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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 5 page

Hacía su trabajo motivado por el chantaje a que estaba siendo sometido. Porque era consciente de que, si escapaba, erraba deliberadamente alguno de los pasos que estaba dando, o incumplía con sus objetivos, su mujer podía ser ejecutada.

Aquella gélida mañana de diciembre la taza de café estaba ejerciendo de segunda calefacción para sus manos mientras escuchaba a Stauffer.

—Acabo de recibir carta del director de Dachau, ya sabes, el tal Theodor Eicke. Nos agradece el envío de los últimos perros. —Siguió leyendo en voz baja a la vez que mojaba una pasta de chocolate en su humeante taza—. Dice que necesitará otros cincuenta pastores alemanes para cubrir las ampliaciones que han hecho. —Se retiró las gafas, las apoyó sobre la mesa y miró a los ojos a Luther—. ¿Qué le puedo contestar?

—Que se los pida a Heydrich, y si se lo autoriza cambiaremos la programación de entrega de los demás campos, cosa que dudo teniendo en cuenta la vehemencia con la que nos exigió el cumplimiento de los plazos.

—No creo que lo acepte.

—Pues eso.

Adolf rellenó las dos tazas con más café y preguntó por Katherine. Era un incómodo tema de conversación, pero llevaba un tiempo sin hacerlo.

—Desde la última carta de octubre, no he recibido ninguna otra noticia. Es desesperante… —Sus ojos azules buscaron la mirada de Stauffer—. Tú que eres tan amigo de esas sabandijas podrías averiguar dónde la tienen y cómo está.

Adolf se separó la camisa del cuello metiendo un dedo entre medias, incómodo por su comentario.

—Me comporté mal contigo, es cierto, pero ya te lo reconocí hace meses. Estaba siendo sometido a una insoportable presión que…

—Que te llevó a pisotear a tus amigos.

—O a protegeros a todos. Pero, bueno, eso es parte del pasado. Sabes que con lo de Katherine estoy de tu lado.

Luther dudó si no volvería a hacer lo mismo de verse presionado por el partido. Pero decidió no ensañarse.

—Ayer también llamó tu fan, Von Sievers. —El comentario amargó el sorbo de café que acababa de dar Luther—. Perdona, era una forma de decir. De sobra sé lo que piensas de él.

—¿Qué quería esta vez?

—Saber si ya pueden ver algún perro que empiece a parecerse al bullenbeisser —contestó Adolf, rebuscando algo entre sus papeles.

—Todavía no —contestó tajante—. ¡Ya me gustaría! Sería el salvoconducto de mi esposa.

Adolf encontró una anotación en un trozo de papel.

—Este es el nombre que me dio: Oskar Stulz, si…

—¿Quién es ese?

—Según me contó, se trata de un buen amigo de Göring destinado en España. Hasta ahí, una buena carta de presentación. Pero, además, parece ser que es un tipo muy aficionado a la caza y un experto en bracos. Por boca de Sievers también supe que hace un tiempo recibió, como embajada de su poderoso amigo Göring, la directriz de buscar por aquel país algún especialista en genealogía canina para descubrir qué razas españolas podían provenir de alguna alemana.



—Será otro maldito SS. —Luther se retorció un labio entre los dientes.

—También lo creo yo. Pero por lo visto ha encontrado una raza con un alto porcentaje de similitud con una de las nuestras. ¿Vas viendo por dónde van las cosas?

—Me va interesando más, sí. Sigue.

—El tal Oskar Stulz no había sabido nada del proyecto bullenbeisser, y su dedicación respondía exclusivamente a un favor personal pedido por su amigo Göring. Aunque, según Von Sievers, ahora ya ha sido informado de todo.

—¡Dime de una vez qué ha encontrado! Por favor.

—Te lo contaré en un minuto, pero para tu satisfacción, el descubrimiento de Stulz tiene que ver con un animal y una raza a la que tú habías llegado también indirectamente, o así se lo hiciste ver a Heydrich cuando hablaste con él en su despacho. ¿Lo recuerdas? Porque él sí.

Luther hizo memoria de aquel nefasto día, cuando mataron a su antiguo compañero de partido en Dachau, poco después de la entrevista. Pensó en lo que había hablado con Heydrich, y recordó de repente un detalle que le contó cuando repasaba las posibles siembras por el mundo de la sangre bullenbeisser.

—Le hablé de un grabado del pintor español Goya.

