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Capítulo III 6 page

 

»—Byron. Byron mío. —Me desperté—. ¡Byron mío! —Ahora abrí los ojos.

 

»—Haidée.

 

»Me incorporé para besarla. Me abrazó con fuerza y luego se puso en pie. Estaba más hermosa que nunca, pero muy pálida, mortalmente pálida.

 

»—Tengo que volver junto a él —me dijo en un susu­rro—, pero mañana... mañana nos iremos.

 

»— ¿Has estado...? ¿Te encuentras bien?

 

»—Sí. —Me dedicó una sonrisa y luego volvió a besarme con urgencia—. Las provisiones —me preguntó sin de­jar de besarme—, ¿están preparadas?

 

»—Las tiene tu hermano.

 

»—Mañana por la mañana tiene que comunicarle que partimos a mediodía.

 

»—Haré todo lo que esté en mi mano —le dije—; pero hay un problema... un pequeño obstáculo. —Hice una pausa y la miré fijamente con súbita sorpresa—. Has lo­grado entrar a pesar de Yannakos —le comenté.

 

»Haidée echó una fugaz mirada a la puerta.

 

»—Sí —respondió. Se agachó y cogió el crucifijo—. Má­telo —me dijo sin emoción al tiempo que me lo entregaba.

 

»Cogí la cruz.

 

»—Ya lo he intentado. Pero al parecer es capaz de so­brevivir a cualquier herida que pueda infligirle.

 

»—En el corazón —me susurró Haidée. Se acercó a la puerta—. Yannakos —lo llamó suavemente—. Yannakos.

 

»Como un oso tambaleante, la criatura respondió a la llamada. Haidée se puso a cantarle mientras le acariciaba las mejillas y le miraba dulcemente a los ojos. Una débil expresión de perplejidad nubló el vacío existente en la mi­rada de la criatura. Una única lágrima rodó por la mejilla de Haidée y cayó sobre la mano de Yannakos. Éste miró aquella lágrima. Luego volvió a levantar la mirada hacia Haidée e intentó sonreír, pero era como si los músculos se le hubieran atrofiado. Haidée me hizo una seña inclinan­do la cabeza; dio un beso a la criatura en cada mejilla y en ese momento yo le clavé profundamente el crucifijo en el corazón.

 

»Yannakos gritó, un sonido terrible y de otro mundo, mientras un chorro de sangre rociaba el balcón. Cayó al suelo, y allí, ante nuestros ojos, empezó a descomponerse; la carne se encogía, retirándose de los huesos y de los músculos, y los intestinos se le derritieron formando una sopa nauseabunda. Lo miré, revuelto y asqueado.

 

»—Venga —me dijo Haidée en voz baja—, tírelo al río.

 

«Conteniendo la respiración, envolví el cadáver en un tapiz; luego le arrojé por el balcón al río Aheron. Me vol­ví de nuevo hacia Haidée.



 

»— ¿Qué era? —le pregunté—. ¿Quién era?

 

»Ella me miró.

 

»—Era mi hermano —dijo por fin.

 

»La miré, horrorizado.

 

»—Lo siento. Lo siento muchísimo.

 

»La tomé en mis brazos. Sentí que un único estreme­cimiento le sacudía el cuerpo; luego miró hacia mí y co­menzó a caminar hacia la puerta.

 

»—Tengo que irme —dijo con voz distante.

 

»— ¿Dónde nos veremos mañana? —le pregunté.

 

»—En la aldea... ¿conoce las ruinas de la vieja iglesia?

 

»— ¿La gran basílica...? Sí.

 

»—Nos encontraremos allí. Haga que nos envíen allí las provisiones, me reuniré con usted a mediodía. Debe­mos escapar a la luz del día. —Se llevó una de mis manos a los labios—. Y luego, mi queridísimo Byron, debemos rezar a la libertad y esperar que ella nos sonría.

 

»Volvió a besarme la mano; luego dio media vuelta y, antes de que yo pudiera sujetarla, ya había desaparecido de mi vista. No la seguí; no me parecía que hubiese nada que yo pudiera decir o hacer para ayudarla. En cambio volví a salir al balcón. Todo el cansancio que tenía mo­mentos antes había desaparecido. Por encima de las mon­tañas orientales los primeros tonos rosados del alba em­pezaban a acariciar las nubes.

