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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 13 page

—¿A quién te refieres? —comentó llena de curiosidad.

—A Anselmo Carretero.

—¿Anselmo? —Arqueó las cejas perpleja—. ¿De qué conoces tú a Anselmo? ¿Está en Francia?

Ya en la carretera, Andrés le explicó la importante responsabilidad que su amigo tenía dentro de los servicios de espionaje republicanos, y desde cuándo trabajaba para él.

—Nunca lo hubiera imaginado en ese puesto, ni a ti colaborando con él.

Circularon en silencio durante un rato, Zoe había quedado enredada en sus propios pensamientos. Le vino a la mente el misterioso veterinario alemán y su extraña petición de auxilio. Tal vez su hermano con todos sus contactos en inteligencia supiera qué hacer. A ella ese tema la sobrepasaba, lo recordaba a menudo, pero en ese momento tenía muchos frentes abiertos y se sentía incapaz de involucrarse en algo así.

Estaban atravesando Valladolid cuando le contó la cena en casa de su amiga Julia, y cómo Luther le había confesado en secreto su voluntad de desertar y los motivos que tenía para hacerlo.

—Interesante… Muy interesante. Por lo que dices, ese hombre debe de manejar mucha información sobre la situación en Alemania. Estoy seguro de que a Anselmo le va a gustar la idea. ¿Y dices que tiene que volver a Burgos dentro de pocas semanas para recoger unos perros y llevárselos en un avión de vuelta? Ya… Deberíamos pensar algo. —Al mirar por el retrovisor comprobó que el coche que los seguía llevaba más de cien kilómetros sin separarse de ellos—. Y tendremos que encontrar el modo de comunicarnos tú y yo una vez que haya hablado con Anselmo y sepamos cómo operar. Hay quien usa los periódicos para incluir mensajes encubiertos en la sección de anuncios por palabras, pero me resulta demasiado evidente. Y me temo que como estoy vigilado, necesitaremos extremar las precauciones. En Biarritz se escucha bastante bien Radio Castilla y Radio Nacional. Podrías hacerme saber el día de llegada de ese veterinario alemán a través de una de esas emisoras.

—¿Cómo? —Zoe no conocía el procedimiento.

—Contrata un anuncio, por ejemplo el de una ficticia boda dentro de la sección de sociedad, y haz que lo repitan tres o cuatro días seguidos. De ese modo tendré la seguridad de escucharlo. Y para nombrar a los hipotéticos novios utiliza los de nuestros padres.

—Me gusta la idea; es sencilla. Pero una vez puesto el anuncio, ¿cómo sabré qué tengo que hacer después? ¿Cómo me harás llegar tu información?

—Luego lo vemos, canija. Ahora no es el momento, entre otras cosas porque me he de concentrar en los que nos están siguiendo.

Tiró el cigarrillo por la ventana y le pidió que se agarrara fuerte.



Sin haber terminado la última palabra pisó el acelerador a fondo y empezó a tomar distancia con el otro automóvil, pero no la suficiente. Aquellas carreteras de Castilla eran tan planas que no había modo de escabullirse. Por eso, cuando vio en un mojón los veinte kilómetros que los separaban de Tordesillas, Andrés decidió entrar en su núcleo urbano para intentar despistarlos. Estaba obligado a proteger la identidad de Zoe como fuera, y aquella podía ser su única oportunidad.

A mitad de la arteria principal del pueblo, giraron a la izquierda a una velocidad completamente desaconsejada. Como no se lo esperaba, Zoe se golpeó la cabeza con la ventanilla y dudó si no iba a salir disparada en una de esas. Para evitar nuevas sorpresas se agarró con fuerza al asiento.

—En el lateral de tu puerta encontrarás una pistola, ¿sabes usarla?

Zoe tocó el frío metal.

—¿Recuerdas al novio de Rosa, a Mario?

Giraron a la derecha, y poco después a la izquierda por una estrecha calle, pero Andrés comprobó que también lo hacía el otro coche.

—¡Coño, no nos despegamos de ellos! —Bajó una marcha y ganó velocidad en un entorno urbano de enorme estrechez—. Claro que me acuerdo de ese mierda.

Zoe le puso al corriente de su rocambolesca huida de Madrid, y cómo en la cara norte de Navacerrada, tras un accidentado descenso a la carrera en busca del lugar donde la estaban esperando para ser rescatada, había tenido que defenderse de él.

—Lo maté, Andrés. Tuve que matarlo. —La cabeza reventada de Mario aún la perseguía—. Me creía incapaz de hacer algo así.

