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Capítulo III 4 page

»Me sentía tan agitado y mi ánimo estaba tan confuso a causa del deseo y la duda, que estaba seguro de que no conseguiría dormir. Pero debía de estar más cansado por el viaje de lo que era consciente, porque nada más tender­me aquella noche en la cama, caí sumido en un profundo sueño. No tuve ninguna pesadilla, ni tampoco la más lige­ra insinuación de pesadillas; en cambio, dormí sin inte­rrupción, y ya era bien avanzada la mañana cuando por fin me desperté. Me asomé al balcón; muy por debajo de mí, y tan negro como antes, estaba el río Aheron, pero to­dos los otros colores, los tintes de la tierra, los tonos del cielo, parecían teñidos con la belleza del paraíso; pensé lo extraño que resultaba, en aquella tierra formada para los dioses, que hombre alguno la hubiera mancillado con se­mejante tiranía. Miré hacia la torre, tan dibujada contra el cielo de la mañana como lo había estado contra las estre­llas. Al contemplar de nuevo la belleza del paisaje pensé que, en aquel lugar por lo menos, era como si el demonio hubiera prevalecido contra los ángeles y hubiera colocado su trono en el cielo para gobernarlo como si del infierno se tratase. Y sin embargo, pensé, ¿por qué el pacha Vakhel me llenaba de semejante temor, tanto que podía llamarlo demonio y sentir que aquélla era algo más que una mera palabra ociosa? Pensé que era el miedo de las demás per­sonas, los rumores que había oído, la soledad y el miste­rio; todas estas cosas; y las señales borradas de su oscuro mandato. ¿No se había dicho siempre, al fin y al cabo, y eso yo lo sabía con toda certeza, que el diablo era un aris­tócrata?

 

»Temía, y ello me excitaba al mismo tiempo, tener que encontrarme de nuevo con el pacha. Pero cuando bajé a la habitación en la que habíamos estado la noche ante­rior, la habitación de la bóveda, sólo encontré en ella a la vie­ja criada, que estaba esperándome. Me entregó una nota; la abrí. «Mi querido lord Byron —leí—, debe perdonarme, pero hoy no puedo reunirme con usted. Por favor, acepte mis más sinceras disculpas, pero un asunto que no puedo posponer reclama mi presencia. El día le pertenece; le veré esta noche.» La firma estaba garabateada en árabe.

 

»Pregunté a la criada dónde estaba el pacha; pero ella se echó a temblar y se puso tan nerviosa que al parecer perdió el habla. Le pregunté por Haidée, y luego por Fletcher y por Viscillie; pero estaba demasiado asustada in­cluso para entenderme, de modo que todas mis preguntas fueron en vano. Al final, con gran alivio por su parte, le permití que me sirviera el desayuno. Después de comér­melo la despedí y me quedé solo.



 

»Me preguntaba qué podría hacer, o más bien qué se me permitiría hacer. La desaparición de mis dos seguido­res me turbaba cada vez más; la ausencia de Haidée sus­citaba en mí pensamientos aún más oscuros, si es que era posible. Decidí explorar el castillo, cuya vasta extensión había podido percibir hasta cierto punto la noche anterior, para ver si hallaba algún rastro de cualquiera de ellos. Salí de la habitación abovedada y empecé a caminar por un largo pasillo, también abovedado. Un arco tras otro pare­cían conducir al final del mismo, pero no hacían más que desembocar en otros pasillos construidos a su vez con se­ries de arcos, de modo que daba la impresión de que no tuvieran fin, de que no hubiera camino de vuelta ni salida.

 