—Por ahí vamos bien. Y ¿por qué lo sacaste en la conversación?

—Porque los perros que aparecían en una de sus pinturas, una que plasmaba una antigua corrida de toros, se parecían muchísimo a los bullenbeisser.

—Son alanos. —Adolf pronunció el nombre de la raza en tono triunfal.

—¿Alanos? —Luther volcó su taza sobre la mesa, por suerte ya vacía—. Conozco poco esa raza, pero creo recordar haber leído que en efecto proceden de aquellas tribus germánicas que invadieron España durante el primer milenio, la de los alanos. Sin embargo, los imaginaba extinguidos en fechas cercanas a cuando Goya los pintó.

—Pues el tipo ese los ha localizado. ¡En España hay alanos!

—Esa puede ser —Luther no terminaba de creérselo— la sangre que me faltaba; el cruce definitivo. Con ellos en Grünheide podríamos fijar definitivamente la raza del bullenbeisser. Es… es… Sería un milagro si ese hombre se hiciera con algunos ejemplares.

—Se lo diré a Von Sievers. Pero no creo que lo tengamos muy fácil dada la situación de guerra en España. Stulz es piloto de la Legión Cóndor y supongo que estará haciendo sus gestiones, pero no sé nada más.

—¡Excelente noticia! —exclamó con un gesto emocionado—. Buscaré en los tratados que recibí desde Wewelsburg. Recuerdo uno donde se hacía referencia a esa raza. Y después, realizaré unos cálculos genéticos. —Se levantó de la silla—. Si me necesitas, estaré en mi despacho.

Durante las dos horas siguientes, Luther estuvo enclaustrado volando entre papeles, grabados y libros antiguos. Aquella revelación podía acelerar el final de su martirio, y por eso le había cambiado hasta el ánimo. Ni él mismo se reconocía, canturreando mientras revisaba sus análisis estadísticos y les añadía esa nueva impronta genética derivada del alano español, otro mito como el bullenbeisser, pero en este caso vivo.

Cuando sonó la puerta insistentemente, imaginó que se trataría de su jefe Adolf Stauffer, pero se equivocó de lleno. Tras ella lo esperaba una desagradable sorpresa llamada Eva Mostz, y justo detrás, otra mucho mejor e inesperada: su mujer Katherine.

Se lanzó a abrazarla emocionado, pero ella lo recibió como a un extraño. Al buscar el porqué en sus ojos, no encontró nada, tan solo una lágrima solitaria que resbaló por su mejilla, y una boca muda y sin expresión.

—¿Katherine? —La tomó de los brazos completamente aturdido y preocupado por su extrema delgadez.

—No esperes mucho de ella —intervino Eva.

Luther la miró sin disimular su odio.

La nazi se sentó en una esquina de su mesa de trabajo, se retiró el abrigo y lo hizo volar hasta que cayó encima de una silla. Cruzó sus largas piernas bajo una ceñida falda roja, luciendo medias de seda y zapato fino, se desanudó un pañuelo de cuello, e hinchó el pecho bajo un ajustado pulóver.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué significa? —preguntó Luther, sin dejar de mirar a Katherine. No entendía qué le impedía hablar y el porqué de su estado de absoluta ausencia.

—Podías agradecerme primero habértela traído. Tampoco es que esperase de ti un sentido «gracias», pero no sé… Bueno, si me pones un café, no te lo tendré en cuenta.

Con un dedo, Luther señaló una cafetera y un pequeño fogón en una esquina de su despacho. Eva no se quejó de su descortesía y se dispuso a usarla. Él ayudó a sentarse a su mujer y besó su frente sintiendo sus propios latidos. Volvió a preguntarle qué le pasaba, pero no abrió la boca.

—Por Dios, pero ¿qué le habéis hecho?

Eva volvió con la taza, la dejó sobre la mesa y recuperó su anterior posición.

—Entiendo tu inquietud, pero no puedo darte demasiada información, me lo tienen prohibido. Y además, con toda sinceridad, no conozco su caso. —Probó el café dejando una señal de carmín en la taza.

Luther se revolvió en la silla. Necesitaba saber.

—¿La habéis drogado?

—No, para nada. Como te dije en Inglaterra, no volverías a tener a Katherine hasta que viéramos una aceptable evolución en tu trabajo. Tan solo sé que ha estado viviendo en un centro especial para mujeres, pero puedo imaginar que debieron de verla más fuerte de lo que en realidad era y se les vino abajo, o muy abajo, como se ve. Ayer fui a recogerla, obedeciendo órdenes de mis superiores, y me la encontré así.

