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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 11 page

—Cuando antes has dicho neutralizar, ¿eso significa lo que significa?

—Lo has captado, muchacho. No creo que haga falta ponerle más palabras.

Andrés sintió una gran congoja. Una cosa era recoger información de unos u otros, filtrarla según conveniencia, o incluso hacer saltar por los aires una antena de comunicaciones, pero le estaban pidiendo matar. Y no sabía si iba a poder evitarlo.

Pedro Santiaguez conducía como un auténtico animal. El Citroën no hacía más que dar tumbos mientras recorría los escasos kilómetros que le faltaban para llegar a la primera población de la lista, Bidart, al lado de la costa. Iban tan rápido que en una de las últimas curvas, antes de enfilar la avenida principal del pueblo, habían estado a punto de volcar.

—Como no rebajes la velocidad, nos vamos a pasar el pueblo —le recriminó Andrés, quien estudió en un plano la ubicación de la calle a la que iban.

—Tú señala bien cómo llegar a la casa y déjame hacer.

Andrés lo dirigió sin cometer ningún error hasta la puerta de un edificio de dos alturas, un pequeño chalé de fachada descuidada y construcción barata.

Recogieron del maletero una bolsa con los explosivos, comprobaron que sus pistolas estaban cargadas y se dirigieron decididos hacia el zaguán. Andrés rezaba por no encontrarse con nadie. Y así fue. Colocaron una carga en la base de la antena y otra en el equipo que hallaron oculto dentro del horno de la cocina, tiraron mecha suficiente, la prendieron y salieron a toda velocidad del lugar. El coche no había salido del pueblo cuando escucharon las dos detonaciones, y al volverse, Andrés identificó una columna de humo que ascendía desde la primera vivienda objetivo.

Repitieron procedimiento en Arbonne, pero en este caso no lo tuvieron tan fácil. El domicilio donde se encontraba la emisora era un ático dentro de un edificio de vecinos. Cuando Pedro reventó de una patada la puerta de la casa, algunos salieron a ver qué pasaba. Mientras Andrés los encañonaba para obligarlos a entrar de inmediato a sus casas, escuchó una refriega de tiros en el interior de la que iban a asaltar. Entró pistola en mano y vio a un hombre despatarrado sobre un sofá, agujereado a balazos y desangrándose, pero Pedro también había sido herido en una pierna.

—¡Será cabronazo! —Miró el agujero que la bala había hecho en su pierna y se fabricó un torniquete en solo unos segundos, restando gravedad a la herida—. Busca tú la emisora y la antena y vuélalas con ese hijoputa dentro.

Andrés, apremiado por el revuelo que se estaba levantando en las demás viviendas, y ante el riesgo de que se presentara en cualquier momento la gendarmería, buscó a toda prisa los equipos. Por suerte, en menos de cinco minutos tenía los explosivos colocados y la palanca del detonador a punto. Dejó en el coche a Pedro con la pierna empapada en sangre y volvió a la casa para detonar la trilita. Cuando estaba cerrando la puerta del Citroën para cambiar de destino, todas las ventanas del edificio saltaron por los aires. Lo puso en marcha, se aferró al volante e hizo rechinar sus neumáticos.



Antes de tomar dirección a Anglet, decidieron llamar por radio a los suyos para que recogieran a Pedro de camino, con idea de que Andrés terminara la misión solo.

Anglet era una pequeña población situada entre Biarritz y Bayona, y a menos de media hora en coche del punto donde había sido recogido su compañero herido. Aparcó el vehículo en las inmediaciones de la estafeta local de Correos y frente a una especie de caserío. El edificio contaba con unas hermosas cuadras, y a espaldas de ellas un molino de viento en el que se identificaba una diminuta antena que emergía desde su extremo.

Aquella era la primera vez desde que estaba en Francia que se había quedado solo. Por eso, y como podía ser su única oportunidad para contactar con los suyos, decidió pensar qué argumentos y pruebas emplearía para ser lo más convincente posible y no terminar con un disparo en la sien.

Al haber tenido como única referencia en el bando leal al Gobierno al coronel Molina, nadie podía ratificar su posición. Ni siquiera en Madrid, donde su contacto había sido un buzón en una casa vecina al ministerio y un agente al que jamás había visto y que nunca le había dado su nombre. Con aquellos antecedentes, la posibilidad de que lo creyeran era remota. Pero no le quedaba otra. Tenía que arriesgarse.

