»Me sentía tan agitado y mi ánimo estaba tan confuso a causa del deseo y la duda, que estaba seguro de que no conseguiría dormir. Pero debía de estar más cansado por el viaje de lo que era consciente, porque nada más tenderme aquella noche en la cama, caí sumido en un profundo sueño. No tuve ninguna pesadilla, ni tampoco la más ligera insinuación de pesadillas; en cambio, dormí sin interrupción, y ya era bien avanzada la mañana cuando por fin me desperté. Me asomé al balcón; muy por debajo de mí, y tan negro como antes, estaba el río Aheron, pero todos los otros colores, los tintes de la tierra, los tonos del cielo, parecían teñidos con la belleza del paraíso; pensé lo extraño que resultaba, en aquella tierra formada para los dioses, que hombre alguno la hubiera mancillado con semejante tiranía. Miré hacia la torre, tan dibujada contra el cielo de la mañana como lo había estado contra las estrellas. Al contemplar de nuevo la belleza del paisaje pensé que, en aquel lugar por lo menos, era como si el demonio hubiera prevalecido contra los ángeles y hubiera colocado su trono en el cielo para gobernarlo como si del infierno se tratase. Y sin embargo, pensé, ¿por qué el pacha Vakhel me llenaba de semejante temor, tanto que podía llamarlo demonio y sentir que aquélla era algo más que una mera palabra ociosa? Pensé que era el miedo de las demás personas, los rumores que había oído, la soledad y el misterio; todas estas cosas; y las señales borradas de su oscuro mandato. ¿No se había dicho siempre, al fin y al cabo, y eso yo lo sabía con toda certeza, que el diablo era un aristócrata?
»Temía, y ello me excitaba al mismo tiempo, tener que encontrarme de nuevo con el pacha. Pero cuando bajé a la habitación en la que habíamos estado la noche anterior, la habitación de la bóveda, sólo encontré en ella a la vieja criada, que estaba esperándome. Me entregó una nota; la abrí. «Mi querido lord Byron —leí—, debe perdonarme, pero hoy no puedo reunirme con usted. Por favor, acepte mis más sinceras disculpas, pero un asunto que no puedo posponer reclama mi presencia. El día le pertenece; le veré esta noche.» La firma estaba garabateada en árabe.
»Pregunté a la criada dónde estaba el pacha; pero ella se echó a temblar y se puso tan nerviosa que al parecer perdió el habla. Le pregunté por Haidée, y luego por Fletcher y por Viscillie; pero estaba demasiado asustada incluso para entenderme, de modo que todas mis preguntas fueron en vano. Al final, con gran alivio por su parte, le permití que me sirviera el desayuno. Después de comérmelo la despedí y me quedé solo.
»Me preguntaba qué podría hacer, o más bien qué se me permitiría hacer. La desaparición de mis dos seguidores me turbaba cada vez más; la ausencia de Haidée suscitaba en mí pensamientos aún más oscuros, si es que era posible. Decidí explorar el castillo, cuya vasta extensión había podido percibir hasta cierto punto la noche anterior, para ver si hallaba algún rastro de cualquiera de ellos. Salí de la habitación abovedada y empecé a caminar por un largo pasillo, también abovedado. Un arco tras otro parecían conducir al final del mismo, pero no hacían más que desembocar en otros pasillos construidos a su vez con series de arcos, de modo que daba la impresión de que no tuvieran fin, de que no hubiera camino de vuelta ni salida.