—Era basura, Zoe. Olvídalo. El mundo no ha perdido gran cosa.

Entraron en una plaza donde Andrés localizó una cochera abierta, calculó el tiempo de que dispondría hasta ver aparecer el otro automóvil y se decidió.

—Nos vamos a meter ahí. En cuanto frene sal corriendo a cerrar la puerta de tu lado. Yo haré lo mismo con la mía, y después busca el mejor escondite que puedas. Y ahora pásame la pistola.

El coche entró disparado, Andrés tuvo que dar un volantazo para evitar estrellarse contra un carromato que desde fuera no habían visto. Lo golpeó de lado, clavó los frenos y bajó corriendo para empujar las puertas del portón. Pesaban una barbaridad, pero aun así, Zoe, haciendo un tremendo esfuerzo, se encargó de la suya hasta que consiguieron cerrarlas. Andrés se quedó pegado a ellas, mirando a través de una rendija. Los vio entrar y salir de la plaza sin que reparasen en ellos. Zoe, resguardada tras un fardo de paja y sin mover un solo pelo, veía a su hermano apoyado sobre la pared y con la pistola preparada.

Cuando no habían pasado ni cinco minutos, se volvió a escuchar el sonido de un motor y una frenada. Zoe se agazapó aún más. Sentía una aguda tensión, pero no miedo; la presencia de su hermano le daba seguridad.

Andrés buscó algo con lo que atrancar el portalón. Localizó el palo de un viejo azadón y pudo pasarlo por las dos asas de la puerta a tiempo. Escuchó hablar a dos hombres, y al segundo cómo intentaban abrirla. Como se les resistían empezaron a patearla. Desde el otro lado de la cochera, su propietario entró a ver qué pasaba. Andrés no se dio cuenta, pero Zoe sí. Iba armado con una garrota y caminaba hacia su hermano con evidentes intenciones. Pensó a toda velocidad qué hacer. Si gritaba podía poner en aviso a los de afuera, por lo que decidió otra cosa. Salió de su escondite y corrió en busca de la espalda de aquel tipo. Cogió una piedra, acortó distancias, y cuando pudo alcanzarlo se la estampó en la cabeza. El hombre quedó noqueado en el suelo. Su hermano, al darse cuenta, le hizo un significativo gesto de aprobación con la mano y la animó a esconderse de nuevo.

Una vez fuera de peligro con las espaldas apoyadas sobre una bala de paja, recuperaron el aliento. Andrés tomó la mano de su hermana. Y habló despacio.

—Zoe, te estoy llevando a Salamanca…

—¿Papá?

—Ayer por la mañana. En cuanto me llamaron me subí al coche.

Zoe, rota de dolor, se tapó la boca con la mano. Aunque esperaba la noticia desde hacía meses, la tristeza no le permitió hablar. Incapaz de sobreponerse al agudo dolor que en ese momento sentía, recibió como único alivio las caricias de su hermano.

El recorrido hasta Salamanca no tuvo más incidentes. Pero aquella parada a mitad de camino los había retrasado más de la cuenta, por lo que cuando quisieron llegar al cementerio nadie los esperaba ya, ni siquiera el cura, solo un nicho sin nombre, recién sellado, donde según el encargado estaba su padre.

De pie, frente a aquella losa de granito, se miraron en silencio, acongojados.

Zoe dio dos pasos y besó la piedra con ternura, sintiendo un torbellino de sensaciones y recuerdos que la pena terminó ahogando. Después de recorrerla con sus manos, sin prisa, como si estuviera acariciando la cara de su padre, de su boca, de sus temblorosos labios solo salió una palabra, balbuceante, quebrada, con la que quiso resumir todo lo que le debía como hija: «gracias».

Andrés se acercó a ella y la abrazó en silencio.

En aquella reconfortante quietud, a pesar de su dolor e impotencia, sintieron que quedaba bien cerrada esa última etapa que todo hijo ha de cubrir con su padre, cuando en el sagrado deber de lealtad que se tiene hacia él le da entierro.

Dos horas después volvían hacia Burgos agotados de tantas emociones, pero con una agradable paz interior que despertó conversaciones plagadas de recuerdos de infancia y juventud, cuando todavía la familia la formaban cuatro.

A Andrés se le partía el alma solo de pensar en dejar sola a su hermana.

—¿Zoe, por qué no te vienes a Biarritz conmigo?

