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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 6 page

—Ese sabe de leyes lo que yo de medicina —comentó a Mario.

—Tampoco hace falta mucho para juzgar a esos traidores, pero Tasio estudió por lo menos un año de Derecho antes de abrir la chamarilería. No será mucho, pero más que tú y que yo, seguro… —Se fijó en el padre de la familia—. Mira cómo tiembla el jodido fascista ese.

—También lo harías tú si te vieras en su situación —repuso ella.

—A mí no me temblarían las canillas, te lo aseguro.

Uno de los vocales de la mesa pronunció los cargos sin mirar ni un solo papel.

—Se os acusa de espionaje y aquí está la radio que lo prueba. —Sacó de una bolsa una moderna unidad y la mostró a todos los presentes de forma victoriosa—. Y no digáis que no, porque cuando os pillamos la estaban manipulando esos dos niños. —Los señaló con el dedo.

El presidente tomó nota en un papel, hizo callar al padre cuando quiso justificarse, y tras meditar un buen rato diferenció las culpas.

—La mujer se puede ir, porque a casi ninguna de vosotras se os da bien eso de la electrónica, y pareces una buena tipa. Y las tres chicas también, que luego habrá quien nos acuse de infanticidas. Pero este tribunal popular ha visto en la actuación de los dos mayores, como en la del padre, un delito de alta traición al pueblo, al estar ayudando a los que pretenden pisotearlo. ¿Tenéis algo que decir?

El hombre, armándose de valor, explicó que aquello era imposible porque la unidad que habían requisado no tenía capacidad de emisión, tan solo recibía, denunciando no entender cómo no lo habían comprobado.

El argumento, a falta de ser constatado, parecía impecable. Pero el presidente, al que le habían comentado antes de entrar a la sala que al menos el padre y uno de los hijos eran medio falangistas, sin ninguna gana de hacer perder el tiempo a sus camaradas para que comprobaran esa otra tontería de la radio, había tomado ya su decisión.

Sin notificar todavía su sentencia, rellenó el acta, la firmó, y se la entregó al supuesto secretario que la leyó.

—¡Libertad! —proclamó en voz alta.

La familia al completo se abrazó feliz. Pero el resto de los presentes sabía que esa palabra significaba otra cosa muy distinta en el proceder de aquel tipo de tribunales. Se llevaron al padre y a los hijos mayores por una parte, y a la madre y a las pequeñas por otra. En la trasera del chalé los estaría esperando un coche para que, salvadas las primeras protestas, los varones fueran llevados primero a la checa del cine Europa, donde terminarían de sacarles toda la información que pudieran, y después al cercano cementerio de la Almudena, donde iban a sentir a balazos el peso de su sentencia.



—Es el primer juicio que presencio —comentó Rosa a Mario en voz baja—. Pero vamos, que aquí se ha hecho de todo menos justicia. Pobres…

Mario recriminó de inmediato su opinión.

—Vigila mucho con quién haces ese tipo de comentarios, porque alguno puede pensar que estás en el otro bando. Rosa, va siendo hora de que entiendas de una vez que la causa obrera no puede perderse en esas menudencias, ha de luchar por la igualdad social en el camino de un verdadero socialismo libertario. Y para ello hay que limpiar esta sociedad podrida de todos los enemigos que la han hecho así, como esos que acabamos de ver. —Se levantó de golpe, consciente de que había quedado con su cuadrilla para empezar la ronda nocturna a las ocho, y eran y diez. Pero antes de despedirse la besó en los labios—. No seas tan blanda. Estamos en guerra y las tumbas están llenas de misericordiosos.

Rosa lo vio irse, preocupada. Las cosas que se decían sobre las formas de proceder de aquel grupo en el que andaba le parecían terribles. Ella no entendía la violencia gratuita que practicaban, y no era la única que pensaba lo mismo, incluso en aquel ateneo, pero nadie se atrevía a denunciarlo por temor a que les levantaran la tapa de los sesos.

Como ya había acabado de limpiar, buscó la salida del chalé, y al pisar la calle vio cómo Mario se ceñía una canana llena de balas antes de subir a la caja de un camión, donde lo esperaban los demás de su patrulla. Él no la vio, pero ella escuchó lo que les dijo.

—¿Sabemos ya cómo se llama el cura ese al que vamos a buscar?

—No, ni me importa —le contestó el jefe de la cuadrilla—. Me basta con el nombre de la calle y el piso: cuarto derecha del número treinta y siete, en Goya.

