surgido como una tormenta repentina. Pero me recuperé. Fueron pasando las semanas; continué formando mis tropas, incluso lanzamos un breve ataque al otro lado del lago. Pero durante todo el tiempo permanecí en tensión, pues sentía un extraño presagio y albergaba la esperanza de volver a ver a aquella extraña mujer. Estaba convencido de que vendría de nuevo hasta mí. Su exigencia me resonaba en el cerebro: « ¡Una muer­te por Grecia!»

 

Lord Byron hizo una pausa. Miró hacia la oscuridad y Rebecca oyó de nuevo — ¿o se lo imaginó?— un sonido a su espalda. Al parecer lord Byron también oyó el ruido. Repitió otra vez las mismas palabras, como para acallar­lo. Las palabras flotaron como el pronunciamiento de una sentencia de muerte.

 

—Una muerte por Grecia. —Apartó la mirada de la os­curidad y miró de nuevo a Rebecca a los ojos—. Y en efec­to, volví a verla dos meses después. Yo estaba cabalgando con algunos compañeros para reconocer el terreno. A unos pocos kilómetros de la ciudad nos sorprendió una densa lluvia que caía sesgada en cortinas de color gris. La vi agachada en un charco de barro. Lentamente, igual que la vez anterior, me señaló. Me estremecí.

 

»— ¿Ven allí a una mujer? —pregunté a los demás.

 

»Mis compañeros miraron, pero sólo vieron el camino vacío. Regresamos a Missolonghi. Estábamos empapados. Yo transpiraba violentamente, la fiebre se había apodera­do de mí hasta los huesos. Aquella noche me tumbé en el sofá, inquieto y melancólico. Distintas imágenes de mi vida pasada parecían flotar ante mis ojos. Oí remotamen­te que unos soldados se peleaban en la calle; gritaban con violencia, como siempre hacían. Pero no tenía tiempo para dedicarme a ellos. No tenía tiempo para nada que no fueran los recuerdos y las lamentaciones.

 

»A la mañana siguiente traté de sacudirme de encima aquella tristeza que me embargaba. Salí de nuevo a cabal­gar. Estábamos en abril; el tiempo, para variar, era bueno; iba bromeando con mis compañeros mientras cabalgába­mos por la carretera. Entonces, en un olivar, la mujer se me apareció de nuevo, un envoltorio fantasma cubierto de sucios harapos.

 

»— ¿Ahasver? —grité—. Ahasver, ¿es usted? —Tragué saliva. Tenía la boca seca. Me dolió la garganta al pronun­ciar la palabra—. ¿Haidée?

 

»Me quedé mirando. Fuera lo que fuese aquello, había desaparecido. Mis compañeros me llevaron de vuelta a la ciudad. Me parecía que me había vuelto loco al llamarla. El ataque de horror y de repugnancia hacia mí mismo me invadió de nuevo. Me llevaron a la cama. «Una muerte por Grecia. Una muerte por Grecia.» Aquellas palabras pare­cían latir en mis oídos al compás de mi sangre. Muerte, sí, pero yo no podía morir. Era inmortal, o por lo menos lo se­ría mientras me alimentase de sangre viva. Imaginé que veía a Haidée. Se encontraba de pie junto a mi cama. Te­nía los labios ligeramente entreabiertos, los ojos brillantes, y en su rostro se entremezclaban el amor y la repugnancia.

 

»— ¿Haidée? —la llamé. Tendí las manos hacia ella—. ¿De veras no estás muerta?

 

«Intenté tocarla y se desvaneció; estaba solo, a fin de cuentas. Hice una promesa. No volvería a beber sangre. Desafiaría todos los sufrimientos, desafiaría toda mi sed. ¿Una muerte por Grecia? Sí. Mi muerte lograría mucho más que mi vida. ¿Y qué conseguiría? La liberación, la ex­tinción, la nada. Si podía tener eso, bien venido fuera.

 

»Tuve que guardar cama. Los días fueron pasando. Se­guía febril, y mi pesar aumentó infinitamente. Pero luché contra él, incluso cuando la sangre me empezó a arder, cuando pareció que mis miembros se estaban encogien­do, cuando sentí que el cerebro, como una esponja que se va secando, se me pegaba al cráneo. Los médicos se reu­nieron junto a mi cabecera como moscas alrededor de la carne podrida. Viéndolos allí zumbar y alborotar sin pa­rar, anhelé beberles la sangre, desangrarlos a todos. Pero luché contra esa tentación y los eché de mi lado. Me iba quedando sin fuerzas y sin salud. Lentamente los médicos empezaron a volver junto a mí con su zumbido. Pronto me faltó la energía suficiente para echarlos de mi lado. Me había preocupado el hecho de que pudieran salvarme, pero al oírlos hablar entre ellos comprendí que me había equivocado; con algo parecido al alivio, los animé. El do­lor se había hecho insoportable, la negrura empezaba a consumirme la piel; mi mente divagaba. Pero seguía sin morirme. Parecía que ni los médicos fueran capaces de acabar conmigo. Entonces volvieron a pedirme que per­mitiera que me sangraran.

 

»Me había negado a ello cuando me lo pidieron por primera vez. La sangre que quedaba en mí estaba casi agotada: que me sangrasen no habría servido más que para empeorar mi sufrimiento. No me había sentido ca­paz de afrontar el dolor. Pero ahora estaba desesperado. Débilmente, accedí. Sentí cómo me aplicaban las sangui­juelas en la frente. Cada una de ellas me quemaba como una gota de fuego. Empecé a gritar. Seguramente una ago­nía como aquélla no podía soportarse.