Los pasillos estaban iluminados por grandes braseros cuyas llamas se alzaban por las paredes, y que sin embargo no desprendían calor, sino únicamente la más mortecina de las luces. Mi imaginación comenzó a agobiarse; la idea del colosal peso de la roca que tenía sobre mi cabeza, junto con la parpadeante penumbra del propio laberinto, me estaba convenciendo de que me hallaba perdido para siempre en alguna extensa cripta sellada. Me puse a llamar a voces, pero mi voz apenas si tenía eco en aquel aire enrarecido. Volví a llamar, y luego lo hice otra vez; porque al mismo tiempo que me sentía a solas en aquella prisión, también tenía la sensación de que unos ojos, que no parpadeaban, me estaban observando. En los pilares de algunos de los arcos habían tallado unas estatuas, muy antiguas, de formas griegas, pero los rostros, en aquellas que aún lo conservaban, tenían una expresión de extraordinario horror. Me detuve junto a un pilar para tratar de averiguar en qué consistía el horror, porque no había nada aparente, nada monstruoso ni grotesco, en el rostro de aquella estatua. Sin embargo, el solo hecho de mirarla me hacía sentir enfermo de repulsión. Era la inexpresividad, lo comprendí de pronto, que con notable habilidad se había combinado con una expresión de sed desesperada; casi al instante comprendí que la estatua me recordaba al criado del pacha, a la criatura vestida de negro que había entrado en mi habitación la noche anterior. Miré a mi alrededor y luego continué mi camino, tropezando. Empecé a imaginar que podía ver otras criaturas entre las sombras, criaturas que me contemplaban con ojos de hombre muerto. En una ocasión estuve tan seguro de aquella presencia que llamé en voz alta, e incluso me pareció ver a una criatura que se escabullía, pero cuando la seguí por uno de los arcos no encontré nada delante de mí más que la luz de las antorchas y la piedra.
»La luz parecía más profunda que antes, y cuando seguí pasando por los arcos, las piedras comenzaron a hacerme guiños como si tuvieran oro incrustado. Examiné las paredes y vi que estaban decoradas con mosaicos realizados al estilo bizantino, aunque desfigurados desde hacía mucho tiempo. Los ojos de los santos habían sido arrancados a golpes de cincel, de manera que también ellos tenían aquella familiar mirada propia de los muertos. Una Madonna desnuda se abrazaba a un Cristo; el infante sonreía con astuta malicia mientras que a la Virgen le habían proporcionado un rostro tan seductor que apenas podía creer que aquello no fuera más que una mera obra de arte en una pared. Me di la vuelta, pero luego noté que algo me empujaba a mirar hacia atrás, a aquella sonrisa de prostituta, a aquel brillo de hambre que había en los ojos de la Madonna. Me di la vuelta por segunda vez y me obligué a no mirar hacia atrás de nuevo. Pasé a toda prisa por otro arco. Ahora la luz era más rica, de un rojo más profundo. Delante de mí se alzaba una cortina de brocado que me cortaba el camino. La aparté a un lado y seguí andando; luego me detuve para contemplar lo que se extendía por encima de mí y a mí alrededor.
»Me encontraba en un vasto salón, vacío y cubierto por una bóveda, cuyo extremo más alejado distaba tanto de mí que quedaba sumido en la oscuridad. Unos colosales pilares que salían de la pared se alzaban como titanes ensombrecidos; los arcos, iguales a aquellos por los que acababa de pasar, parecían abrirse hacia la noche. Sin embargo, el salón estaba iluminado; al igual que en los pasillos, unos braseros ardían sin despedir calor, y las llamas se elevaban formando una pirámide hacia el pináculo de la bóveda. Justamente debajo de ese punto, en el centro del salón, divisé un pequeño altar hecho de piedra negra. Me acerqué a él y vi que era lo único que había en todo aquel colosal lugar. Todo lo demás estaba vacío; y no se oía sonido alguno en toda la elevada y pesada amplitud de aquel salón vacío más que el que producían mis pies.
»Llegué hasta el altar y vi que había juzgado mal su tamaño a causa de la gran distancia a la que me encontraba cuando lo viera por primera vez. No era un altar, sino un pequeño templete de la clase que los mahometanos construyen a veces en sus mezquitas. No pude leer la inscripción en árabe que había tallada alrededor de la puerta del templete, pero la reconocí por la de la noche anterior: «Y Alá creó al hombre con coágulos de sangre.» Pero si el templete había sido verdaderamente construido por un mahometano, y no veía otra explicación posible que justificara su presencia allí, entonces las otras decoraciones que había en las paredes me dejaban inseguro y sorprendido. El Corán prohíbe representar la forma humana, y allí, talladas en la piedra, se veían las figuras de demonios y dioses antiguos. Justo encima de la entrada podía verse el rostro de una hermosa muchacha, con un aire de puta tan grande y tan cruel como el de la Madonna que había visto poco antes. Lo miré y sentí los mismos extraños pinchazos de repugnancia y deseo que había experimentado ante el mosaico. Me pareció que podría quedarme mirando eternamente el rostro de la muchacha, y sólo mediante un esfuerzo fui capaz de apartar de él la mirada y cruzar el umbral hacia la oscuridad que había más allá.