—¡Otra vez más ese maldito barrio de Salamanca! —apuntó otro, un albañil con el que Mario se llevaba muy bien—. ¡No es más que un refugio de víboras! Si las bombas de los fascistas nunca le caen será por algo —concluyó convencido.

Mario le palmeó en la espalda amigablemente. En su opinión, aquel tipo era un hombre íntegro y con sólidos principios revolucionarios. No sabía leer ni tenía demasiadas entendederas, pero disparaba al enemigo como ningún otro y sin complejos.

Cuando llegaron al portal, procuraron no hacer ruido para sorprender en el silencio de la noche al denunciado, antiguo párroco de una iglesia cercana al que habían dado todos por huido. La información les había llegado gracias a un fontanero que casualmente lo había reconocido en ese domicilio, propiedad de unas ancianas y devotas feligresas suyas, donde se había escondido desde el pasado mes de julio.

Subieron cuatro miembros de la escuadrilla, Mario entre ellos, y abajo se quedaron el chofer del camión y un patrulla. La fragilidad de los escalones acusó su presencia antes de lo previsto porque, sin haber pisado la última planta, en la tercera se les abalanzó un hombre, pistola en mano, disparando.

Al grito de «¡Arriba España!», se cargó a dos de ellos, que ni tiempo tuvieron de desenfundar sus pistolas. El albañil amigo de Mario corrió escaleras abajo tratando de huir despavorido, pero terminó con un agujero en la sien cuando el fugitivo lo alcanzó. Y el mismo Mario a punto estuvo de terminar igual si no hubiese sido porque antes de alcanzar el rellano de la escalera, yendo tras sus pasos, se cayó al suelo después de haber saltado cuatro escalones de golpe, esquivando por casualidad su disparo. Todavía en el suelo, alertó a voz en grito a los de abajo.

Pocos segundos después, en la calle, un hombre quedó tendido entre la acera y el capó de un coche agujereado a tiros: los que le disparó el conductor del camión estrenando una ametralladora soviética que esa misma tarde les habían dado en la checa. Y sin haber pasado media hora, el sacerdote compartió idéntico destino. Del portal salieron dos ancianas rotas de dolor buscándolo, y tras ellas la mujer del primero.

Los dos cuerpos habían quedado desparramados enfrente de una confitería y panadería que en tiempos de paz había sido una de las mejores de todo Madrid: Viena Capellanes.

Las tres mujeres fueron llevadas después al ateneo libertario de la Guindalera, y de allí a la checa de Tetuán, pero no volvieron a pisar sus casas.

Su sentencia, la muerte.

Su delito, alta traición al pueblo.


XI

Residencia de Max Wiss

Calle Maldonado, 3

Madrid

25 de marzo de 1937

 

 

El ambiente en las calles de Madrid era de auténtica euforia.

Tres días antes Franco había desistido de conquistar la capital y la noticia había sido recibida por muchos de los defensores de la ciudad como una prueba del inquebrantable espíritu de resistencia obrera y un esperanzador triunfo. Pero también hubo quien lo había lamentado, y mucho, sobre todo los que colaboraban con la facción sublevada desde la clandestinidad. Entre unos y otros, existía un grupo de gente que contemplaba a diario las injusticias que arrastraba el conflicto y trataban de luchar contra sus consecuencias. Entre estos últimos se encontraba Max Wiss.

Zoe aceleró su BMW R11 atravesando el centro de Madrid para llegar lo antes posible al domicilio de su jefe. Iba muy preocupada. Acababa de recibir la llamada del mayordomo de Max avisándola de que sus señores estaban siendo interrogados por unos milicianos que se habían llevado detenidos a todos los refugiados.

La puerta de la vivienda estaba abierta cuando al entrar se enfrentó con una docena de intrusos. Trató de obviarlos.

—Un momento, camarada, ¿se puede saber quién eres? —Uno de los milicianos la agarró del brazo.

—Trabajo para la Cruz Roja y quiero ver a mi jefe, a Max Wiss —respondió llena de seguridad.

Aunque la rodearon entre cuatro, mirándola de arriba abajo, Zoe no se achantó. Sacó su carné y se lo plantó en la cara al que la tenía sujeta. El hombre, de unos treinta y tantos, tiró la pava del cigarro sobre la alfombra sin poner el menor cuidado, la aplastó con la bota y señaló la puerta de la calle.

—Y yo respondo a las órdenes de la Junta de Defensa. Aquí no pintas nada.

