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Capítulo VIII 9 page

 

»— ¿Qué sucede? —preguntó Shelley.

 



»—Parece probada su teoría —le dije—. Mírenos. To­dos nos hemos puesto nerviosos. Polidori, le felicito. —Po­lidori sonrió e hizo una inclinación de cabeza—. Su histo­ria puede que no haya sido tan risible como yo había creí­do. Parece que todos estemos alucinando.

 



»—No me lo he imaginado —insistió Mary—. Hay al­guna... cosa... ahí fuera.

 



»Shelley se acercó a ella y le cogió la mano. Pero no dejó de mirarme fijamente todo el tiempo. Estaba tem­blando.

 



»—Quiero irme a la cama —dijo Claire en voz baja.

 



»La miré.

 



»—Bueno.

 



»Claire se levantó y miró por toda la habitación. Lue­go salió corriendo.

 



»— ¿Shelley? —le pregunté.

 



»Éste arrugó el entrecejo. Aquel pálido rostro estaba bañado en sudor.

 



»—Aquí hay algún poder —dijo—, una horrible som­bra de poder invisible.

 



«Comprendí que se iba hundiendo cada vez más pro­fundamente en la oscuridad de mis ojos. Le leí el pensa­miento y vi lo enamorado que estaba del éxtasis de su pro­pio miedo. Como la luz de la luna en un mar tempestuo­so, tendí sobre su alma los destellos de un mundo más remoto. Se estremeció, dando la bienvenida a su terror a medida que éste aumentaba. Se volvió hacia Mary en un intento de calmar su propio miedo. Pero no iba a escapar tan fácilmente. De nuevo mi poder le invadió la mente. Cuando Shelley miró a Mary, la vio desnuda y sus costa­dos aparecían pálidos, espantosos y deformes; en vez de pezones tenía ojos cerrados, que de pronto se abrieron; brillaron como los de un vampiro, burlándose de él, lla­mándole. Shelley emitió un agudo grito y luego se quedó mirándome. La piel del rostro se le había contraído en in­contables arrugas, líneas de un terror que no podía conte­ner. Puso la cabeza entre las manos y salió corriendo de la sala. Polidori me miró y echó a correr tras él.

 



»Mary se puso en pie.

 



»—Esta velada ha sido demasiado fuerte para todos —dijo tras una larga pausa. Miró al exterior, hacia la no­che—. Confío en que podamos quedarnos a dormir aquí.

 



» Asentí.

 



»—Desde luego. —Luego le dirigí una sonrisa—. Tiene que hacerlo de todas formas. Todavía no hemos tenido ocasión de oír su relato.

 



»—Lo sé. Pero a mí se me da muy mal inventar. De to­das formas, intentaré pensar en algo.

 



»Hizo una inclinación de cabeza y se giró dispuesta a irse.

 



»—Mary —la llamé.

 



»Se dio la vuelta y me miró.

 



»—No se preocupe por Shelley. Se pondrá bien.

 



»Mary continuó mirándome a los ojos. Sonrió ligera­mente. Luego, sin decir nada, me dejó solo.

 



»Me quedé en el balcón. La lluvia había cesado, pero la tormenta era aún muy violenta. Me puse a olfatear el vien­to en un intento de localizar la cara que Mary aseguraba haber visto. Pero no encontré nada. Lo más probable era que se lo hubiese imaginado. Sin embargo, pensé que re­sultaba extraño que su alucinación se pareciese tanto a la mía. Me encogí de hombros. Había sido una noche sor­prendente y embriagadora. Volví a mirar con atención ha­cia afuera, al fragor de la tormenta. A lo lejos, las monta­ñas brillaban como colmillos, y, a pesar de que estaba oculta detrás de las nubes, yo sabía que había luna llena. El conocimiento de mi propio poder me gritaba en la san­gre. Desde la distante ciudad de Ginebra, un reloj dio las dos. Me di la vuelta, entré en la sala y cerré las puertas del balcón. Luego, sin hacer ruido, atravesé la villa hasta la habitación de los Shelley.