 

»El médico, al ver mi dolor, me cogió la mano.

 

»—No se preocupe, milord —me susurró al oído—. Pronto haremos que se ponga bien.

 

»Me eché a reír. Imaginé que el médico tenía el rostro de Haidée. En mi delirio, me puse a llamarla a gritos. Me desmayé. Cuando volví en mí estaba mirando de nuevo el rostro del médico. Éste me estaba haciendo un corte en la muñeca. Del mismo manó un minúsculo reguero de san­gre. Yo quería a Haidée. Pero estaba muerta. Grité su nombre. El mundo empezó a alejarse en un torbellino. Grité otros nombres: Hobhouse, Caro, Bell, Shelley.

 

»—Moriré —dije a gritos mientras la oscuridad ema­naba de las sanguijuelas que tenía en la frente. Imaginé que mis amigos estaban congregados en torno a mi cama—. Seré igual que vosotros —les dije—, mortal otra vez. Seré mortal. Moriré.

 

»Me eché a llorar. La oscuridad siguió extendiéndose. Pero sirvió para aliviarme el dolor. Apagó el mundo. Me pregunté si aquello sería la muerte; luego, como una últi­ma vela en medio de un universo de negrura, la idea se apagó. No quedó nada más. La oscuridad lo era todo.

 

»Me desperté a la luz de la luna. Su brillo se reflejaba en mi rostro. Moví el brazo. No sentí dolor alguno. Me acaricié la frente. Encontré que había pústulas donde ha­bían estado las sanguijuelas. Bajé la mano y la luz de la luna volvió a brillar sobre las heridas. Cuando me las vol­ví a tocar, las pústulas parecían menos profundas; las to­qué por tercera vez y las heridas estaban completamente curadas. Estiré los miembros. Me puse en pie. En con­traste con la luz de las estrellas se veía la cima de una montaña.

 

»—No hay mejor médico, milord, que nuestra señora la luna. —Miré a mí alrededor. Lovelace me sonreía—. ¿No se alegra, Byron, de que le haya salvado de esos ma­tasanos de Missolonghi? »Lo miré con dureza.

 

»—No, maldita sea —dije finalmente—, confiaba en su habilidad para acabar conmigo. »Lovelace se echó a reír.

 

»—Ni el peor matasanos podría acabar con usted. »Asentí lentamente. »—Eso parece.

 

»—Necesita un buen reconstituyente. —Señaló hacia un punto con el dedo. Vi que había dos caballos. Detrás de ellos, un hombre se encontraba atado a un árbol. Se debatió cuando lo miré—. Un bocado exquisito —me dijo Lovela­ce—. Me ha parecido que, siendo usted un osado guerrero griego, quizá le gustase apreciar la sangre de un musulmán. —Me sonrió. Fui avanzando lentamente hacia el árbol. El turco empezó a retorcerse y a contorsionarse. Gemía que­damente bajo la mordaza. Lo maté de un solo tajo en la gar­ganta. La sangre, después de tanto tiempo, sí, no me que­daba más remedio que admitirlo, sabía muy bien. Dejé a mi víctima vacía por completo de sangre. Luego, con una débil sonrisa, le di las gracias a Lovelace por mostrarse tan pre­visor. Me miró a los ojos—. ¿Cree que le habría abandona­do a su sufrimiento? —Hizo una pausa—. Soy malo, cruel, un malvado de pies a cabeza, pero a usted lo aprecio.

 

»Sonreí. Creí lo que me decía. Le besé en los labios. Luego eché un rápido vistazo a mí alrededor.

 

»— ¿Cómo me ha traído hasta aquí? —le pregunté.

 

»Lovelace hizo oscilar una bolsa de monedas que lle­vaba en la mano. Sonrió.

 

»—Nadie mejor que los griegos, que le son tan queri­dos, para aceptar un soborno.

 

»— ¿Y adonde me ha traído? —Lovelace inclinó la ca­beza. No contestó. Miré a mí alrededor. Estábamos en una hondonada de rocas y árboles. Me quedé mirando de nue­vo hacia la cima de la montaña. Aquella forma... aquella silueta recortada contra las estrellas...—. ¿Dónde estamos? —repetí.

 

»Lentamente, Lovelace me miró. La luna ardía en la palidez de su rostro.

 

»—Pero, Byron —me preguntó—, ¿de veras no recuer­da este lugar?

 

«Durante unos instantes permanecí inmóvil; luego co­mencé a avanzar entre los árboles. Delante de mí distinguí un destello plateado. Dejé atrás los árboles. Debajo de mí había un lago bañado por la luna, un lago en cuyas aguas soplaba la más ligera de las brisas. Por encima se encon­traba la montaña, aquella silueta tan familiar. Detrás... me di la vuelta y allí estaba. Me aproximé lentamente a la en­trada de la cueva. Lovelace se había acercado y estaba de pie a mi lado.

 

»— ¿Por qué? —le pregunté en un susurro. La furia y la desesperación debían de arder en mis ojos, porque Love­lace retrocedió tambaleante, como asustado, y se apresu­ró a cubrirse el rostro con la mano. Le aparté el brazo de la cara y le obligué a mirarme a los ojos—. ¿Por qué, Lo­velace? —Le apreté con más fuerza el brazo—. ¿Por qué?