En vez de entrar en la casa patada por delante, esta vez llamó al timbre.

Salió a abrir un hombre completamente calvo, de aspecto descomunal y cejas pobladísimas.

—Disculpe que le moleste a estas horas, pero imagino que, aunque sea tarde, preferirá saber que vengo con intención de volar la antena que tiene colocada en el molino trasero de su casa y junto a ella el aparato con el que emite.

Andrés había decidido finalmente plantearlo de la forma más directa posible. Mensaje y modo que sorprendieron tanto a aquel hombre que tardó unos segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, asomó de su chaqueta una pistola con la que lo obligó a entrar a la casa.

—¿Pero qué está diciendo? ¿Quién es usted?

—Me llamo Andrés Urgazi y soy de los suyos.

El hombre, sin entender nada, le quitó la bolsa de las manos, la abrió y, al ver los explosivos, se alarmó de verdad. Lo encañonó entre las cejas.

—O me cuenta despacito y con claridad de qué va toda esta historia o le levanto la tapa de los sesos aquí mismo.

Andrés entendió lo delicado de su situación y optó por seguir en sus trece.

—Esta tarde hemos volado una de sus emisoras en Bidart y otra en Arbonne; lo puede confirmar. Se lo digo porque yo mismo he puesto la carga explosiva y no sabe cómo lamento que uno de sus compañeros muriera durante la acción, en concreto el de Arbonne. —Aquella última revelación estuvo a punto de provocar en el espía un estallido de ira, pero se contuvo. Estaba perplejo. Jamás había asistido a algo semejante… Lo siguió encañonando—. Sería absurdo que le estuviera contando todo esto, jugándome la vida, si no fuera verdad. Como le digo, trabajo para la SIFNE desde hace algo más de seis meses, aunque venía de actuar como agente doble en el protectorado español. Y lo que ahora quiero hacerles entender es que desde hoy me pongo a su entera disposición y a la espera de lo que mi gobierno me pida.

El hombre cogió el teléfono sin perderlo de vista y llamó a alguien. Andrés solo lo escuchó decir «Vaya», «Ajá…, ya veo» o «Perfecto entonces». Pero cuando colgó su gesto se había relajado. Le indicó dónde sentarse y confirmó la veracidad de sus informaciones.

—Como ve, no le he mentido.

Su interlocutor dejó de apuntarle con la pistola y se presentó.

—Me llamo Anastasio, Anastasio Blanco. De momento seré su única referencia hasta que confirmemos en Madrid quién es usted. Solo después decidiremos cómo hacer. Para vernos la próxima vez, lo esperaré en el café Anglet a eso de las ocho de la tarde de este próximo viernes. Si no pudiera acudir, a mí me fuera imposible, o sucediera algo, la cita pasaría a la semana siguiente, y así hasta que coincidiéramos.

—Muchas gracias, Anastasio. Y ahora, perdóneme, pero para no levantar sospechas tengo que volar su casa.

 


III

Calle de Cabestreros, 3

Burgos

15 de junio de 1937

 

 

Zoe cerró de golpe la puerta de su piso y tomó calle arriba para llegar a las nueve a las oficinas de la Junta Técnica de Estado ubicadas en la Casa del Cordón, una verdadera joya del gótico civil de Burgos. Tenía el tiempo medido. Una vez terminase con aquellas gestiones, tenía que pasar por el cebadero, y todavía, antes de comer, había quedado con Julia para tomar el aperitivo. En su cabeza flotaba la cena en su casa y la desesperada petición de aquel hombre.

Después de comprobar por tercera vez que llevaba todo en el bolso, caminó a buen paso al ritmo que las campanas de la catedral tocaban los tres cuartos. No había dormido bien, en sueños le había parecido oír que Campeón gemía en su puerta y medio dormida corrió a abrirla. Completamente desvelada, pasó el resto de la noche llorando y dando vueltas en la cama. Lloraba por su perro, por su padre, por haber matado a un hombre, por estar viviendo una vida que no era su vida, sin su trabajo, sin sus libros… Porque no soportaba ver cómo los nazis caminaban con toda naturalidad por esas avenidas, plazas y jardines, o comían a su lado en un restaurante.