»Me pareció percibir el ruido de algún movimiento. Miré hacia las sombras, pero no pude ver nada. Justo delante de mí había unos escalones que conducían a la negrura situada más abajo; avancé unos pasos y de nuevo oí el ruido.
»— ¿Quién está ahí? —pregunté en voz alta. No hubo respuesta. Avancé un paso más. Empezaba a ser consciente de un terrible miedo, un miedo peor que ningún otro que hubiera experimentado antes, que se levantaba casi como incienso de entre la oscuridad que había ante mí y me obnubilaba la mente. Pero me obligué a seguir adelante, hacia los escalones. Bajé el primer escalón. Oí una pisada a mi espalda y noté que unos dedos muertos me asían el brazo.
»Me di la vuelta con el bastón levantado. Una macabra criatura de ojos inexpresivos y mandíbula floja se encontraba detrás de mí. Luché por liberar el brazo, pero me lo tenía cogido de forma implacable. Notaba sobre la cara el aliento de la criatura, denso como el olor a carne muerta. Desesperado, golpeé con el bastón el brazo del monstruo, pero éste pareció no notarlo y me empujó, de manera que me tambaleé y caí junto a la puerta del templete, por la parte externa. Furioso, me levanté y golpeé de nuevo a la criatura; ésta retrocedió arrastrando los pies, pero entonces, cuando yo ya avanzaba hacia el tramo de escalera, dejó al descubierto sus dientes, rotos, negros e irregulares como una cordillera. Siseó, un odioso sonido de aviso y de sed, y, al mismo tiempo, de la negrura de los escalones me llegó otra nube de terror que se agarró a mis nervios como un torbellino. Siempre me he tenido por un hombre valiente, pero entonces me di cuenta, al verme frente a la oscuridad de los escalones y a su horripilante centinela, que hasta los más valientes deberían saber cuál es el momento oportuno para retirarse. De manera que eso hice, me retiré, e inmediatamente la criatura se sumió de nuevo en su letargo. Respiré profundamente varias veces y conseguí controlar el terror que sentía. Pero me había comportado como un cobarde y lo sabía. Y como siempre ocurre en tales situaciones, deseé tener a alguien a quien poder echarle la culpa.
»— ¡Pacha Vakhel! —llamé a gritos—. ¡Pacha Vakhel! —No recibí más respuesta que el sonido de mi propia voz, que resonó en la inmensidad del salón. Entonces pude ver, oscurecida por las sombras junto a una pared distante, a una criatura semejante a aquella cosa del templete y a la que me había llevado el agua a la habitación; estaba inclinada sobre las manos y las rodillas y fregaba las losas de piedra, sin darse siquiera por enterada de mi presencia. Avancé hacia ella—. Tú —le pregunté—, ¿dónde está tu amo? —La criatura no levantó la mirada. Airado, di un bastonazo al cubo de agua, que salió volando por los aires; luego alargué la mano y le tiré de los negros harapos—. ¿Dónde está el pacha? —le pregunté de nuevo. La criatura se me quedó mirando, abriendo y cerrando los labios sin pronunciar palabra—. ¿Dónde está el pacha? —repetí a gritos. La criatura no parpadeó y empezó a sonreír como una idiota. Controlándome, aflojé la mano con la que la tenía agarrada y volví a mirar alrededor del salón. Vi una escalera que subía enroscándose en torno a uno de aquellos enormes pilares. Otra criatura, también con manos y rodillas en el suelo, fregaba la escalera. Seguí el rizo de la escalera, y vi que dejaba el pilar y adquiría forma de arco, entre las llamas de las antorchas, por un lado de la bóveda, antes de caer en la nada. Miré los otros pilares, y luego otra vez hacia el reborde de la bóveda; vi lo que no había visto antes: que había escaleras por todas partes formando un dibujo, un enrejado de inutilidad, que se remontaba hacia las alturas para conducir, finalmente, tan sólo al espacio vacío, sin esperanza. En cada escalera, como almas perdidas en una prisión de condenados, se encontraban distintas figuras agachadas que fregaban las piedras, y recordé mi sueño: cómo en él, al tratar de subir unos peldaños imposibles, me había encontrado perdido y abandonado en ellos. ¿Sería aquél mí sino, reunirme con aquellas criaturas en su estúpido cautiverio y no poder escalar nunca aquel oscuro reino de saber que se me había insinuado? Me estremecí al pensarlo y noté un escalofrío, porque en aquellos momentos sentí en las profundidades de mi alma la certeza del poder y de la sabiduría ocultos del pacha, y supe también con toda certeza aquello que previamente yo había dicho sin comprenderlo: que el pacha era un ser de una clase que yo nunca antes había conocido. Pero, ¿qué? Recordé aquella única palabra griega, no pronunciada más que en un leve susurro presa del terror: vardoulacha. ¿Era posible, verdaderamente posible, que ahora yo fuera prisionero de semejante cosa? Me quedé de pie allí, en aquel monstruoso salón, y noté que mi miedo se iba convirtiendo en rabia violenta.