 

»—Déjelo.

 

»La voz que habló desde dentro de la cueva era débil, casi inaudible. Pero la reconocí; la reconocí de inmediato, y comprendí al oírla que en realidad sus ecos nunca se ha­bían borrado de mi mente. No; siempre me habían acom­pañado. Aflojé la mano. Lovelace se retiró, encogido.

 

»—Es él —murmuré. No era una pregunta, sino la afir­mación de un hecho, pero Lovelace asintió. Acerqué la mano al cinturón de Lovelace. Cogí su pistola y la amartillé.

 

»—Óigalo —me pidió Lovelace—. Escuche lo que tiene que decirle.

 

»No contesté. Miré a mí alrededor, a la luna y a la montaña, al lago y a las estrellas. Qué bien los recordaba. Apreté con fuerza la culata de la pistola. Me volví y me adentré en la oscuridad de la cueva.

 

»—Pacha Vakhel. —Mi voz resonó en el interior—. Me dijeron que lo habían enterrado en su tumba.

 

»—Y así fue, milord. Así fue. —La voz, todavía débil, llegaba desde el fondo de la cueva. Miré hacia las som­bras. Una figura, postrada, estaba acurrucada en el suelo. Me acerqué—. No me mire —dijo el pacha—. No se acer­que más.

 

»Me eché a reír con desprecio.

 

»—Ha sido usted quien ha hecho que me traigan aquí. Ya es demasiado tarde para dar órdenes.

 

»Yo estaba de pie al lado del pacha, mirándolo desde arriba. Éste se encontraba apretado contra las rocas. Len­tamente, se dio la vuelta y me miró.

 

»A mi pesar, respiré hondo al ver aquello. Los huesos que deberían estar debajo de las mejillas se le habían caí­do; tenía la piel amarilla; y en la mirada había un dolor horrible; pero no fue aquel rostro lo que me horrorizó. No, fue su cuerpo, que estaba desnudo, ¿comprende? Des­nudo, despojado de ropas, pero también, en algunas par­tes, de la piel, e incluso de los músculos y de los nervios. La herida que tenía en el corazón seguía abierta, estaba sin cicatrizar. La sangre, como el agua de un diminuto manantial, producía pequeñas burbujas cada vez que él respiraba, cosa que hacía trabajosamente. Tenía la carne azulada a causa de la podredumbre. Le miré mientras se frotaba un corte en la pierna. Un gusano, blanco y abota­gado, cayó de la herida. El pacha lo aplastó entre los de­dos. Se limpió la mano en una roca.

 

»—Ya ve, milord, en qué hermosura me ha convertido. »—Lo siento —contesté al cabo de unos instantes—. Mi intención era matarle.

 

»El pacha se echó a reír; se atragantó mientras la sangre espumosa le brotaba de los labios. La escupió, y algu­nas gotas le cayeron por la barbilla.

 

»—Usted quería vengarse —dijo finalmente el pacha—. Bien, pues vea lo que ha logrado: un horror mucho peor que la muerte.

 

»Se hizo un largo silencio.

 

»—Se lo repito —dije finalmente—, lo siento. No era ésa mi intención.

 

»— ¡Qué dolor! —El pacha clavó en mí la mirada—. ¡Qué dolor, cuando me atravesó el corazón con la punta de la espada! ¡Qué dolor, milord!

 

»—Parecía usted muerto. Cuando le dejé allí, en el des­filadero, parecía muerto.

 

»—Y casi lo estaba, milord. —Hizo una pausa—. Pero yo era más grande de lo que usted imaginaba.

 

»Fruncí el entrecejo.

 

»— ¿Cómo?

 

»—A los vampiros de categoría superior, como yo, milord... —hizo una pequeña pausa—... como usted y como yo, no se nos puede matar fácilmente.

 

»Los nudillos se me pusieron blancos de apretar la pis­tola con fuerza.

 

»—Entonces, ¿existe una manera de hacerlo?

 

»El pacha se esforzó por sonreír. El esfuerzo se quedó en una mueca de dolor. Cuando volvió a hablar, no fue para responder a mi pregunta.

 

»—He yacido durante años, milord, bajo la tierra de la tumba. Mi sangre se ha ido fundiendo y convirtiéndose en lodo, mis dedos tienen gusanos por anillos; todos los seres repugnantes que la tierra es capaz de producir dejaban rastros de baba en mi rostro. Sin embargo, no podía mo­verme, debido al peso de la tierra sobre mis miembros, tierra que se interponía entre la curativa luz de la luna, que hubiera podido reconstituirme con su sangre, y todos esos seres vivientes y yo. Oh, sí, milord, la herida que me infligió resultó muy dolorosa. Me costó mucho tiempo re­cuperar las fuerzas necesarias para poder liberarme del abrazo de la tumba. Incluso ahora, usted mismo puede ver —se señaló a sí mismo con un gesto— cuánto camino me queda todavía por recorrer. —Se apretó el corazón. La sangre, en blandas burbujas, le rezumó por la mano—. La herida que me hizo todavía mana, milord.

 

»Me quedé helado. Me dio la impresión de que la pis­tola se me derretía en la mano.

 

»—Entonces, ¿se está recuperando? —le pregunté.