La vida diaria en aquella ciudad, denominada por algunos como la Capital de la Cruzada, era muy diferente a la de Madrid en guerra. Se respiraba paz, pero había más uniformes en sus calles que dentro de un cuartel. Porque además de reunir a la Capitanía General de la VI Región y a la XI Brigada de Infantería, atraía todo el movimiento militar propio de su capitalidad para el bando franquista, así como a toda la tropa alemana: pilotos, soldados de intendencia, media Gestapo y una numerosa representación de las SS.

Su llegada a la ciudad había supuesto una difícil tarea de adaptación. Le tocaba asumir el tipo de sociedad que se estaba creando, a la sombra de una ideología que lo abarcaba todo. El cambio de estilo en el vestir o la obligación de las mujeres de dejarse ver en misa a diario eran solo unas pinceladas más en el dibujo de una nueva España que, si nadie lo evitaba, terminaría ganando la guerra y gobernando el país.

Y como mujer le preocupaba.

Se preguntaba si volvería a ser necesario el permiso paterno, o del marido, para tramitar cualquier asunto civil, si la mujer perdería sus avances con relación al hombre, o incluso si le prohibirían ejercer como veterinaria.

Se cruzó con un grupo de clérigos que iban rezando el rosario y poco después con unos milicianos falangistas a los que llamaban popularmente mamas secas porque se ocupaban de tareas burocráticas en lugar de poner en riesgo sus pechos en el frente.

Llegó a la plaza del Mercado Mayor donde estaba la Casa del Cordón, entró decidida y buscó la oficina de la Comisión de Agricultura.

—Señorita Urgazi, puede pasar al despacho número uno.

El joven que acababa de atenderla localizó un sello entre los muchos papeles que tenía la mesa y empezó a estamparlo con gesto aburrido.

Zoe caminó por un pasillo hasta llegar a la estancia indicada.

—¡Puede pasar! —la fuerte voz del secretario del comisionado taladró la puerta de su despacho.

Zoe entró con los papeles preparados, lo saludó con cortesía y los dejó encima de la mesa. El hombre revisó su contenido con escrupulosa atención.

—Me indica que han entrado veinte nuevos terneros en el cebadero, y en la tarjeta de transporte aparecen veintiuno. —Se retiró las gafas y observó a su visitante sin entender qué pasaba allí, como tampoco qué locura les había entrado a las mujeres para asumir trabajos claramente masculinos.

—Se murió uno al desembarcarlo del camión. Un extraño caso de muerte súbita, ya sabe.

—Ya… Y ¿qué ha hecho con el cadáver? —La pregunta llevaba doble intención.

—Lo enterramos en cal viva, como aconseja la reglamentación sanitaria vigente. —Zoe sabía que en muchas ocasiones los animales que morían fuera del matadero eran revendidos en el mercado negro.

El personaje devolvió su atención al documento y lo firmó.

—Mandaré de todos modos a un inspector para comprobarlo. Ya se puede ir.

Zoe respiró tranquila al haber superado aquel primer trámite y buscó a su siguiente hombre una planta más arriba. Cuando entró en la sala de espera, contigua al despacho del poderosísimo secretario de Guerra, don Germán Gil y Yuste, lo primero que miró fue el historiado reloj de bronce que presidía la repisa de la chimenea. Había quedado a las diez y faltaban doce minutos. Decidió no sentarse y curiosear entre las pobladas estanterías que ocupaban las tres cuartas partes de la habitación.

Aquella cita le inquietaba mucho más que la anterior, que había sido puramente burocrática. En esta se jugaba algo más serio: saber si Andrés estaba vivo y cuál era su paradero. Retorció ligeramente su espalda para contrarrestar la tensión nerviosa que la atenazaba, y miró con ansiedad la puerta detrás de la cual se suponía que se encontraba aquel poderoso hombre.

Había recibido una carta de su padre, gracias a las gestiones hechas por Julia, a través de un funcionario de la nueva Embajada alemana en Salamanca que había ido a verlo. En ella le hablaba de una falsa mejoría, le contaba algunas cosas sobre su día a día y le preguntaba una vez más por Andrés. Pero por boca del contacto diplomático, su amiga había sabido que estaba mucho peor. Con el dolor de aquella noticia, solo esperaba que un día le dieran permiso para ir a verlo, o que los contactos de Oskar fueran lo suficientemente buenos como para que pudiera abandonar la prisión y vivir con ella.

—Señorita, el ilustrísimo secretario de Guerra ya puede recibirla.