Ella tardó en contestar. Se preguntó qué estaba haciendo en realidad en Burgos, había deseado alejarse de aquella ciudad casi desde el momento mismo en que la pisó. Pero no podía abandonar a Julia, no ahora que estaba embarazada de ese nazi.

—Prometo que iré, pero más adelante. Ahora tengo asuntos que solucionar aquí.

—No lo demores mucho, por favor. Sería buena idea que te unieras a la huida del alemán, si es que conseguimos sacarlo.

Andrés quería dejar zanjado ese tema antes de que llegaran a la ciudad y se despidieran.

—Nos falta ver cómo puedo hacerte llegar mis mensajes… Piensa en algo que puedas necesitar de Francia que aquí no lo encuentres. No sé, quizá algo de ropa. —Lo descartó nada más proponerlo—. ¿Se te ocurre algo?

Zoe recorrió un día normal de su vida repasando todos los objetos que usaba, y al llegar al momento del cebadero se le ocurrió una idea.

—He sabido que los franceses están empezando a experimentar con un nuevo antibiótico que me gustaría probar: la penicilina. Podría ser la perfecta excusa para estar comunicados. Yo te pasaría por radio la fecha de la llegada de Luther, y tú me darías el plan de escape de Luther enviándomelo en un paquete con todos los botes de penicilina que me consigas a la dirección del cebadero. Tendríamos, por tanto, el vehículo con el que hacer viajar el mensaje, quedaría saber cómo disimularlo para que solo yo entendiera su significado.

A Andrés le pareció una excelente solución, y como estaba acostumbrado a manejar las técnicas de criptografía, al cabo de pocos segundos le propuso una fórmula.

—¡Usaremos los prospectos! Marcaré con unos diminutos puntos ciertas letras; uniéndolas obtendrás el sentido de la comunicación. Y en previsión de que pudiera caer en otras manos y lo descubrieran, vamos a ponérselo un poco más difícil: tendrás que leerlo en orden inverso. Solo así cobrará sentido.

—Perfecto, yo usaré la radio y tú las medicinas.

Andrés le pidió que se quedara con su pistola para que, llegado el momento, se la pasara al veterinario.

 


VII

Paseo del Espolón

Burgos

3 de julio de 1937

 

 

A la mañana siguiente de estar con Andrés, Zoe llamaba insistentemente a la puerta de casa de Julia Welczeck preocupada. Hacía dos semanas que no sabía nada de ella, tenía muchas cosas que contarle, y cuando había tratado de coincidir en alguno de los sitios a los que solía acudir a diario, nadie la había visto.

Una empleada del hogar abrió la puerta con gesto preocupado.

—¿Qué le ha pasado a la señora?

Zoe entró decidida.

—Se desmayó mientras hablaba con usted por teléfono. —La invitó a esperar en el salón hasta que el médico terminara de verla—. No sabemos qué le pasa, no quiere salir de su dormitorio y apenas habla.

Zoe preguntó si estaba el señor con ella. La empleada se lo confirmó antes de ofrecerle una taza de café.

—No, no tomaré nada. Pero dígame una cosa, ¿qué más me puede contar?

La mujer, que no tenía demasiadas luces, le explicó que llevaba varios días postrada, con un terrible dolor de cabeza y sin apenas comer.

Zoe se quedó pensando. Lo que acababa de oír no le gustaba demasiado, pero imaginó que se debería a su embarazo.

Al cabo de unos eternos minutos la empleada volvió a entrar para decirle que podía subir. Zoe lo hizo a la carrera, sin guardar ninguna formalidad. Cuando entró en el dormitorio vio a Oskar sentado en el borde del colchón con un gesto desencajado. Las cortinas estaban echadas y no había apenas luz.

—Supongo que tú lo sabías, claro… —Su tono de voz sonó severo.

—¿Sabía el qué? —Zoe besó en la frente a su amiga desde el otro lado de la cama—. Hola, Julia. ¿Cómo te encuentras?

—Bueno… —contestó de forma ahogada.

Oskar se levantó de la cama y la rodeó hasta llegar a donde estaba Zoe.

—¿Qué os ha dicho el médico?

—¿Qué va a decir? Pues que tiene todos los síntomas de una mujer embarazada de más de tres meses, y un marido que al parecer ha de ser el último en saberlo. ¿Te parece normal? —Le rechinaron los dientes, cerró los puños y golpeó el cabecero de la cama furioso.

—¿Por qué no te tranquilizas un poco? —Zoe se envalentonó—. A lo mejor deberías preguntarte por qué no te lo ha querido contar.