Sacó una pitillera dorada de su bolso, la abrió y se encendió un cigarrillo, le dio una larga calada y echó el humo sin prisa.

—¿Quién la debió de ver más fuerte? ¿Dónde ha estado exactamente?

—Eso no te lo puedo contar. Pero, aunque lo hiciera, ¿qué más te da ya?

Luther no pudo soportar ni un minuto más su estudiada frialdad ni su cruel distancia ante el dolor ajeno, y sin darle tiempo a reaccionar, inesperadamente se lanzó sobre ella, la tumbó sobre la mesa de su despacho y, rodeando su cuello con ambas manos, empezó a ahogarla.

—¡Me lo vas a contar todo o te mato aquí mismo! —gritó, con una ira desconocida en él.

Eva empezó a toser asfixiándose de verdad. Se retorció sin conseguir contrarrestar su fuerza, tratando de hacerse con la pistola que escondía en su espalda, bajo la falda. La enloquecida mirada de Luther hizo que temiera de verdad por su suerte. Pataleó con furia, viendo cómo se le iba la vida en pocos segundos si no conseguía detenerlo antes, pero una mano ajena lo hizo.

—Déjala.

Era Katherine. La violencia de su marido la había despertado de su mundo de silencios lo suficiente para pronunciar aquella sola palabra. Una palabra que le salvó la vida a Eva, quien nada más librarse de él le plantó su pistola en el pecho.

—Solo mereces que te lo reviente ahora mismo, pero no lo haré. —Con el cabello despeinado, la respiración agitada y los zapatos de tacón bien clavados en el suelo le miró a los ojos; los suyos estaban inyectados en sangre. Luego observó a Katherine y comprobó que había vuelto a su anterior estado—. Ella lo hará por mí. Ella reventará tu pecho o tu corazón, me da igual.

—¿Por qué no me dejas en paz?

Eva recogió su abrigo, sus cosas, y antes de salir se volvió.

—Contigo tengo un encargo y lo voy a cumplir.

 


IX

Ciudad Universitaria

Madrid

14 de enero de 1937

 

 

De los diez sabuesos que se había traído de Soria, Zoe decidió utilizar dos para cubrir una peligrosa misión que le había sido asignada directamente desde la Junta de Defensa, extrañada de que se hubieran saltado a Max, con quien solían hablar.

Su objetivo tenía que ver con las alarmantes bajas que se estaban produciendo en la zona universitaria, pero por causas diferentes a las habituales. Los nacionales habían sembrado de minas un ancho pasillo entre el hospital Clínico y el cerro de los Locos, y el lugar se estaba convirtiendo en un auténtico infierno.

En la periferia de Madrid las posiciones de uno y otro bando se habían estabilizado. Sin embargo, cada día se libraba una guerra de trincheras en un intento de ir ganando posiciones al contrario. Y bajo ese criterio, la estratégica ubicación del Clínico era vital para ambos dada la excelente visibilidad que el edificio ofrecía en un ángulo de casi doscientos grados. Por ese motivo los enfrentamientos armados se sucedían en sus inmediaciones. Ejemplo de ello habían sido los cuarenta legionarios de la IV Bandera que habían fallecido el día anterior a la llamada a Zoe, por la explosión de una potente mina de fabricación rusa colocada en el centro de su ala oeste, en este caso por parte de las milicias revolucionarias.

El problema para el bando republicano es que el enemigo había dejado otras tantas en su retirada, y que desde sus trincheras, con unos curiosos lanzaminas que acababan de venir de Alemania, les estaban disparando unos desconocidos dispositivos que se camuflaban bastante bien en el suelo y que explotaban al pisarlos.

Zoe sintió una profunda angustia cuando supo que la bandera de aquellos pobres legionarios fallecidos coincidía con la de Andrés, del que no había tenido noticias desde hacía cuatro meses. Aunque sabía que su trabajo estaba en África, cuando desde la Junta de Defensa le garantizaron que su nombre no estaba en la lista de fallecidos, respiró tranquila.