Zoe se levantó decidida, se abotonó su ceñida chaqueta de franela azul, tomó aire y entró en un luminoso despacho donde la esperaba de pie un militar de imponente facha, rubio, de cuidado bigotito y sonrisa cordial.

—Siéntese, por favor, señorita Urgazi.

—Muchas gracias —respondió ella con una voz algo quebrada.

El hombre advirtió sus nervios y quiso tranquilizarla enseguida, anunciando que tenía buenas noticias.

A Zoe le cambió la cara. Terminó de tomar asiento, cruzó las piernas y empezó a jugar con un rizo de su pelo.

—No sabe cómo agradezco el tiempo que está invirtiendo en mi caso, un tiempo que estoy segura de que no le sobra.

—No se preocupe. ¿Cómo no voy a ayudar a una buena amiga de los Welczeck? Conozco al conde desde hace muchos años. Aunque, desde que dejó la embajada en España y lo destinaron a la de París, no he sabido de él salvo lo que me contó su encantadora hija cuando vino a interceder por usted. Pero bueno, dejémonos de formalismos y vayamos al grano. —Se colocó unas diminutas gafas redondas y recogió un papel de su mesa, pero no lo leyó de inmediato—. Antes de que le explique, he de reconocer la excelente pista que me facilitó al darme la última dirección de su hermano en Tánger. —Miró en el papel—. Andrés Urgazi Latour, teniente de la IV Bandera de la Legión, destinado en el cuartel general del Tercio en Dar Riffien hasta junio del treinta y cinco, y desde esa fecha a julio del treinta y seis en un servicio especial dependiente del Ministerio de Guerra, entre Tetuán y Tánger. De julio a noviembre del mismo año recibió entrenamiento en el campamento Dar el Nurk, al sur del protectorado. Y desde noviembre hasta hoy está colaborando con nosotros en un trabajo de enorme importancia que no le puedo detallar.

Zoe, que no podía soportar más esperas, le imploró que la sacara cuanto antes de dudas.

—Comprendo su necesidad de noticias, pero como le digo solo le puedo confirmar que se encuentra bien. Ha de estar muy orgullosa porque su hermano es un gran patriota, que a lo largo de su carrera profesional no ha hecho otra cosa que darlo todo por España.

—¿Pero qué le impide decirme dónde está? —Apoyó su pregunta abriendo las manos en un gesto suplicante.

—Está en Francia, pero poco más le puedo contar —resolvió, poniendo todo su empeño en evitar ser más explícito.

—En Francia no hay guerra y él es militar. No lo comprendo.

El general insistió en su obligación de ser discreto.

—Créame, por su seguridad es mejor que no sepa nada más. Como le digo, quédese tranquila porque está trabajando para el bien de su país.

A Zoe solo le cabía una explicación: su hermano estaba implicado en tareas de espionaje.

Cuando unos minutos después bajaba las escaleras del edificio para buscar la salida, iba repasando aquella conversación. Le había tranquilizado saber que Andrés se encontraba lejos del frente, aun a pesar de intuir los riesgos que podían entrañar sus nuevas actividades. Pero lo que no llegaba a entender era qué razones podía tener para estar jugándose el cuello en el bando franquista.

Las tareas de Zoe dentro del cebadero —dos naves desangeladas y apestosas donde los pobres animales eran hacinados para ser engordados hasta el sacrificio— consistían en supervisar la recepción de los animales cuando venían del campo, desparasitarlos y en general controlar su estado de salud. Pero además tenía que registrar todos los datos productivos de la estabulación, poniendo especial cuidado en conocer la velocidad de crecimiento, rebajar al mínimo el porcentaje de mortalidad y ser lo más eficaz posible en conseguir una óptima transformación de alimento en kilogramos de peso vivo. Un trabajo ingrato en un lugar deprimente.

Aquella mañana y después de sus dos entrevistas, andaba calculando las necesidades que iban a tener de grano y forraje para completar el mes, como también la mezcla ideal de ingredientes con la que optimizar el rendimiento de los terneros. Lo hacía en una improvisada oficina, al aire libre y en el extremo de una de las naves. Se encontraba al abrigo de una pajera y con un insistente coro de bramidos a su alrededor. A su lado tenía al responsable del cebadero, un joven con el que había congeniado desde el primer día. Su ayudante, un personaje tan enclenque que nadie entendía de dónde sacaba la fuerza para tumbar a aquellos animales de más de cuatrocientos kilos, la miraba de reojo, preocupado por las toses en los recién llegados.