Los pasillos estaban iluminados por grandes braseros cu­yas llamas se alzaban por las paredes, y que sin embargo no desprendían calor, sino únicamente la más mortecina de las luces. Mi imaginación comenzó a agobiarse; la idea del colosal peso de la roca que tenía sobre mi cabeza, jun­to con la parpadeante penumbra del propio laberinto, me estaba convenciendo de que me hallaba perdido para siempre en alguna extensa cripta sellada. Me puse a lla­mar a voces, pero mi voz apenas si tenía eco en aquel aire enrarecido. Volví a llamar, y luego lo hice otra vez; porque al mismo tiempo que me sentía a solas en aquella prisión, también tenía la sensación de que unos ojos, que no par­padeaban, me estaban observando. En los pilares de algu­nos de los arcos habían tallado unas estatuas, muy anti­guas, de formas griegas, pero los rostros, en aquellas que aún lo conservaban, tenían una expresión de extraordina­rio horror. Me detuve junto a un pilar para tratar de ave­riguar en qué consistía el horror, porque no había nada aparente, nada monstruoso ni grotesco, en el rostro de aquella estatua. Sin embargo, el solo hecho de mirarla me hacía sentir enfermo de repulsión. Era la inexpresividad, lo comprendí de pronto, que con notable habilidad se ha­bía combinado con una expresión de sed desesperada; casi al instante comprendí que la estatua me recordaba al criado del pacha, a la criatura vestida de negro que había entrado en mi habitación la noche anterior. Miré a mi al­rededor y luego continué mi camino, tropezando. Empecé a imaginar que podía ver otras criaturas entre las som­bras, criaturas que me contemplaban con ojos de hombre muerto. En una ocasión estuve tan seguro de aquella pre­sencia que llamé en voz alta, e incluso me pareció ver a una criatura que se escabullía, pero cuando la seguí por uno de los arcos no encontré nada delante de mí más que la luz de las antorchas y la piedra.

 

»La luz parecía más profunda que antes, y cuando se­guí pasando por los arcos, las piedras comenzaron a ha­cerme guiños como si tuvieran oro incrustado. Examiné las paredes y vi que estaban decoradas con mosaicos rea­lizados al estilo bizantino, aunque desfigurados desde hacía mucho tiempo. Los ojos de los santos habían sido arrancados a golpes de cincel, de manera que también ellos tenían aquella familiar mirada propia de los muer­tos. Una Madonna desnuda se abrazaba a un Cristo; el in­fante sonreía con astuta malicia mientras que a la Virgen le habían proporcionado un rostro tan seductor que ape­nas podía creer que aquello no fuera más que una mera obra de arte en una pared. Me di la vuelta, pero luego noté que algo me empujaba a mirar hacia atrás, a aquella son­risa de prostituta, a aquel brillo de hambre que había en los ojos de la Madonna. Me di la vuelta por segunda vez y me obligué a no mirar hacia atrás de nuevo. Pasé a toda prisa por otro arco. Ahora la luz era más rica, de un rojo más profundo. Delante de mí se alzaba una cortina de brocado que me cortaba el camino. La aparté a un lado y seguí andando; luego me detuve para contemplar lo que se extendía por encima de mí y a mí alrededor.

 

»Me encontraba en un vasto salón, vacío y cubierto por una bóveda, cuyo extremo más alejado distaba tanto de mí que quedaba sumido en la oscuridad. Unos colosales pilares que salían de la pared se alzaban como titanes en­sombrecidos; los arcos, iguales a aquellos por los que aca­baba de pasar, parecían abrirse hacia la noche. Sin em­bargo, el salón estaba iluminado; al igual que en los pasi­llos, unos braseros ardían sin despedir calor, y las llamas se elevaban formando una pirámide hacia el pináculo de la bóveda. Justamente debajo de ese punto, en el centro del salón, divisé un pequeño altar hecho de piedra negra. Me acerqué a él y vi que era lo único que había en todo aquel colosal lugar. Todo lo demás estaba vacío; y no se oía so­nido alguno en toda la elevada y pesada amplitud de aquel salón vacío más que el que producían mis pies.

 

»Llegué hasta el altar y vi que había juzgado mal su ta­maño a causa de la gran distancia a la que me encontra­ba cuando lo viera por primera vez. No era un altar, sino un pequeño templete de la clase que los mahometanos construyen a veces en sus mezquitas. No pude leer la ins­cripción en árabe que había tallada alrededor de la puer­ta del templete, pero la reconocí por la de la noche anterior: «Y Alá creó al hombre con coágulos de sangre.» Pero si el templete había sido verdaderamente construido por un mahometano, y no veía otra explicación posible que justificara su presencia allí, entonces las otras decoracio­nes que había en las paredes me dejaban inseguro y sor­prendido. El Corán prohíbe representar la forma humana, y allí, talladas en la piedra, se veían las figuras de demo­nios y dioses antiguos. Justo encima de la entrada podía verse el rostro de una hermosa muchacha, con un aire de puta tan grande y tan cruel como el de la Madonna que había visto poco antes. Lo miré y sentí los mismos extra­ños pinchazos de repugnancia y deseo que había experi­mentado ante el mosaico. Me pareció que podría quedar­me mirando eternamente el rostro de la muchacha, y sólo mediante un esfuerzo fui capaz de apartar de él la mirada y cruzar el umbral hacia la oscuridad que había más allá.