 

»En cuanto se hizo de día me deslicé hasta los establos y luego bajé por el camino. Las tres puertas estaban abier­tas y nadie trató de detenerme; llegué a la aldea sin que na­die me viera. Até el caballo a la puerta de la casa de Gorgiou, entré en ella y llamé a Petro. Un niño me observó de­tenidamente desde un rincón de la habitación. Tenía la cara demacrada y estaba pálido a causa del hambre; le ofrecí una moneda, pero él no se movió, ni siquiera parpadeó.

 

»— ¿Está tu padre en casa? —le pregunté. Hice saltar la moneda en mi mano, arriba y abajo, y de pronto el niño cruzó la habitación como un rayo y me la arrebató de la mano. Al coger la moneda me arañó con una de sus uñas; se detuvo en seco mientras un diminuto chorro de sangre brotaba del arañazo, sangre que lamí con la lengua—. ¿Y tu padre? —volví a preguntarle. El niño continuó mirán­dome fijamente e intentó cogerme la mano; le di un lige­ro cachete en la cabeza, y creí que iba a morderme a modo de respuesta. Pero entonces entró Petro; le gritó algo al niño, y éste se refugió en las sombras de otra ha­bitación.

 

»Petro miró al niño mientras éste salía y luego se vol­vió hacia mí.

 

»— ¿Milord? —preguntó. Tenía la voz rara, casi distan­te, pero los ojos le brillaban como siempre. Le comuniqué lo que había ido a decirle. Petro asintió y prometió que todo estaría dispuesto.

 

»— ¿En la vieja basílica? —le pregunté para asegurarme.

 

»Petro volvió a asentir.

 

»—En la vieja basílica. En el rincón del fondo, el que se encuentra junto a la torre en ruinas. —Le agradecí sus esfuerzos; Petro me hizo una inclinación de cabeza con una rigidez que yo no recordaba de antes. Le pregunté si su padre se encontraba bien. Petro asintió—. Muy bien —masculló. Me di cuenta de que deseaba que lo dejase en paz.

 

»—Me alegro —dije mientras salía de espaldas por la puerta—. Por favor, salúdalo de mi parte.

 

»Petro asintió de nuevo, pero no dijo nada más. Mon­té en mi caballo y seguí cabalgando sendero abajo. Petro me estuvo observando mientras me alejaba, casi podía sentir sus ojos fijos en mi espalda.

 

«Recordé, y en realidad en aquel momento lo com­prendí por primera vez, que Yannakos había sido su her­mano. ¿Sabría Petro la verdad? Yo confiaba en que no. ¿Qué podría haber más terrible, pensé, que ver a tu propia carne y a tu propia sangre transformadas en semejante cosa? Era mucho mejor creer que estaba muerto. Pero Haidée sí lo sabía... Haidée había vivido día a día junto a aquella criatura, y ella era mujer, griega y esclava. Sí, pen­sé, la llama de la libertad brilla con más fuerza entre los muros de una mazmorra; y el espíritu se remonta hasta lo más alto, sin cadenas, a pesar del peso de las mismas. Yo iba a rezarle a la libertad, como Haidée me había dicho que hiciera, pero el rostro de esa diosa sería el de la pro­pia Haidée.

 

»Bajé cabalgando por el camino de la montaña para cerciorarme de que no hubiera ningún obstáculo en nues­tra huida. Todo parecía estar despejado; delante de mí, a lo lejos, se veía un penacho de nube negra, pero, por lo de­más, el cielo estaba azul y luminoso. Miré fugazmente al sol. Estaba muy alto: debía de ser ya mediodía, pensé. Volví cabalgando hasta la aldea y entré en la basílica. Al pasar por la entrada principal vi que no había en ella más que un vacío armazón; los cascos de mi caballo encontra­ron eco entre las ruinas. Vi la torre inmediatamente; esta­ba quince o veinte pasos más allá de una desnuda exten­sión de escombros y hierbas, donde en otro tiempo se ha­bía alzado el altar. No había nadie. Saqué el reloj: aún no eran las doce. Me puse a esperar a la sombra de la torre, pero no venía nadie, y el silencio parecía reverberar como el calor ante mis ojos.

 

»— ¡Maldita sea! —exclamé—. Ni siquiera han traído las provisiones.

