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Capítulo VIII 10 page

 

»— ¿Usted bebe sangre? —Ahasver me miró fijamente y no contestó—. ¿Bebe sangre? —le repetí amargamente—. No. Entonces, ¿cómo puede decirme que me contente? Es­toy maldito. ¿Cómo puede entender eso?

 

«Ahasver sonrió débilmente. En sus ojos creí ver un brillo de burla.

 

»—Toda inmortalidad, milord, es una maldición. —Hizo una pausa y me cogió las manos—. Pero acéptela, acépte­la tal como es y entonces se convertirá en una bendición —dijo abriendo mucho los ojos—, en una oportunidad, milord. Y no odie su inmortalidad. Reciba la grandeza que está esperando para ser suya. —Se apartó de mí y señaló hacia las montañas y el cielo—. Es usted digno de gober­nar; más digno de lo que lo haya sido antes ninguno de los de su estirpe. Hágalo, milord. Gobierne como emperador. Así es como le ayudo, aconsejándole que abandone ese ri­dículo sentimiento de culpa. ¡Vea! ¡El mundo está a sus pies! Aquellos que sobrepasen o sometan a la humanidad siempre deben mirar con desprecio el odio de los que tie­nen debajo. No tema lo que es usted. ¡Goce de ello!

 

«Debajo de nosotros las nubes hervían, blancas y sul­furosas, como espuma de los océanos del Infierno. Pero al mirarlas vi cómo se debilitaban y separaban, y un profun­do abismo se abrió para mí. Mi espíritu, como el relám­pago, pareció lanzarse como un dardo a través del vacío. Sentí que el rico pulso de la vida llenaba los cielos. Las montañas parecían moverse y respirar, e imaginé la san­gre corriendo por sus venas de piedra, las vi con tanta vi­veza que anhelé apartar las rocas y alimentarme de ellas y de todo el mundo. Creí que aquella pasión, aquella pasión de inmortalidad, me abrumaría, pero no fue así, porque mi mente se había vuelto colosal, expandida por la belle­za de las montañas y de mis pensamientos. Me volví hacia Ahasver. Había cambiado. Se estiraba hacia lo lejos, muy alto por encima de los picos, hacia el cielo; era una oscu­ra forma de sombra gigantesca que se encontraba con el alba al elevarse ésta por encima del Mont-Blanc. Sentí que me elevaba con él moviéndome con el viento. Vi los Alpes que se extendían muy por debajo, a lo lejos.

 

»— ¿Qué es usted? —volví a preguntarle—. ¿Un ser de qué naturaleza? —Sentí que la voz de Ahasver repetía den­tro de mis pensamientos: «Usted es digno de gobernar... ¡Goce de ello!»—. ¡Sí! —grité, riendo—. ¡Sí!

 

»Luego noté la roca bajo mis pies. El viento gemía y me azotaba la espalda. El aire era frío. De nuevo estaba solo. Ahasver había desaparecido.



 

»Volví a la carretera. Maté al primer campesino con el que me encontré y lo vacié. Sentí cuan espantoso era yo, qué insondable y qué solo me encontraba. Más tarde, con Hobhouse, pasé a caballo junto al cadáver de mi víctima. Había mucha gente en torno a él. Un hombre estaba incli­nado sobre el pecho del muerto. Cuando pasamos, levantó los ojos y me miró a la cara. Era Polidori. Le sostuve la mi­rada hasta que él la apartó. Arreé a mi caballo con un mo­vimiento de las riendas. Me eché a reír al pensar que venía siguiéndome. Yo era un vampiro. ¿No comprendía el muy necio lo que eso significaba? Me eché a reír otra vez.

 

»—Bueno —dijo Hobhouse—. Parece que de pronto te has puesto muy contento.

 

«Descendimos y nos adentramos en Italia. Por el ca­mino fui matando y bebiendo sangre sin remordimiento alguno. Una noche, en las afueras de Milán, capturé a un pastor, un guapo muchacho. Tenía la sangre tan tierna y suave como los labios. Al beberla sentí que alguien me to­caba en la espalda.

 

»—Caramba, Byron, usted siempre ha tenido buen ojo. ¿De dónde ha sacado esta preciosidad?

 

«Levanté la vista y sonreí.»—Lovelace.

 

»Lo besé. Seguía tan dorado y cruel como antes.

 

»Se echó a reír y me abrazó.

 

»—Le hemos estado esperando —me dijo—. Bien veni­do, Byron, bien venido a Milán.

 

»Había otros vampiros que se habían congregado en la ciudad. Habían venido, según me explicó Lovelace, a pre­sentarme sus respetos. Aquello no me resultó extraño. Su homenaje, al fin y al cabo, no era sino lo que me merecía. Eran doce los vampiros de Italia. Mortíferos, hermosos y con grandes poderes, tan grandes como los de Lovelace. Pero yo era más grande que todos ellos, era algo que no­taba fácilmente, cosa que no me había ocurrido antes, e incluso Lovelace parecía ahora intimidado por mí. Le ha­blé, mediante extrañas insinuaciones, de mi encuentro con Ahasver. Él nunca había oído hablar antes de seme­jante ser. Y eso me complació. Donde antes él había sido el profesor, ahora yo mandaba por instinto. Él y los demás vampiros respetaron mi orden de dejar en paz a Hobhouse. En cambio cazamos otras presas, y en nuestros ban­quetes corrió el rojo de la sangre viva.