Entrada la noche Zoe llegó a las puertas del hospital. Se colocó un casco identificado con la cruz roja, unas botas recias, dos brazaletes con el símbolo de la institución y un chaleco pesadísimo que podría evitarle la muerte en el caso de una explosión fortuita. Antes de iniciar su tarea, dos unidades de milicianos y otras dos de guardias civiles habían peinado las trincheras del enemigo más próximas para evitar que desde ellas pudieran alcanzarla mientras trabajaba con los perros.

Serían las dos de la madrugada cuando Zoe agarró las correas de los sabuesos, recibió las últimas instrucciones por parte del comandante de la Guardia de Asalto al cargo de la operación, y tomó camino hacia la zona sospechosa. Lo hizo en dirección norte, escoltada por dos guardias de asalto bien armados.

—¡Tú haz lo que te ordene y no los molestes cuando trabajen! —advirtió a Campeón, con el que también había contado para la misión, al verlo gruñir a sus dos compañeros perrunos; dos machos que lo superaban en talla, fortaleza, mandíbulas, y desde luego en olfato.

Los sabuesos eran perros dóciles pero tozudos. Su capacidad de aprendizaje sin embargo era muy rápida, y poseían a su favor una increíble destreza olfativa que les permitía detectar ciertos olores a enormes distancias, olores incluso imperceptibles para otros muchos de su misma especie.

Soltó de la correa a sus dos rastreadores.

Con el morro a menos de un centímetro del suelo, los animales empezaron a barrer el terreno trazando arcos de unos cuarenta y cinco grados por delante de sus cabezas, algo que Zoe les había visto hacer cada vez que los ponía a trabajar. Tras ellos, brincando despreocupado, cuando no olfateándoles el trasero, lo que desencadenaba alguna que otra queja de los adelantados, iba Campeón. No tenía ni idea de qué estaban haciendo por allí a esas horas, tan a oscuras y en medio de una noche verdaderamente gélida. Sintió un respingo.

El suelo estaba muy duro en algunas zonas a causa del frío, y las botas de Zoe crujían al pisar los terrones de tierra, las ramas y algún que otro pequeño guijarro. Cuando llegó a una zona de trincheras, le impresionó su estampa. Al haber sido abandonadas con urgencia parecían estar todavía habitadas, con restos de comida, ropa, cajas, hornillos, revistas y hasta algún que otro fusil. Imaginó a sus ocupantes: hombres o incluso chiquillos, horas y horas allí metidos, sintiendo cómo la humedad se adueñaba de sus huesos y las ratas les comían el rancho. Con alguno que había conseguido hablar durante sus salidas nocturnas pudo conocer lo insufrible que resultaba una guardia dentro de ellas, siempre en espera de que pasase algo que no pasaba; cuando encender un cigarrillo se convertía en la mejor distracción, y las conversaciones de novias lo más interesante que les podía entretener en todo el día.

Zoe caminaba despacio, al ritmo que había enseñado a los perros, educados para ir cubriendo bandas de terreno de unos dos metros de ancho antes de avanzar a las siguientes. En su bolsillo llevaba unas tiras de panceta seca con las que premiaría sus hallazgos. Escuchó una fuerte explosión a cierta distancia, y a continuación una ráfaga de ametralladora y disparos sueltos. Al no saber calcular distancias, se echó cuerpo a tierra para evitar la sorpresa de una bala perdida. Y solo cuando volvió el silencio, se reincorporó y miró por los alrededores para localizar a sus tres canes. Pero no vio a ninguno.

Empezó a ponerse nerviosa.

Usó un silbato especial que colgaba de su cuello. Pero tampoco los vio aparecer.

El trabajo del perro antiminas era uno de los más complicados que había aprendido en Vevey, porque el animal tenía que reconocer el olor del explosivo enterrado bajo tierra, pero evitando ponerse encima para que no le explotara. Otra de las peculiaridades de su tarea era que tampoco podían ladrar para dar aviso cuando encontraban algo. Porque en guerra de trincheras cualquier francotirador podía detectarlos y terminar con ellos. Por eso, era muy importante que el adiestrador estuviese siempre cerca y atento a su reacción cuando localizaban el explosivo: la de quedarse sentados mirando a su amo. Como todo eso lo sabía demasiado bien, Zoe estaba preocupada. Los perros se cansaban si pasaba demasiado tiempo sin recibir el premio, y se corría el riesgo de que abandonaran la postura y se pusieran a caminar cerca del explosivo.

Agudizó su oído al escuchar un sonido extraño al otro lado de una loma, lo puso en aviso de la pareja de guardias y los esperó retrasada.