»No, pensé, no podía sucumbir al terror de aquel lugar. En mi sueño había quedado abandonado, pero, por el contrario, el pacha había encontrado una escalera por la que seguir subiendo. De modo que volví a mirar la bóveda del gran salón, la caída en el vacío de los peldaños, cada una de las escaleras, y fue entonces cuando la vi: la única escalera que no se perdía en el vacío. Corrí hacia ella y empecé a subir. Subía y subía en espiral, un estrecho tramo de escalera tallado en un pilar, que luego se remontaba alrededor del borde de la bóveda. No había nadie más, nada más, en el camino; ninguna cosa negra agachada fregando: me encontraba solo. Delante de mí la escalera desaparecía dentro de la pared. Miré hacia abajo, hacia el gran salón que se extendía debajo, hacia aquella mareante extensión de piedra y espacio, y sentí una súbita repugnancia ante la idea de adentrarme por un pasaje tan estrecho como el que se abría ante mí. Pero agaché la cabeza, penetré en él y luego, prácticamente a oscuras, seguí subiendo y subiendo sin parar.
»Sentí una extraña excitación, mezcla de ira y de duda. La escalera parecía interminable; me di cuenta de que estaba subiendo por la torre, la que yo había visto iluminada de rojo la noche anterior. Por fin llegué ante una puerta. »— ¡Pacha Vakhel! —grité mientras golpeaba repetidamente la puerta con mi bastón—. ¡Pacha Vakhel, déjeme entrar!
»No obtuve respuesta; empujé la puerta, con el pulso acelerado y el corazón latiéndome con fuerza por el temor de lo que pudiera encontrar allí dentro. La puerta se abrió con facilidad. Entré en la habitación.
»No había nada horroroso allí. Miré alrededor. Sólo se veían libros: en estantes, encima de las mesas, en montones sobre el suelo. Cogí uno y miré el título. Estaba en francés: Principios de geología. Fruncí el entrecejo: aquello no era en modo alguno lo que esperaba encontrar allí. Crucé la habitación y me acerqué a una ventana; ante ella había un hermoso telescopio, de una marca que yo nunca había visto antes, apuntado hacia el cielo. Abrí una segunda puerta; daba a otra habitación llena de vidrios y tubos. Líquidos de vivos colores burbujeaban en su interior o fluían a través de alambiques de vidrio, como sangre que corriese por venas transparentes. Innumerables tarros llenos de polvos se hallaban colocados en estantes. Había papel por todas partes; cogí una de las cuartillas y la miré. Estaba cubierta de garabatos que no supe leer; sin embargo, sí pude entender una frase, pues estaba escrita en francés: «El galvanismo y los principios de la vida humana.» Sonreí. De manera que el pacha era un filósofo natural, un estudioso de la Ilustración, mientras que yo había estado revoleándome en las más estúpidas supersticiones imaginables. ¡Vardoidacha, vampiros! ¿Cómo era posible que hubiese creído en semejantes patrañas ni siquiera un momento? Me acerqué a una ventana, moviendo la cabeza de un lado a otro. Necesitaba conseguir el dominio de mí mismo. Miré por la ventana hacia el claro cielo azul. Decidí que iría a cabalgar, que me alejaría del castillo, y vería si de una u otra manera conseguía limpiar por completo mi cerebro de fantasmas.