Julia intervino para evitar un enfrentamiento.

—Oskar, no me encuentro nada bien. Ya lo ves… Ahora no tengo fuerzas ni para discutir. Ya hablaremos después. ¿Podrías dejarnos un rato a solas?

El hombre refunfuñó, pero salió del dormitorio dando un portazo.

Zoe se sentó a su lado y Julia rompió a llorar desconsolada, empujó las sábanas, se bajó un poco el camisón y dejó al descubierto un importante moratón en uno de sus hombros.

—¿Qué significa eso?

Julia contestó ladeando la cabeza para que viera la herida de su mejilla.

—Sucedió hace dos semanas… Se puso como un loco sin que yo le hiciera nada. Fue horrible…

Zoe explotó llamándolo canalla y un par de imprecaciones más. Luego la recriminó por no haberla avisado.

—¿Has estado tragándotelo tú sola todos estos días? No me lo puedo creer.

—Me sentí tan mal que no quise que nadie me viera. Solo quería estar en la cama, llorando y a solas, tratando de entender por qué me estaba pasando todo esto. No sé qué hacer.

—¿Cómo que no sabes qué hacer? Tienes que abandonarlo, llama a tus padres y que vengan a recogerte. No tienes por qué aguantar esto. Te ayudaré.

Julia se secó las lágrimas con la sábana, suspiró y trató de explicarse.

—No estoy segura de que eso sea lo que quiero. Zoe, ¿sabes qué pasa? Que lo amo, todavía lo amo demasiado para separarme de él. Puede estar pasando por un momento de excesiva tensión, ya sabes, y quizá su trabajo le esté afectando más de lo que es capaz de resistir. Creo que debo darle una oportunidad.

—Te equivocas. Si lo ha hecho una vez, si ha sido capaz de pegarte, puede repetirlo.

—No lo creo. Estoy segura de que volverá a ser el de antes.

Zoe se reconcomió por dentro sin entenderla. Odió a Oskar con todas sus ganas, pero se dio cuenta de que no iba a convencerla.

—Prométeme que me avisarás si vuelve a pasar.

—Tienes mi promesa.

Sobre la mesilla había una carta abierta que Julia recogió para que la leyera.

—Es de Bruni.

—¿De Bruni? Adelántame qué cuenta.

Julia le explicó que había empezado a trabajar en unos laboratorios mejicanos de nombre Biofarma junto a Maruja Roldán, otra de sus compañeras de carrera.

—¿Y se puede saber qué hace Maruja en México? —La última vez que la había visto había sido en casa de los Gordón Ordás el mismo día del alzamiento.

—Por lo visto se casó con Sigfrido en Valencia hace unos meses.

—Me alegro por ella, es una chica estupenda.

En aquella carta, Bruni contaba que Sigfrido la había enviado con sus padres al temer por su seguridad en España, dado que él se había alistado y le tocaba ir al frente en breve. También explicaba que su padre estaba tratando de montar un laboratorio veterinario para acoger a los colegas que huían de la guerra, pero que todavía no lo tenía concretado.

Julia siguió relatando a Zoe algunos de los detalles de la vida diaria de Bruni, lo grande que era Ciudad de México y hasta una descripción de la casa donde vivían, como también un variado surtido de anécdotas sobre sus intentos de integración en los ambientes mejicanos.

—Pregunta muchísimo por ti. —Cerró los párpados agotada.

—¿Qué te pasa? —Zoe le acarició la frente.

—Creo que necesito descansar un poco. No te preocupes por mí, sabré cuidarme. De verdad. Vete ya. Si llegase a necesitarte, ten por seguro que lo sabrás.

Zoe le dio dos afectuosos besos y salió del dormitorio deseando encontrarse con Oskar para dejarle claro lo que pensaba de él, pero la empleada le explicó que había salido.

 


VIII

Cebadero de la Legión Cóndor

Burgos

15 de julio de 1937

 

 

Evaristo entregó a Zoe un paquete que había llegado a su nombre aquella misma mañana remitido desde Francia. Ella lo recogió con el corazón latiendo a toda velocidad, pero hasta que no se quedó sola no lo abrió. Externamente mostraba evidencias de haber sido inspeccionado, pero al no haber tenido noticias de los servicios de seguridad de la Secretaría de Guerra, entendió que no habrían sido capaces de detectar nada extraño en él.