—Señora, venga rápido —la llamó uno a los pocos minutos.

Zoe corrió hacia ellos con aquel enorme casco que se le movía para todos lados algo desconcertada, hasta que miró a donde le indicaban. En ese momento su corazón se le partió en dos. Se trataba de Campeón. Había recibido una bala y estaba tumbado y temblando, con la mandíbula apretada y salivando con profusión. Su mirada expresaba verdadero pánico. Al observar que la herida era bastante superficial respiró más tranquila, aunque sangraba bastante. Se arrodilló a su lado y lo vendó con rapidez.

—Pobrecito mío. Me quedaría contigo hasta que estuvieras bien, pero he de ir a ver qué hacen los sabuesos. Lo siento, no puedo dejarlos solos, no en este momento. Así que tendrás que quedarte aquí, no ladrar, y esperarme hasta que vuelva a recogerte.

El perro recibió sus palabras asustado, apoyó la cabeza en el suelo con resignación y se quedó mirando a un punto indeterminado. Zoe hizo una señal a los guardias para que fueran a buscar a los otros animales y usó una vez más el silbato para atraerlos, pero no consiguió nada. En realidad, podía ser una buena señal; si no se movían seguramente es que habían encontrado algo. «Pero ¿dónde están?», se preguntó, a un paso de sufrir un ataque de desesperación.

Siguieron caminando en línea recta salvando los desniveles del terreno, hasta que alcanzaron el alto de una colina. Desde ella, y a cierta distancia, vislumbraron bastantes fogonazos de disparos que parecían provenir de la cuesta de las Perdices. Zoe sintió miedo. Esa era la guerra de verdad. Una noche más estaba tan cerca del frente que en cualquier momento podía recibir un disparo, como le había pasado a Campeón, o saltar por los aires con alguna de esas minas que buscaba. Sin embargo, la consciencia del riesgo no terminaba de vencer su determinación de ayuda, pues se sentía compensada cada vez que cruzaba su mirada con la de un hombre herido y desesperado. Cada noche, asistía al cruel espectáculo de la muerte, entre tanques y nidos de ametralladora, atendiendo a unos milicianos desahuciados que habían acudido con el pecho henchido de ideales, poca preparación militar y una boina bien calada.

Desde aquel promontorio uno de los guardias localizó a los dos perros. Estaban juntos y sentados, echando la cabeza hacia los lados en busca de Zoe. Estarían a unos ciento cincuenta metros, a la entrada de un grupo de fresnos y por tanto posiblemente cerca de algún arroyo.

Los agentes le indicaron que fuera detrás de ellos, pisando sobre sus mismos pasos y todo lo agachada que pudiera. Zoe obedeció sintiendo sobre su espalda el efecto de las veinte horas que llevaba levantada después del interminable trabajo que le tocaba hacer cada mañana para adecentar el nuevo centro de la carretera de Vallecas.

Al llegar a donde estaban, los sabuesos empezaron a agitar la cola sin dejar de mirar el único objetivo que en ese momento les interesaba: los bolsillos del pantalón de Zoe y el premio que suponían dentro.

—¡Buenos chicos! —Les dio un pedazo de panceta a cada uno—. ¡Lo habéis hecho muy bien!

Orgullosa de ellos, se sentó sobre una rama baja, en uno de aquellos fresnos, para esperar al equipo de localización y extracción del explosivo. Aquel, sin duda, era el momento más delicado de todos. Porque los perros habían hecho su trabajo, pero al no conocer el emplazamiento exacto de la mina, cualquier imprudencia por parte de los especialistas, de los perros, o de ella misma, podía terminar en una desgracia. Mandó a los dos sabuesos que se quedaran quietos y pensó lo ajenos que eran al enorme drama que tantos y tantos hombres estaban padeciendo en aquella estúpida y brutal contienda. Ellos no habían sido creados para ir la guerra, como tampoco los hombres. Pero unos y otros, en aquel frío invierno de Madrid, estaban uniendo sus destinos para ayudarse y compensar los dramáticos resultados que producía.

Pensó en Campeón, vio cómo los equipos de desactivación empezaban a desenterrar la primera mina, y fue en su busca.

Campeón era su perro fiel, un perro de paz.