—Es un ciudadano suizo. ¡No podéis detenerlo! —Escudriñó entre sus cabezas y la rendija de la puerta, por si veía a Max.

—Mira si podemos hacerlo o no. —Le enseñó un documento oficial sellado.

Al terminar de leerlo y sobre todo ver quién lo había firmado, Zoe entendió la gravedad de la situación. Aquello era una orden de expulsión en toda regla.

—Entiendo, camarada. —Dobló el papel y se lo devolvió—. Permitidme al menos que me despida de él.

El personaje lo contrastó con sus hombres y, al no recibir ninguna objeción, le dieron unos minutos. De camino al despacho se cruzó con el catedrático que la conocía. Iba escoltado por dos hombres. Sus miradas se encontraron. La del hombre era serena, pero Zoe no pudo evitar sentir una infinita pena. Nada bueno le iba a pasar. Le ofreció su sonrisa a falta de no poder hacer otra cosa mejor.

Cuando vio a Max, estaba volcando el contenido de los cajones de su escritorio sobre una maleta.

—Acabo de saberlo. ¡No lo quiero creer!

Max se volvió, hizo señas para que se callara y cerró con llave la puerta del despacho procurando hacer el menor ruido.

—No tengo mucho tiempo, Zoe. Como ves me han descubierto y en menos de media hora he de abandonar la casa con Erika. Nos enviarán en tren a Valencia, y desde allí a Marsella en barco.

Al verlo tan desencajado y cómo sangraba por un labio, se sintió acongojada.

—¿Y esa herida?

—No tiene ninguna importancia, no te preocupes.

—Si hablases con los de tu embajada, quizá podrían intervenir y parar todo esto.

—Ya no hay remedio… Aunque pude avisarlos y sé que se han movido con rapidez, no han conseguido frenar la decisión de la Junta de Defensa. Aunque al menos les han permitido venir a vigilar todo el proceso, lo que evitará que estas malas bestias tomen alguna medida más definitiva conmigo, como sé que han hecho con otros diplomáticos y extranjeros acusados como yo de encubrimiento. Deben de estar a punto de llegar: por tanto, por nosotros no te preocupes.

—¿Dónde está Erika?

—Debe de estar terminando de hacer la única maleta que nos permiten sacar aparte de esta. No ha parado de llorar desde que lo hemos sabido. Pero lo peor se lo va a llevar la pobre gente que acogimos en casa. Sufro con pensar qué será de ellos. Y desde luego me preocupas tú, y mucho. Soy consciente de que te quedas sola en esta ciudad, un lugar que solo se alimenta ya de venganzas y odios. —La cogió por los antebrazos y ella sintió cómo su garganta empezaba a encogerse.

—No me pasará nada. Seguiré con los perros ayudando en todo lo que…

—Perdona que te interrumpa, pero no tenemos tiempo, y yo tengo demasiada necesidad de contarte ciertas cosas que debes saber. Lo primero, guárdate este juego de llaves por si un día necesitases esconderte en el piso. —Zoe se las metió en el bolsillo—. Al ser propiedad de la Cruz Roja, la casa está considerada a todos los efectos como territorio extranjero, y por tanto no pueden incautarla y menos ocuparla. —Bajó la voz—. Además te he dejado bastante dinero en la caja fuerte. La encontrarás ahí, detrás de la enciclopedia francesa. —Señaló el lugar de la librería—. Memoriza el código, mil cuatrocientos veintisiete. Y has de destruir también dos gruesas carpetas rojas que dejé en el cajón con llave de la mesa de mi despacho en el hospital. En ellas fui guardando los documentos más comprometedores que me pasaron mis invitados y una copia de la denuncia que pretendíamos hacer sobre los fusilamientos masivos del pasado diciembre. Aquí no los podía esconder, porque temía que un día sucediera esto y fueran requisados. Contienen datos personales sobre terceras personas que, de salir a la luz, podrían correr un gravísimo peligro.

—Cuenta con ello.

—Zoe, de todos modos mi consejo es que abandones Madrid cuanto antes. Y que cuando lo hagas busques alguna legación suiza para poder localizarte.

—Max, gracias por todo, por el dinero, por tus advertencias, por…

Él volvió a cortarla, temía que los interrumpieran y le urgía hablar sobre una extraña y preocupante coincidencia que se había producido minutos antes de que ella llegara.