 

»El pacha inclinó ligeramente la cabeza.

 

»—Lo haré con el tiempo. —Sonrió—. A menos... que­da lo que usted ha mencionado... —Se le apagó la voz. Se­guí sin moverme. El pacha se esforzó por cogerme una mano. Se lo permití. Me incliné y me arrodillé junto a su cabeza. La giró para poder mirarme a los ojos—. Continúa usted siendo muy hermoso después de todos estos años. —Los labios se le retorcieron en una mueca—. Pero le en­cuentro más viejo. ¿Qué no daría usted por tener su en­canto anterior?

 

»—Menos que por recuperar mi mortalidad.

 

»El pacha sonrió de nuevo. Le habría golpeado enton­ces de no haber sido por el dolor de la tristeza que se re­flejaba en sus ojos.

 

»—Lo siento —susurró—, pero eso no es posible.

 

»— ¿Por qué? —Le pregunté, presa de un súbito arreba­to de rabia—. ¿Por qué yo? ¿Por qué me eligió precisa­mente a mí para ejercer su... su...?

 

»—Amor.

 

»—Para ejercer su maldición.

 

«Volvió a sonreír. De nuevo vi que la tristeza se refleja­ba en sus ojos.

 

»—Porque, milord... —El pacha levantó una mano para acariciarme la mejilla. El esfuerzo hizo que todo su cuerpo temblase. Sentí un dedo ensangrentado y en carne viva sobre mi carne—. Porque, milord... —Tragó saliva e inesperadamente el rostro pareció iluminársele con el de­seo y la esperanza—. Porque vi en usted la grandeza. —Se atragantó violentamente, pero ni siquiera el dolor consi­guió apagar aquella repentina y desesperada pasión—. Cuando nos vimos por primera vez, ya entonces compren­dí en qué podría convertirse. Y no me equivoqué, ya es us­ted una criatura más poderosa que yo: el más grande, seguramente, de toda nuestra estirpe. Mi espera ha termi­nado. Ahora tengo un heredero para que lleve la carga y continúe la búsqueda. Y allí donde yo he fracasado, milord, usted tendrá éxito.

 

»Dejó caer el brazo. Todo el cuerpo volvió a temblarle a causa del doloroso esfuerzo de su discurso. Lo miré, ató­nito.

 

»— ¿Búsqueda? —le pregunté—. ¿Qué búsqueda?

 

»—Ha hablado usted de una maldición. En efecto. Tie­ne razón. Estamos malditos. Nuestra necesidad, nuestra sed de sangre, eso es lo que nos hace abominables, abo­rrecidos y temidos. No obstante, milord, creo... —tragó saliva—... creo que tenemos cierta grandeza... Ojala... ojala...

 

«Volvió a atragantarse y la sangre le salpicó la barba.

 

»Miré las manchas de color carmesí, y asentí.

 

»—Ojala —dije en un susurro para completar sus pala­bras— no tuviéramos esta sed. —Recordé a Shelley. Cerré los ojos—. Sin la sed, ¿qué no podríamos lograr?

 

»Sentí que el pacha me oprimía la mano.

 

»—Me dice Lovelace que Ahasver ha ido a verle.

 

»—Sí. —Miré al pacha con súbita extrañeza—. ¿Ha oído usted hablar de él?

 

»—Ha tenido muchos nombres. El judío Errante... el hombre que se burló de Cristo camino del Calvario y fue sentenciado por ese crimen a padecer inquietud eterna. Pero Ahasver ya era antiguo cuando mataron a Jesús. Toda su especie es antigua y eterna.

 

»— ¿Su especie?

 

»—Los inmortales, milord. No como nosotros, no los vampiros... verdaderos inmortales.

 

»— ¿Y qué es —le pregunté— la verdadera inmortali­dad?

 

»Al pacha se le tornaron los ojos ardientes y brillantes. »—La libertad, milord, de la necesidad de beber sangre.

 

»— ¿Existe?

 

»El pacha sonrió débilmente.

 

»—Debemos creerlo así.

 

»—Entonces, ¿usted nunca ha conocido a esos inmor­tales?

 

»—No como lo ha hecho usted.

 

»Fruncí el entrecejo.

 

»—En ese caso, ¿cómo puede estar seguro de que exis­ten verdaderamente?

 

»—Hay pruebas. Débiles, a menudo dudosas, pero, no obstante, pruebas de algo. Durante mil doscientos años, milord, los he estado buscando. Y debemos creer. Tene­mos que hacerlo. Porque, ¿qué otra elección o esperanza nos queda?

 

«Recordé a Ahasver, cómo había venido a mí y lo ex­traño que era lo que me había revelado. Y recordé más co­sas. Hice un movimiento con la cabeza y me puse en pie.

 

»—Él me dijo que no había esperanza para nosotros, que no había escapatoria.

 

»—Mintió.

 

»— ¿Cómo puede usted saberlo?

 

»—Porque necesariamente tuvo que mentir. —El pacha se esforzó por incorporarse—. ¿No lo comprende? —me preguntó con una pasión febril—. Sin embargo, existe un modo de alcanzar la inmortalidad. La verdadera inmorta­lidad. ¿Cree que yo habría estado investigando durante to­dos estos años si no hubiera existido alguna esperanza? Sí que existe, milord. Es posible que exista una posibilidad de acabar con la peregrinación a la que se ve usted con­denado.