 


X

Ateneo Libertario de la Guindalera

Calle de Alonso Heredia, 8

Madrid

22 de febrero de 1937

 

 

Bajo ese pretencioso nombre, en aquel chalé bautizado como El castillo se libraba una batalla diferente a la que tenía lugar en las inmediaciones del río Jarama en aquellos días. En él se esquivaba la autoridad del Gobierno, se obviaban las directrices de los partidos republicanos, y la única consigna era aplastar con firmeza a los quintacolumnistas que desde dentro de Madrid colaboraban con las tropas de Franco.

Los milicianos anarquistas que lo habían constituido venían de haberse hecho grandes en la toma del Cuartel de la Montaña, y heroicos después de batirse contra un ejército profesional, entre peñascos, en la sierra del Guadarrama. Y ahora tenían como objetivo combatir al enemigo desde la retaguardia, a ese sinfín de individuos que seguían escondidos en sus barrios y casas luchando en secreto desde el interior de Madrid.

Pero no todos los que formaban aquel ateneo acudían a él para denunciar fascistas, desarmar complots, interrogar a sospechosos o incautar sus bienes; entre ellos había un segundo grupo denominado la escuadrilla de la venganza que no era sino una pavorosa colección de turbios personajes, en los que se concentraba lo peor de la condición humana; unos asesinos que operaban cada noche sin ley ni moral.

Unos y otros alimentaban finalmente a dos o tres checas, de las más de doscientas que había en Madrid, donde a los acusados se les terminaba de juzgar y casi siempre ajusticiar.

La cercanía del barrio de Salamanca con aquel ateneo, barrio al que tachaban de nido de fascistas, justificaba un abultado trabajo de investigación por parte de sus miembros. Entre ellos se daban todo tipo de profesiones, pero abundaban los porteros, verdaderas atalayas de observación sobre las casas de los sospechosos. Rosa había empezado a acudir empujada por su novio Mario, pero sin demasiada convicción. Le había recriminado que estaba viviendo ajena a la guerra y que la necesitaban. Por eso, dos de cada siete noches acudía a barrer y a adecentar aquella casa, al haberse negado a participar, como hacían otras, en el registro de domicilios denunciados a partir de los chivatazos que se recibían.

Sin embargo, veía cosas que no le gustaban.

No tenía estudios ni cultura, pero sí un concepto claro de lo justo y lo injusto. Y por eso, le parecía mal que los detenidos no tuvieran un trato digno antes de que se les mandase a las checas para ser juzgados. Había presenciado una excesiva violencia con ellos, y también era consciente de la escasa preparación jurídica de los tribunales populares que eran nombrados para juzgarlos. Pero lo hacía por miedo, por miedo a un Mario al que veía cada vez más extremista.

Aquel lunes veintidós de febrero, cuando entró en el chalé de la Guindalera, apreció un especial revuelo.

Acababan de traer a una familia entera, a un matrimonio y a sus cinco hijos, el mayor de dieciséis años, acusados de estar usando una emisora desde su domicilio de la calle Lagasca para comunicarse con el enemigo. Rodeados por dos decenas de milicianos, a casi todos los conocía Rosa, los llevaban al antiguo comedor de la casa, habilitado aquella noche de forma extraordinaria como sala de interrogatorios y juzgado. De los hijos, tres eran niñas de unos ocho, diez y cuatro años. Y si unas chillaban, la pequeña lloraba a todo pulmón. Los padres intentaban tranquilizarlas para evitar que alteraran a sus captores más de lo que ya estaban.

Decidió entrar a escuchar.

Antes de sentarse sintió un pellizco en el trasero y al volverse vio a su novio Mario.

—Esta noche no sé a qué hora llegaré, pero, aunque sean las cuatro, hoy no te libras… —Miró su escote con expresión hambrienta.

—¿De dónde vienes?

—De organizar con la cuadrilla la vigilancia de un tipo que nos ha encargado la Junta de Defensa: un suizo.

—Te lo he dicho muchas veces: me gusta muy poco esa gente con la que te juntas.

—Deja ese tema en paz y no me hagas enfadar.

Rosa refunfuñó con su comentario, pero al ver entrar a la familia su atención se dirigió a los niños por los que sintió lástima. No entendía qué cuentas tendrían que saldar delante del pueblo a sus edades. Los plantaron frente a la mesa del comedor, convertida ahora en mesa de justicia, presidida por un personaje muy popular en el ateneo por lo bien que contaba los chistes. Se llamaba Tasio.


Date: 2015-12-24; view: 548


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