Siete días antes había contratado en radio Castilla el anuncio de un falso compromiso matrimonial, una vez Julia le había advertido que su marido esperaba la llegada de Luther para recoger los perros el día diecisiete. Su situación matrimonial no había mejorado nada, más bien iba a peor, pero Zoe no había conseguido todavía convencerla de que terminara con él.

Dentro de la caja encontró diez estuches de penicilina. Buscó en uno de ellos el prospecto y revisó detenidamente el texto sin ser capaz de ver ninguna marca ajena a la imprenta. Probó con los demás, y en el quinto aparecieron. Recordó cómo tenía que hacer, invirtiendo el orden de las letras, y en un papel fue anotando palabra a palabra hasta que vio completado el mensaje que le enviaba Andrés. Al leerlo, se quedó petrificada. La táctica que habían ideado para que Luther escapara era sencilla de entender, pero entrañaba una enorme dificultad. Y ella, después de haberlo pensado bien, había tomado la firme decisión de acompañarlo.

Terminó toda la faena que tenía pendiente en el cebadero, y cuando vio que eran las siete decidió regresar a casa. Se metió el prospecto en un bolsillo de la chaqueta para destruirlo, y se despidió de Evaristo mientras este terminaba de dar de comer a los terneros.

Un par de horas después, en la tranquilidad de su salón y con una copa de vino en la mano, quemó la prueba, y a continuación empezó a pensar en las dos complicadas jornadas que tenía por delante. Se suponía que Luther aterrizaría al día siguiente por la mañana en Gamonal, y que volvería con los alanos, ya de noche, con idea de quedarse a dormir en Burgos. Julia le había explicado que su marido pretendía recogerlo en cuanto pisara suelo español para llevárselo directamente hasta Balmaseda. Luther iba a dormir en las dependencias del Alto Estado Mayor de la Legión Cóndor, así que sería imposible contactar con él por la noche. La única opción era acudir a primerísima hora de la mañana al aeródromo de Gamonal. Como los perros iban a pasar la noche en uno de los hangares a la espera de su embarque, era de suponer que Luther acudiera antes o después para verlos y dar su aprobación antes de meterlos en el avión.

Con aquella difícil coyuntura, las posibilidades de éxito parecían reducidas, pero no imposibles. Si conseguía llegar muy temprano, Luther estaría a tiempo de poner en marcha el plan. Se puso el camisón y una bata de lana para estar más cómoda, preparó algo de comer y encendió la radio. Pero por efecto del cansancio, terminada la cena, le vino el sueño estando en el sillón. Cuando tres horas después sonó el timbre de la puerta y miró el reloj de pared, al ver que faltaban solo cinco minutos para las doce, se sintió aturdida.

Preguntó quién era, y al escuchar la voz de Julia abrió de inmediato.

Julia entró desencajada con el pelo enmarañado y un pañuelo sobre los labios.

—Se ha vuelto loco, Zoe. Me va a matar… —Temblaba tanto que apenas podía hablar.

Zoe la sujetó y la ayudó a sentarse. Le apartó el pañuelo de la boca y vio el labio inferior partido. Un fino reguero de sangre resbaló por su barbilla.

—¡Hijo de puta!... Espera, Julia, no te muevas, voy a curarte eso.

Mientras iba a por el botiquín, Julia comenzó a hablar atropelladamente. Zoe desde el baño apenas podía entenderla, pero sentía cómo iba perdiendo el control, estaba aterrada. Corrió hacia el salón y la abrazó.

—Respira, Julia, respira… —La tomó de los hombros y ella misma comenzó a respirar profundo buscando calmarse y calmarla. Pero Julia necesitaba hablar, parecía incluso desorientada, la miraba sin verla.

—Empezamos a discutir otra vez, y cuando me harté de escuchar sus gritos, le dije que se había acabado y que me iba con mis padres. Entonces enloqueció. Dijo que me iba a matar y me pegó en la boca con tanta fuerza que caí al suelo. Luego empezó a lanzar golpes a ciegas, patadas… Salí corriendo, pero me perseguía como un animal, lo oía resollar detrás de mí como una bestia… y yo abrazaba a mi bebé… —Se agarró el vientre con la mirada perdida—. Estábamos solos, nos iba a matar. Me encerré en el dormitorio y lo esperé tras la puerta con el atizador.

A Zoe se le heló la sangre.

—¿Lo has matado?

—No. Pero quedó aturdido y escapé.

—Vamos a avisar a tus padres ahora mismo.

Julia, completamente aterrada, contestó con un hilo de voz:

—No hay tiempo… Tenemos que escondernos.

