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Capítulo III 5 page

 

»—Entonces déjame que lo vea —le pidió Petro al tiempo que bajaba una mano para descubrirle el cuello. De pronto Gorgiou enseñó los dientes, produciendo al ha­cerlo un sonido siseante, y levantó a su vez la mano hacia el cuello de su hijo; le hundió las uñas en la carne de la garganta y apretó con fuerza, de modo que Petro se aho­gaba.

 

»— ¡Gorgiou! —gritó su esposa abalanzándose entre éste y su hijo. Otros miembros de la familia, mujeres, ni­ños, entraron corriendo en la habitación y ayudaron a se­parar a Petro de su padre.

 

»Petro respiraba jadeante y miraba fijamente a su pa­dre; luego cogió a su madre por el brazo. »—Hay que hacerlo —le dijo. »— ¡No! —chilló su madre. »—Sabes que no tenemos otra elección. »— ¡Por favor, Petro, no! —La mujer se arrojó al suelo, llo­rando, y se abrazó a las rodillas de su hijo mientras Gorgiou empezaba a reírse entre dientes. Petro se volvió hacia mí. »— ¡Milord, por favor, váyase! »Bajé la cabeza.

 

»—Si hay algo que pueda hacer...

 

»—No, no, no hay nada que pueda hacer. Ya me ocu­paré de conseguirle las provisiones que ha pedido. Pero, por favor, milord, por favor, ya lo ve. Váyase.

 

»Asentí y comencé a avanzar hacia el exterior. Volví a montar en mi caballo y me quedé esperando. Sólo se oía un gemido apagado procedente del interior de la casa. Miré hacia dentro por la puerta. La madre de Petro esta­ba llorando en brazos de su hijo; Gorgiou estaba sentado, tan inmóvil como antes, con la mirada perdida en el vacío. Luego, de pronto, se puso en pie. Avanzó hacia la puerta, y mi caballo piafó y echó a correr sendero arriba hacia las puertas del castillo. Tiré de las riendas con esfuerzo y le obligué a dar la vuelta. Gorgiou bajaba por el camino, de vuelta hacia la aldea, convertido en una mera silueta en la creciente oscuridad. Vi salir a Petro, que se quedó parado en el camino mirando cómo su padre se alejaba. Echó a correr tras él; luego se detuvo y todo su cuerpo pareció desmoronarse. Lo miré mientras volvía a entrar en su casa lentamente.

 

»Me estremecí. Realmente se estaba haciendo tarde. No debería estar allí afuera con tanta oscuridad. Espoleé el caballo y cabalgué hasta franquear las puertas. Lenta­mente, éstas se cerraron a mi espalda. Oí que las asegura­ban con cerrojos. Me encontraba encerrado entre los mu­ros del castillo.

 

 

Capítulo V

 

 

A change carne o 'er the spirit of my dream.

The Wanderer was alone as heretofore,

the beings which surrounded him were gone,

or were at war with him; he was a mark

for blight and desolation, compass'd round



with Hatred and Contention; Pain was mix'd

in all which was served up to him, until,

like to the Pontic monarch of old days,

he fed on poisons, and they had no power,

but were a kind of nutriment; he lived

through that which had been death to many men,

and made him friends of mountains: with the stars

and the quick Spirits of the Universe

he held his dialogues; and they did teach

to him the magic of their mysteries;

to him the book of Night was open'd wide,

and voices from the deep ábyss reveal'd

a marvel and a secret.

 

Lord Byron, The Dream

 

Un cambio se produjo en el capítulo de mi sueño.

El Viajero estaba solo como hasta ahora,

los seres que lo rodeaban habían desaparecido

o estaban en guerra con él; era un buen blanco

para el infortunio y la desolación, rodeado

de Odio y Contien­da; había Dolor mezclado

en todo lo que se le servía, hasta que,

como el monarca póntico de la antigüedad,

se alimentó de ve­nenos, y éstos no hicieron efecto,

sino que fueron una especie de alimento; sobrevivió

a lo que había sido la muerte para mu­chos hombres,

y le hizo amigas las montañas: con las estrellas

y los rápidos Espíritus del Universo

mantuvo sus diálogos; y ellos le enseñaron

la magia de sus misterios;

para él el libro de la Noche estaba abierto de par en par,

y voces del abismo Profundo revelaron

una maravilla y un secreto.

