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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 12 page

—¡Señores, ruego un poco de atención! Lo que os tengo que decir me va a llevar escasos minutos, pero es importante. Después, tendréis tiempo suficiente para revisar vuestros aviones. —Colocó un esquema sobre el atril donde quedaba reflejada la organización de las tres escuadrillas de vuelo y la ubicación de los respectivos aviones en cada una. Oskar localizó el suyo—. Aterrizaremos primero en el aeródromo de Sondika y desde allí realizaremos las diferentes oleadas de ataques con una separación de media hora. Cada una de ellas la llevará a cabo una escuadrilla, y empezará la primera a cargo del capitán Harder. La segunda esta vez quiero que esté dirigida por el teniente coronel Schilichting. —Oskar lamentó no haber sido el elegido—. El equipo de Schilichting se encargará de proteger de forma especial a los compañeros del ala experimental VB/88 para que prueben los nuevos bombarderos que hemos recibido, los Heinkel H 111. Y en el caso de la tercera, como todavía no tenemos suficientes Messerschmitt, atacaréis la carretera que va hacia Sodupe, al oeste de Bilbao, para frenar la huida del enemigo.

Oskar observó la cara de Schilichting y se le revolvieron las tripas. Nunca le había gustado el tono desdeñoso con que lo trataba, tan solo tenía tres aviones abatidos y un Stuka destrozado por un mal aterrizaje. En su opinión, no estaba capacitado para ese puesto.

Von Bernegg seguía hablando.

—Es muy probable que a partir de pasado mañana tengamos que cambiar de escenario y actuemos por los alrededores de Madrid. Desde la Junta Técnica de Estado se nos pide ayuda, dado el fuerte enfrentamiento que se está produciendo en las inmediaciones de la villa de Brunete. Así que cambiaremos las verdes colinas y el mar por la seca llanura. Pero para vuestra alegría, nos esperan más de un centenar de cazas Polikarpov para medir nuestras habilidades aéreas.

Recogió sus papeles, se calzó la gorra y dio por terminada la reunión convocándolos a iniciar el despegue a las siete y media en punto.

Dos horas después, Oskar acariciaba el fuselaje de su Messerschmitt en pleno vuelo antes de cerrar la cabina de cristal, encantado con las asombrosas prestaciones de aquel avión con el que acababa de alcanzar una velocidad de cuatrocientos ochenta kilómetros por hora. Bajo sus alas vio dibujada la ría de Bilbao y el perfil de un carguero, en el que seguramente pretendían huir unos cuantos centenares de personas, que acababa de soltar amarras. Iba con bandera blanca, pero le dio igual. Recordó cómo le había insultado su mujer después de haberle pegado, gritó su nombre con todas sus fuerzas, maniobró la palanca de vuelo hacia la derecha y abajo y enfiló el avión hacia la línea de flotación de la embarcación. Apagó la radio cuando escuchó que Schilichting preguntaba qué diantres iba a hacer con aquel barco, levantó el seguro de las dos ametralladoras, apretó las mandíbulas y empujó el gatillo liberando toda su furia.



* * *

Zoe los veía pasar en coche todos los días en dirección al monasterio de San Pedro Cardeña, a escasos trescientos metros de su cebadero y a algo más de diez kilómetros de Burgos. Y aunque iban vestidos con ropa civil, no le cabía ninguna duda de que se trataba de la Gestapo.

Lo sabía porque era público entre los burgaleses que en el convento de las salesas de la calle Bravantes habían montado su oficina, junto al Estado Mayor de la Legión Cóndor, y había visto ese mismo coche aparcado en su puerta más de una vez, y a alguno de sus ocupantes salir del edificio.

Pero aquellos hombres no iban solos, los acompañaba otro segundo vehículo ocupado por tres oficiales del Ejército de Franco.

Entraban y salían del recinto anteriormente consagrado sin que nadie supiera qué uso le estaban dando. En la calle se rumoreaba que había sido transformado en un centro de intendencia, debido al frecuente tránsito de camiones que entraban y salían de él. Otros, en centro de operaciones de la inteligencia militar. Y algunos aseguraban que funcionaba como campo de reclusión de brigadistas internacionales capturados en el frente. Pero en realidad nadie sabía a ciencia cierta qué sucedía detrás de aquellos muros.

