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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 4 page

Zoe aceleró el paso con intención de cruzar la calle, adelantándose a un coche que vio venir hacia ella. Mario giró la cabeza para responder a uno de sus camaradas de escuadrilla en el justo momento en que ella terminaba de pisar la otra acera.

—A estas horas y por tu culpa, seguramente habrá una caterva de fascistas celebrando su victoria. Y no me extrañaría que más de uno fueran conocidos de tu burguesa familia —le soltó Mario al único universitario que tenían en su grupo, el hijo de un adinerado empresario que había huido de Madrid, al que le reprochaba sus ascendientes siempre que podía—. Si hubieras previsto mejor las balas que íbamos a necesitar, y te recuerdo que fuiste tú quien eligió la intendencia de esta patrulla, no estaríamos volviendo como perdedores.

—No me toques más los cojones con lo de mi padre, ¿vale? —El aludido plantó la boca de su pistola sobre la sien de Mario—. Porque un día se me escapará el dedo y te volaré esa jodida y vacía cabeza que tienes.

Aquellas voces hicieron que Zoe se volviera y de repente lo vio. Reconoció espantada a Mario. Aceleró el paso y dio la vuelta a la esquina en el preciso momento en que él miraba en su dirección. Él solo la vio por la espalda, pero su silueta le recordó a la inquilina de Rosa con la que había estado a punto de intimar y que le había costado la cárcel. Una hembra a la que seguía deseando desde aquel día; una mujer con quien ansiaba vengar sus instintos más brutales.

 


VI

Caserío Natxo Enea

Avenue Larreguy, 17

San Juan de Luz. Francia

30 de noviembre de 1936

 

 

Andrés Urgazi entró en el salón de aquel aristocrático edificio preguntando por el conde de los Andes, sin saber si era alguno de los seis hombres que estaban debatiendo acaloradamente alrededor de su amplia chimenea. Se abrió paso entre la espesa nube de humo que habían dejado sus habanos, y salvó como pudo el abundante reguero de botellas de vino que, según supo después, los habían acompañado la noche anterior hasta cerrar los detalles de una misión que iba a suponer su propio estreno en el Servicio de Información de la Frontera del Norte de España, SIFNE. Unas siglas que significaban la integración de los tres grupos de espionaje, de los que Yagüe le había hablado meses atrás, en uno solo.

—Perdonen —carraspeó para llamar su atención. Nadie reparó en él.

Se acercó un poco más, pero tampoco lo vieron. Solo cuando se plantó enfrente de ellos y se vio encañonado por tres pistolas a la vez, consiguió que le dirigieran la palabra.

—¿Quién carajo eres y qué haces aquí? —le interpeló uno.



—¿Cómo has podido pasar? —preguntó otro cacheándolo de arriba abajo.

Los demás lo observaban atónitos, preguntándose qué birria de medidas de seguridad habían establecido para que cualquiera pudiera entrar sin problema.

—Me llamo Andrés Urgazi, vengo de Tetuán y tengo que verme con don Francisco Moreno Zulueta. Me envía el teniente coronel Yagüe.

Uno de los presentes, de cincuenta y pico años, se levantó y fue a estrecharle la mano.

—¡Aquí me tiene! —Con esas tres únicas palabras dejó en evidencia su condición de andaluz—. El amigo Yagüe nos hizo llegar sus excelentes referencias, pero váyase haciendo a la idea de que en este complicadísimo escenario en el que nos movemos para usted todo empieza de nuevo. Le presento. —Se volvió a sus acompañantes y fue dando sus nombres hasta detenerse en el último—: Y él es Josep Bertrán i Musitu, responsable máximo del Servicio de Información de la Frontera Norte Española, el SIFNE.

Andrés estrechó la mano del catalán, sin duda alguna el de mayor edad.

—Que alguien le dé una pistola. —En menos de treinta segundos tenía en sus manos una—. Muchacho, deje aquí mismo todas sus cosas porque salimos de inmediato a Bayona para que cubra su primera misión. Se la explicaré de camino. Allí conocerá al resto de sus compañeros de comando. —Hizo una señal a otro de los presentes para que sustituyera la documentación que llevaba Andrés por su nueva identificación como ciudadano de la República Francesa—. Y ahora, monsieur André Latour, sígame.