 

»Me pareció percibir el ruido de algún movimiento. Miré hacia las sombras, pero no pude ver nada. Justo de­lante de mí había unos escalones que conducían a la ne­grura situada más abajo; avancé unos pasos y de nuevo oí el ruido.

 

»— ¿Quién está ahí? —pregunté en voz alta. No hubo respuesta. Avancé un paso más. Empezaba a ser conscien­te de un terrible miedo, un miedo peor que ningún otro que hubiera experimentado antes, que se levantaba casi como incienso de entre la oscuridad que había ante mí y me obnubilaba la mente. Pero me obligué a seguir ade­lante, hacia los escalones. Bajé el primer escalón. Oí una pisada a mi espalda y noté que unos dedos muertos me asían el brazo.

 

»Me di la vuelta con el bastón levantado. Una macabra criatura de ojos inexpresivos y mandíbula floja se encon­traba detrás de mí. Luché por liberar el brazo, pero me lo tenía cogido de forma implacable. Notaba sobre la cara el aliento de la criatura, denso como el olor a carne muerta. Desesperado, golpeé con el bastón el brazo del monstruo, pero éste pareció no notarlo y me empujó, de manera que me tambaleé y caí junto a la puerta del templete, por la parte externa. Furioso, me levanté y golpeé de nuevo a la criatura; ésta retrocedió arrastrando los pies, pero enton­ces, cuando yo ya avanzaba hacia el tramo de escalera, dejó al descubierto sus dientes, rotos, negros e irregulares como una cordillera. Siseó, un odioso sonido de aviso y de sed, y, al mismo tiempo, de la negrura de los escalones me llegó otra nube de terror que se agarró a mis nervios como un torbellino. Siempre me he tenido por un hombre va­liente, pero entonces me di cuenta, al verme frente a la os­curidad de los escalones y a su horripilante centinela, que hasta los más valientes deberían saber cuál es el momen­to oportuno para retirarse. De manera que eso hice, me retiré, e inmediatamente la criatura se sumió de nuevo en su letargo. Respiré profundamente varias veces y conseguí controlar el terror que sentía. Pero me había comportado como un cobarde y lo sabía. Y como siempre ocurre en ta­les situaciones, deseé tener a alguien a quien poder echar­le la culpa.

 

»— ¡Pacha Vakhel! —llamé a gritos—. ¡Pacha Vakhel! —No recibí más respuesta que el sonido de mi propia voz, que resonó en la inmensidad del salón. Entonces pude ver, oscurecida por las sombras junto a una pared distante, a una criatura semejante a aquella cosa del templete y a la que me había llevado el agua a la habitación; estaba incli­nada sobre las manos y las rodillas y fregaba las losas de piedra, sin darse siquiera por enterada de mi presencia. Avancé hacia ella—. Tú —le pregunté—, ¿dónde está tu amo? —La criatura no levantó la mirada. Airado, di un bastonazo al cubo de agua, que salió volando por los ai­res; luego alargué la mano y le tiré de los negros hara­pos—. ¿Dónde está el pacha? —le pregunté de nuevo. La criatura se me quedó mirando, abriendo y cerrando los labios sin pronunciar palabra—. ¿Dónde está el pacha? —re­petí a gritos. La criatura no parpadeó y empezó a sonreír como una idiota. Controlándome, aflojé la mano con la que la tenía agarrada y volví a mirar alrededor del salón. Vi una escalera que subía enroscándose en torno a uno de aquellos enormes pilares. Otra criatura, también con ma­nos y rodillas en el suelo, fregaba la escalera. Seguí el rizo de la escalera, y vi que dejaba el pilar y adquiría forma de arco, entre las llamas de las antorchas, por un lado de la bóveda, antes de caer en la nada. Miré los otros pilares, y luego otra vez hacia el reborde de la bóveda; vi lo que no había visto antes: que había escaleras por todas partes for­mando un dibujo, un enrejado de inutilidad, que se re­montaba hacia las alturas para conducir, finalmente, tan sólo al espacio vacío, sin esperanza. En cada escalera, como almas perdidas en una prisión de condenados, se encontraban distintas figuras agachadas que fregaban las piedras, y recordé mi sueño: cómo en él, al tratar de subir unos peldaños imposibles, me había encontrado perdido y abandonado en ellos. ¿Sería aquél mí sino, reunirme con aquellas criaturas en su estúpido cautiverio y no poder es­calar nunca aquel oscuro reino de saber que se me había insinuado? Me estremecí al pensarlo y noté un escalofrío, porque en aquellos momentos sentí en las profundidades de mi alma la certeza del poder y de la sabiduría ocultos del pacha, y supe también con toda certeza aquello que previamente yo había dicho sin comprenderlo: que el pa­cha era un ser de una clase que yo nunca antes había co­nocido. Pero, ¿qué? Recordé aquella única palabra griega, no pronunciada más que en un leve susurro presa del te­rror: vardoulacha. ¿Era posible, verdaderamente posible, que ahora yo fuera prisionero de semejante cosa? Me que­dé de pie allí, en aquel monstruoso salón, y noté que mi miedo se iba convirtiendo en rabia violenta.