—Señorita.

Zoe dejó de escribir y esperó a que hablara.

—Dime, Evaristo.

—Se trata de los nuevos. Tienen muchos mocos.

—De acuerdo, en cuanto termine con esto les echo un vistazo. ¿Habrás anotado bien todos los pesos, verdad? —El chico y tres obreros más acababan de hacer pasar a cien terneros por una báscula antes de mandarlos al matadero.

—Sí, señorita. Se lo he dejado apuntado en el cuaderno.

Lo que llamaba cuaderno en realidad era un puñado de papeles de variopintos tamaños unidos por una esquina con una pinza de la ropa, casi siempre manchados y con restos de mejor no preguntar qué, en donde se registraba a diario cualquier incidencia de la explotación. Papel que Zoe recogía para pasarlo a limpio en un libro mayor, que al finalizar cada mes iba a tener que revisar con un oficial alemán. Los terneros no es que tuvieran mocos, es que de sus ollares surgían auténticas cascadas. Zoe entró con unas botas de caucho al interior del último departamento en que estaba dividida la nave y paseó entre ellos. Los animales, poco acostumbrados a su presencia, se apartaban temerosos. Pero no le hizo falta verlos muy de cerca. Estaba claro lo que tenían y el tratamiento también.

—Evaristo, prepara un cóctel con dos partes de alcanfor por una de creosota, y le añades una de sulfaguacayolato de potasa. Dáselo durante dos días.

El aperitivo con Julia fue más breve de lo deseado. Apareció tarde, con gesto preocupado y ojos de haber estado llorando. A Zoe no le sorprendió el aspecto de su amiga. La noticia de la boda sorpresa le había caído como una losa nada más llegar a Burgos. Había algo claramente ominoso en aquel hombre. Pidieron soda y unas patatas. Cuando les trajeron la consumición Zoe decidió ir al grano.

—¿Qué ha pasado? ¿Habéis vuelto a discutir?

—Zoe, creo que no sé quién es Oskar. Cada día compruebo que me oculta más cosas. Al día siguiente de la cena le saqué el tema de su amistad con Göring, pero me lo negó con un convencimiento que no te puedes hacer idea. ¿Tengo que creerle? ¿Por qué se iba a inventar una cosa así aquel hombre? Me siento engañada. Ayer también me negó su participación en el bombardeo de la ciudad de Guernica después de haberle dado mi opinión sobre aquella barbarie. Pero esta mañana, cuando me he cruzado con uno de su escuadrilla, menos precavido que mi marido, no ha hecho más que elogiar la actuación de Oskar en aquella operación explicándome todo tipo de detalles. —Se mordisqueó el labio sin poder evitar que le temblaran las manos.

Zoe se vio tentada a hablar, a revelarle uno a uno los motivos de sus objeciones contra Oskar, la coacción que ejercía sobre ella a causa de su padre, y hasta se vio decidida a sumar a lo anterior las ganas de escapar de Burgos, de toda aquella farsa de paz teñida con la sangre de otros. Pero en ese momento le pareció inconveniente y ventajista.

—¿Por qué no te vas una temporada con tus padres? A lo mejor lo que necesitas es tomar distancia para poder ver con claridad. No hay nada irremediable, Julia. Es tu vida. Tuya, ¿entiendes? Si descubres que te has precipitado con la boda, no temas dar un paso atrás. Yo voy a estar aquí para apoyarte.

—Quizá tengas razón… Pero ha surgido una complicación: estoy embarazada.

Zoe le cogió las manos sin saber qué decir. En cualquier otro momento la hubiera felicitado, se hubieran abrazado y reído de pura alegría, pero después de lo que acababan de hablar, no sabía cómo explicarse.

—¿Cómo ha reaccionado él?

—No lo sabe… No me apetece decírselo, Zoe. ¿Hago bien?

—Acabará notándotelo… ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé.

 


IV

Aeródromo de Gamonal

Burgos

17 de junio de 1937

 

 

Wolfram von Richthofen quiso estar presente en la última reunión con los setenta y dos pilotos de las seis escuadrillas que la Legión Cóndor tenía destacadas en Burgos, tres de bombarderos y otras tres de cazas, antes de lanzar el que esperaban fuera último ataque a Bilbao.