 

»—Y si existe para mí, ¿por qué no existe para usted?

 

»El pacha sonrió con los ojos ardiendo de fiebre.

 

»— ¿Para mí? —preguntó—. Para mí también existe la posibilidad de acabar con mi peregrinación. —Me cogió de un brazo. Tiró de mí hacia él para que me agachase de nuevo—. Estoy cansado —me dijo en voz baja—. He teni­do que cargar con las esperanzas de nuestra especie du­rante demasiado tiempo. —Me apretó más el brazo—. Lle­ve usted la carga, milord. He esperado durante siglos a al­guien como usted. Haga lo que le pido... libéreme. Déme paz.

 

»Con cautela, le acaricié la frente.

 

»—Así que es cierto —murmuré—. ¿Puedo darle muer­te, después de todo?

 

»—Sí, milord. He sido poderoso, un rey entre los Reyes de los Muertos. La extinción de los vampiros como usted y como yo es difícil; durante mucho tiempo la creí impo­sible. Pero no es sólo acerca de la vida que he estado in­vestigando durante estos largos siglos. También la muerte tiene sus secretos. En bibliotecas, en las ruinas de las ciu­dades antiguas, en templos secretos y tumbas olvidadas, he estado buscando sin parar.

 

»Lo miré fijamente.

 

»—Dígame, pues —le pregunté lentamente—. ¿Qué ha descubierto?

 

»El pacha sonrió.

 

»—Que existe un modo.

 

»— ¿Cómo?

 

»—Tiene que ser usted, milord. Usted y nadie más.

 

»— ¿Yo?

 

»—Sólo puede ser un vampiro que yo haya creado. Sólo mi creación. —El pacha me indicó con un gesto que me aproximase a él. Acerqué mi oído a sus labios—. Para aca­bar con ello —me dijo en un susurro—, para liberarme...

 

— ¡No! —Rebecca casi gritó la palabra. Lentamente, lord Byron entornó los ojos—. No lo diga. Por favor. Se lo ruego.

 

Una sonrisa cruel arrugó los labios de lord Byron.

 

— ¿Por qué no quiere saberlo? —preguntó.

 

—Porque... —Rebecca movió los brazos y se le fue apa­gando la voz—. ¿No lo ve? —Se derrumbó hacia atrás en el sillón—. Saberlo puede ser peligroso.

 

—Sí, así es —asintió lord Byron con expresión iróni­ca—. Ciertamente. Y sin embargo, ¿no le parece que es un absoluto abandono renunciar a nuestro derecho a pensar? ¿No ser osado, no investigar, sino estancarse y pudrirse?

 

Rebecca tragó saliva. Oscuros temores y esperanzas se mezclaban en su mente. Se dio cuenta de que tenía la gar­ganta seca a causa de la duda.

 

— ¿Lo hizo usted? —Le preguntó Rebecca al cabo de unos instantes—. ¿Hizo lo que él le pedía?

 

Durante largo rato lord Byron no contestó.

 

—Le prometí que lo haría —dijo finalmente—. El pa­cha me dio las gracias, sencillamente, con cortesía. Luego sonrió.

 

»—Como pago —me explicó—, he guardado una cosa para usted.

 

»Me habló de su herencia. Papeles, manuscritos, el re­sultado de un milenio de trabajo. Todo ello estaba espe­rándome, sellado, en Aheron.

 

— ¿En Aheron? ¿En el castillo del pacha? —Lord Byron asintió—. ¿Por qué allí? ¿Por qué no los había llevado con­sigo para dárselos?

 

—Yo le hice la misma pregunta, desde luego.

 

— ¿Y?

 

—No quiso contestarme.

 

— ¿Por qué?

 

Lord Byron hizo una pausa. Miró de nuevo hacia las sombras que se extendían detrás del sillón de Rebecca.

 

—Me preguntó —dijo por fin— si me acordaba de la cripta subterránea dedicada a los muertos. Claro que me acordaba de ella, naturalmente.

 

»—Allí —me dijo el pacha— encontrará usted mi rega­lo de despedida. El resto del castillo ha ardido hasta que­dar destruido por completo. Pero la cripta no puede ser destruida nunca. Vaya, milord. Busque lo que le he dejado. —De nuevo le pregunté por qué no había llevado consigo aquellos papeles. Y de nuevo el pacha sonrió e hizo un ges­to de negación con la cabeza. Me cogió la mano—. Promé­tamelo —me pidió en voz baja. Asentí con la cabeza. Son­rió de nuevo y luego giró el rostro hacia la pared de la cue­va. Durante largo rato permaneció en silencio, tumbado. Luego volvió la cabeza y me miró—. Estoy preparado.

 

»—Aún no es demasiado tarde —le dije—. Puede cu­rarse. Puede continuar la búsqueda, conmigo a su lado.

 

»Pero el pacha negó con la cabeza.

 

»—Ya lo he decidido —me indicó. Volvió a coger mi mano y se la colocó sobre el desnudo corazón—. Estoy preparado —volvió a susurrarme al oído.

 

Lord Byron hizo una pausa. Sonrió a Rebecca.