 

«Teníamos por costumbre, antes de esos banquetes, asistir a la ópera. Una noche lo hice con Lovelace y otro vampiro, tan bello y cruel como cualquiera de los dos: la condesa Marianna Lucrezia Cenci. Cuando ella descendió de nuestro carruaje y se alisó las faldas del traje carmesí, olfateó el aire, entornó sus verdes ojos y se volvió hacia mí.

 

»—Hay alguien ahí fuera —me dijo—. Nos ha estado siguiendo. —Se acarició los guantes a todo lo largo del brazo en un gesto muy parecido al de un gato cuando se limpia—. Lo mataré.

 

»Fruncí el entrecejo. Yo también podía oler la sangre de nuestro perseguidor.

 

»—Después —dijo Lovelace cogiendo a Marianna del brazo—. Apresurémonos o nos perderemos el comienzo de la ópera.

 

»Marianna me miró. Asentí. Ocupamos nuestros sitios en el palco privado. La representación de aquella noche era una obra de Mozart: Don Giovanni, el hombre que se­dujo a mil mujeres y las abandonó a todas. Cuando dio co­mienzo la función nuestros ojos empezaron a relucir; era una historia escrita, así lo parecía, para que nos resultase atractiva a nosotros. Lovelace se volvió y me sonrió.

 

»—Pronto verá, Byron, cómo a ese pillo se le enfrenta su mujer. Él la había abandonado porque sentía la come­zón de una irrefrenable villanía.

 

«Volvió a sonreír.

 

»—Un hombre como mi propio corazón —repuse. En­tró la esposa; el protagonista salió corriendo; el criado se quedó para arreglar las cosas. Empezó a cantarle a la es­posa, describiendo las conquistas de su amo por todo el mundo. «En Alemania, doscientas treinta y una; cien en Francia; en Turquía, noventa y una.» Reconocí inmediata­mente la melodía. Me giré hacia Lovelace—. Ésta es la melodía que usted tarareaba —le dije— cuando íbamos de caza en Constantinopla y en Grecia.

 

»Lovelace asintió.

 

»—Sí, pero mi lista de víctimas es muchísimo más larga.

 

»Marianna se volvió hacia mí al tiempo que se echaba hacia atrás el largo cabello negro.

 

»—Deo, esto me da sed de matar.

 

»En aquel momento se produjo un altercado. La puer­ta de nuestro palco se abrió. Me giré para ver de qué se trataba. Un joven ojeroso me estaba mirando. Era Polidori. Levantó el brazo y apuntó hacia nosotros.

 

»— ¡Vampiros! —gritó—. ¡Son vampiros, los he visto, tengo pruebas!

 

«Mientras el público se volvía en los asientos para mi­rar hacia nuestro palco, Marianna se puso en pie.

 

»—Mi scusi —dijo en un susurro.

 

»Unos soldados entraron en el palco. Ella les dijo algo en voz baja. Los soldados asintieron con la cabeza y luego cogieron a Polidori bruscamente sujetándolo por los bra­zos. Se lo llevaron a rastras.

 

»— ¿Adonde lo han llevado? —pregunté.

 

»—A los calabozos.

 

»— ¿Por qué delito?

 

»—Uno de los soldados lo acusará de haberlo insulta­do. —Marianna sonrió—. Así es como se hace, milord.

 

»Asentí. La ópera continuaba. Vi cómo Don Giovanni era arrastrado al infierno.

 

»— ¡Arrepiéntete! —se le exigía.

 

»— ¡No! —replicaba Don Giovanni.

 

»— ¡Arrepiéntete!

 

»— ¡No!

 

»Admiré su valor. Marianna y Lovelace también pare­cían complacidos.

 

»Cuando salimos, de nuevo en la oscuridad de las ca­lles, Marianna y Lovelace tenían los ojos brillantes y ávi­dos de sed.

 

»— ¿Viene, Byron? —me preguntó Lovelace.

 

»Marianna movió la cabeza haciendo un gesto de nega­ción. Me sonrió al tiempo que cogía del brazo a Lovelace.

 

»—Milord tiene otros asuntos esta noche.

 

»Asentí. Llamé a mi carruaje para que se acercase.

 

»Polidori me estaba esperando.

 

»—Sabía que vendría —me dijo temblando cuando en­tré en el calabozo—. ¿Ha venido a matarme?

 

«Sonreí.

 

»—Tengo la costumbre de intentar no matar a aquellos a quienes conozco.