 

»No, pensé, no podía sucumbir al terror de aquel lugar. En mi sueño había quedado abandonado, pero, por el contrario, el pacha había encontrado una escalera por la que seguir subiendo. De modo que volví a mirar la bóve­da del gran salón, la caída en el vacío de los peldaños, cada una de las escaleras, y fue entonces cuando la vi: la única escalera que no se perdía en el vacío. Corrí hacia ella y empecé a subir. Subía y subía en espiral, un estre­cho tramo de escalera tallado en un pilar, que luego se re­montaba alrededor del borde de la bóveda. No había na­die más, nada más, en el camino; ninguna cosa negra aga­chada fregando: me encontraba solo. Delante de mí la escalera desaparecía dentro de la pared. Miré hacia abajo, hacia el gran salón que se extendía debajo, hacia aquella mareante extensión de piedra y espacio, y sentí una súbi­ta repugnancia ante la idea de adentrarme por un pasaje tan estrecho como el que se abría ante mí. Pero agaché la cabeza, penetré en él y luego, prácticamente a oscuras, se­guí subiendo y subiendo sin parar.

 

»Sentí una extraña excitación, mezcla de ira y de duda. La escalera parecía interminable; me di cuenta de que es­taba subiendo por la torre, la que yo había visto iluminada de rojo la noche anterior. Por fin llegué ante una puerta. »— ¡Pacha Vakhel! —grité mientras golpeaba repetida­mente la puerta con mi bastón—. ¡Pacha Vakhel, déjeme entrar!

 

»No obtuve respuesta; empujé la puerta, con el pulso acelerado y el corazón latiéndome con fuerza por el temor de lo que pudiera encontrar allí dentro. La puerta se abrió con facilidad. Entré en la habitación.

 

»No había nada horroroso allí. Miré alrededor. Sólo se veían libros: en estantes, encima de las mesas, en monto­nes sobre el suelo. Cogí uno y miré el título. Estaba en francés: Principios de geología. Fruncí el entrecejo: aquello no era en modo alguno lo que esperaba encontrar allí. Cru­cé la habitación y me acerqué a una ventana; ante ella ha­bía un hermoso telescopio, de una marca que yo nunca había visto antes, apuntado hacia el cielo. Abrí una se­gunda puerta; daba a otra habitación llena de vidrios y tu­bos. Líquidos de vivos colores burbujeaban en su interior o fluían a través de alambiques de vidrio, como sangre que corriese por venas transparentes. Innumerables tarros llenos de polvos se hallaban colocados en estantes. Había papel por todas partes; cogí una de las cuartillas y la miré. Estaba cubierta de garabatos que no supe leer; sin embar­go, sí pude entender una frase, pues estaba escrita en fran­cés: «El galvanismo y los principios de la vida humana.» Sonreí. De manera que el pacha era un filósofo natural, un estudioso de la Ilustración, mientras que yo había es­tado revoleándome en las más estúpidas supersticiones imaginables. ¡Vardoidacha, vampiros! ¿Cómo era posible que hubiese creído en semejantes patrañas ni siquiera un momento? Me acerqué a una ventana, moviendo la cabe­za de un lado a otro. Necesitaba conseguir el dominio de mí mismo. Miré por la ventana hacia el claro cielo azul. Decidí que iría a cabalgar, que me alejaría del castillo, y vería si de una u otra manera conseguía limpiar por com­pleto mi cerebro de fantasmas.