 



«Estaban en la cama, desnudos y pálidos, el uno en brazos del otro. Mary dejó escapar un gemido cuando mi sombra pasó sobre ella; se dio la vuelta entre sueños; She­lley también se removió, de manera que el rostro y el pe­cho le quedaron vueltos hacia mí. Me quedé de pie a su lado. ¡Qué hermoso era! Como un padre que acaricia las mejillas de su hija dormida, decidí explorar sus sueños. Eran bonitos y extraños. Nunca antes había conocido yo a un mortal como aquél. Me había hablado de que deseaba el poder secreto, el poder del mundo que yace más allá del hombre, y la mente de Shelley, yo estaba seguro de ello, se lo merecía. Aquella noche, abajo, en el salón, le había con­cedido un atisbo de lo que se encontraba más allá de la mortalidad. Pero aún podía darle más: podía crearlo a mi imagen, podía darle la existencia para la eternidad.

 



»De pronto sentí un dolor desesperado. ¡Cómo anhela­ba tener un compañero de mi especie a quien pudiera amar! Seríamos vampiros, cierto, y estaríamos separados de todo el mundo, pero no desgraciados y solos como me encontraba yo. Me incliné mucho sobre la forma dur­miente de Shelley. No sería un pecado convertirlo en un ser semejante a mí. Era vida lo que le daría, y la vida, al fin y al cabo, era el don de Dios. Le puse la mano en el pecho. Sentí el latido de un corazón que esperaba abrirse a mi beso. No. No sería un esclavo lo que iba a crear, ni un monstruo, sino un amante para siempre. No. Ni culpa ni pecado. Recorrí con un dedo el pecho de Shelley.

 



»Éste no se movió, pero Mary volvió a gemir, como lu­chando por despertar de algún terrible sueño. La miré; luego dirigí la vista más allá de ella y, lentamente, levanté los labios que tenía puestos sobre el pecho de Shelley.

 



»El pacha me estaba mirando. Estaba de pie junto a la puerta envuelto en las sombras; tenía el rostro inexpresi­vo, liso y pálido. Sin embargo, sus ojos parecían penetrar mi alma como la luz. Luego dio media vuelta y desapare­ció. Me alcé de la cama de Shelley y fui tras el pacha.

 



»Pero se había ido. La casa parecía estar vacía y no se notaba ningún perfume en el aire que delatara su presen­cia. Entonces una puerta golpeó violentamente y oí el viento aullar en el pasillo. Eché a correr a lo largo de él. La puerta que había al fondo se movía a causa del venda­val. Detrás se encontraba el jardín. Pasé al exterior y bus­qué a mi presa. Todo estaba oscuro y revuelto por la tor­menta. Entonces, al apuñalar un relámpago las cumbres de las montañas, vi una forma negra iluminada que se re­cortaba contra las olas del lago. Me apresuré sobre el vien­to hacia la orilla. Al acercarme a la forma oscura, ésta se dio la vuelta hacia mí y me miró. Todavía tenía el rostro resplandeciente y dotado de un brillo amarillento, y sus facciones parecían aún más crueles de lo que yo las re­cordaba. Pero era él. Ahora estaba seguro. Era él.

 



»— ¿De qué profundidades del infierno, de qué abismo imposible ha vuelto? —El pacha sonrió, pero no dijo nada—. Maldito sea, maldito sea por siempre, por apare­cer de nuevo... —Pensé en Shelley, que seguía dormido en la cama—. ¿Me negará un compañero? ¿Acaso yo no pue­do crear, como usted me creó a mí? —La sonrisa del pa­cha se hizo más amplia. Tenía los dientes amarillos, inso­portablemente sucios. El enojo, tan fiero como el viento que soplaba a mis espaldas, me empujó hacia adelante. Sujeté al pacha por la garganta—. Recuerde —le susurre que soy creación suya. Por todas partes veo dicha, de la cual sólo yo estoy excluido. Yo era humano; y usted me ha convertido en un demonio. No se burle de mí por desear la felicidad, ni intente frustrar mis ilusiones cuando la busco. —El pacha seguía sonriendo irónicamente. Le apreté más la garganta—. Déjeme —susurré—, creador mío, y por ello mi eterno enemigo.