—No sé si te habrás cruzado con él, pero entre los milicianos que han entrado en casa, los mismos que por lo visto han estado vigilándome últimamente, hay uno que no solo dice conocerte, sino que asegura llevar mucho tiempo queriendo saber de ti. Así fue como me lo dijo cuando me preguntó de forma reiterada dónde o cómo podía encontrarte. Sabía que trabajabas en la Cruz Roja, pero no en qué. Como no me gustó nada, para protegerte le juré que habías abandonado Madrid hacía unos meses. Sin embargo, no estoy seguro de haber sido del todo convincente. —Zoe quiso confirmar si era el causante de su herida en el labio—. Sí, fue él, y parece un tipo peligroso. Por eso tienes que salir de esta casa sin ninguna demora. ¡Hazlo ya! No puede verte aquí.

En ese momento alguien trató de entrar en el despacho y, al ver que estaba cerrada la puerta, empezó a batirla de forma violenta. Zoe, aunque estaba muy asustada por lo que acababa de saber, fue consciente de los escasos segundos que tenía para expresarle sus sentimientos.

—Max, gracias por todo lo que has hecho por mí. —Se abrazó a él sintiendo la acogedora fuerza de su cuerpo—. Y por favor, no te preocupes más, me sabré cuidar. Gracias por todo. —Lo besó en la mejilla con sus ojos bañados en lágrimas.

La puerta reventó y por ella entraron tres individuos. Entre ellos Zoe reconoció a Mario, el novio de Rosa.

—Pero mira a quién tenemos por aquí… La que supuestamente se había ido de Madrid.

Zoe lo miró con espanto.

Max percibió el pánico en la expresión de su amiga y se interpuso entre ella y el miliciano, pero fue apartado de un fuerte empujón. Zoe sintió cómo sus piernas empezaban a temblar. Lo tenía a menos de medio metro de su cara. Recordó la tarde que había estado a punto de forzarla y sintió el mismo miedo ante su sucia mirada.

—¿La conoces? —preguntó el jefe de su grupo, el mismo que había permitido la entrada de Zoe al despacho.

Mario pensó con rapidez. Calculó que, si en ese momento la denunciaba, se la llevarían detenida y perdería toda oportunidad de cobrarse sus deudas. Por lo que cambió de estrategia.

—No… Para nada. Ahora que la veo más de cerca me parece que la he confundido con otra persona —mintió, para mayor desconcierto de Zoe.

El jefe de la escuadrilla se centró en Max, le advirtió que había agotado su tiempo y lo invitó a que saliera del despacho.

—Y tú ya te puedes ir —se dirigió a Zoe—. Han pasado los diez minutos que te di, y aquí no tienes nada que hacer.

—Venga, ¡vete ya! —Max la empujó deliberadamente hacia la puerta, y con su cuerpo frenó a Mario que ya iba tras ella.

Zoe entendió que aquella era su única oportunidad y salió corriendo por el pasillo. Sin ver si Mario la seguía, llegó a la puerta de la vivienda, la cerró de golpe y bajó los primeros escalones de tres en tres. Escuchó que alguien la volvía a abrir y después unos pasos que trotaban por la escalera. Aceleró todo lo que pudo hasta temer caerse. Cuando llegó a la calle buscó su moto, sacó la llave del bolsillo para ganar tiempo y trató de arrancarla. Pero le falló al primer intento. Recuperó el pedal de puesta en marcha, lo empujó con todas sus ganas y tampoco lo consiguió. Miró al portal temiendo la aparición de Mario en cualquier momento. Probó una vez más y por suerte rugieron los setecientos centímetros cúbicos de su motor. Retiró el pedal, metió primera y en ese momento vio cómo se le venía encima. Soltó de golpe el embrague y la moto se encabritó disparándola hacia el escaso tráfico que por suerte presentaba ese día la calle. Mario no cejó en sus intentos de cogerla, yendo tras ella en una decidida carrera, sorteando los coches que le venían de frente. Y puso tantas ganas en ello que en un máximo esfuerzo consiguió hacerse con el extremo de un pañuelo rojo que Zoe llevaba al cuello, y tiró tanto de él que a punto estuvo de derribarla. Pero Zoe reaccionó rápido, lo desanudó y pudo zafarse. Tan solo escuchó sus últimas palabras antes de acelerar su escapada.

—¡Un día te encontraré! ¡No lo dudes!