 

Lord Byron, El sueño

 

—Estoy haciendo un gran esfuerzo, excelencia —le dije al pacha aquella noche—, por no sentirme prisionero aquí.

 

»El pacha clavó la mirada en mí, con los ojos muy abiertos, y empezó a sonreír lentamente.

 

»— ¿Prisionero, milord?

 

»— ¿Y mis criados...? ¿Dónde están? —El pacha se echó a reír. Había estado de un humor excelente durante toda la comida. En las mejillas mostraba incluso un deli­cado enrejado rojo de capilares. Extendió un brazo para cogerme la mano, y observé que el tacto de aquellos dedos era mucho menos frío que antes—. Excelencia —le repe­tí—, ¿y mis criados?

 

»El pacha movió la cabeza de un lado a otro.

 

»—Aquí no hacían falta. Así que los he despedido.

 

»—Ya comprendo. —Respiré profundamente—. ¿Y adonde los ha enviado?

 

»—A... ¿dónde va a reunirse usted con el señor Hobhouse? Ah, sí, a Missolonghi.

 

»— ¿Y podré encontrarlos allí?

 

»El pacha levantó las manos.

 

»— ¿Por qué no habría de ser así?

 

»Sonreí sin alegría.

 

»— ¿Y yo? ¿Cómo voy a arreglármelas?

 

»—Mi querido lord Byron —me dijo el pacha cogién­dome la otra mano; me miró a los ojos como si estuviera tratando de ganarse mi amistad—, está usted aquí como invitado mío. Todo lo que tengo es suyo. Créame, hay mu­chas cosas aquí que descubrir, muchas cosas que le pue­den ser reveladas. —Se inclinó hacia mí, con la boca lige­ramente abierta, y me besó suavemente en el cuello. Tuve la impresión de que la sangre se me desbocaba al sentir contacto de aquellos labios. El pacha me pasó los dedos por entre el cabello y luego volvió a reclinarse en los coji­nes del canapé que ocupaba. Hizo un gesto de desdén con la mano—. No se ponga nervioso por sus criados. He asig­nado a Yannakos para que le sirva.

 

»Eché una fugaz mirada al otro lado de la habitación. Yannakos, la criatura que me había llevado agua la noche anterior, estaba apoyado en la pared del fondo, completa­mente inmóvil excepto por ciertos movimientos espasmódicos del cuello, que se le ladeaba como sujeto a la cuer­da de un ahorcado.

 

»—Él no es... ¿cómo diría yo? —Miré de nuevo al pa­cha—. No es muy vivaz, ¿no?

 

»—Es un campesino.

 

»—Cuenta usted con otros como él, por lo que he po­dido ver. —El pacha inclinó la cabeza, sin comprometerse con una respuesta—. En el gran salón —continué dicien­do— todos se parecían a Yannakos. Estúpidos, en cierta manera, como si la muerte se les reflejara detrás de los ojos.

 

»El pacha se echó a reír ligeramente.

 

»—No quiero filósofos fregando el suelo. Así nunca se haría nada. —Volvió a reírse de nuevo y luego permaneció sentado en silencio; me observó con los ojos entornados—. Tiene usted que decirme, milord, qué le pareció el salón.

 

»—Me pareció asombroso. Asombroso... y escalofriante.

 

»—Fui yo quien lo hizo construir, ¿sabe?

 

»Lo miré con sorpresa.

 

»— ¿De veras? —Hice una pausa—. ¡Qué extraño! Me dio la impresión de que era mucho más antiguo.

 

»El pacha no dijo nada, y sus ojos parecieron conver­tirse en vidrio.