No iban a tardar mucho tiempo en recorrer los veintiséis kilómetros que separaban por carretera las dos ciudades francesas, pero Bertrán i Musitu había pensado que serían suficientes para que Andrés conociera los antecedentes de la misión a la que se iba a enfrentar.

Empezó explicándole que entre Bayona, Biarritz, Hendaya y San Juan de Luz se concentraban las delegaciones de todos los servicios secretos que se pudiese imaginar, empezando por el Deuxième Bureau francés o el MI6 inglés, y siguiendo con el servicio de inteligencia militar italiano, los japoneses y, desde luego, la Abwehr alemana. Y que entre las agencias españolas también estaban representados los servicios de inteligencia del Ministerio de Estado y los pertenecientes al Gobierno vasco, destinatarios últimos de la misión que ahora pretendían poner en marcha.

Los orígenes de este último servicio, según le desveló el catalán, habían coincidido con las fechas del levantamiento en Marruecos, y su inspirador había sido el mismo lendakari Aguirre con objeto de extender hacia el extranjero sus estrategias políticas.

Según le siguió explicando, para su constitución Aguirre había contado con uno de sus más leales colaboradores, José María Lasarte, a quien había encargado la organización del nuevo servicio de información e inteligencia con independencia de los servicios secretos del Gobierno de la República. A las habituales funciones que se le venían dando a ese tipo de oficinas, el lendakari había querido sumarle una más, la diplomática, dirigida a establecer contactos directos con las dos potencias europeas más próximas a los intereses del nacionalismo vasco: Francia e Inglaterra. Y había ubicado aquella inicial oficina en Hendaya, ya que el padre de los primeros agentes, los hermanos Michelena, tenía una delegación de su empresa de aduanas allí.

—Junto a los Agesta, otros dos hermanos, y bajo la dirección operativa de Antonio Irala, su antiguo secretario en la Lehendakaritza, los cinco agentes iniciaron sus tareas de espionaje de una forma muy eficaz a pesar de su escasa estructura.

Bertrán puso como ejemplo de su eficiencia la estrategia que habían utilizado los vascos para recoger información de cada uno de los tres grupos que habían levantado el SIFNE, tanto el monárquico como el carlista y el suyo, comprando a las chicas de servicio que trabajaban en sus casas.

Andrés, que empezaba a memorizar aquellos nombres junto a los datos que iban surgiendo para poder pasárselos algún día al Gobierno, forzó la conversación para saber quiénes eran las máximas figuras que estaban detrás de las siglas SIFNE. Su interlocutor, lejos de sospechar de él, destacó el peso que tenía el grupo de aristócratas dentro de aquel servicio; un conjunto de nobles y grandes de España, leales al rey Alfonso XIII, que habían financiado personalmente el coste de las primeras operaciones militares contra la República. Entre ellos citó al mallorquín Juan March, al marqués de los Arcos don Luis Martínez de Irujo, a Félix Vajarano y Bernardo de Quirós, conde de Nava de Tajo, o a su mismo jefe de filas en la Lliga, Francesc Cambó, quien había puesto de su bolsillo diez mil libras esterlinas para empezar a hablar.

—El primer grupo de agentes vascos nos empezó a seguir desde nuestra primera ubicación, que por entonces estuvo situada en el Grand Hotel de Biarritz; luego en el palacete llamado La Fermé, y ahora en Natxo Enea. Pero, aparte de habernos estado vigilando en todo momento, consiguieron interceptar ciertas informaciones delicadas para nuestros intereses militares, informes que hicieron llegar después al propio lendakari a su sede provisional de gobierno en el hotel Carlton de Bilbao. Algo que ya no estamos dispuestos a permitir.

—¿Para qué quiere el Gobierno vasco que su servicio de información trabaje en misiones diplomáticas? —De todo lo que había hablado Bertrán, aquel detalle había llamado especialmente la atención de Andrés, que no entendía qué intereses podía compartir Euskadi con Inglaterra o Francia.

—Una vez que nuestras tropas recuperaron San Sebastián, las veinte legaciones extranjeras que habían abandonado Madrid para abrir sede allí se desplazaron a San Juan de Luz. Eso generó una cantidad de información a su alrededor que ni París y Berlín juntos. Pero volviendo a tu pregunta, e intentando ser lo más concreto posible, lo que ahora queremos saber es si se trata de un servicio que la Lehendakaritza está poniendo a disposición del Gobierno de la República, o persigue un interés de índole independentista. Y para resolver esas dudas, precisamente, contamos contigo.