Media hora después Zoe escondía la motocicleta en un bajo que había alquilado en la parte trasera de su edificio y entraba en su casa aterrorizada. Campeón salió a recibirla nervioso. Llevaba dos días sin tocar la calle y su mirada era suplicante, inquieta, casi histérica. Zoe lo advirtió, pero decidió no arriesgarse a salir. Quizá fuera un temor vano porque estaba segura de haber despistado a Mario, pero seguía estando demasiado aturdida por el reencuentro y muy triste por la despedida de Max. Por eso, y a pesar de los infinitos deseos de Campeón, decidió quedarse en casa.

Preparó un poco de comida y, cuando cenó y le dio una buena parte a Campeón, se sirvió una copa de brandy y buscó el relax de su sofá, con la radio encendida. Hablaban de la llegada de una gran cantidad de tanques rusos a Barcelona y de los éxitos que se estaban produciendo en el frente de Aragón. Según Unión Radio, los ejércitos bajo el mando de Franco estaban perdiendo importantes posiciones y retrocediendo en otras. Pero Zoe apenas escuchaba. Se sentía profundamente afectada por esa otra guerra que le afectaba más de cerca; ¿podría sobrevivir a la inquietante amenaza de Mario?

 


XII

Sierra de Ordunte

Encartaciones. Vizcaya

31 de marzo de 1937

 

 

Aquella fresca mañana, cuando Oskar Stulz se echó a caminar montaña arriba tras los pasos de Perico, un ganadero vecino de Gijano, el último pueblo en el valle de Mena, el cielo de Vizcaya empezaba a verse surcado por más de cuarenta aeronaves de la Legión Cóndor. El Gobierno vasco todavía no lo sabía, pero con ellos se estaba dando por estrenada la Campaña del Norte, nombre con el que había sido bautizado el ambicioso plan militar de Franco y Mola para ganarle la cornisa cantábrica al bando republicano.

Cuando los dos extraños montañeros alcanzaron la cima más alta de su incursión, divisaron en dirección noreste la estela de explosiones que empezaban a dejar los Junkers arrasando la línea defensiva que había montado el Euzko Gudarostea, el ejército que dirigía en persona el lendakari Aguirre. Las largas columnas de humo que iban emergiendo desde el verde paisaje terminaron por dibujar una línea que consiguió unir la villa de Durango con la de Villarreal de Álava, por donde también pretendían entrar quince mil brigadistas navarros y un batallón de tropas hispano-italianas denominadas Flechas Negras.

Oskar enfocó sus prismáticos y pudo distinguir a su escuadrilla, la segunda de las tres con las que contaba el grupo de caza J/88 de la Legión Cóndor. Después de algunos fracasos sufridos con los viejos Heinkel frente a los modernos aviones rusos, acababan de estrenar los prometedores Messerschmitt Bf 109. Se le puso la carne de gallina al imaginar a sus compañeros detrás de sus mandos y en plena acción, mientras él solo sudaba entre riscos y abruptas vertientes en busca de un pequeño valle.

La elección del día no había sido casual.

Su entrada por la zona occidental de Vizcaya, territorio leal a la República, sería más segura, ya que la atención de los gudaris vascos estaría puesta en el otro flanco, en el oriental, por donde les estaban abriendo una inesperada y profunda brecha en sus líneas defensivas.

Vestía ropa de pastor, llevaba una boina bien calada para ocultar su pelo rubio, calzaba buenas botas para resistir el ascenso sin dificultades y guardaba una pistola en el bolsillo.

Su guía hablaba poco, lo que era de agradecer dado su todavía insuficiente nivel de español. Pero al llegar a orillas de un enorme peñasco, le advirtió que se anduviera con cuidado porque además de peligrar su apoyo, dado el estrechísimo y escarpado camino que tenían por delante, debían de estar cerca de un búnker que protegía la entrada natural de Burgos a Balmaseda.

—Desconozco su posición exacta porque cuando voy a ver a mis primos no suelo entrar por la montaña. Eso sí, me han advertido que está tan bien camuflado que, si no vas con mucho cuidado, hasta que no estás casi pegado a él no lo ves. Por lo que hemos de llevar los ojos muy abiertos.

Oskar no comprendió todas las palabras, pero cogió el sentido de la frase.

Los primos de Perico, con quienes habían quedado, eran tres muchachos de aldea con los que seguía viéndose a pesar de que la guerra los había separado en dos frentes distintos.

La sierra de Ordunte, por la que ascendían, formaba una especie de arco alrededor de un estrecho valle con un río en medio, el Kadagua. Aquel día se encontraba extrañamente despejada de nubes, como la mayor parte del cielo de Vizcaya, lo que estaba facilitando las incursiones aéreas alemanas.