Zoe veía pasar a los dos coches a escasos veinte metros de su cebadero antes del anochecer, en un punto estrecho de la carretera. Y la inquietaban. Pero nunca se había atrevido a husmear; nunca hasta aquella tarde.

Acababa de perderlos de vista en dirección Burgos cuando se decidió.

A mitad de camino entre el cebadero y el monasterio, se levantaba una arboleda cuya espesura dificultaba la visibilidad entre ambos edificios. Cuando se adentró en ella y a punto de atravesarla, entre medias de los pinos consiguió ver algo. Las paredes del edificio principal estaban rodeadas por una verja metálica de más de cuatro metros de altura, y entre las dos quedaba un estrecho perímetro por el que vio patrullando a unos soldados. Si quería saber qué estaba pasando allí dentro, iba a tener que acercarse por lo menos hasta la valla, pero no tenía ninguna excusa que lo justificara. Como no se le ocurría nada, dudó si no sería mejor dejar aquellas averiguaciones en paz, no fueran a meterle un tiro por cotilla. Pero de pronto vio una solución. Se dio media vuelta, regresó al cebadero corriendo y se lo explicó a Evaristo.

—¡Se ha vuelto loca!

—Tú elígeme al más pequeño, haz lo que te he dicho y ve al pueblo a por un caballo.

No había pasado una hora cuando la patrulla que vigilaba el monasterio vio a un joven ternero pastando a menos de veinte metros de la verja completamente despreocupado. Le chistaron. El animal se fijó en ellos, pero al momento devolvió su atención a la hierba. Segó un puñado con la lengua y se llenó la boca con un gesto aburrido. Se preguntaron de dónde habría salido aquel bicho con tan poca pinta de silvestre. Zoe observaba la escena agazapada tras un arbusto, a unos setenta metros de los guardias, esperando que se acercara más a ellos.

A uno de los soldados se le ocurrió la feliz idea de probar puntería con una piedra, lo que espantó al bicho de la valla. Al verlo, Zoe decidió actuar. Desató las riendas del caballo, lo montó, le marcó las costillas con los tacones de sus botas y el animal respondió con un trote rápido. El soldado iba a repetir pedrada cuando vio aparecer a una mujer a caballo silbando a pleno pulmón. Desde algunas ventanas del monasterio empezaron a asomarse los primeros hombres. Zoe se dio cuenta, pero con la velocidad que llevaba no pudo distinguirlos apenas.

—¡Ese ternero es mío!

Cuando llegó a la altura del animal saltó del caballo y corrió tras él para hacerse con la cuerda que colgaba de su cuello, lo que fue vitoreado por muchos de sus misteriosos espectadores.

—Este no es sitio para hacer un rodeo, guapa. —El comentario fue reído por sus dos compañeros.

—Muy gracioso… Ya lo sé. Se me escapó.

En aquel preciso momento, desde la ventana más cercana y a espaldas de los soldados, Zoe vio a un hombre que gesticulaba para llamar su atención. Lo observó con disimulo mientras tiraba de la correa del ternero hacia ella. El tipo trataba de indicarle algo insistiendo con las manos para que no se fuera, pero ella no acertaba a saber el qué. Las rejas en las ventanas y los rostros secos y angustiados de sus ocupantes significaban una dura reclusión que le recordó a la de su padre.

—Esta es una zona de alta seguridad… Así que ya te estás yendo con el ternero y tu caballo lejos de aquí —la amonestó uno de los soldados.

Dadas las circunstancias, Zoe se despidió de los vigías y tomó camino de vuelta a buen paso. Antes de adentrarse en la arboleda se volvió dos veces, intrigada por aquel hombre, y en la segunda ocasión vio volar un pequeño objeto lanzado desde su ventana en el momento en que la patrulla doblaba la esquina del edificio. El objeto cayó a unos veinte metros de ella.

El hombre que lo había tirado la animaba a buscarlo, pero eso iba a obligar a Zoe a deshacer su camino, lo que no entenderían los vigías. Aun así, lo hizo, descabalgó del caballo, recogió una piedra envuelta en un papel manuscrito, se la metió en un bolsillo, y al ser vista por los soldados los saludó como si nada.

Cuando al llegar al cebadero lo leyó, se encontró con solo ocho palabras escritas a sangre: «Avise prensa extranjera: nos están matando a todos».