Andrés preguntó cómo iba a jugar él dentro de aquel complejo entramado de servicios de información.

—Para contestar a tu pregunta, lo mejor será que pase a explicarte lo que vamos a hacer esta misma noche. —Miró a ambos lados de la carretera general después de parar el coche en un stop, y continuó hablando nada más girar en dirección Bayona—. Vas a sustituir a un tripulante de un pesquero bautizado como Domayo que en este momento está fondeado en puerto. Al hombre digamos que lo hicimos fallecer hace dos días, por lo que no podrá interferir demasiado en la operación —apuntó con cierta sorna—. Desde hace un tiempo venimos sospechando que el espionaje vasco aprovecha las salidas a alta mar de ese barco para transmitir por radio a algún punto de Vizcaya la información que obtiene de nosotros. Al asegurarnos que hablas francés como si fueras nativo y que te adaptas como nadie a interpretar cualquier tipo de papel, nuestro objetivo hoy es conseguir que te acepten en el Domayo.

—¿Pero cómo y por qué me van a querer en su tripulación? Tendrán mucho cuidado en saber a quién meten, ¿no?

—Eso te lo explicará el jefe de tu comando, Manuel Doncel, a quien conocerás en solo unos minutos. Ya estamos llegando.

El bar Urumea, próximo al puerto de Bayona, reunía esa noche a tres de los diez miembros del comando especial de la SIFNE del que Andrés iba a formar parte. Los vio charlando sentados a la mesa, entre un gran barullo de clientes que daban buena fe de la calidad de las ostras que el establecimiento tenía como especialidad y del chacolí que se traía desde el otro lado de la frontera.

Manuel Doncel, su nuevo jefe operativo, lo recibió encantado, pero con prisas para explicarle lo que iba a tener que hacer.

—Perdona la urgencia, pero eres nuestra única opción; a nosotros nos tienen ya fichados. Y lo tenemos que intentar hoy mismo porque la salida del barco es inminente y hemos de aprovechar a nuestro favor la imperiosa necesidad que tienen de cubrir la baja del cocinero.

—Ya me contó algo don Bertrán. Pero ¿por qué me van a aceptar? ¿No se cuidarán mucho antes de meter a un desconocido en un barco que, según decís, cumple funciones de espionaje?

—No te preocupes porque vas a ir recomendado por alguien que es de su máxima confianza y que por supuesto es también colaborador nuestro. Antes de tomar en cuenta tu opción, pensamos volarlo, como ya hemos hecho con otros buques que andaban transportando armas para el bando republicano. Pero decidimos que era mucho más interesante tener unos buenos oídos dentro que enmudecerlo bajo el agua. Tu misión será precisamente esa: conocer qué información le está llegando al lendakari y cuál es su respuesta, para informar después a nuestra inteligencia en Burgos.

Le pasó un papel con sus nuevas referencias personales, los barcos en los que supuestamente había trabajado como cocinero antes, una lista con las diez recetas más tradicionales de la cocina vasca, su número de afiliado al partido Acción Nacionalista Vasca, ANV, y los nombres de los dos activistas que supuestamente lo estaban recomendando.

—Memorízalo todo sin perder un segundo, y utiliza el baño del bar para cambiarte de ropa; usa la que te hemos preparado en esa bolsa. —Señaló una azul que acababa de dejar a sus pies.

—En el caso de ser enrolado, ¿cómo contactaré con vosotros?

—La tripulación del Domayo suele venir de chatos a este bar. Y esa camarera, la morenaza que te está mirando en estos momentos, sabrá escuchar lo que tengas que decirnos. Ella será tu enlace.

Bertrán, Doncel y el resto de agentes le desearon toda la suerte del mundo y agradecieron su inmediata disponibilidad. Él se restó importancia y al ir hacia el baño le surgió una duda más. Se volvió para resolverla.

—¿Y si me descubren?

Tomó la palabra Bertrán i Musitu.

—Si hablas, te mataremos nosotros y, si callas, ellos. Por lo que haz todo lo posible para evitarlo.