Bajo las órdenes del coronel Von Richtofen, el centro de operaciones de la Legión Cóndor se había instalado en Burgos, dada su estratégica ubicación y la coincidencia con la capitalidad del bando sublevado. A través de dos aeródromos, el de Gamonal y el de Vitoria, el bando nacional pretendía asestar un golpe definitivo a los ejércitos republicanos del norte, divididos y peor armados que los de Franco. Y entre sus mejores pilotos estaba Oskar, asignado a misiones de ataque desde que había llegado a Burgos.

—Pijuí… pijuí…

Perico, seguramente imitando el canto de algún pájaro, señaló a Oskar un ligero cambio en el relieve de la montaña, perfilado sobre una abrupta pendiente. El alemán trató de definir mejor el perímetro de aquel búnker, pero todavía se encontraban demasiado lejos para decidir cuál podía ser su flanco más débil. Se arrastraron muy despacio por la izquierda abrigados por una línea de setos. A menos de quince metros analizaron la posibilidad de evitarlo, pero no había modo alguno. En aquel punto, la pendiente de la montaña era tan pronunciada que no quedaba hueco ni por arriba ni por abajo.

Tumbados y al abrigo de unos helechos, Perico buscó el oído del alemán para contarle cómo atacarlo. A Oskar no le pareció mala idea. Los primeros cinco metros para recorrer suponían el mayor riesgo de ser vistos. Luego, comenzaba otra frondosa masa vegetal como en la que estaban.

Cuando miraron a la boca del búnker no vieron a nadie. Pero a solo un segundo de cronómetro, en el momento en el que habían decidido avanzar a la posición más expuesta, la punta de una ametralladora asomó por ella, lo que los obligó a esperar. Media hora después, coincidiendo con los primeros calambres en las piernas causados por tan prolongada inmovilidad, el arma desapareció. Salieron de su posición un poco entumecidos y recorrieron con rapidez la comprometida distancia hasta alcanzar el búnker por su cara trasera. Perico señaló la puerta y Oskar apuntó con su pistola. Decidieron una táctica para evitar que el ruido de los disparos pusiera en aviso a otros soldados que anduviesen cerca.

Perico escaló la roca y se colocó encima de la puerta.

—¡Oveejaaaas! ¡Quit, quit, quit! —chasqueó la lengua simulando la llamada de un pastor a su rebaño. Lo repitió dos veces más, levantando la voz de un modo exagerado.

Escucharon a alguien manipular la manija de la puerta y al segundo apareció un hombre con boina roja y camisa caqui. Sin que le diera tiempo a advertir la presencia de Perico por encima de él, un afilado acero le seccionó el cuello de lado a lado y el desgraciado se derrumbó sin hacer el menor ruido. Oskar entró con rapidez al interior del búnker disparando dos veces; la primera bala atravesó el hombro del otro ocupante, lo que hizo que perdiera la ametralladora, y la segunda la cabeza. El hormigón de sus paredes ahogó el sonido de las detonaciones.

Al salir, felicitó a Perico por la eficacia de la operación, arrastraron el cadáver al interior del fortín y cerraron la puerta. A partir de allí solo tenían doscientos metros hasta la siguiente cima, desde la cual se debería divisar el cerrado valle al que iban.

Con el sonido de fondo de las bombas que no cesaban de caer sobre Mondragón y alrededores, avistaron finalmente un grupo de centenarios robles en lo más alto de la ladera por la que ascendían, y una vez atravesaron su penumbra, al otro lado se les abrió un precioso valle en cuyas laderas pastaban no menos de un centenar de vacas y unos cuarenta terneros, procedentes de la paridera de primavera.

—Esas son las vacas de mis primos. Por estas tierras, a su raza la llamamos monchina. Creo que el nombre viene de eso, de que viven siempre en el monte. Son bravas y montaraces, muy adaptadas a los pastos de montaña y a vivir aisladas. Ya verás qué poco les gusta la presencia del hombre.

Oskar las observó con curiosidad. La capa de pelo dominante era de un llamativo rojo castaño con sombras leonadas. Su tamaño era más bien pequeño, para lo que tenía visto en los ganados de dehesa, casi todas eran ojinegras y bociblancas, y tenían un manchón oscuro sobre el nacimiento de la cola.


Date: 2015-12-24; view: 482


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