 

—Lo maté —dijo. Se inclinó hacia adelante—. ¿Quiere saber cómo? —Rebecca no contestó—. El secreto. El mortí­fero, mortal secreto. —Lord Byron se echó a reír. A Rebec­ca le dio la impresión, sentada inmóvil en aquel sillón, de que lord Byron no le estaba contando aquello a ella—. Le abrí el cráneo. Le destrocé el pecho. Y luego... —Hizo una pausa. Rebecca escuchó con atención. Estaba segura de ha­ber oído un ruido, un ruido semejante al que hace alguien al escribir y que ya había oído anteriormente procedente de la oscuridad que reinaba detrás de su sillón. Intentó levan­tarse, pero lord Byron tenía los ojos clavados en ella, que notó que los miembros se le habían vuelto de plomo. Se quedó donde estaba. La habitación volvió a quedar en si­lencio. No se oía más sonido que el latir de la sangre de Re­becca—. Me comí su corazón y su cerebro. Fue todo muy sencillo. —De nuevo lord Byron estaba mirando más allá del sillón de Rebecca—. El pacha murió sin emitir ni un ge­mido. El revoltijo en que yo había convertido su cabeza era repugnante, pero tenía en el rostro, debajo de la sangre, una expresión de placidez. Llamé a Lovelace. Lo encontré junto a la entrada de la cueva. Se quedó mirándome, atónito. Lue­go sonrió y extendió una mano para acariciarme la cara.

 

»—Oh, Byron —dijo—, me alegro. Vuelve usted a ser un hombre hermoso.

 

»Fruncí el entrecejo.

 

»— ¿A qué se refiere? —le pregunté.

 

»—A que vuelve usted a ser hermoso. Tan bello y joven como era antes.

 

»Me toqué las mejillas.

 

»—No. —Me las noté lisas y sin arrugas—. No —repe­tí—, no puede ser.

 

»Lovelace sonrió.

 

»—Pues así es. Parece usted tan encantador como la primera vez que lo vi. Tan encantador como cuando fue convertido en vampiro.

 

»—Pero... —Sonreí a mi vez al ver la sonrisa de Lovelace, y luego me eché a reír con súbito éxtasis—. No lo comprendo... ¿Cómo? —Volví a reírme—. ¿Cómo?

 

»Me atraganté, lleno de incredulidad. Luego, de pron­to, lo comprendí todo. Miré hacia la cueva, hacia el cadá­ver destrozado del pacha.

 

»Por primera vez Lovelace vio lo que yo había hecho. Se acercó al cuerpo del pacha. Lo miró, espantado.

 

»— ¿Está muerto? —me preguntó—. ¿Está verdadera­mente muerto por fin? —Asentí. Lovelace se estremeció—. ¿Cómo ha sido?

 

»Tendí una mano hacia él y le acaricié el cabello. »—No pregunte —le dije. Lo besé—. Es mejor que no lo sepa.

 

»Lovelace asintió. Se inclinó al lado del cadáver y lo miró, maravillado.

 

»— ¿Y ahora? —dijo finalmente levantando la mirada hacia mí—. ¿Quemamos su cadáver o lo enterramos?

 

»—Ninguna de las dos cosas.

 

»—Byron, él pacha era sabio y poderoso, no puede de­jarlo aquí.

 

»—No pienso hacerlo. »—Entonces, ¿qué? «Sonreí.

 

»—Usted se encargará de llevar el cadáver a Missolonghi. Los griegos deben tener un mártir. Y yo... —Eché a andar hacia la boca de la cueva. Las estrellas habían de­saparecido, borradas bajo unas nubes negras. Olfateé el aire. Se acercaba una tormenta. Me volví de nuevo hacia Lovelace—. Debo obtener mi libertad. Lord Byron está muerto. Muerto en Missolonghi. Que la noticia se procla­me en Grecia y en todo el mundo.

 

»— ¿Quiere de verdad —Lovelace hizo un gesto con el brazo— que tomen esa... cosa... por usted? »Asentí. »— ¿Cómo?

 

»Di unos golpecitos en la bolsa de monedas de Lovelace. »—Nadie mejor que los griegos, que le son tan queri­dos, para aceptar un soborno.

 

»Lovelace sonrió lentamente. Me hizo una inclinación de cabeza.

 

»—Muy bien —dijo—. Si eso es lo que desea...

 

»—Lo es.

 

»Me acerqué a él y lo besé; luego salí de la cueva y de­saté mi caballo. Lovelace me estaba observando.

 

»— ¿Y usted qué va a hacer? —me preguntó.

 

»Me eché a reír mientras me subía al caballo.

 

»—Tengo una búsqueda que realizar —le dije.

 

»Lovelace enarcó las cejas.

 

»— ¿Una búsqueda?

 

»—Una última voluntad, si lo prefiere. —Espoleé mi caballo y comencé a alejarme—. Adiós, Lovelace. Espero oír los cañones griegos anunciando mi muerte.

 

»Lovelace se quitó el sombrero e hizo una extravagan­te reverencia. Le dije adiós con la mano, hice dar la vuel­ta a mi caballo y empecé a galopar colina abajo. Pronto la cueva quedó oculta tras las rocas y las arboledas.

 

«Estalló una terrible tormenta cuando recorría el ca­mino de Yanina. Me detuve y me refugié en una taberna. Los griegos que se encontraban en ella me dijeron que nunca habían oído truenos semejantes.

 

»—Eso significa que ha fallecido un gran hombre —coincidieron en afirmar todos.

 

»— ¿Quién podrá ser? —les pregunté.