La llegada de Andrés al pesquero Domayo no fue tan sencilla como se lo habían pintado sus nuevos jefes. El capitán dedicó no menos de cinco minutos a estudiar su documentación y credenciales, bufando y mirando en sus ojos una y otra vez, con más dudas que ganas de aceptarlo en su barco.

Al tipo no le hacía falta jurar su afición por la comida y el vino, pues cargaba con evidentes pruebas de ello en su barriga, nariz y mofletes. Sus manos doblaban el tamaño de las de Andrés, los ojos surgían desde sus cuencas cargados de severidad y su carrasposa y profunda voz le daba un aire grave; el clásico personaje con quien convenía no andar jugando demasiado.

—Vienes recomendado por Patxi Durritxelena y mira que me llevo bien con él, pero no sé… —Le dio dos vueltas más a sus papeles sin decidirse—. Verás, nunca he metido en mi barco a nadie que no conociera personalmente. ¿Me entiendes? Aunque reconozca que ando necesitado de cocinero, no acabo de verte aquí dentro. ¿Y de qué conoces a Patxi?

Andrés improvisó como pudo, recabando los pocos datos que tenía.

—Aunque mi padre es francés mi madre era vasca, de Guetaria, y en concreto vecina de la familia de Patxi. De pequeños fuimos muchas veces a visitar a la familia y de eso lo conozco.

El patrón escuchó sus explicaciones lleno de desconfianza, pero la conversación se vio interrumpida por la entrada de su segundo.

—Patrón, corren rumores por el puerto de que se ha formado una gran bolsa de bacalao a trescientas millas de la costa, en torno a seis grados más al norte de donde solemos faenar.

El hombre, al escuchar la noticia, decidió soltar amarras esa misma noche. Pero de inmediato se dio cuenta de que, aún tirando por lo bajo, les iba a llevar tres días de navegación alcanzar el caladero. Y tener que aguantar las comidas del provisional cocinero que estaban sufriendo desde la muerte del anterior le puso la carne de gallina. Miró a Andrés, escupió los restos del tabaco de mascar harto de no sacarle ya gusto alguno, y tomó una determinación.

—André Latour, pago por semana. La cantidad que vas a cobrar dependerá de cómo se nos dé la pesca. No hay horarios. Se libra un día, pero no cuentes con uno en concreto. Ah, y si estás de acuerdo, te enseñaré la cocina. Espero que esta noche me sorprendas con una buena zurrukutuna.

—Se chupará los dedos.

Por suerte, Andrés reconoció esa receta entre las que le habían pasado en el bar. Se trataba de un plato de bacalao desmigado con pan y pimientos choriceros que no parecía demasiado complicado.

—Más te vale.

 


VII

Aeródromo de Cuatro Vientos

Madrid

8 de diciembre de 1936

 

 

El doctor Georges Henny, delegado de la Cruz Roja Internacional en Madrid, corría por la pista del aeródromo llevando de la mano a dos niñas que la institución pretendía expatriar a Francia.

Lo acompañaban el corresponsal del periódico Paris Soir y otro periodista también francés de la agencia de noticias Havas.

Se dirigían a tomar un avión propiedad de la Embajada francesa, un antiguo bombardero de la clase Potez 54 que había sido desarmado y habilitado como transporte de pasajeros y correo. Eran las cinco de la tarde, llovía con ganas en Madrid, y el parte meteorológico anunciaba mal tiempo hasta Toulouse, aunque no se esperaban fuertes tormentas. Por ese motivo, nada hacía pensar que el trayecto entre las dos ciudades fuera a sufrir ninguna complicación. O eso esperaba el doctor Henny, preocupado por los papeles que llevaba en su maletín de viaje; una información terrible que pretendía poner en conocimiento de la sede central de la Cruz Roja en Suiza, para que a su vez fuera valorada por la Sociedad de Naciones.

El suelo estaba resbaladizo.

Cuando llegaron a la escalerilla del avión, la turbulencia de sus motores encendidos levantó una cortina de agua que terminó de empaparlos por completo. Subieron los cinco pasajeros con prisa, la azafata cerró la puerta, comprobó que estaban todos los que esperaban y avisó al piloto para que iniciara las maniobras de despegue.