 

»— ¿Ha visto el resto del castillo? —me preguntó final­mente—. ¿Ha visto el laberinto? —Asentí con la cabeza—. Eso es verdaderamente antiguo, milord. Lo hice reparar, pero sus cimientos datan de mucho tiempo antes de mi época. Habrá oído usted hablar de Tanatópolis, quizá. La Ciudad de los Muertos. ¿Le dice algo? —Fruncí el entre­cejo e hice un movimiento de negación con la cabeza—.

 

No me sorprende —dijo el pacha—. Prácticamente no he encontrado ninguna referencia a ella en las fuentes anti­guas que he consultado, aunque de su existencia... bien... usted ha visto las pruebas por sí mismo. Se creía que esta montaña era la entrada al mundo subterráneo, y por eso se construyó aquí un templo en honor a Hades, el Señor de los Muertos. El laberinto conducía al recinto sagrado, para simbolizar en piedra, supongo, los misterios de la muerte.

 

«Permanecí sentado en silencio.

 

»—Qué fascinante —dije finalmente—. Nunca había oído hablar de un templo dedicado a la muerte.

 

»—No. —El pacha entornó los ojos y observó el res­plandor de la llama de las velas—. Quedó abandonado y olvidado, ¿comprende? Y luego se edificó aquí una ciudad bizantina, y más tarde una fortaleza veneciana. Ya se ha­brá fijado usted en la variedad de estilos arquitectónicos que contiene este castillo. Sin embargo, ningún asenta­miento duró más de una generación, a lo sumo. —El pa­cha esbozó una sonrisa—. Es extraño que ambas cosas ha­yan desaparecido tan pronto.

 

»— ¿Qué les ocurrió?

 

»—Nadie lo sabe con certeza.

 

»— ¿Usted no tiene alguna teoría?

 

»El pacha se encogió de hombros. Volvió a mirar la lla­ma de la vela.

 

»—Circulan algunas historias —dijo al cabo de un rato—. Hasta el momento, en esas mismas fuentes anti­guas que le acabo de mencionar, sólo hay una leyenda, al menos que yo haya podido encontrar. Y en ese relato se dice que los condenados regresaron del Hades y se apode­raron del templo; lo querían para ellos. Lo que resulta ex­traño es que los campesinos de hoy día tengan un cuento popular que es muy parecido. Dicen que este lugar está habitado por los muertos. Todo aquel que construya aquí, todo aquel que viva aquí, deberá ir pronto a engrosar las filas de los condenados. Hablan de demonios; de hecho, creo que usted mismo ya mencionó la palabra en Yanina: hablan de los vardoulacha.

 

»Sonreí débilmente.

 

»—Divertido.

 

»—Sí, ¿no es cierto? —El pacha enseñó los dientes al esbozar una sonrisa—. Y sin embargo...

 

»— ¿Sin embargo?

 

»—Sin embargo... es cierto que esos asentamientos se desmoronaron.

 

»—Sí —convine yo sonriendo—, pero debe de haber al­gún motivo más verosímil para ello que el hecho de que todos los colonos se convirtieran en demonios. —Mi son­risa se hizo más amplia—. ¿No cree, excelencia?

 

»Al principio el pacha no me respondió.

 

»—El castillo —dijo al cabo de un rato sin dejar de mi­rar hacia las sombras— es mucho más extenso de lo que usted podría llegar a imaginar.

 

»—Sí —asentí—. He visto una muestra de su tamaño.

 

»—Incluso así, no puede usted hacerse una idea. En las profundidades, en las que ni siquiera yo mismo he podido penetrar apenas, hay kilómetros de piedra sin ninguna ilu­minación, y lo que habita en esa oscuridad... bueno, no me gustaría hablar de ello. —El pacha se inclinó hacia mí y de nuevo me apretó la mano—. Pero existen rumores, parece que hay atisbos de cosas oscuras. ¿Puede usted creer eso, milord?

 

»—Sí, excelencia... sí, puedo creerlo.

 

»— ¡Ah! —exclamó el pacha levantando una ceja.