 



»El cuello del pacha se quebró a causa de mi apretón. La cabeza se le ladeó y la sangre empezó a manarle de la garganta y a caer sobre mis manos. Dejé caer el cadáver al suelo. Lo miré fijamente y vi que ahora el pacha tenía el rostro de Shelley. Me incliné a su lado. Lentamente, el ca­dáver se incorporó y se acercó a mí. Me besó en los labios. Abrió la boca. Su lengua era un gordo y blando gusano. Retrocedí. Vi que había estado besando los dientes de una calavera.

 



»Miré hacia otra parte, y cuando de nuevo dirigí la vis­ta hacia abajo el cadáver había desaparecido. Oí una risa salvaje que resonaba en lo más profundo de mi mente. Miré frenéticamente a mí alrededor. Estaba solo en la ori­lla, pero la risa iba aumentando de intensidad, hasta que el lago y las montañas parecieron hacerse eco de ella y creí que acabaría por ensordecerme. Pero llegó a su pun­to culminante y luego se apagó, y en ese preciso momen­to el cristal de las ventanas del balcón se hizo pedazos, las puertas se abrieron con violencia y libros y papeles se es­parcieron a causa del viento. Como una plaga de insectos fueron barridos por el césped del jardín hacia la orilla donde me encontraba de pie; revoloteaban y se posaban en el suelo a mí alrededor, quedaban atrapados en el ba­rro o se hundían lentamente en las aguas del lago. Cogí un libro que, empapado, había quedado a mis pies. Leí el tí­tulo: El galvanismo y los principios de la vida humana. Lo recordaba muy bien. Yo había leído ese mismo título en la biblioteca de la torre del pacha. Recogí más libros, más hojas diseminadas: los restos de la biblioteca que había traído conmigo. Los apilé en un montón sobre los guija­rros de la orilla. Cuando la tormenta amainó, encendí una hoguera. Sin apenas fuerza, la pira empezó a arder. Al salir el sol salió a saludarlo un penacho de humo negro que atravesaba el lago.

 



Lord Byron hizo una pausa. Rebecca lo miró fijamente.

 



—No lo comprendo... —dijo por fin.

 



Lord Byron cerró los ojos.

 



—Me sentía burlado —dijo en tono pausado.

 



— ¿Burlado?

 



—Sí... mis esperanzas habían sido sometidas a burla.

 



Rebecca enarcó las cejas.

 



— ¿Se refiere a su búsqueda del principio de la vida?

 



— ¿Ve lo vacías y melodramáticas que suenan siempre esas palabras? —dijo lord Byron sonriendo amargamente. Movió la cabeza de un lado a otro—. Sin embargo, yo ha­bía creído que estaba exento. Era un vampiro, al fin y al cabo. ¿Quién era yo para decir lo que era imposible? Pero aquella mañana, de pie junto al lago, mientras se esparcí­an las cenizas de mi hoguera de libros, lo único que sentí fue impotencia. Tenía grandes poderes, sí, pero ahora sa­bía que había otros con poderes aún mayores, y más allá de nosotros, insondable, el universo. ¿Cómo podía alber­gar esperanzas de encontrar el inicio de la vida? Era una ambición sin esperanza, una ambición más apropiada para un cuento gótico, alguna historia de ciencia-ficción o de fantasía. —Lord Byron hizo una breve pausa y torció los labios en una sonrisa—. Así, el odio que sentía por el pacha, por mi creador, al que al parecer yo era incapaz de destruir, ardía con más fuerza que nunca. Yo anhelaba una confrontación final y fatídica. Pero el pacha, como un auténtico dios, se ocultaba ahora de mí.