»No es que de repente me sintiera libre de peligros, ni mucho menos. Un hombre puede ser un hombre sin por ello dejar de ser un monstruo: la idea de que quizá me encontrara prisionero del pacha me seguía llenando de dudas y de rabia. Pero abajo, en los establos, no encontré a nadie que me impidiera ensillar un caballo; las puertas de las murallas del castillo estaban abiertas; cuando pasé junto a los centinelas tártaros, cuyas antorchas eran evidentemente las que yo había visto la noche anterior, éstos me miraron detenidamente, pero no me siguieron. Galopé con fuerza por la ladera de la montaña camino abajo; era agradable que el viento me alborotara el cabello, que el sol me diera en la cara. Continué cabalgando hasta que llegué al arco en el que se encontraba la inscripción dedicada al antiguo Señor de la Muerte; al llegar allí la pesadez que me había estado aplastando el ánimo pareció desvanecerse, y noté la riqueza de la vida, la belleza y el gozo. Casi estuve tentado de seguir cabalgando montaña abajo para no volver; pero recordé mi deber para con Viscillie y Fletcher, y, sobre todo, sobre todo lo demás, la promesa que le había hecho a Haidée. Sólo tuve que considerar aquella idea, aunque sólo fuera durante un segundo, para comprender lo insoportable que sería para mí abandonarla; mi honor estaba en juego, sí, desde luego, pero no se trataba de eso, pues, ¿qué es el honor sino una palabra? No, tenía que admitirlo, aunque fuese algo que no estaba acostumbrado a admitir: estaba vergonzosa, dolorosa y vehementemente enamorado. Me había convertido en el esclavo de una esclava, y sin embargo aquello era injusto para Haidée, pues una esclava debe saber que lo es, de lo contrario no es esclava. Tiré de las riendas de mi caballo para detenerlo; me quedé contemplando la salvaje belleza de las montañas y pensé que Haidée era una auténtica hija de aquella tierra. Sí, ella sería libre; ¿acaso no era cierto que, en aquel momento, yo había salido del castillo sin ninguna clase de estorbo? ¿Y no estaba claro que, al fin y al cabo, el pacha no era más que un hombre? Era alguien a quien temer, pero no como vampiro; ningún temor campesino a los demonios iba a hacer que me echase atrás. Confortado por esa filosofía tan resuelta, estaba seguro de que me convertiría en un héroe para desafiar lo peor del pacha. Cuando el sol empezó a descender, mi espíritu cobró nuevos ánimos.
»Recordé la promesa que le había hecho a Haidée de ir a ver a su padre. Necesitaríamos víveres para la huida: comida, municiones, un caballo para Haidée. ¿Quién mejor para proporcionarnos todo ello que su propia familia? Empecé a recorrer el camino de vuelta hacia la aldea. No me apresuré; cuanto más oscuro estuviera, menos probabilidades habría de que me vieran. Era casi la hora del crepúsculo cuando llegué a la aldea. Subí por un sendero que estaba tan desierto como antes; sin embargo, podía sentir unos ojos que me vigilaban, llenos de recelo y de temor. Un hombre estaba sentado entre los restos de una poderosa basílica, y se puso en pie cuando pasé; era el sacerdote, el que había matado al vampiro junto a la posada; cabalgué hasta él y le pedí que me indicase cómo ir a casa de Gorgiou. El sacerdote se me quedó mirando con ojos enloquecidos y luego señaló con la mano en una dirección. Le di las gracias, pero él siguió sin hablar y se deslizó de nuevo entre las sombras. Seguí subiendo por el sendero. La aldea continuaba tan muerta como antes.
»Sin embargo, a la puerta de la casa de Gorgiou había un hombre sentado en un banco. Era Petro. Apenas lo reconocí, tan agotado y preocupado parecía. Pero cuando me vio me llamó y me saludó con la mano.
»—Necesito ver a tu padre —le dije—. ¿Se encuentra en casa? —Petro entornó los ojos y negó con la cabeza—. Traigo noticias para él —añadí—, un mensaje. —Me incliné hacia abajo en la silla—. De su hija —le dije en un susurro.
»Petro me miró fijamente.
»—Será mejor que entre —me dijo finalmente. Sujetó las riendas del caballo mientras yo desmontaba y luego me condujo al interior de su casa. Me hizo sentar junto a la puerta mientras una anciana, su madre, supuse, nos traía sendos vasos de vino. Petro me pidió que le dijese a él lo que tuviera que decir.
