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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 3 page

Y esa era la fuerza que Zoe veía mientras caminaba hacia la puerta de la delegación germana. A sus espaldas se escuchaba el indignado clamor de la gente que quería ajustar cuentas con aquellos extranjeros tachados de fascistas. Solo dos días antes, la aviación alemana integrada en la Legión Cóndor había bombardeado la ciudad a media tarde como nunca antes se había hecho contra la población civil. Las bombas habían destruido centenares de edificios, tanto civiles como gubernamentales, y desde entonces no habían cesado de sonar las sirenas cada noche anunciando la llegada de más y más aviones con su temida carga de acero y dolor.

Además, desde hacía diez días, Madrid estaba rodeada por cuatro columnas armadas, en un decidido intento de tomar la capital, aunque, según había afirmado el general Mola en una entrevista radiofónica, había una quinta columna en el interior, hasta entonces durmiente y oculta, a la espera de unificar sus fuerzas con las que atacaban la ciudad por sus flancos. Se estaba luchando cuerpo a cuerpo en la Ciudad Universitaria, en los márgenes del río Manzanares, en Moncloa, Getafe y la Casa de Campo, y hasta en el Hospital Clínico. Algunas incursiones habían alcanzado el interior de la ciudad sin tomarla, como un tabor de regulares que tras pasar por la plaza de España había subido después por la Gran Vía.

Muchos de los milicianos que esperaban la salida de los diplomáticos alemanes para apedrearlos y tomar después la legación para el pueblo, venían de haber estado luchando a primera hora de esa misma mañana en el frente universitario, a donde acudían en tranvías, camiones, o a veces en metro.

La Junta de Defensa de Madrid, a cargo del general Miaja, resistía con bastante eficacia los envites de los sublevados gracias a la llegada de las Brigadas Internacionales, que desde el día nueve estaban apoyando su resistencia con la ayuda de tanques y aviones soviéticos.

—Señorita, ¿su documentación? —aquel era el cuarto agente que se la pedía y todavía le faltaban quince metros hasta la última garita.

Zoe esperó con paciencia a que le devolvieran su carné.

Llevaba arañazos por brazos y piernas; lo normal después de haberse pasado las tres últimas noches con sus perros y el equipo de guías y enfermeras en busca de heridos entre las malezas de la Casa de Campo o las inmediaciones del río Manzanares. Suspiró agotada. No había dormido apenas en las últimas setenta y dos horas.

Por las mañanas acudía a Torrelodones y por las tardes estudiaba en casa su cuarto curso de carrera como podía, haciendo uso de algunos libros viejos que había recogido de la casa de Bruni antes de que esta se fuera con sus padres. Pero desde hacía diez días, en coincidencia con la llegada de las columnas franquistas a Madrid, a las nueve de la noche empezaba para ella otro trabajo sin un horario de finalización: el de la búsqueda y ayuda de heridos.



—Puede pasar, disculpe las molestias, y gracias. —Era el primer agente que le había sonreído. A Zoe le extrañó; en aquellos tiempos era raro encontrarse a alguien que demostrara un poco de cortesía—. ¡Salud y mucha suerte! —la despidió al modo miliciano.

En el ambiente normal de la calle se estaba viviendo una presión ideológica tan asfixiante que hasta expresiones tan habituales como despedirse con un adiós se evitaban por su connotación religiosa, y en contra se saludaba con el puño en alto, o se vestía con ropa de corte proletario. El clima de terror que la ciudad vivía cada noche no se debía solo a los bombardeos, sino también a la presencia de milicianos armados en busca de fascistas, religiosos, empresarios o monárquicos escondidos. El odio social, la revancha personal y la brutalidad con la que operaban, a pesar de los esfuerzos del Gobierno por frenar sus desmanes, estaban empeorando la imagen exterior del país, y provocaban en Zoe un profundo rechazo.

Se miró sus anchos pantalones, después la camisa de basto algodón, y sintió que formaba parte de esa tercera España, como les sucedía a otros tantos miles de españoles, una España que nunca habría entrado en guerra, fiel a los principios de la República y de ideales moderados, la que no era ni fascista ni revolucionaria. Era esa otra España a la que nunca se la había tenido en cuenta, pero que ahora sufría las consecuencias de unos pocos que se habían creído que el destino los había puesto allí para guiar a la gente a una santa cruzada, y de otros que la querían llevar a un idealizado camino de regeneración obrera. Zoe pertenecía a esa España muda, la que sufría con inenarrable angustia cada noticia de una muerte, fuera detrás de una trinchera o en el muro de un cementerio al anochecer.

—¿A quién busca? —le espetó uno de los agentes alemanes, después de comprobar su identidad.

Ella contestó en alemán, dándole los nombres de su amiga Julia y de Oskar Stulz, con quienes había quedado. El hombre levantó un teléfono interior y esperó a que le confirmaran la cita. La invitó a pasar, y le rogó que esperara en el patio del palacete.

El barullo de cajas, maletas y gente que corría de un lado a otro era tremendo. Por las tres chimeneas del edificio salía una espesa humareda con olor a papel quemado. Todas las ventanas estaban protegidas por sacos de tierra, y en el patio había dos grandes camiones donde se estaban cargando enseres y cajones de madera con el águila imperial nazi marcada a fuego. Zoe imaginó que contendrían objetos que no podían abandonar: las emisoras de radio, informes, las planchas para confeccionar pasaportes y visados, o el material oficial de la delegación.