 



»La inquietud empezó a corroerme de nuevo. Pensé en partir hacia Italia, pero la reticencia que sentía a separar­me de Shelley era demasiado grande; en lugar de eso fui­mos de excursión alrededor del lago. Aún anhelaba dar mi sangre a Shelley para convertirlo en un vampiro como yo, pero ya no deseaba imponérselo por la fuerza. Mi odio ha­cia el pacha me servía de aviso; no quería lo que él había obtenido: el odio eterno por parte del ser que había creado. Así que decidí tentar a Shelley insinuándole lo que po­dría darle; le susurraba oscuros y extraños misterios. ¿Me entendía Shelley? Quizá... quizá, sí... ya entonces. Ocurrió en cierta ocasión, cuando íbamos en barca por el lago. Se levantó una tormenta. Se rompió el timón. Estábamos convencidos de que íbamos a hundirnos. Me quité la cha­queta, pero Shelley se quedó quieto, sentado, y se limitó a mirarme fijamente.

 



»— ¿No lo sabía usted? —me dijo—. No sé nadar.

 



»—Entonces déjeme que lo salve —le grité intentando cogerlo; pero Shelley se echó hacia atrás.

 



»—Me da miedo cualquier don de vida que proceda de usted —me dijo.

 



»—Se ahogará.

 



»—Más que de eso, tengo miedo de...

 



»— ¿De qué, Shelley? ¿De la vida? —le pregunté son­riendo.

 



»Se aferró a los bordes de la barca y se quedó miran­do hacia las aguas; luego levantó de nuevo la vista hacia mis ojos.

 



»—Tengo miedo —me dijo— de ser arrastrado hacia abajo, abajo, abajo.

 



»Y se quedó sentado donde estaba, con los brazos cru­zados, y entonces comprendí que yo había fracasado, por lo menos durante aquel verano. La tormenta amainó, la barca quedó a salvo y nosotros también. Ninguno de los dos mencionó lo sucedido. Ahora yo estaba preparado para irme a Italia.

 



»Sin embargo, me quedé. Fue la sangre de mi hijo no­nato, naturalmente, lo que me mantuvo allí. Como antes, me torturaba y me tentaba. El peligro se hacía cada vez mayor. Me negaba a quedarme a solas con Claire. Con Shelley también me sentía incómodo, y Polidori, desde luego, era insufrible. De todo el grupo, a quien más veía era a Mary, que estaba escribiendo un libro. Se lo habían inspirado, según ella, las pesadillas que había tenido du­rante aquella terrible tormenta. La novela contaba la his­toria de un científico que creaba vida. Su creación lo odiaba y a su vez era odiada por él. Mary llamaba a esa nove­la Frankenstein.

 



»Leí parte del manuscrito. Tuvo un profundo y terrible efecto sobre mí. Había mucho en ella —demasiado— que yo reconocía. «Oh, Frankenstein —le decía el monstruo a su hacedor—, yo debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído, a quien tú has alejado del gozo sin haber cometido ningún pecado.»

 



»Me estremecí ante aquellas palabras. Desde aquel momento animé a Shelley a que se fuese, a que se llevase a Claire con él y cuidase del niño. Por fin lo hicieron. Ahora ya estaba listo. Saldría en persecución de mi propio Frankenstein. Y sin embargo... —Lord Byron hizo una pausa—. No, el pacha no era del todo un Frankenstein, y el efecto de aquel libro no residía del todo en su verdad. La novela, aun con todo su poder, no era más que ficción. No había ninguna ciencia que fuera capaz de generar vida. La creación seguía siendo un misterio. Todavía me sentía impresionado por lo ridículas que habían sido mis ambiciones. Me alegraba de haber contemplado cómo ar­día mi biblioteca.

 



«Despedí a Polidori. Ya no tenía necesidad de él. Le pa­gué generosamente, pero él se tomó a mal mi decisión con su habitual carácter envidioso.

 



»— ¿Por qué ha de ser usted quien tenga poder para ha­cer esto? —me preguntó mientras contaba el dinero—. ¿Por qué no yo?

 



»—Porque yo pertenezco a una categoría diferente.

 



»—Sí. —Polidori entornó mucho los ojos—. Sí, milord, creo que así es.

 



»Me eché a reír.

 



»—Nunca he negado que tiene usted una gran perspi­cacia.