 


V

Café Anglet

Anglet. Francia

25 de junio de 1937

 

 

Cuando Andrés empujó la puerta del café, se cumplía el segundo viernes desde que había contactado con el agente republicano Anastasio Blanco. No había podido acudir a su cita antes al haber estado implicado en una tarea de vigilancia encargada por su jefe en el SIFNE.

Pero la casualidad le había llevado a conocer en aquel seguimiento a un nuevo agente inscrito en el bando nacional, Julián Troncoso, responsable de una unidad de inteligencia ajena al SIFNE y dirigida directamente desde Burgos.

El grupo de Troncoso contaba con siete agentes, tenía como sede la comandancia militar del Bidasoa en Irún, y había nacido bajo expreso deseo de Franco para tomar el control de todas las actividades exteriores de espionaje, dejando al margen a los carlistas, los monárquicos y los catalanes del SIFNE.

Andrés Urgazi y Julián Troncoso se conocieron al chocar sus coches mientras perseguían a uno de los agentes franceses vigilados. Tras un tenso reconocimiento que a punto estuvo de acabar a tiros, entendieron que ambos operaban para el mismo bando. A partir de ese momento decidieron repartirse el trabajo, y fueron tan buenos los resultados de su acuerdo que optaron por continuar colaborando en otras misiones, siempre con el beneplácito del SIFNE.

Aunque entre las dos unidades de espionaje existían ciertas reticencias, el jefe de Andrés había aceptado aquella colaboración como una buena oportunidad para conocer los movimientos del grupo dependiente de Burgos y poder coordinarse con ellos en la medida de lo posible.

Bajo ese criterio y tan solo dos semanas después del primer contacto, Andrés acababa de ser informado de que en breve iba a compartir una compleja misión con Troncoso, aunque no había obtenido muchos más detalles.

Sin embargo, en medio de aquel complejo baile entre diferentes cuerpos de información, la entrevista a la que iba a acudir aquella tarde en el café Anglet era bastante más importante para él que cualquier otra. Porque esperaba dejar fijadas sus relaciones con el Gobierno republicano como también el modo de hacerles llegar su información, evitando exponerse demasiado ante sus actuales compañeros del SIFNE.

Dentro del café, en la mesa más apartada localizó a Anastasio Blanco. Pero no estaba solo. Lo acompañaba un hombre. Andrés, como no esperaba más compañía que la de Blanco, tras unos dubitativos segundos se dio media vuelta y buscó la salida. Pero antes de alcanzarla sintió una mano sobre su hombro.

—¡Tranquilo, Urgazi! Se trata de un amigo que te quiere conocer.

Se quedó parado, miró de nuevo al otro personaje y decidió confiar en lo que el agente le decía. Cuando llegaron a la mesa donde estaban tomando café, el extraño se presentó sin levantar demasiado la voz.

—Mi nombre es Anselmo Carretero, y antes de nada quiero agradecerte mucho que hayas venido. Valoramos los enormes riesgos que estás asumiendo en defensa de los intereses de nuestro gobierno. —Le estrechó la mano—. De todos modos, desde el primer momento que oí hablar de ti supe quién eras. Porque tú tienes una hermana que se llama Zoe, ¿verdad?

—Sí, es cierto. Es mi hermana. Pero ¿podría saber de qué la conoces?

Anselmo le explicó que era cuñado de una de las mejores amigas de Zoe, de Brunilda Gordón, lo que significó que Andrés terminara de centrar las referencias que tenía de él.

—Cuando Anastasio me explicó cómo te presentaste en su casa, pregunté por ti en el Ministerio de Estado y también en el de Guerra sin obtener inicialmente ningún dato. Como me extrañó que nadie te conociera, y la información que nos dabas parecía bastante verídica, fui ascendiendo de interlocutores hasta llegar a Largo Caballero, viejo conocido mío, quien para mi sorpresa sí sabía quién eras. —Dejó la taza de café sobre la mesa—. En solo unos minutos te explicaré por qué estoy aquí y en qué trabajo. Pero entiendo que deberías saber primero que el último contacto del malogrado coronel Molina, cuando pasabais la información más delicada del protectorado de Marruecos, era precisamente Largo Caballero.

Andrés escuchaba con absoluta atención cada una de sus revelaciones, pero sin dejar de mirar a su alrededor. Anselmo lo notó y de inmediato trató de tranquilizarlo.

—Tenemos a dos agentes en el exterior del café que conocen perfectamente a los tuyos. Si alguno se acercara lo sabremos al instante y podrás huir por la puerta trasera.