 

»No es que de repente me sintiera libre de peligros, ni mucho menos. Un hombre puede ser un hombre sin por ello dejar de ser un monstruo: la idea de que quizá me en­contrara prisionero del pacha me seguía llenando de du­das y de rabia. Pero abajo, en los establos, no encontré a nadie que me impidiera ensillar un caballo; las puertas de las murallas del castillo estaban abiertas; cuando pasé junto a los centinelas tártaros, cuyas antorchas eran evi­dentemente las que yo había visto la noche anterior, éstos me miraron detenidamente, pero no me siguieron. Galopé con fuerza por la ladera de la montaña camino abajo; era agradable que el viento me alborotara el cabello, que el sol me diera en la cara. Continué cabalgando hasta que llegué al arco en el que se encontraba la inscripción dedicada al antiguo Señor de la Muerte; al llegar allí la pesadez que me había estado aplastando el ánimo pareció desvanecer­se, y noté la riqueza de la vida, la belleza y el gozo. Casi estuve tentado de seguir cabalgando montaña abajo para no volver; pero recordé mi deber para con Viscillie y Fletcher, y, sobre todo, sobre todo lo demás, la promesa que le había hecho a Haidée. Sólo tuve que considerar aquella idea, aunque sólo fuera durante un segundo, para com­prender lo insoportable que sería para mí abandonarla; mi honor estaba en juego, sí, desde luego, pero no se trataba de eso, pues, ¿qué es el honor sino una palabra? No, tenía que admitirlo, aunque fuese algo que no estaba acostum­brado a admitir: estaba vergonzosa, dolorosa y vehemen­temente enamorado. Me había convertido en el esclavo de una esclava, y sin embargo aquello era injusto para Hai­dée, pues una esclava debe saber que lo es, de lo contrario no es esclava. Tiré de las riendas de mi caballo para dete­nerlo; me quedé contemplando la salvaje belleza de las montañas y pensé que Haidée era una auténtica hija de aquella tierra. Sí, ella sería libre; ¿acaso no era cierto que, en aquel momento, yo había salido del castillo sin ningu­na clase de estorbo? ¿Y no estaba claro que, al fin y al cabo, el pacha no era más que un hombre? Era alguien a quien temer, pero no como vampiro; ningún temor cam­pesino a los demonios iba a hacer que me echase atrás. Confortado por esa filosofía tan resuelta, estaba seguro de que me convertiría en un héroe para desafiar lo peor del pacha. Cuando el sol empezó a descender, mi espíritu co­bró nuevos ánimos.

 

»Recordé la promesa que le había hecho a Haidée de ir a ver a su padre. Necesitaríamos víveres para la huida: co­mida, municiones, un caballo para Haidée. ¿Quién mejor para proporcionarnos todo ello que su propia familia? Empecé a recorrer el camino de vuelta hacia la aldea. No me apresuré; cuanto más oscuro estuviera, menos proba­bilidades habría de que me vieran. Era casi la hora del crepúsculo cuando llegué a la aldea. Subí por un sendero que estaba tan desierto como antes; sin embargo, podía sentir unos ojos que me vigilaban, llenos de recelo y de te­mor. Un hombre estaba sentado entre los restos de una poderosa basílica, y se puso en pie cuando pasé; era el sa­cerdote, el que había matado al vampiro junto a la posa­da; cabalgué hasta él y le pedí que me indicase cómo ir a casa de Gorgiou. El sacerdote se me quedó mirando con ojos enloquecidos y luego señaló con la mano en una di­rección. Le di las gracias, pero él siguió sin hablar y se deslizó de nuevo entre las sombras. Seguí subiendo por el sendero. La aldea continuaba tan muerta como antes.

 

»Sin embargo, a la puerta de la casa de Gorgiou había un hombre sentado en un banco. Era Petro. Apenas lo re­conocí, tan agotado y preocupado parecía. Pero cuando me vio me llamó y me saludó con la mano.

 

»—Necesito ver a tu padre —le dije—. ¿Se encuentra en casa? —Petro entornó los ojos y negó con la cabeza—. Trai­go noticias para él —añadí—, un mensaje. —Me incliné ha­cia abajo en la silla—. De su hija —le dije en un susurro.

 

»Petro me miró fijamente.

 

»—Será mejor que entre —me dijo finalmente. Sujetó las riendas del caballo mientras yo desmontaba y luego me condujo al interior de su casa. Me hizo sentar junto a la puerta mientras una anciana, su madre, supuse, nos traía sendos vasos de vino. Petro me pidió que le dijese a él lo que tuviera que decir.