Tan solo una hora más tarde Oskar aporreaba la puerta de Zoe, pero como no le abrían reventó la cerradura de una patada. Entró furioso y recorrió la casa hasta el último rincón sin encontrarlas. De inmediato pensó en el cebadero, y como tampoco las encontró allí, decidió buscarlas en casa de algunos de sus mejores amigos. Empezó su particular ronda por cada uno de aquellos domicilios a tan intempestivas horas. Como no obtuvo la menor pista de ellas, en su desesperación preguntó en todos los hoteles y pensiones de la ciudad, donde tampoco consiguió nada. Parecían haberse esfumado.

* * *

En la madrugada del día diecisiete, no habían dado las seis de la mañana cuando dos mujeres y un joven estudiaban los últimos cincuenta metros que les faltaban recorrer para alcanzar la pared trasera del hangar C del aeródromo de Gamonal, desde un bosquecillo de abedules al que habían llegado momentos antes. Con el cobijo de la noche y agachados, fueron pisando por la hierba con extremo sigilo, mirando continuamente a cada lado, al ser conscientes de que en aquel tramo vigilado se lo jugaban todo. Delante de ellas iba Evaristo, el encargado del cebadero, que de forma desinteresada había acogido en su propia casa a Zoe y a Julia. A menos de un metro del hangar se tumbaron y se taparon por entero con unas mantas oscuras, a la espera del paso de una patrulla de soldados a los que habían visto hacer la ronda cada diez minutos.

—Les… abriré la puerta y me voy. Mucha suerte —susurró el joven.

Zoe buscó su mano y se la apretó agradecida.

—Nos has salvado la vida. Que Dios te lo pague.

El joven, que era diestro en el uso de las ganzúas, se levantó corriendo, localizó la cerradura de la puerta y la manipuló sin encontrar en ello demasiadas dificultades. Cuando terminó, como era poco amigo de las despedidas, se dio media vuelta y rehízo el camino hacia la arboleda.

Zoe destapó la manta.

—Entraré yo primero para estudiar la situación, y en cuanto vea la oportunidad te aviso —le indicó a su amiga.

Empujó la puerta y al asomar la cabeza su mirada se cruzó con la de un perplejo soldado que de primeras no entendió qué hacía aquella mujer allí. Zoe sacó la pistola de su pantalón tan nerviosa que se le cayó al suelo, oportunidad que el vigilante aprovechó para desenfundar la suya y apuntarle.

—¡Estate quietecita! —Lanzó una patada al arma de Zoe—. Veamos qué piensa mi superior de todo esto…

La agarró con brusquedad del brazo y empezó a tirar de ella para que su comandante decidiera qué hacer. Zoe se resistía a caminar, pero la fuerza del hombre contrarrestaba cualquier intento de escapada. Miró hacia atrás. Como la puerta del hangar se había quedado abierta vio aparecer a Julia armada con una pistola tras sus pasos. A pesar del pavor que reflejaba su cara, al haber presenciado la captura de su amiga, era consciente de que su suerte dependía de la determinación que pusiera.

—¡O la suelta ahora mismo o disparo! —le gritó al soldado.

Zoe le brindó un gesto de apoyo, pero el hombre no pareció sentirse demasiado intimidado al ver de quién partía la amenaza. Se volvió y fue hacia ella decidido a arrebatarle al arma.

—¡Dispara! —exclamó Zoe.

Julia sintió tan agarrotados sus dedos que no acertó con el gatillo y tampoco tuvo tiempo de reaccionar antes de que el tipo se hiciera con su pistola. Zoe trató se zafarse, pero no lo consiguió. Sin embargo, en ese preciso momento hubo algo que llamó su atención. Por la puerta entró un perro a toda velocidad. Su aparición fue tan inesperada que apenas pudo reconocerlo. El animal se abalanzó sobre la pierna del incrédulo soldado y le clavó los colmillos con tanta decisión que el muchacho, por apartarlo, soltó a las dos mujeres. La impresión de Zoe al reconocer a Campeón fue tan intensa que se quedó paralizada en un primer momento, hasta que vio cómo el hombre en respuesta al ataque estaba tratando de ahogar a su perro. Recogió la pistola del suelo y le golpeó en la cabeza con todas sus ganas. El tipo perdió el conocimiento y Campeón lo liberó de la mordida. Miró a su ama y se lanzó a ella con una desbordante alegría.


Date: 2015-12-24; view: 520


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