 

»Volví a montar en la silla del caballo y cabalgué hacia la casa de Petro. Llamé a la puerta repetidamente. No ob­tuve respuesta. Entré y llamé a Petro en voz alta, pero seguí sin tener respuesta. Miré a mí alrededor, lleno de desespe­ración. ¿Habría descubierto nuestros planes el pacha? ¿Ha­bría apresado a Petro y a toda su familia? Fuera, atado a un poste, encontré un caballo, un hermoso animal que Petro sólo podría haber comprado con mi oro. Lo desaté y me lo llevé conmigo a la torre de la basílica. Allí volví a atarlo a la sombra de la escalera y luego saqué el reloj. Eran casi las dos. Monté rápidamente en mi caballo y galopé todo lo ve­loz que pude por el camino que llevaba al castillo.

 

»De nuevo el camino estaba desierto. No se movía ni un alma, el calor era ya insoportable y flotaba, denso, so­bre las blancas rocas de la ladera de la montaña. Antes de pasar por la puerta del castillo eché un vistazo hacia atrás; el horizonte tenía nubarrones de un profundo color púr­pura, y a lo largo de los márgenes de la tormenta que se avecinaba se veía el brillo de la electricidad. Tendríamos que apresurarnos, pensé. La oscuridad, como un depreda­dor al acecho, se alzaba lentamente para tragarse el sol.

 

»Corrí por interminables pasillos vacíos.

 

»— ¡Haidée! —gritaba—. ¡Haidée!

 

»Pero sabía, mientras la llamaba, que no obtendría res­puesta; y cada nueva habitación, cada pasillo, estaba tan vacío como el anterior. Me encontraba en el laberinto.

 

»Me detuve para comprobar mi pistola y luego conti­nué corriendo, llamándola como antes, mientras notaba que la desesperación me atenazaba la garganta juntamen­te con el miedo, aquel miedo tan familiar que me entu­mecía y que parecía criarse en el aire del laberinto y ago­tar a todo aquel que se atreviera a penetrar en él. Pero esta vez no vi nada entre las sombras, ningún destello de mo­vimiento, como había visto en la ocasión anterior. Me en­contré junto a los mosaicos de la diablesa y el niño pare­cido a Cristo; intenté no mirarla y seguí adelante, trope­zando; luego pasé bajo la marquesina y penetré en el salón. Me detuve de nuevo y miré a mí alrededor. Por en­cima de mí se alzaba la bóveda; los pilares y los colosales muros de aquella mazmorra me rodeaban. Miré la escale­ra; estaba desierta. Miré el suelo de piedra; también esta­ba vacío, sin aquellas figuras encorvadas que había tenido ocasión de ver la otra vez que había estado allí.

 

»— ¡Haidée! —volví a gritar—. ¡Haidée!

 

«Contemplé desesperado la pirámide de fuego, acom­pañando con los ojos las llamas hasta la cima. Luego mis hombros se derrumbaron; bajé los ojos. Me quedé miran­do el templete que se alzaba en el centro del salón.

 

»Lenta y deliberadamente, amartillé la pistola; volví a mirar a mi alrededor; con paso comedido, caminé hacia la entrada. Penetré en el templete y me quedé esperando. Pero nada ocurrió, allí no había ninguna criatura, nadie que me impidiera bajar por los escalones. Me quedé mi­rando lo que tenía delante; igual que en la ocasión ante­rior, los escalones se perdían en las tinieblas. Empecé a descender, y a cada paso que daba apretaba con más fuer­za la pistola, cada vez con más fuerza. La oscuridad pare­cía tan densa como el rancio y muerto aire; me detuve para ver si mis ojos podían acostumbrarse a ella, pero al final no tuve más remedio que seguir avanzando a tientas. «El mundo subterráneo, milord, es sólo para los muertos.» Las palabras del pacha parecían elevarse y resonar en mis oídos. En aquel preciso momento palpé algo delante de mí. Levanté la pistola; luego respiré profundamente y vol­ví a bajarla. Me encontraba junto a una puerta; busqué a tientas el picaporte y la abrí. Al otro lado la escalera con­tinuaba siendo tortuosa; pero ahora estaba iluminada con una luz tenue que lanzaba destellos de color rojo rubí, y en las paredes vi frescos de estilo árabe. Las pinturas pa­recían ilustrar la historia de Adán y Eva; pero Eva se en­contraba situada a un lado, pálida y blanca, como desan­grada, mientras que Adán se encontraba en brazos de otra mujer, y ésta se estaba alimentando de él; y vi que su ros­tro era el mismo de la mujer que había sobre la entrada del templete. Seguí caminando; el parpadeo de las som­bras sobre la piedra iba aumentando y el color se iba ha­ciendo de un rojo más profundo, así que me pregunté si los antiguos habrían estado en lo cierto y me encontraba realmente en los escalones que conducían al Infierno. En­tonces vi que éstos acababan y que más allá parecía haber una cámara de piedra; comprendí que, tan profundo en las entrañas de la tierra, aquello solamente podía ser una sepultura. Levanté la pistola, dispuesto a disparar; luego franqueé la entrada y entré en la cripta.