—Gracias. —El buen proceder que seguían le tranquilizó.

Anselmo empezó a explicar qué responsabilidades tenía.

—Desde el pasado mes de marzo dirijo el Servicio de Información Diplomática y Especial, encargado de coordinar todas las actividades secretas del Gobierno en el exterior. Entre todos los países, Francia es sin duda el que acapara un mayor interés, porque concentra el setenta por ciento de las actividades secretas relacionadas con la guerra. Por ese motivo, tu aparición nos viene rematadamente bien en este momento.

—Queremos que nos expliques quién sostiene hoy al SIFNE, sus agentes, los sistemas de comunicación que emplea y qué misiones tienen en cartera. Y otra cosa; hay un agente que nos preocupa en especial, y me refiero a Julián Troncoso y su Legión Negra. Está siendo muy eficaz boicoteando en ciertos puertos franceses algunos mercantes que deberían proveer de armas y otros suministros a nuestro ejército —apuntó Blanco—. ¿Sabes algo de él?

Andrés confesó su reciente relación.

—Es probable que pueda ampliaros en breve los pocos datos que tengo sobre Troncoso debido a que trabajaremos juntos en una próxima misión.

—Conocerlo desde dentro sería lo ideal —exclamó Anselmo—. ¿Puedes adelantarnos en qué consistirá?

—Aún no. Pero pronto lo sabré.

—Como ves, esperamos mucho de ti, Urgazi, pero imagino que deberíamos hablar sobre cosas más prácticas, como por ejemplo el modo en que nos comunicaremos de ahora en adelante. Lo he pensado mucho, y se me ha ocurrido una forma bastante sencilla. Como me dijiste que vivías en Biarritz —continuó Blanco—, sugiero que cambies de carnicería a una que se encuentra detrás del Ayuntamiento que se llama Le Poulette d’Or. Pierre, su propietario, colabora con nosotros y será quien desde hoy quede encargado de recibir y transmitir los mensajes.

Después del beneplácito de Andrés, Anselmo continuó.

—Hemos de cuidar que tus actuales jefes no sospechen de ti. Para nosotros acceder a la información que manejan es mucho más importante que tu involucración directa en cualquier acción ofensiva.

Andrés agradeció su prudencia, y vio llegado el momento de contarles todo lo que sabía: nombre y dirección de los espías del SIFNE, cómo estaba estructurada la organización directiva y su financiación, y qué últimas informaciones importantes estaban manejando. Como noticia urgente, reveló la existencia de un plan para ejecutar en menos de una semana a dos agentes republicanos en Burdeos. Y para terminar les facilitó los nombres de cinco individuos alemanes con los que su servicio de espionaje colaboraba estrechamente.

Blanco tomó nota de todo y quedó en espera de que Andrés le diera la fecha exacta del ataque a Burdeos en cuanto la supiera, sintiéndose enormemente aliviado. Anselmo Carretero, urgido por Blanco a no prolongar la conversación por mucho más tiempo debido a motivos de seguridad, mientras pagaba los cafés preguntó a Andrés por su hermana.

—He tenido noticias suyas tan solo hace tres días, pero han sido de forma indirecta. Sé que está bien, y que vive en Burgos. Desconozco qué ha podido llevarla hasta allí, porque lo supe a través de un alto cargo de Franco con el que se entrevistó para pedir información sobre mí. De todos modos, en cuanto pueda, iré a verla.

—Me alegra muchísimo saber que está a salvo aunque sea en zona enemiga. Pude charlar con ella en varias ocasiones y es una mujer que vale mucho. Me gustaría estar al corriente de lo que vayas sabiendo de ella. Y si llegaras a verla pronto, salúdala de mi parte, me siento en deuda.

—¿Se puede saber por qué?

—Antes de estallar la guerra me pidió que intercediera por vuestro padre a través de alguno de mis contactos, pero me fue imposible. Y como solo pude confirmar su enfermedad terminal, me quedé con la sensación de no haber hecho lo suficiente.

Andrés había realizado sus propias gestiones desde Francia interesándose por su padre y las noticias no podían ser peores. Su estado era tan crítico que esperaba que cualquier día lo llamaran desde Salamanca para anunciarle el final. Lo comentó con Anselmo antes de despedirse.