»Así lo hice. Ante la noticia de que Haidée seguía viva, las amplias facciones de Petro parecieron ampliarse y aligerarse a causa del alivio que sintió. Pero cuando le pedí las provisiones, el color desapareció de sus mejillas otra vez; y cuando su madre, que me había oído, le presionó para que atendiera mi petición, Petro hizo un movimiento con la cabeza mientras la desesperación se apoderaba de él.
»—Debe saber, milord —me dijo—, que ya no tenemos nada en esta casa.
»Metí la mano en el interior de la capa y saqué una bolsa llena de monedas.
»—Toma —le dije a Petro al tiempo que se la echaba en el regazo—. Ve adonde tengas que ir, muéstrate discreto como una tumba, pero tráenos esas provisiones. De lo contrario, me temo que tu hermana esté condenada para siempre.
»—Todos estamos condenados —repuso Petro. »— ¿Qué quieres decir? »Petro bajó la mirada y la fijó en sus pies. »—Yo tenía un hermano —comenzó a explicarme finalmente—. Estuvimos haciendo de klephti juntos. Él era el más valiente entre los valientes, pero al final los hombres del pacha lo capturaron y luego le dieron muerte.
»—Sí —asentí moviendo la cabeza lentamente—. Recuerdo que me lo contasteis.
»Petro continuó mirándose los pies. »—Sentimos tanto dolor y tanta rabia que nuestros ataques se hicieron más osados. Especialmente por parte de mi padre: él hacía la guerra contra la raza entera de los turcos. Yo le ayudaba. —Levantó la mirada y me dirigió una media sonrisa—. Usted vio un ejemplo de nuestra obra. —La sonrisa se desvaneció—. Pero ahora se acabó, todos estamos condenados.
»—Sí, eso es lo que tú dices. Pero, ¿cómo?
»—El pacha lo ha decidido así.
»—Es un rumor, nada más —le interrumpió la madre.
»—Sí, pero, ¿de dónde viene el rumor —le preguntó petro— sino del propio pacha?
»—Podría destruirnos con su caballería si quisiera —apuntó la madre—, igual que un niño aplasta a una mosca. Sin embargo, no veo a sus hombres. ¿Dónde están? —Abrazó estrechamente a su hijo—. Sé valiente, Petro. Sé un hombre.
»— ¿Un hombre...? ¡Sí! ¡Pero no es contra un hombre contra quien luchamos!
»Se hizo un largo silencio.
»— ¿Qué piensa tu padre? —pregunté yo al cabo.
»—Se ha ido a las montañas —me dijo Petro. Miró hacia arriba y clavó la vista en las cumbres mientras éstas se tragaban el sol—. No quería descansar. Su odio hacia los turcos lo empuja a seguir adelante sin parar. Ya lleva ausente diez días. —Petro hizo una pausa—. Me pregunto si volveremos a verlo.
»En aquel momento el sol desapareció por fin, y a Petro los ojos empezaron a salírsele de las órbitas. Se levantó lentamente y se puso a caminar hacia la puerta. Señaló con la mano; su madre fue a reunirse con él.
»—Gorgiou —susurró ella—. ¡Gorgiou! ¡Ha vuelto!
»Miré por la puerta hacia el exterior. Sin duda era Gorgiou el que venía por el camino.
»—Que el Señor se apiade de nosotros —susurró Petro mirando al viejo con horror.
»Gorgiou tenía el rostro tan pálido como yo recordaba haberlo visto la noche anterior, y sus ojos parecían como muertos; caminaba con el mismo paso largo e implacable. Nos apartó a un lado y cruzó la puerta; luego se sentó en el rincón más oscuro de la casa y se quedó mirando a la nada, hasta que una sonrisa lobuna empezó a curvarle los labios.
»—Bueno —dijo con voz dura y distante—, ésta sí que es una buena bienvenida.
»Al principio nadie le respondió. Pero luego Petro avanzó hacia él.
»—Padre —le dijo—, ¿por qué llevas el cuello tapado? »Gorgiou miró lentamente a su hijo. »—Por nada en especial —respondió por fin con una voz tan muerta como la mirada.