 

»Uno de ellos, un bandido, supuse, a juzgar por las pis­tolas que llevaba al cinto, se santiguó.

 

»—Quiera Dios que no sea el Lordos Byronos —dijo.

 

»Sus compañeros movieron la cabeza para indicar que estaban de acuerdo. Sonreí. Allá, en Missolonghi, los sol­dados estarían gimiendo y llorando por las calles.

 

«Esperé a que escampase la tormenta. Cabalgué toda la noche y durante el día. Era ya la hora del crepúsculo cuando llegué a la carretera de Aheron. Encontré a un campesino junto al puente. Se puso a gritar cuando lo subí a mi caballo.

 

»— ¡El vardoulacha! ¡El vardoulacha ha vuelto!

 

»Le corté la garganta, le bebí la sangre y arrojé el cuer­po al río que, a gran distancia, pasaba por debajo del lugar donde me encontraba. La luna brillaba con fuerza en el cie­lo. Espoleé mi caballo a través de desfiladeros y barrancos. »El arco dedicado al Señor de la Muerte se alzaba en el mismo lugar de siempre. Pasé por debajo, crucé el pre­cipicio y luego rodeé el promontorio y me dirigí a la aldea y al castillo del pacha, situados en la cresta de la monta­ña. Antes, el castillo se había alzado, tenebroso, recortán­dose contra el cielo; pero ahora, cuando lo miré, parecía que se hubiese fundido. Cabalgué por la aldea. No queda­ba nada de ella, excepto algunos extraños montones de es­combros y hierbas, y cuando pasé por lo que habían sido las murallas del castillo vi que también parecían haber sido tragadas por las rocas, hasta el punto que nadie po­día siquiera imaginar que alguna vez hubieran estado allí. Pero fue cuando llegué a la cima, donde se había alzado el castillo, cuando me quedé inmóvil y atónito. Extrañas y retorcidas piedras brillaban en las tinieblas azul oscuro de la noche, como si hubieran sido moldeadas, igual que la arena, por regueros de lluvia. Desmonté lentamente. Del poderoso edificio que allí se había levantado en otro tiem­po apenas quedaba nada reconocible. Los cipreses y la hiedra, los hierbajos y los alhelíes crecían sobre las pie­dras formando todos juntos una especie de alfombra. Nada más sobrevivía allí. Todo el lugar estaba destruido y derrumbado. Me pregunté si habría sido yo quien lo había destruido, si habría sido yo quien había traído la maldi­ción sobre aquel lugar al atravesar con mi espada el cora­zón de su señor.

 

»Busqué el gran salón. No quedaba ni rastro de los pi­lares ni de las escalinatas, sólo se veían rocas retorcidas por todas partes, lo que hizo que experimentara una cre­ciente sensación de desesperanza. Entonces, cuando esta­ba al borde de la desesperación, reconocí un fragmento de piedra oculto detrás de unos hierbajos. Todo estaba medio borrado, y a duras penas conseguí distinguir el dibujo de un enrejado. Recordé que procedía del templete, el tem­plete que conducía al templo de los muertos. Me abrí paso entre las hierbas. Ante mí se abría una tremenda oscuri­dad. Miré hacia allí. Había escaleras que se adentraban en la tierra. La entrada había quedado oculta casi por com­pleto. Aparté los hierbajos. Empecé mi descenso al mun­do subterráneo.

 

»Bajé, bajé y bajé. La oscuridad empezó a iluminarse por algunas llamas rojas. A medida que se fueron hacien­do más potentes, reconocí los frescos pintados en los mu­ros, los mismos que había visto en mi descenso años atrás. Me detuve a la entrada. Vi el altar y el abismo de fuego, que no habían cambiado. Respiré el aire enrarecido. Y en­tonces me puse tenso. Me eché la capa hacia atrás. Delan­te de mí había un vampiro, podía oler su sangre. ¿Qué ha­cía allí una criatura semejante? Me infundí ánimo. Con cautela, entré en el santuario.

 

»Una figura envuelta en una capa negra se alzaba al contraluz de las llamas. Me daba la espalda. Lentamente, se dio la vuelta. Levantó la capucha que le cubría el rostro.

 

»—Así que lo ha matado —me dijo Haidée.

 

«Durante lo que pareció una eternidad, no respondí. Me quedé mirándola fijamente a la cara. Estaba arrugada y seca, envejecida antes de tiempo. Sólo los ojos conser­vaban parte de la frescura que yo recordaba. Pero era ella. Era ella. Di un paso adelante. Le tendí los brazos. Me eché a reír de alivio, de gozo y de amor. Pero Haidée, sin dejar de mirarme, retrocedió.

 

»—Haidée. —Ella se dio la vuelta—. Por favor —le dije en un susurro. No me contestó. Hice una pausa—. Por fa­vor —volví a decir—. Déjame que te abrace. Creía que es­tabas muerta.

 

»— ¿Y no lo estoy? —me preguntó en un susurro.

 

»Hice un movimiento negativo con la cabeza.

 

»—Somos lo que somos.

 

»— ¿Es así? —Preguntó ella girándose para mirarme de nuevo—. Oh, Byron —murmuró—, Byron. —Vi que las lá­grimas empezaban a asomarle a los ojos. Nunca había vis­to llorar a un vampiro. Tendí las manos hacia ella y esta vez me permitió que la tomase en mis brazos. Empezó a llorar y a besarme, apretando al hacerlo aquellos labios re­secos casi con desesperación; siguió llorando y luego empezó a golpearme con los puños—. Byron, Byron, cayó, cayó usted, le dejó ganar, Byron.