En uno de los hangares del mismo aeródromo, otros dos pilotos ponían en marcha sus dos cazas Nieuport 52, sorprendidos por las órdenes que acababan de recibir. Se colocaron las gafas, abrieron los inyectores de combustible y lentamente empezaron a rodar por la misma pista de despegue que minutos antes había usado el avión oficial de la Embajada francesa.

Además de compartir trabajo en la institución benéfica, al doctor Henny y Max los unía una buena amistad. Por eso, el suizo conocía de antemano la delicada misión de aquel vuelo. Henny, junto con el cónsul de Noruega y un delegado de la Embajada argentina, había estado investigando durante dos meses el destino de las preocupantes «sacas» de presos que se estaban produciendo en las cárceles de Madrid. Lo habían hecho después de no haber obtenido ninguna respuesta por parte del general Miaja, como máximo responsable de la Junta de Defensa de Madrid, cuando se lo habían preguntado. Fruto de sus propias pesquisas, habían descubierto que tanto en Alcalá de Henares como en Paracuellos del Jarama en aquellas mismas fechas se habían producido unos fusilamientos masivos, por lo que solo tuvieron que unir unas cosas con otras. Todos esos datos, la secuencia de los hechos y la atribución de sus posibles responsables viajaban en el maletín del doctor Henny, en aquel avión que acababa de dejar atrás la provincia de Madrid y sobrevolaba la de Guadalajara a eso de las seis de la tarde.

Un repentino ruido exterior atrajo la atención de sus pasajeros. Por las ventanillas advirtieron la sombra de un avión sobre el suyo. Se inquietaron. El piloto hizo cabecear las alas como saludo de amistad no a uno, sino a los dos aviones que acababa de descubrir volando por debajo y por encima, pero como respuesta solo obtuvo un ruido demoledor.

A la mañana siguiente, el nueve de diciembre, Max leía espantado el encabezamiento del diario La Voz en su primera columna:

«El avión correo Toulouse-Madrid ha sido ametrallado por trimotores fascistas. Alemania vuelve a disparar contra Francia».

Lo tiró al suelo y corrió a llamar por teléfono.

—¡Páseme con el general Miaja! —exigió con voz firme a la operadora de la Junta de Defensa que había respondido a su comunicación.

—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó la mujer, molesta por el agrio tono del hombre.

—Soy Max Wiss, de la Cruz Roja Internacional.

—Espere, veré si le puede atender en estos momentos. Creo que está reunido.

Max empezó a taconear el suelo muy preocupado por el destino de su amigo Henny. Le había inquietado y mucho el delicado motivo de su vuelo, pero nunca se hubiera imaginado la posibilidad de que fuera abatido. Conociendo la gravedad de la información que se pretendía trasladar a la opinión pública mundial, no había que ser muy listo para entender quién perdía más si aquellas noticias salían a la luz.

Mientras su llamada seguía a la espera, pensó en Zoe. En cuanto terminara de hablar con Miaja y supiera qué destino habían sufrido sus ocupantes, la llamaría para saber cómo se arreglaba con el nuevo centro canino de la carretera de Vallecas. La recogida de los perros en Torrelodones había constituido toda una epopeya, habiendo tenido que luchar contra el tiempo y la excesiva cercanía de las tropas nacionales, pero por fortuna todo había salido bien y se había conseguido recuperar el servicio, sin otras contrariedades que las deficiencias de la nueva instalación.

—¿Señor Wiss? —la voz al otro lado del aparato era la del general Miaja—. Imagino el motivo de su llamada.

—¿Me puede explicar qué ha pasado? Y primero de todo, ¿qué se sabe de sus pasajeros?

—Tranquilícese. Por suerte, la vil acción de la aviación fascista pudo ser contrarrestada con la pericia del piloto francés, que consiguió aterrizar la nave de emergencia en mitad del campo. Me han informado de que no corre peligro la vida de ninguno de sus ocupantes, aunque se produjo algún herido.

—Me tranquiliza oírlo. —Suspiró aliviado—. Y dígame, ¿en qué estado se encuentra el doctor Henny?

—Puedo confirmarle que su compañero recibió un impacto en una pierna y que está siendo atendido en el hotel Palace. Parece ser que su estado no es serio. Su llamada ha coincidido precisamente con una reunión en la que estábamos estudiando cómo responder a la indigna acción de la aviación enemiga.

Max no pudo contenerse.

—A mí no me va a engañar.