El Cinturón de Hierro, que hasta entonces había protegido la ciudad, estaba siendo bombardeado desde hacía veinticuatro horas por ciento cuarenta y cuatro unidades de artillería. Y las brigadas navarras estaban empezando a penetrar por los barrios periféricos de la ciudad, después de haber tomado las poblaciones altas de la ría, entre ellas Guecho y el barrio de Algorta.

Oskar Stulz, piloto de combate de la segunda escuadrilla J88, denominada sombrero de copa, atendía junto a sus diez compañeros las explicaciones del jefe del Alto Estado Mayor de la aviación alemana, Von Richthofen, a cargo también de la nacional y la italiana. Pero a cada poco se le iba la cabeza y revivía lo que había sucedido la noche anterior. Hizo girar la alianza en su dedo recordando cómo le había abierto la mejilla a Julia con ella, harto de sus suspicacias, de la distancia física que le había impuesto en las últimas semanas y de no haber dejado de discutir un solo minuto durante toda la cena.

—Ahora son las seis y media de la mañana. En tres horas necesitaremos que estéis en formación de combate para comenzar el ataque a la ciudad de Bilbao. Tenéis que evitar edificios civiles, tan solo los que os hemos marcado en vuestros planos; memorizadlos. Así mismo, deberéis obviar las industrias que rodean la ciudad, como las que discurren a lo largo de su ría, dada su importancia estratégica, según se nos ha indicado desde el Gobierno de Burgos. Al habernos hecho con el control del aeródromo de Sondika, no será necesario llevar depósitos de combustible extra como en anteriores expediciones, ya que dispondremos de munición y combustible allí mismo. Pasados los primeros ataques y en cuanto veáis avanzar a la infantería y a las unidades de tanques por la ciudad, las escuadrillas J88 adelantaréis vuestra posición a las afueras, en dirección Santander, para neutralizar su huida. Si antes de ello sois capaces de hundir unos cuantos barcos que con toda probabilidad tratarán de escapar, lo valoraré muy especialmente.

El hombre recorría de un lado a otro los escasos veinte pasos que separaban las dos paredes del barracón donde se habían reunido. Llevaba las manos a la espalda, y de vez en cuando se detenía a señalar algo en el plano de operaciones que había colocado sobre un atril.

Oskar admiró su autoridad y su verbo.

A veces se imaginaba desempeñando el papel del general Von Richthofen, y se veía perfectamente capacitado para ejercerlo. Localizó a su geschwaderkommodore sentado dos filas más adelante. Como máximo responsable de los treinta y seis pilotos que volaban en el ala de combate J88, Hubertus Merhardt von Bernegg no se había ganado la confianza del grupo. En opinión de Oskar, no era más que un mediocre.

Una vez terminó la arenga de Richthofen, se separaron por unidades. Las tres escuadrillas de cazas se mantuvieron en el mismo barracón para recibir órdenes más específicas por parte de Von Bernegg, mientras veían salir a las otras encargadas de los bombarderos.

—Espero que mi mecánico haya podido resolver el problema que tengo con una de las ametralladoras del avión, se me encasquilla con demasiada frecuencia —comentó Oskar con el compañero de su derecha, observando el plano de la ciudad de Bilbao y la ubicación de los edificios marcados. En su avión no llevaba bombas, como era el caso de los Junkers o los Heinkel a los que escoltarían, pero con sus balas de siete con noventa y dos milímetros podía volar depósitos de combustible, ametrallar trenes, estaciones eléctricas y barcos.

Volvió a pensar en Julia y se le inflamó tanto el ánimo que golpeó la silla vacía de delante haciéndola saltar por los aires. Lo miraron todos sin entender qué le pasaba, pero no hizo ningún comentario, volvió a mirar el plano de la ciudad y fijó tres de los objetivos marcados para vaciar los cargadores a gusto. Tenía en el timón de su avión ocho marcas blancas, una por cada caza enemigo derribado, y tan solo doce horas antes había hecho pintar la última al haber aniquilado en el aire a un Polikarpov I-16, sin duda el mejor caza que tenía la aviación republicana y el que más le motivaba, dada la dificultad de su combate. «Qué extraño contrasentido —pensó—, todo un as de los aires que vuelve a casa orgulloso de su hazaña, pero incapaz de manejar a una mujer caprichosa y absurda.» La voz de su superior lo devolvió a la realidad.


Date: 2015-12-24; view: 560


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