 

»— ¡Vampiro! —Escupió de pronto Polidori—. ¡Vampi­ro, vampiro, vampiro! ¡Maldito y odioso vampiro!

 

«Bostecé.

 

»—Sí, gracias, lo ha dejado muy claro.

 

»— ¡Sanguijuela! —Me eché a reír. Entonces Polidori se estremeció. Se apretó mucho contra la pared del calabo­zo—. ¿Qué va a hacer conmigo? —me preguntó.

 

»—Van a expulsarlo del territorio de Milán. Se irá us­ted mañana. —Le arrojé una bolsa de monedas—. Tenga... coja esto y no vuelva nunca a intentar seguirme.

 

»Polidori miró las monedas con incredulidad. Luego, de pronto, me las volvió a lanzar.

 

»—Usted lo tiene todo, ¿no es eso? —me gritó—. Ri­queza, talento, poder... y ahora incluso generosidad. ¡Oh, maravilloso! El demonio que resulta bueno. Pues, conde­nado sea, Byron, váyase al infierno. Es un maldito tram­poso, eso es lo que es. ¡Lo desprecio, lo desprecio! ¡Si yo fuera un vampiro, yo sería el señor! —Se derrumbó y cayó a mis pies, sollozando. Tendí la mano hacia él. Polidori se encogió—. ¡Maldito sea! —volvió a gritar.

 

»Luego cayó hacia adelante y apoyó la cabeza en mis rodillas. Suavemente, le acaricié los mechones del pelo.

 

»—Coja el dinero —le dije en voz baja— y váyase.

 

»Polidori me miró.

 

»—Maldito sea.

 

»—Váyase.

 

»Polidori permaneció arrodillado, en silencio.

 

»—Yo sería una criatura de un poder terrible —me dijo finalmente—, si fuera vampiro.

 

»Se hizo el silencio. Lo miré con una mezcla de com­pasión y desprecio. Él empezó a lloriquear. Lo empujé ha­cia atrás con el pie. La luz de la luna entraba por una ven­tana del calabozo. Di un puntapié a Polidori para que que­dase tendido a la luz. Lloraba mientras yo le arrancaba la camisa. La sangre empezaba a arderme. Le puse el pie en el pecho. Él me miraba sin pronunciar palabra. Le mordí la garganta y luego le abrí el pecho con una daga. Bebí la sangre que manaba de la herida mientras le rompía los huesos hasta que el corazón quedó al descubierto. Todavía latía, aunque débilmente. La desnudez de Polidori era ho­rrible. Yo había estado desnudo del mismo modo: privado de dignidad, de vida y de humanidad. Su corazón sufrió un espasmo, como un pez en la orilla del río, y luego que­dó inmóvil. Me moví sobre el cadáver. Y entonces le con­cedí el Don.

 

Lord Byron se quedó sentado en silencio. Miró hacia algo en la oscuridad, algo que Rebecca no podía ver. Lue­go se pasó los dedos entre los rizos del pelo.

 

—El Don... —dijo Rebecca por fin—. ¿Qué es eso?

 

—Algo terrible.

 

Rebecca aguardó.

 

— ¿Indescriptible?

 

Lord Byron la miró fijamente.

 

—Hasta que uno lo ha recibido... sí.

 

Rebecca ignoró las implicaciones de la expresión «has­ta que».

 

—Y Polidori —preguntó—. ¿Se recuperó?

 

Se daba cuenta de lo inapropiado de la expresión que había utilizado en aquella pregunta. Se le apagó la voz.

 

Lord Byron sirvió otra copa de vino.

 

—Se despertaría de la muerte, si es a eso a lo que se re­fiere.

 

— ¿Cómo...? Quiero decir...

 

Lord Byron sonrió.

 

— ¿Cómo? —Preguntó él a su vez—. Abrió los ojos... respiró afanosamente... un movimiento convulsivo le agi­tó los miembros. Me miró. Abrió la boca y masculló unos sonidos inarticulados mientras una sonrisa le arrugaba las mejillas. Puede que hablase, no lo oí; tenía una mano ten­dida hacia mí, pero yo no podía soportar aquella visión, aquel cadáver, aquel horrible monstruo al que yo le había dado la existencia. Me di la vuelta y salí del calabozo. Pa­gué a los guardias. Ellos acompañaron a Polidori a la fron­tera. Varios días después fueron encontrados, rajados y de­sangrados. Todo se mantuvo en secreto.

 

— ¿Y Polidori?

 

— ¿Qué quiere saber de él?

 

— ¿Volvió usted a verlo?

 

Lord Byron sonrió. Miró a Rebecca con ojos ardientes.

 

— ¿No lo ha adivinado? —le preguntó.

 

— ¿Adivinado?

 

— ¿La identidad del hombre que la ha enviado aquí esta noche? ¿El hombre que le mostró los papeles? ¿El hombre del puente? —Lord Byron asintió con la cabeza—. Oh, sí —dijo—. Yo habría de ver de nuevo a Polidori.

 

 


Date: 2015-12-24; view: 565


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