—¿Cómo dice? —Al otro lado de la línea, la voz del general demostró un agudo malestar.

—Les están echando la culpa a los nacionales, pero usted y yo sabemos que eso no es verdad. Así lo veo yo, y así se lo transmitiré a mis superiores.

—No comprendo qué le lleva a pensar eso. Pero, si quiere, venga a verme y lo discutimos. Le aconsejo que no cometa una imprudencia sin que lo hablemos mejor.

A Max no le hacía falta ninguna otra charla, a esas alturas nadie le iba a hacer creer la versión oficial.

—Déjelo como está. No le quiero robar más tiempo; seguro que no le sobra. Gracias por atenderme al teléfono y que tenga buenos días.

Max le colgó, tomó su abrigo y decidió ir sin más demora al improvisado hospital en el que se había convertido el lujoso hotel Palace, para constatar el estado de su amigo Henny.

En el despacho del general Miaja el ambiente se había tensado sobremanera después de la conversación con aquel suizo. Al otro lado de su mesa, el máximo responsable de la seguridad en Madrid escuchó impertérrito sus nuevas órdenes.

—Haga lo necesario para que desde hoy todos los directivos de la Cruz Roja en Madrid sean constantemente vigilados. Quiero tener en mi mesa a primera hora de la mañana un informe detallado de cada llamada que hagan, de con quién se reúnen; quiero conocer sus movimientos en la ciudad, controlar sus domicilios, y saber de ellos hasta a qué hora empiezan a roncar. Este es un asunto de máxima prioridad. Así que ponga a trabajar a todos los hombres que considere necesarios. ¡Y hágalo ya!

Su interlocutor recibió y aceptó las órdenes, pero encontró un problema.

—Mi general, dado que muchos de ellos son extranjeros, quizá nos convendría no hacernos demasiado visibles; me refiero a que no puedan asociar su vigilancia con nuestras fuerzas del orden. Entiendo que, de ser así, podría suponernos un conflicto con los embajadores de sus respectivos países.

El general reconoció su acertado análisis y preguntó qué sugería a cambio.

—Podríamos encargar el trabajo a alguno de esos grupos que se han organizado en los ateneos libertarios, ya me entiende… Ellos pueden operar sin arriesgar nuestra imagen, y seguro que hasta son más efectivos. Si no tiene objeciones, podría ponerlos en marcha desde hoy mismo. ¿Me da su aprobación?

—¡Vía libre!

 


VIII

Centro de cría y adiestramiento canino

Grünheide. Alemania

10 de diciembre de 1936

 

 

Desde que había vuelto de Inglaterra, la vida de Luther Krugg era tan monótona como penosa.

A solo quince días de la Navidad, la ausencia de su esposa le producía una gran impotencia. Sería el primer año que pasarían las fiestas separados. Llevaba seis meses sin verla y todavía no sabía ni dónde estaba recluida. Después de su detención, a punto de huir a Inglaterra, las únicas dos cartas que le habían permitido recibir de su parte no venían selladas, y el texto había sido sin duda censurado. Eran las únicas pruebas de que Katherine estaba viva, no tenía ninguna otra. Y vivir con aquella falta de noticias estaba siendo una durísima experiencia.

Cada mañana, nada más llegar al centro de adiestramiento, dedicaba las dos primeras horas a revisar a los veintidós últimos cachorros fruto de haber cruzado las perras argentinas con un excelente macho bullmastif, y las hijas de ellos con una pareja de dogos franceses. También les echaba un vistazo a los bulldogs que había robado a la presidenta de la asociación británica, y después valoraba la evolución morfológica de las ocho líneas genéticas que había conseguido establecer hasta el momento. Al terminar con esa ronda, se pasaba un rato por la oficina y despachaba con su jefe Adolf Stauffer mientras compartían un café. Luego, desde media mañana hasta que la oscuridad le impedía continuar, se dedicaba a supervisar el trabajo de su equipo humano, a controlar la sanidad de los lotes caninos, a vacunarlos cuando tocaba, a dirigir los protocolos de adiestramiento y, en definitiva, a conseguir que los cuatro mil perros que desde hacía unos meses se criaban y adiestraban de continuo en Grünheide alimentaran los insaciables deseos de aquellos abominables dirigentes nazis.


Date: 2015-12-24; view: 570


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