 

»—En el laberinto... no estoy seguro, pero me pareció captar un atisbo de algo.

 

»El pacha sonrió.

 

»— ¿De un vardoulacha?

 

»—No me gustaría decirlo así.

 

»— ¿Cómo era?

 

»Miré fijamente al pacha a los ojos y luego dirigí una rápida mirada a Yannakos.

 

»—Era muy parecido a él, excelencia. —El pacha me apretó más la mano, y su rostro, observé, pareció ponerse pálido de nuevo—. Antes mencionamos a los esclavos que friegan en el salón. También es muy parecido a ellos.

 

»El pacha me soltó la mano. Me miró fijamente, acariciándose la barba, y una sonrisa, como una flor lívida, le asomó lentamente a la palidez de los labios.

 

»—Qué imaginación tiene usted, milord —me dijo en un susurro.

 

«Incliné la cabeza a un lado.

 

»—He visto tantas cosas aquí, que en verdad tendría que ser muy lerdo para no preguntarme un poco acerca de ellas.

 

»— ¿Ah, sí? —La sonrisa del pacha volvió a desvane­cerse. Echó una ojeada al reloj que había a su lado, enci­ma de una mesita baja—. Me parece que ya es hora de que nos retiremos a dormir. »No me moví.

 

»—Excelencia —le pregunté—, en el gran salón vi un templete. De estilo árabe. ¿Lo construyó usted? »El pacha me miró fijamente. Me indicó el reloj. »—Milord —dijo.

 

»— ¿Por qué lo hizo construir? ¿Y de un modo tan blas­femo, con la cabeza de una mujer sobre la entrada?

 

»Una expresión de ira cruzó por el rostro del pacha. »—Ya le he dicho, milord, que no me someto a las mezquinas leyes de ninguna religión. »—Entonces, ¿por qué lo construyó? »—Si tengo que decírselo... —El pacha se interrumpió, pero luego añadió en un siseo—. Lo construí para marcar el punto más sagrado del antiguo templo del mundo sub­terráneo. El lugar que los antiguos creían que era la en­trada al Hades. Construí ese templete por respeto... hacia el pasado y hacia los muertos.

 

»— ¿De manera que Hades es, en su opinión, un dios más grande que Alá?

 

»—Oh, sí —contestó el pacha riendo suavemente—. Desde luego que sí.

 

»—Hay escaleras dentro del templete. —El pacha asin­tió—. Me gustaría ver qué hay al final de ellas.

 

»—Me temo, milord, que eso sea imposible. Olvida que el mundo subterráneo sólo es para los muertos.

 

»— ¿Ha entrado usted en él, excelencia?

 

»La sonrisa del pacha fue tan fría como el hielo.

 

»—Buenas noches, milord.

 

»Hice una inclinación de cabeza.

 

»—Buenas noches, excelencia —repuse; y me di la vuel­ta para dirigirme a la escalera que conducía hasta mi ha­bitación. Inmediatamente Yannakos echó a andar detrás de mí arrastrando los pies. Me di la vuelta de nuevo—. Me estaba preguntando por su esclava Haidée. ¿Dónde se en­cuentra esta noche? —El pacha clavó en mí la mirada—. Se lo pregunto sólo porque he notado que no nos ha esta­do sirviendo esta noche —continué diciendo—. Temo que quizá no se encuentre bien.

 

»—Tenía algo de fiebre —dijo finalmente el pacha.

 

»—Nada serio, espero.

 

»—En absoluto. —Sus ojos parecían echar llamas—. Buenas noches, milord.

 

»—Buenas noches.