 



»Me sonrió con desprecio y luego sacó un pequeño vial del bolsillo. Lo sostuvo a la luz.

 



»—Su sangre, milord.

 



»— ¿Qué?

 



»—Me ha estado usted pagando para que realizara pruebas con ella, ¿se acuerda?

 



»—Sí. ¿Qué ha encontrado?

 



»Polidori volvió a sonreír de modo desagradable.

 



»— ¿Se atreve usted —emitió una risita por lo bajo—, se atreve usted a despreciarme sabiendo lo que sé?

 



»Me quedé mirándolo fijamente. Polidori se estreme­ció y empezó a mascullar algo en voz baja. Le invadí la mente y se la llené de un ciego terror.

 



»—No me amenace —le dije en un susurro. Le quité de las manos el vial de sangre—. Y ahora, váyase.

 



»Polidori se puso en pie. Salió tambaleante de la sala. Al día siguiente, sin haberle visto de nuevo, me marché.

 



»Subí hasta muy arriba por el camino que cruza los Al­pes. Hobhouse había venido a reunirse conmigo. Conti­nuamos el viaje juntos. Cuanto más avanzábamos, más mareante resultaba la altura de los muros de roca que pa­recían inclinarse sobre nosotros. Por encima se elevaban las crestas de hielo e inmensas gargantas se extendían por debajo; sobre las cimas cubiertas de nieve se remontaban las águilas con las alas extendidas.

 



»—Esto es como Grecia —comentó Hobhouse—. ¿Te acuerdas, Byron? En Albania...

 



»Se le apagó la voz. Miró hacia atrás por encima del hombro, como presa de un involuntario miedo. Yo tam­bién me di la vuelta. El camino estaba vacío. Por encima de él se extendía un bosque de pinos marchitos. Tenían los troncos desnudos y sin corteza, y las ramas sin vida. Su aspecto me recordó a mi propia familia y a mí mismo. Al otro lado del camino se extendía un glaciar como un hu­racán helado. «Sí —pensé—, si viene, tiene que ser aquí.» Me sujeté con firmeza. Estaba preparado para enfrentar­me a él. Pero el camino seguía tan vacío como antes.

 



»Luego, más o menos a la hora del crepúsculo, des­pués de pasar el Grindenwald, oímos el ruido de cascos de caballo. Miramos hacia atrás y nos quedamos esperando. Un hombre, solo, se acercaba a nosotros por detrás. Vi que tenía en el rostro un brillo amarillento. Desenfundé la pistola, pero cuando el jinete llegó a nuestra altura, volví a meterla en la funda.

 



»— ¿Quién es usted? —le grité. No era el pacha.

 



»El viajero sonrió.

 



»—Ahasver —repuso.

 



»— ¿Quién es usted? —le repitió Hobhouse con la pis­tola amartillada y lista en la mano.

 



»—Un viajero errante —respondió el jinete. Tenía un acento extraño, pero dotado de una melodía bellísima que penetraba en el alma. Volvió a sonreír y me dirigió una in­clinación de cabeza—. Soy un vagabundo, como su amigo aquí presente, señor Hobhouse. Sólo un vagabundo.

 



»— ¿Nos conoce?

 



»—Ja, naturlich.

 



»— ¿Es usted alemán? —le pregunté.

 



»El viajero se echó a reír.

 



»— ¡No, no, milord! Aunque sí amo a los alemanes. Son una raza de filósofos, y sin la filosofía... ¿quién habría que creyera en mí?

 



»Hobhouse frunció el entrecejo.

 



»— ¿Por qué no iban a creer en usted?

 



»—Bueno... quizá, señor Hobhouse, porque mi existen­cia es un imposible.

 



»Sonrió y se volvió hacia mí, como si sintiera el brillo de mis ojos.

 



»— ¿Quién es usted? —le pregunté en voz baja. El viaje­ro me observó con una mirada tan profunda como la mía.

 



»—Si ha de llamarme usted algo, milord, que sea... —Hizo una pausa—. Judío. —Sonrió—. Sí, judío. Como los miembros de esa extraordinaria y estimable raza, yo pertenezco a todos los países, pero a ninguno de ellos en particular.