—Soy consciente de lo que vas a hacer por nosotros. Moverse entre dos unidades de espionaje tiene un alto riesgo personal, pero confío plenamente en tu capacidad y solo me cabe desearte suerte. Trabajarás con Anastasio de forma regular, pero me tendrás siempre que lo necesites. Aunque vivo en Valencia vendré a menudo. Y ten la seguridad de que, si un día te ves en serio peligro, organizaremos tu evacuación de forma inmediata.

Mientras los veía irse, Andrés decidió quedarse cinco minutos más hasta que se hubieran alejado lo suficiente del café. En su cabeza flotaban las consecuencias de su decisión, y en la de Anselmo la excelente impresión que él le había causado. De camino a Hendaya lo comentó con Anastasio Blanco, antes de reunirse con su grupo de agentes, con quienes iban a compartir los objetivos de trabajo para los próximos meses.

La tarea de Anselmo Carretero al frente del servicio de espionaje exterior republicano no estaba siendo sencilla. La eficacia de su trabajo había dependido hasta el momento de dos factores fundamentales: la implicación de las embajadas y cuerpos consulares, y el dinero. Pero como en ninguno de los dos casos había conseguido la respuesta esperada, estaba ensayando una tercera vía: montar equipos de agentes bien organizados en diferentes puntos estratégicos, y que fueran dependientes de él.

En realidad su viaje a Francia había tenido como principal misión la de coordinar con Anastasio Blanco la organización de esos nuevos grupos. De hecho, antes de la entrevista en el café Anglet, se habían reunido los dos para decidir las tres principales tareas que les iban a encomendar: reforzar la vigilancia de fronteras con un total de veinte localidades controladas, desde Hendaya a Canfranc; mejorar la información para contrarrestar los sabotajes del SIFNE y facilitar así el tránsito de los mercantes con España, y dejar montada una unidad de contraespionaje con el firme apoyo de Andrés.

—Veo nuevos y mejores tiempos gracias a Urgazi —apuntó Anastasio, antes de detener el coche frente a la agencia de viajes en Hendaya que usaban como coartada.

—Estoy de acuerdo, pero hemos de cuidar mucho las misiones que le encomendemos; es demasiado importante para nuestros intereses.

Anselmo empezaba a vislumbrar los primeros resultados a tanto esfuerzo.

Los necesitaba él, pero también los necesitaba su media España.

 


VI

Calle de Cabestreros, 3

Burgos

2 de julio de 1937

 

 

Zoe cerró el portal de su casa y se dirigió hacia el centro sin saber si iba a hacer lo correcto. En su bolso llevaba la nota que le había lanzado aquel preso hacía dos semanas. Desde que la tenía con ella, había elaborado una lista con los corresponsales que trabajaban en los medios extranjeros menos afines a Franco. Algo aparentemente sencillo, pero en realidad no tanto, dado que se rumoreaba que entre ellos corrían los favores pagados y algún que otro espía camuflado. Urgida por el paso de los días, se había decidido por el británico Dick Sheepshanks, a quien conocía personalmente porque Julia se lo había presentado en un concierto. Derrochaba elegancia, tendría sus mismos años, una mirada despierta, y aunque quizá le sobraba flema británica, parecía un tipo sagaz. Aparte de sus muchas virtudes, dos factores fundamentales hicieron que Zoe se decantara por él: trabajaba para la agencia Reuters y desayunaba a diario, siempre a la misma hora, en el café España.

Pasó junto a la catedral y tomó la calle Fernán González sin sentir la presencia de un coche negro que la seguía desde que había salido de su casa. Quería deshacerse cuanto antes de aquella nota, y aunque estaba dispuesta a ayudar en lo que pudiera, tenía miedo, así que aceleró su paso sin prestar atención a nada. Desde el vehículo, un hombre con gafas oscuras, sombrero y abrigo de paño negro, no perdía un solo movimiento de la mujer.

Ella giró a la derecha en dirección a la plaza Mayor y el vehículo aceleró para alcanzarla, pero la inesperada aparición de un carromato tirado por una mula lo obligó a frenar de golpe. Antes de alcanzar el cruce con la calle Laín Calvo, donde abría sus puertas el café España, Zoe se volvió sobresaltada para ver quién estaba pitando con tanta vehemencia. Identificó un coche negro como responsable de las molestias, pero retomó su camino sin prestarle mayor atención.