 

»Subí al dormitorio. Yannakos me siguió. Cerré la puerta con llave, por supuesto, pero sabía que él se que­daría fuera montando guardia, esperando. Me acosté dis­puesto a dormir y entonces palpé algo debajo de la almo­hada. Metí la mano y me encontré con el crucifijo de Hai­dée. Había una nota sujeta al crucifijo: «Queridísimo Byron, conserva esto junto a ti. Estoy bien. Sé valiente, pase lo que pase.» Estaba firmada Eleuteria. Libertad. Sonreí y encendí una vela. Me detuve... y luego encendí to­das las velas que fui capaz de encontrar. Las coloqué alre­dedor de mi cama, de manera que formaban una pared de luz, y luego quemé la nota en una de las llamas. Me que­dé contemplando cómo se convertía en ceniza. Mientras lo hacía se me empezaron a cerrar los párpados. Sentí un terrible cansancio. Antes de darme cuenta me había que­dado dormido.

 

»El pacha vino a mí en mis sueños. Yo no podía mo­verme, no podía respirar; no se oía otro sonido más que el ritmo de la sangre en mis oídos. El pacha se encontraba encima de mí, aquel aborrecible ser de las tinieblas, pesa­do y dotado de garras similares a las de un ave de presa. Pero mientras se alimentaba de mí bebiendo de mi pecho, sus labios, gruesos y llenos de sangre, tenían la suavidad de las sanguijuelas. Hice un esfuerzo por abrir los ojos; había creído que los tenía ya abiertos, pero no podía cap­tar ni un indicio de las llamas de las velas, no había nada más que oscuridad, y ésta me estaba sofocando. Levanté la mirada y me pareció distinguir la cara del pacha. Éste me sonrió con una pálida y débil sonrisa de deseo, pero luego, cuando le miré a los ojos, vi que no había nada en las cuencas, que éstas sólo eran pozos de vacío. Me dio la impresión de estar cayendo en ellos. La oscuridad era eterna y lo era todo. Grité, pero no produje sonido alguno, y luego también yo entré a formar parte de la oscuridad. No había nada más.

 

«Permanecí en estado febril durante todo el día si­guiente. Salía y entraba en la inconsciencia, de manera que nunca supe con seguridad qué era real y qué no lo era. Te­nía la impresión de ver al pacha aparecer junto a mi cama. Sostenía en las manos el crucifijo y se reía de mí.

 

»—Pero, milord... ¡no me decepcione! Si siento despre­cio por mi propia religión, ¿cómo quiere que tenga respe­to por la suya?

 

»—Usted cree en el mundo de los espíritus, ¿no es así? —El pacha sonrió y se volvió, dándome la espalda. Alar­gué una mano para retenerlo—. Usted cree en eso, ¿no es cierto? —le pregunté de nuevo—. Cree que en este castillo los pasillos están habitados por los muertos.

 

»—Eso es un asunto completamente diferente —res­pondió el pacha con voz tranquila girándose de nuevo ha­cia mí.

 

»— ¿Por qué? —Ahora yo estaba sudando profusamen­te. El pacha se sentó a mi lado y comenzó a acariciarme el brazo. Lo retiré con rapidez—. No lo comprendo —le dije—. Anoche... anoche me visitó un espíritu. Usted ya lo sabía, ¿verdad? ¿O cree que sólo estoy delirando? —El pa­cha sonrió y no dijo nada; tenía los ojos como agua pla­teada—. ¿Cómo pueden existir esas cosas —le pregunté— si no existe Dios? Por favor, dígamelo; estoy fascinado, quiero saberlo. ¿Cómo puede ser?

 

»El pacha se puso en pie.

 

»—Yo no afirmo que Dios no exista —dijo. El rostro pareció oscurecérsele súbitamente con un frunce de melanco­lía y altiva desesperación—. Puede que exista un dios, milord, pero si es así, nosotros no le interesamos. Escuche: he pasado por verdaderos horrores y me he familiarizado con la Eternidad. He sondeado los interminables dominios del espacio e infinidad de interminables eras; he pasado largas noches sumido en ciencias extrañas y he medido los secre­tos tanto de los espíritus como del hombre. Mundo por mundo, estrella por estrella, universo por universo, he esta­do buscando a Dios. —Hizo una pausa y chascó los dedos ante mi rostro—. Pero no he conseguido encontrar nada, milord. Estamos solos, usted y yo. —Hice ademán de ir a decir algo, pero me lo impidió bruscamente con un gesto de la mano. Se inclinó a mi lado y noté que sus labios me ro­zaban la mejilla—. Si quiere compartir mi sabiduría —me susurró suavemente al oído—, no le quedará otro remedio que zambullirse, como he hecho yo, en las cavernas de la muerte. —Sentí que volvía a besarme—. El dolor es sabi­duría, milord —dijo en un susurro; y su aliento me rozó la piel tan suavemente como la brisa—. Sólo tiene que recor­dar esto: el Árbol de la Ciencia no es el de la Vida.