 



»Hobhouse arrugó la frente.

 



»—Este hombre es un maldito lunático —me siseó al oído.

 



»Le indiqué por señas que se callase. Contemplé el ros­tro del viajero. Era una extraordinaria mezcla de vejez y juventud. Tenía el cabello largo y canoso, pero sus ojos eran tan profundos y brillantes como los míos, y su rostro carecía por completo de arrugas. No era un vampiro, o al menos no parecía serlo, pero tenía un aire de extraordinario misterio, que yo encontraba repugnante pero que al mismo tiempo inspiraba un pavoroso respeto.

 



»— ¿Desea cabalgar con nosotros? —le pregunté. Ahas­ver hizo un movimiento afirmativo con la cabeza—. En­tonces continuemos y apretemos el paso —dije tirando de las riendas de mi caballo—. Todavía nos queda una hora hasta llegar a la próxima posada.

 



«Durante todo el trayecto le estuve observando. Habla­mos. Él lo hacía en inglés, pero de vez en cuando se des­viaba hacia otras lenguas, unas modernas, otras antiguas, algunas de las cuales yo ni siquiera podía reconocer. Pron­to averigüé que había estado en el Este. Aquella noche cenó con nosotros y después se retiró temprano a su ha­bitación. Yo no dormí. Mantuve vigilada su habitación. A las dos lo vi salir y atravesar la posada. Lo seguí.

 



«Ascendió por los riscos con increíble velocidad. Trepó sobre grietas de hielo y subió por serpenteantes glaciares. Delante, dentadas como una ciudad de la muerte, aguar­daban las cimas de las montañas, que parecían despreciar las obras del hombre, pero Ahasver no era un ser mortal al que aquellos muros pudieran repeler. No. Yo sabía lo que era. Recordé cómo los fantasmas de Picadilly habían cambiado de forma ante mis ojos. Recordé cuando le rom­pí el cuello al pacha y me encontré sujetando un esquele­to. Qué poderes tenía. Cómo cambiaba, era algo que yo no sabía; pero estaba seguro de una cosa: era el pacha lo que yo iba persiguiendo por aquella ladera de montaña.

 



»Se mantuvo dentro del alcance de mi vista todo el ca­mino. ¿Me estaba guiando deliberadamente? No me im­portaba; uno de los dos iba a morir y casi me daba igual cuál de los dos fuese. Llegué al borde de un precipicio. Mi presa iba justo delante. Miré a mí alrededor. Pero las ro­cas aparecían vacías y desnudas. Miré hacia abajo, delan­te de mí, a las brumas que hervían alrededor de los gla­ciares. Luego oí una pisada a mis espaldas. Me di la vuel­ta. Allí, frente a mí, estaba el pacha.

 



»Rápido como el pensamiento, me lancé contra él. El pacha se tambaleó y vi que un súbito pánico se reflejaba en su rostro al tiempo que resbalaba. Se agarró a mí y tiró hacia abajo, de modo que los dos rodamos por el borde del precipicio, cuyo abismo parecía llamarnos. Sentí que el pacha cambiaba y se derretía en mis brazos, pero con­tinué sujetándolo con fuerza y le aplasté la cabeza contra las rocas hasta que la sangre y los sesos salieron volando. Pero seguí golpeando la calavera. La resistencia del pacha empezó a ceder. Al final se quedó tumbado en el suelo, in­móvil; me detuve; el pacha todavía tenía los ojos abiertos, pero mostraban el barniz de la muerte. Luego, lentamen­te, aquella cara destrozada comenzó a cambiar. Ahora era Ahasver quien me miraba. Apenas me fijé en ello. Le cla­vé el cuchillo en el corazón una y otra vez. Le pateé todo el cuerpo. Y me quedé mirando cómo se hundía en el abis­mo que se abría allí abajo.