 

Lord Byron hizo una pausa. Rebecca, que llevaba mu­cho tiempo sentada en silencio, se sentía reacia a hablar, a animarle a que continuase. Así que permaneció inmóvil observando al vampiro, que parecía mirar fijamente, no a ella, sino a lo que fuera aquello que había encontrado tan­tos años antes en aquella cámara de piedra. Se acariciaba el mentón con la punta de los dedos y tenía el rostro sin expresión alguna; pero en sus ojos parecía brillar una mis­teriosa sonrisa.

 

—Había llamas —dijo finalmente—. Llamas que salían de una grieta situada en el extremo más alejado de la es­tancia, y delante de las llamas se alzaba un antiguo altar lleno de inscripciones referidas a Hades, el Señor de la Muerte. Haidée se encontraba junto al altar. Yacía de es­paldas, encantadora y afligida, con los velos rasgados y la túnica arrancada, lo que dejaba al descubierto sus senos; y el pacha se estaba alimentando de ellos, como el niño que succiona la leche de su madre. A veces daba la im­presión de detenerse, y entonces acariciaba el pecho de la muchacha con las mejillas y los labios; me di cuenta de que jugueteaba con el flujo de la sangre que corría por ellos. Haidée se removía y gemía, pero no podía levantar­se porque el pacha le sujetaba las muñecas con sus bra­zos, y ella estaba débil, muy débil. No obstante, llamaba la atención la ternura con que bebía de ella el pacha; de nue­vo le acarició el pecho con la mejilla y le tiñó el pezón de rojo con la sangre que tenía en la lengua. De pronto Hai­dée emitió un grito sofocado y rasgó el aire con los dedos; apretó las piernas alrededor de las del pacha. Sentí un es­tremecimiento. Con brazo firme levanté la pistola; di un paso adelante y coloqué la pistola en la cabeza del pacha.

 

»El pacha se giró ligeramente para mirarme. Tenía en los ojos un brillo plateado; las mejillas estaban gordas y repletas, e hilos de baba sanguinolenta le colgaban de los labios y del bigote. Sonrió, dejando al descubierto al ha­cerlo unos dientes blancos y afilados; me miró, y pensé que iba a lanzarse a mi garganta. Pero cuando presioné con la pistola contra una de las sienes, se tambaleó y cayó como una garrapata abotagada a la que se arranca de su anfitrión. Entonces me di cuenta de que aquella compa­ración no era ni más ni menos que la estricta verdad. El pacha quedó tumbado de lado, rollizo, hinchado, ahíto de sangre; y cuando trató de levantarse sólo pudo apoyar la cabeza en la base del altar. Era como si estuviera borra­cho, constaté, tan embriagado que apenas si podía mo­verse.

 

»—Mátelo —me susurró suavemente Haidée. Se había puesto en pie, pero tenía que apoyarse en un brazo—. Má­telo —repitió—. Dispárele al corazón.

 

»El pacha se echó a reír.

 

»— ¿Matarme? —dijo con desdén. Pero aquella voz sonó extraordinariamente bella en mis oídos, e incluso Haidée pareció quedar hechizada por ella. Entonces la muchacha avanzó hacia las sombras y vi que cogía una es­pada. Debía de haberla dejado allí con anterioridad, dis­puesta para cuando se presentase una oportunidad como aquélla.

 

»—Una bala llega más profundo —le dije—. Por favor, Haidée, suelta la espada.

 

»El pacha volvió a reírse.

 

»— ¿Ves, mi linda esclava? Tu deslumbrante libertador nunca me matará: está demasiado ansioso por saber todo aquello que yo puedo revelarle.

 

»—Mátelo —repitió Haidée. De pronto se puso a gri­tar—. ¡Mátelo ya!

 

»Mi mano seguía tan firme sobre la pistola como antes.