A solo dos pasos del café se detuvo, inspiró varias veces para relajarse y localizó al periodista al otro lado del cristal. El hombre devoraba una magdalena y un periódico. Se había decidido a entrar cuando el violento chirriar de unos neumáticos la frenó. Del vehículo salió un extraño que se le vino encima sin que pudiera reaccionar. La agarró del brazo, abrió la portezuela trasera del coche y la empujó con brusquedad a su interior sin pronunciar una sola palabra. Zoe buscó la manija de la puerta con intención de escapar, pero la encontró bloqueada. Lo intentó con la otra, pero tampoco; todo era inútil.

—¡Ayúdenme! —gritó a la gente a pleno pulmón—. ¡Socorro! —siguió chillando con todas sus ganas.

Algunos de los transeúntes que presenciaron la escena fueron en su ayuda, pero su captor, que ya había tomado el asiento delantero, antes de que se le echaran encima aceleró a fondo para atravesar la plaza a toda velocidad ante el estupor de los presentes. Zoe, aterrorizada, pensó en la comprometida nota que llevaba en el bolso. Miró su nuca y sus manos al volante. ¿Sería alguno de los que veía pasar cada día hacia el monasterio de San Pedro Cardeña? Presa de un gran desconcierto, temió que se tratase de la Gestapo. Rebuscó en su bolso por si había algo con lo que defenderse, pero tan solo encontró útiles de belleza, su documentación, varias monedas sueltas, un pañuelo y las llaves de casa. Las sacó, eligió la más afilada, y cuando estaba a punto de clavársela en el cuello, su captor se retiró el sombrero, las gafas, y se volvió hacia ella con una gran sonrisa.

—¿Andrés?

—Hola, hermana. Siento haberte asustado, pero temía comprometerte si alguien me reconocía contigo.

—¡Casi me matas del susto! —le dio un beso retorciéndose desde el asiento trasero—. ¡Qué alegría!

Andrés le explicó cómo había dado con ella y el motivo de su prevención

—Creo que me están siguiendo desde hace unos días.

—¿Y se puede saber por qué te tienen vigilado y quiénes?

—De forma oficial trabajo para los nacionales, pero a quien de verdad sirvo es a la República. Agente doble, canija, ¿qué te parece? Aunque me temo que los primeros sospechan de mí.

Brevemente le contó que había sido destinado en el suroeste francés y las actividades que realizaba ahora en Biarritz, donde vivía.

—Me temía algo así. Casi preferiría no haberlo sabido. Ten muchísimo cuidado, por favor. —Lo abrazó por detrás—. Con razón no me cuadraba mucho lo que me dio a entender Gil y Yuste, que fue quien te localizó. No llegó a especificármelo, pero de sus explicaciones se podía deducir que estabas actuando como espía para ellos. —Apoyó la barbilla en el hombro de su hermano y miró a través del parabrisas—. Oye, ¿pero a dónde me llevas?

—Confía en mí, ¿vale? Luego te cuento. —Paró el coche y la invitó a pasar al asiento de delante, junto a él. Cuando la tuvo cerca la estrechó entre sus brazos—. ¿Tú cómo estás? Tienes mala cara, Zoe.

—Andrés, perdí a Campeón… O más bien, lo abandoné. Mi pobre perro. Tenías que haberlo visto. Cómo me defendió, cómo me cuidó. Fue en mi salida de Madrid, en el último momento. —Apenas podía contener las lágrimas.

Andrés lo sintió profundamente. Le vinieron de golpe un buen puñado de imágenes de aquel chucho leal y entrañable. Realmente dolía imaginarlo vagando herido y hambriento o agonizando en una cuneta.

—Es un perro listísimo, seguro que habrá salido adelante —mintió.

—Sí, eso quiero creer… —Ella se enderezó en el asiento y guardó silencio.

—Hay algo más, ¿verdad? ¿Qué pasa, Zoe?

Ella sacó el papel que debía haber entregado al periodista y le explicó cómo había llegado a sus manos.

—Déjame verlo.

Lo leyó e, impresionado por su dureza, quiso saber por qué había elegido a aquel periodista.

—En estos tiempos que corren no te puedes fiar de nadie, Zoe. Muchos de esos corresponsales operan como espías para uno u otro bando. No sé si será el caso del tal Sheephanks, pero déjame a mí el encargo; se lo transmitiré a una persona que por cierto conoces bastante bien.


Date: 2015-12-24; view: 552


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