 



»En lento éxtasis, me puse a caminar por el borde del precipicio. Sentía sed. Regresaría al camino, buscaría a al­gún viajero y lo desangraría. Delante de mí, brotando de una hendidura en la roca, caía un torrente; parecía la cola de un caballo blanco ondeando al viento, el pálido caballo blanco en el que cabalga la Muerte en el Apocalipsis.

 



»—Muerte. —Susurré la palabra para oír el sonido que producía—. Muerte. —Era como si no la hubiera oído nunca antes. De pronto me parecía un sonido espantoso, extraño, desconocido—. ¡Muerte!

 



»Las rocas de la montaña devolvieron el eco de mi gri­to. Me di la vuelta. Ahasver me estaba sonriendo. Tenía el rostro tan liso como antes. Lentamente, dobló una rodilla.

 



»—Es usted digno de ser emperador.

 



»Lo miré fijamente; se encontraba de pie junto a la caí­da del torrente.

 



»—El pacha... —dije. Fruncí el entrecejo. Luego me puse a temblar—. Usted no es él. Él está muerto.

 



»La expresión de Ahasver no cambió.

 



»—Sea lo que sea, esté donde esté él en estos momen­tos... usted es ahora el emperador. —Sonrió de pronto y me saludó—. Vive l'Empereur!

 



»Yo recordaba el grito de Waterloo.

 



»—Durante este tiempo —le dije lentamente—, desde que me fui de Inglaterra, ha estado usted persiguiéndome, burlándose de mí. ¿Por qué?

 



»Ahasver se encogió de hombros; luego inclinó la ca­beza en señal de asentimiento.

 



»—Me aburro —dijo—. La eternidad pasa lentamente.

 



»— ¿Qué es usted? Usted no es un vampiro.

 



»Ahasver se echó a reír desdeñosamente.

 



»— ¿Un vampiro? No.

 



»— ¿Entonces qué es?

 



»Ahasver miró hacia donde las brumas ondulaban como mares lejanos.

 



»—Hay fuerzas en este mundo —dijo al cabo de unos instantes— llenas de poder, extrañeza y sublimidad. Usted mismo, milord, tiene pruebas de ello. En usted, los polos opuestos de la vida y la muerte se confunden; lo que el hom­bre separa falsamente, usted lo reúne. Y usted es grande, milord, muy grande, pero hay poderes y seres aún mayores que usted. Le digo esto para advertirle y ayudarle en su su­frimiento. —Me acarició las mejillas y luego me besó—. Ah, milord —dijo—, sus ojos son tan profundos, tan hermosos y peligrosos como los míos. Es usted extraordinario... extra­ordinario. —Me cogió por el brazo y me condujo por el bor­de del precipicio—. A veces me aparezco a los hombres para torturarlos con ideas de eternidad, pero con los vampiros, que me comprenderían mejor y por ello se aterrarían más genuinamente, nunca lo hago. Sin embargo, usted... usted es distinto. Ya había oído rumores de que los Señores de la Muerte tenían un nuevo emperador. Luego la fama que ad­quirió usted empezó a llenar el mundo. Lord Byron... lord Byron. Su fuerza parecía revolotear en todas las lenguas. Yo estaba intrigado. Y decidí venir hasta usted. Decidí ponerlo a prueba. —Ahasver hizo una pausa y sonrió—. Milord, puedo prometerle esto: usted será un emperador como los vampiros no han conocido otro. Y por eso le advierto. Si me he estado burlando de sus esperanzas es sólo para recor­darle que no puede escapar de su naturaleza. Imaginar otra cosa es torturarse a sí mismo. No confíe en la ciencia mor­tal, milord. Usted es una criatura más allá de lo que la cien­cia pueda explicar. ¿Espera de verdad que la ciencia pueda liberarlo de la sed? —Ahasver se echó a reír e hizo un gesto con la mano—. Si el abismo pudiera vomitar sus secretos... —Aguardó. Debajo de nosotros la sima estaba tan silencio­sa como antes. Ahasver volvió a reírse—. La verdad profun­da no tiene imagen, milord. Lo que yo sé, usted no puede saberlo. Así que conténtese con su inmortalidad.


Date: 2015-12-24; view: 610


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