 

»—La basílica —le dije en un susurro—, en la torre en ruinas... Espérame allí.

 

»Haidée me miró fijamente.

 

»—No caiga en la tentación. —Levantó una mano para acariciarme y luego me susurró al oído—: No me traicione, Byron, o se condenará en el Infierno. —Se dio la vuelta y se dirigió a la escalera—. Nos veremos en la torre en rui­nas —añadió; y luego se marchó.

 

»El pacha y yo nos quedamos a solas. Avancé hacia él.

 

»—Voy a matarle —le dije sin dejar de apuntarle al co­razón con la pistola—. No se engañe, excelencia, pensan­do que no lo haré.

 

»El pacha sonrió perezosamente.

 

»— ¿Engañarme?

 

»Lo miré fijamente y mi mano empezó a temblar. La sujeté hasta mantenerla firme de nuevo.

 

»— ¿Qué es usted? —le pregunté—. ¿Qué clase de... cosa?

 

»—Sabe muy bien lo que soy.

 

»—Un monstruo, un vardoulacha, un bebedor de san­gre humana.

 

»—Debo beber sangre, sí —asintió el pacha—. Pero hubo un tiempo en que fui un hombre muy parecido a us­ted. Y de momento, mi querido lord Byron, poseo el secreto de la inmortalidad, como usted bien sabe. —Me son­rió y recalcó—: Como usted bien sabe.

 

»Moví la cabeza a ambos lados.

 

»— ¿Inmortalidad? —Lo miré fijamente, con asco—. Pero usted no está vivo. Es una cosa muerta. Puede que se alimente de la vida, pero usted no la posee, no lo piense ni siquiera un momento. Se equivoca, se equivoca.

 

»—No, milord. —El pacha levantó una mano hacia mí—. ¿No se da cuenta? La inmortalidad se encuentra en una dimensión más allá de la vida. Debe usted limpiarse el cuerpo de arcilla y la mente de pensamientos mortales. —Me rozó los dedos, y en aquel contacto sentí el pulso de algo cálido y vivo—. No tenga miedo, milord. Sea joven y viejo; sea humano y divino; esté por encima de la vida y por encima de la muerte. Si puede aunar todas estas cosas en su ser, y en sus pensamientos, entonces, milord, habrá descubierto la inmortalidad.

 

»Lo miré fijamente. Su voz tenía la dulzura y la sabi­duría de un ángel. Dejé caer el brazo a un lado.

 

»—No lo comprendo —le dije, impotente—. ¿Cómo puede ser verdad?

 

»— ¿Duda de mí? —No le contesté. Pero continué mi­rándole a los ojos, y éstos se fueron haciendo más pro­fundos; parecían las aguas de algún hermoso lago que su­bieran para enfriar mi repulsión y mi miedo—. Hace mu­cho tiempo —dijo el pacha suavemente—, en la ciudad de Alejandría, yo era un maestro de ciencias. Estudié quími­ca, medicina, filosofía; leí a los sabios antiguos, a los egip­cios y a los griegos; me hice maestro de sabidurías ente­rradas y verdades largo tiempo olvidadas. Empecé a soñar que la muerte podía conquistarse. Soñaba con descubrir el mismísimo elixir de la vida. —Hizo una pausa—. Una ambición fatídica que habría de decidir mi destino. Llegó hasta mí en el año vigésimo de la era musulmana, duran­te el reinado del califa Othman... según el calendario cris­tiano, en el año seiscientos cuarenta y dos.

 

»Vi que me estaba ahogando en sus ojos. Tenía que aferrarme a mi escepticismo. Tenía que creer que me estaba mintiendo. Pero no podía.

 

»—De modo que fue entonces cuando encontró el eli­xir de la vida —le dije.

 

»Pero el pacha negó con un movimiento de cabeza.

 

»—No —respondió—. No lo encontré entonces, ni tam­poco luego, aunque lo he buscado en las ciencias moder­nas igual que lo busqué en las antiguas. —De nuevo mo­vió la cabeza—. Si existe, hasta ahora me ha esquivado.

 

»Le hice un ademán con la pistola.

 

»—Entonces, ¿cómo...? —Se me apagó la voz antes de terminar la frase.

 

»— ¿No se lo imagina?

 

»Me lo imaginaba, desde luego. No dije nada... pero sí, me lo imaginaba.