 

»Así lo hice. Ante la noticia de que Haidée seguía viva, las amplias facciones de Petro parecieron ampliarse y ali­gerarse a causa del alivio que sintió. Pero cuando le pedí las provisiones, el color desapareció de sus mejillas otra vez; y cuando su madre, que me había oído, le presionó para que atendiera mi petición, Petro hizo un movimiento con la ca­beza mientras la desesperación se apoderaba de él.

 

»—Debe saber, milord —me dijo—, que ya no tenemos nada en esta casa.

 

»Metí la mano en el interior de la capa y saqué una bolsa llena de monedas.

 

»—Toma —le dije a Petro al tiempo que se la echaba en el regazo—. Ve adonde tengas que ir, muéstrate discre­to como una tumba, pero tráenos esas provisiones. De lo contrario, me temo que tu hermana esté condenada para siempre.

 

»—Todos estamos condenados —repuso Petro. »— ¿Qué quieres decir? »Petro bajó la mirada y la fijó en sus pies. »—Yo tenía un hermano —comenzó a explicarme fi­nalmente—. Estuvimos haciendo de klephti juntos. Él era el más valiente entre los valientes, pero al final los hom­bres del pacha lo capturaron y luego le dieron muerte.

 

»—Sí —asentí moviendo la cabeza lentamente—. Re­cuerdo que me lo contasteis.

 

»Petro continuó mirándose los pies. »—Sentimos tanto dolor y tanta rabia que nuestros ataques se hicieron más osados. Especialmente por parte de mi padre: él hacía la guerra contra la raza entera de los turcos. Yo le ayudaba. —Levantó la mirada y me dirigió una media sonrisa—. Usted vio un ejemplo de nuestra obra. —La sonrisa se desvaneció—. Pero ahora se acabó, todos estamos condenados.

 

»—Sí, eso es lo que tú dices. Pero, ¿cómo?

 

»—El pacha lo ha decidido así.

 

»—Es un rumor, nada más —le interrumpió la madre.

 

»—Sí, pero, ¿de dónde viene el rumor —le preguntó petro— sino del propio pacha?

 

»—Podría destruirnos con su caballería si quisiera —apuntó la madre—, igual que un niño aplasta a una mosca. Sin embargo, no veo a sus hombres. ¿Dónde están? —Abrazó estrechamente a su hijo—. Sé valiente, Pe­tro. Sé un hombre.

 

»— ¿Un hombre...? ¡Sí! ¡Pero no es contra un hombre contra quien luchamos!

 

»Se hizo un largo silencio.

 

»— ¿Qué piensa tu padre? —pregunté yo al cabo.

 

»—Se ha ido a las montañas —me dijo Petro. Miró ha­cia arriba y clavó la vista en las cumbres mientras éstas se tragaban el sol—. No quería descansar. Su odio hacia los turcos lo empuja a seguir adelante sin parar. Ya lleva au­sente diez días. —Petro hizo una pausa—. Me pregunto si volveremos a verlo.

 

»En aquel momento el sol desapareció por fin, y a Pe­tro los ojos empezaron a salírsele de las órbitas. Se levan­tó lentamente y se puso a caminar hacia la puerta. Señaló con la mano; su madre fue a reunirse con él.

 

»—Gorgiou —susurró ella—. ¡Gorgiou! ¡Ha vuelto!

 

»Miré por la puerta hacia el exterior. Sin duda era Gorgiou el que venía por el camino.

 

»—Que el Señor se apiade de nosotros —susurró Petro mirando al viejo con horror.

 

»Gorgiou tenía el rostro tan pálido como yo recordaba haberlo visto la noche anterior, y sus ojos parecían como muertos; caminaba con el mismo paso largo e implacable. Nos apartó a un lado y cruzó la puerta; luego se sentó en el rincón más oscuro de la casa y se quedó mirando a la nada, hasta que una sonrisa lobuna empezó a curvarle los labios.

 

»—Bueno —dijo con voz dura y distante—, ésta sí que es una buena bienvenida.

 

»Al principio nadie le respondió. Pero luego Petro avanzó hacia él.

 

»—Padre —le dijo—, ¿por qué llevas el cuello tapado? »Gorgiou miró lentamente a su hijo. »—Por nada en especial —respondió por fin con una voz tan muerta como la mirada.


Date: 2015-12-24; view: 478


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