 

»Y me acarició los labios con los suyos, de manera que sus palabras fueron como un beso.

 

»Se marchó, y volví a sumergirme en aquella ciénaga que eran mis sueños. El tiempo no significaba nada para mí, y las horas, incluso los días, pasaron en medio de una bruma febril. Pero Yannakos siempre estaba allí, y cada vez que yo recuperaba el conocimiento veía aquellos fríos ojos que me miraban. Empecé a mejorar. Vi, con horror, que una leve herida me cruzaba el pecho; a veces intenta­ba levantarme, quería buscar a Haidée, enfrentarme al pa­cha, pero Yannakos se interponía entre la puerta y yo, y todavía me encontraba demasiado débil para pensar si­quiera en desafiarlo. En cierta ocasión casi logré traspasar su vigilancia, pero finalmente me sujetó con fuerza con sus manos, tan frías y tan muertas que no pude evitar que un escalofrío de fiebre recorriera mi cuerpo. Regresé casi a rastras hasta el canapé; el cansancio me obligaba a cerrar los párpados otra vez; me quedé dormido casi antes de llegar a las mantas.

 

»En mi sueño, me encontraba en la torre del pacha. Éste no hablaba, pero me llevó hasta el telescopio. Miré por él: vi estrellas y galaxias que giraban adentrándose en la eternidad, y luego me pareció como si nosotros estuviése­mos caminando por el espacio, una oscura e interminable inmensidad de aire. El pacha sonrió y me señaló hacia un punto. Miré hacia allí; detrás de nosotros había un peque­ño punto azul, y mientras avanzábamos como rayos del sol el punto se iba haciendo cada vez más diminuto al tiempo que un halo de luz se iba formando a su alrededor, de ma­nera que se parecía bastante a todas las demás estrellas. Luego desapareció, y todo lo que quedó de él fue solamen­te una masa de innumerables luces. Qué pequeño es nues­tro mundo, pensé aturdido y embriagado. Avanzamos ve­lozmente a través del espacio, a través de un universo sin fin y en expansión, y sentí que me dolía el alma al ver lo hermoso que era y lo inimaginable. El pacha se volvió ha­cia mí. Su cabello blanco estaba coronado por el resplandor de incontables estrellas; sonrió. Sentí que sus dedos roza­ban los míos, y luego aquel contacto desapareció.

 

»De pronto me encontré en la oscuridad. El aire que me rodeaba era espeso y fétido. Yacía de espaldas. Me es­forcé por levantarme; sólo distinguía ante mí un arco, y veía el techo abovedado sobre mi cabeza. Me encontraba en el laberinto; traté de ponerme en pie, pero el techo era demasiado bajo, así que me puse a andar a gatas hasta que el peso de una piedra me aplastó. Sentí que algo me rozaba un costado y, por primera vez, comprendí que es­taba desnudo. Unos dedos me sujetaban el brazo; volví la cabeza y vi a Yannakos. Tenía los labios tan blancos que parecían gusanos. Intenté quitármelo de encima, pero él empezó a alimentarse de mí. Luego sentí que otros labios se posaban sobre mi piel; era como si me encontrase em­paredado en el pozo de los muertos, rodeado sólo de ca­dáveres, delante y detrás de mí, que me bloqueaban la res­piración. Y durante todo el tiempo los labios de aquellas criaturas se estaban alimentando, con el avaricioso placer de los gusanos que moran en las tumbas, de un ser vivo, y aquellos labios estaban blandos, fríos y humedecidos con mi sangre. Intenté moverme, pero el peso resultaba dema­siado asfixiante. Quise gritar; la lengua de una de aquellas criaturas se retorció dentro de mi boca. Recé pidiendo la muerte; y mientras los horrores comenzaban a desvane­cerse, casi llegué a pensar que se me había ofrecido la muerte.