 

»El pacha cogió de nuevo mi mano. Tiró de mí hasta que me obligó a ponerme a su lado.

 

. »—Me sedujeron —me dijo en un susurro—. Durante un año el rumor había ido creciendo en Alejandría: « ¡Lilith está aquí! ¡Lilith, la bebedora de sangre, está aquí!» Se ha­bían encontrado unos cuerpos, blancos porque estaban de­sangrados, abandonados en las encrucijadas y en los cam­pos. Habían venido hasta mí algunas personas, pues mi re­putación era grande, porque tenían miedo. Les dije que mantuvieran alto el ánimo, que no existía ninguna Lilith, ninguna princesa ramera que pudiera bebérseles la sangre. Sin embargo, mientras les decía aquello, sabía que la ver­dad era otra, porque yo mismo estaba siendo visitado por Lilith, quien me estaba mostrando, como yo se las he mos­trado a usted, las cumbres de la inmortalidad. —Me apretó con fuerza el brazo—. Esas cumbres, milord, sí son reales. Si le cuento lo que me ocurrió a mí es sólo para que pueda comprender lo que le estoy ofreciendo: la sabiduría, el de­leite, el poder de otro mundo. ¿Ha oído hablar de Lilith? ¿Sabe quién es verdaderamente? Según la leyenda judía, fue la primera mujer de Adán, y los hombres la han vene­rado desde los albores de los tiempos. En Egipto, en Ur, en­tre los cananeos, se la ha conocido como Reina de los Succubi, la reina de todos aquellos que, como yo, poseen la sa­biduría que engendra el beber sangre humana. —Me acarició la garganta y luego me pasó un dedo por la pechera de la camisa—. Comprenda esto, milord: no le ofrez­co la vida ni le ofrezco la muerte, sino que le ofrezco algo tan antiguo como las propias rocas. Prepárese para ello. Prepárese, milord, y esté agradecido. —Me besó salvaje­mente. Noté sus dientes contra mis labios y probé el aroma de sangre que él tenía en la boca. La sangre de Haidée. Me encogí, acobardado; el pacha debió de notarlo, porque me sujetó con fuerza e intentó retenerme junto a él en el sue­lo. Pero conseguí liberarme y volví a ponerme en pie. El pa­cha levantó la mirada y la fijó en mí—. No tenga miedo, milord —me dijo. Alargó una mano para acariciarme una bota—. Para que no me sedujeran, también luché... al prin­cipio.

 

«Levantó el dedo y me recorrió la pierna hacia arriba, despacio; le apunté con la pistola; al verlo, el pacha se echó a reír con una burla fría de codicia y desprecio. De pronto, como una bestia salvaje, con la boca abierta, me saltó a la garganta. Disparé, y en la confusión erré el tiro, aunque la bala le dio en el abdomen. El pacha se llevó la mano a la he­rida, vio la sangre que le corría por entre los dedos y luego me miró, atónito. Disparé de nuevo; esta vez le di en el pecho y el impacto lo lanzó de espaldas contra la piedra del altar.

 

»—He escogido la vida —dije, de pie por encima de él—. Rechazo el don que me ofrece.

 

»Le apunté al corazón y disparé; el pecho le desapareció en un amasijo de huesos y sangre. El pacha gimió y todo su cuerpo se convulsionó; levantó una mano como para cogerme; luego el brazo volvió a caer y el cuerpo quedó in­móvil. Lo toqué con el borde de la bota, luego me obligué a tomarle el pulso: no encontré nada, ni rastro de vida. Miré al pacha durante un segundo más, mientras él yacía con la cabeza contra el altar en honor a Hades; luego di media vuelta y me marché dejándolo allí: por fin había algo muerto en aquel santuario de los muertos.

 

 

Capítulo VI

 

 

Si pudiera explicar larga y detenidamente las verdaderas causas que han contribuido a incre­mentar este quizá de natural excitable tempera­mento que tengo, esta melancolía que me ha he­cho célebre, nadie se extrañaría; pero eso es im­posible sin causar demasiado daño; no sé lo que ha sido la vida de otros hombres, pero no puedo concebir nada más extraño que algunas de las más tempranas etapas de mi vida. He escrito mis memorias, pero he omitido todas las partes realmente importantes y de consecuencias sus­tanciales por deferencia a los muertos, a los vi­vos y a aquellos que se ven obligados a ser am­bas cosas a la vez.


Date: 2015-12-24; view: 515


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