 

»El cuerpo le temblaba a causa del enojo y del llanto, y entonces volvió a besarme con más vehemencia que an­tes y me abrazó como si no fuera a soltarme nunca. Su cuerpo aún se estremecía mientras se apretaba contra el mío.

 

»Le acaricié el cabello, ahora surcado de gris.

 

»— ¿Cómo has sabido que vendría —le pregunté— y me has esperado aquí?

 

»Haidée parpadeó para apartar las lágrimas.

 

»—Él me había contado lo que pensaba hacer.

 

»— ¿Que si yo accedía... me enviaría aquí?

 

»Haidée asintió.

 

»— ¿Está muerto? ¿De verdad está muerto?

 

»—Sí.

 

»Haidée me miró a los ojos.

 

»—Claro que lo está —me dijo en voz baja—. Es usted joven y hermoso otra vez.

 

»— ¿Y tú? —le pregunté—. ¿A ti también te concedió el Don? —Haidée asintió—. Entonces podías haber hecho lo que he hecho yo. Tú podrías haber...

 

»— ¿Recuperado mi belleza? —Se echó a reír amarga­mente—. ¿Mi juventud? —No contesté, pero incliné la ca­beza. Haidée apartó los brazos de mí—. Intento no beber nunca sangre humana —dijo. Fruncí el entrecejo con in­credulidad. Haidée me sonrió. Abrió la capa. Tenía el cuerpo marchito y arrugado, el cuerpo de una vieja, con un toque de negro—. A veces —continuó diciendo— bebo de algún lagarto, de algunos reptiles... En una ocasión bebí de un turco que intentó violarme. Pero, por lo de­más...

 

»La miré fijamente, espantado.

 

»—Haidée...

 

»— ¡No! —Se puso a gritar de repente—. ¡No! ¡Yo no soy una vardoulacha! ¡No lo soy! —Se estremeció y se apretó el cuerpo con las manos, como si quisiera arran­carse aquella carne de vampiro. Estaba temblando, y cuan­do intenté tocarla de nuevo, me golpeó—. No, no, no...

 

»Se le fue apagando la voz, pero ya las lágrimas no le asomaban a los ojos ardientes. Se apretó a sí misma con las manos mientras me miraba fijamente.

 

»—El pacha... —le dije en un susurro—. Era un asesi­no, y era turco.

 

»Haidée se echó a reír, un sonido terrible y angustioso.

 

»— ¿No se dio usted cuenta? —me preguntó.

 

»— ¿De qué?

 

»—De que era mi padre. —Me miró enloquecida—. ¡Mi padre! Carne de mi carne... sangre de mi sangre. —Empe­zó a temblar otra vez y retrocedió apartándose aún más de mí, de manera que la cabeza le quedaba enmarcada por la pared de fuego—. No podía —me dijo en voz baja—, no podía, fuera lo que fuese lo que él hubiera hecho. ¡No po­día, no podía! ¿No se da cuenta? No querría usted que be­biera la sangre de mi propio padre. La del hombre que me había dado la vida. —Se echó a reír—. Pero, claro, olvida­ba que usted es la criatura que ha matado a su propia hija.

 

»La miré, horrorizado.

 

»—No lo sabía —dije al cabo de unos instantes.

 

»—Oh, sí. —Haidée se alisó el pelo hacia atrás con las manos—. Él fue quien me engendró. Parece ser que eso era algo que siempre había hecho: engendrar hijos en sus campesinas, a las que utilizaba como yeguas de cría en la aldea. Pero yo era diferente. Por alguna razón, conseguí conmover su corazón. Puede que a su manera, quizá, in­cluso me quisiera. Y por eso me permitió vivir. Bebía de mí, desde luego, pero me permitió vivir. Yo era su hija. Su amada hija. —Me sonrió—. Él había pensado entregarme a usted desde el momento en que le conoció. ¿No es di­vertido? ¿No es sorprendente? Usted había de ser su here­dero y yo la esposa vampiro de Byron. No es de extrañar que se disgustase cuando huimos de él.

 

«Tragué saliva.

 

»— ¿Él te contó todo eso?

 

»—Sí. Antes de... —La voz se le apagó. Se abrazó a sí misma con fuerza y se balanceó adelante y atrás—. Antes de hacer de mí un monstruo.

 

»Miré sus ardientes ojos de vampiro.

 

»—Pero, después de eso... —le pregunté. Moví la cabe­za de un lado a otro con apasionada incredulidad—. Des­pués, ¿nunca intentaste seguirme? »—Oh, por supuesto que sí.

 

»Sus palabras estaban llenas de frialdad. Se asentaron en la boca de mi estómago como si fueran hielo. »—No te vi. »— ¿No? »—No.

 

»—Entonces quizá fuese porque yo no podía soportar que me viera. —Me dio la espalda sin dejar de mirar fija­mente hacia las llamas. Durante mucho rato pareció ob­servar los dibujos que formaba el fuego. Se volvió otra vez hacia mí—. Piénselo —me dijo con súbita pasión—. ¿Está seguro? ¡Piense, Byron,


Date: 2015-12-24; view: 799


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