 

»Al despertar me sentía muy débil, y cuando observé mi cuerpo vi que tenía magulladuras por todas partes. Aunque me sentía curado de la fiebre, y cuando abrí la puerta de mi dormitorio comprobé que Yannakos ya no me interceptaba el camino. Me siguió, desde luego; comí, servido por la anciana sirvienta, leí y de vez en cuando pergeñé algún verso. No me acerqué al laberinto y no vi al pacha ni a Haidée. En una ocasión traté de ensillar un ca­ballo, pero Yannakos, al ver lo que yo iba a hacer, empezó a estrangularme para expresarme con toda claridad su opinión acerca de mis intenciones. Me aparté del caballo dando tumbos; Yannakos aflojó la presión; de pronto me di la vuelta y le pegué un puñetazo con todas mis fuerzas. Había boxeado para Harrow; Yannakos se tambaleó y es­tuvo a punto de caerse. A punto... pero no llegó a hacerlo. En cambio arremetió de nuevo contra mí; cogí un par de espuelas y le crucé con ellas la garganta. Horrorizado, constaté que la herida no le había causado el menor efec­to; únicamente conseguí manchar mi mejor camisa con la sangre de aquella criatura. Durante todo aquel día me sen­tí desesperado. ¿Cómo podría escapar de aquella cosa, de algo a lo que era imposible matar? Aquella noche lo vi en mi balcón mirando fijamente a la luna; se volvió hacia mí y vi que tenía la garganta completamente curada. Me es­tremecí, y, a mi vez, miré fugazmente hacia la luna. En aquellos momentos tenía forma de arco, y me pregunté si Haidée también la estaría viendo. Se acercaba el momen­to en que habíamos acordado emprender la huida. Pero, ¿estaría viva? ¿Estaría yo vivo mucho tiempo más?

 

»Cada noche experimentaba la misma somnolencia, y cada noche mis intentos de resistirme a ella eran vanos. El pacha me mostraba maravillas extrañas —la historia de la tierra, o los eones del espacio, que parecían pasar ante mis ojos—, pero luego volvía a encontrarme abandonado en la oscuridad del laberinto, y me despertaba con magu­lladuras en la piel. No obstante, al ir menguando la luna también notaba que mis magulladuras disminuían, y me preguntaba qué sería lo que Haidée sabía, pues me había advertido que había que escapar bajo un cielo sin luna. Fi­nalmente no quedó de la luna más que una ranura de luz; y aquella noche, mientras yo dormía, el pacha no se me apareció en su torre. En cambio soñé que me encontraba solo; por encima de mí se alzaba la bóveda del colosal sa­lón; ante mí el templete, con los peldaños que bajaban ha­cia la oscuridad. Todo se encontraba en silencio; no oía voces en el interior de mi cabeza que me susurraran pala­bras acerca de la inmortalidad, pero comprendí que el pa­cha me estaba convocando, que tenía que reunirme con él en aquel lugar que se encontraba al final de los escalones. Di un paso hacia adelante; nada se movió. La sensación de calma se hizo más profunda y comprendí que me encon­traba cerca de algún gran secreto, de alguna clave, quizá, para los misterios de la vida; sí, pensé, y quizá también de los de la muerte. Porque, ¿ciertamente estaba entrando en las profundidades de las que el pacha me había hablado, de las cuales surgía el Árbol de la Ciencia y el fruto prohi­bido? Empecé a apresurarme; había una puerta, que esta­ba abierta de par en par, al final de la escalera. ¡Cogería la manzana y comería su carne!


Date: 2015-12-24; view: 552


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