—Señorita, puede pasar. —Le devolvió su carné.

Una piedra de gran tamaño sobrevoló en esos momentos sus cabezas y se estampó contra una ventana del primer piso. El cristal se quebró provocando la alarma de los presentes.

—Le aconsejo que no esté mucho tiempo por aquí. Como ve, no podemos garantizar su seguridad. Los de ahí afuera están demasiado exaltados.

El soldado, de no más de veinticinco años, expresaba en su rostro una honda preocupación.

—Gracias, eso haré.

Los vio en el vestíbulo de la embajada. Julia bajaba las escaleras con unas bolsas por delante de Oskar, que hacía lo mismo cargando con un cajón de madera.

—¡Julia! —Zoe alzó la voz para llamar su atención.

—¡Hola! —La amiga dejó en el suelo lo que llevaba y se dieron un largo abrazo con sabor a despedida y a miles de palabras por decir—. Todo lo que está pasando es tan terrible, mi querida Zoe… Hacía demasiado tiempo que no nos veíamos. —Se miraron a los ojos y no faltaron unas lágrimas de emoción—. De haber sabido que se pondrían las cosas tan feas hoy, no te habría hecho venir. ¡Oskar! —Hizo que se acercara a saludarla.

El piloto de la Luftwaffe le pasó la caja a otro hombre, indicando a dónde debía llevarla.

—Zoe, un día extraño para volver a vernos… —El tono de su saludo sonó bastante neutro.

—¿Qué planes tenéis ahora? —les preguntó a los dos.

—Nos vamos a Burgos —contestó él—. La Legión Cóndor se ha instalado allí y he solicitado plaza para pilotar con ellos. Aquí no se puede estar ni un solo día más. Aunque quién sabe, si los intentos de las cuatro columnas que están rodeando la ciudad tienen éxito, quizá estemos de vuelta pronto. ¿Cómo te ha ido a ti?

Zoe no quiso ocultar su opinión sobre la situación que vivía Madrid.

—Dadas las circunstancias, es evidente que mal. Cada día veo más y más muertos, y entre la gente de bien no hace más que crecer el odio, muchas veces por culpa de vuestros aviones. —Su gesto se endureció y sus siguientes palabras también—. Aborrezco lo que estáis haciendo… —Su mirada buscó la esquiva de Oskar—. Quizá no debería decírtelo, pero no solo estáis sembrando de muertes Madrid, estáis desencadenando más rabia y valor en los que os combaten al cargarlos de razones. Aunque a ti eso te da más o menos igual.

Oskar recibió sus palabras con un gesto aparentemente tranquilo. Era demasiado consciente de que Julia adoraba a esa mujer, pero empezaba a estar un poco harto de ella; harto de sus denuncias, harto de la declarada posición antinazi que mantenía, y harto de su insistencia en querer saber a qué había ido a la escuela de Veterinaria aquel día, cuando a punto estuvo de terminar linchado. Una conversación que deliberadamente había evitado para no tener que explicar qué había ido a buscar, y sobre todo para quién. Su estrecha relación con Göring no la conocía casi nadie, ni siquiera Julia, y así deseaba mantenerla.

Le contestó de una forma condescendiente.

—Esa es solo una forma de ver el problema. Te aseguro que también hay otras —contestó finalmente Oskar, afilando su azulada mirada.

Julia cortó la conversación convencida del mal destino que podía tomar, conociendo a los dos. Adoraba a Oskar, pero Zoe era su amiga y lo sería por encima de cualquier circunstancia.

—¡Vente con nosotros, por favor! —La expresión de sorpresa que dejó en la cara de Oskar aquella invitación fue solo un anticipo de la siguiente, de profundo desagrado. Un detalle que a Zoe no se le escapó.

—Eso no puede ser —contestó ella.

—No lo digas tan pronto y escúchame —insistió Julia—. Hoy, Madrid es una ciudad demasiado peligrosa, pero más aún para una mujer sola, y nunca me perdonaría que te pasase algo. Además, una vez estuvieses en zona nacional podrías volver a visitar a tu padre y saber de él, piénsatelo.

Aquella mención inquietó profundamente a Zoe.

—Eso sería estupendo…

—Si quieres, te podríamos facilitar ahora mismo documentación diplomática y un pase para abandonar la ciudad. Ese es el verdadero motivo de haberte hecho venir.

Oskar se revolvió incómodo, pero se mantuvo callado.

—No lo sé, aquí me necesitan…

—Hazme caso, déjalo todo y ponte a salvo. En Burgos se vive en paz y no tendrías que seguir padeciendo este martirio.

Zoe se quedó callada dudando qué hacer. No era fácil renunciar a la posibilidad de ver a su padre, y la idea de escapar de aquel horror resultaba tentadora. Miró a Julia y se lo pensó una vez más. Pero pasados unos segundos llegó a la conclusión de que irse no iba a ser la decisión más acertada, ni la que su padre aprobaría. Había adquirido unos compromisos y su trabajo estaba siendo vital en un tiempo donde todo era poco. Sus noches de socorro eran duras, pero también muy satisfactorias. Porque cada vez que por obra de sus perros se libraba a un solo hombre de la muerte, se sentía inmensamente feliz y bien pagada. Y pensó también en Max. Después de aquella visita había quedado con él para estudiar cómo iban a afrontar la creciente necesidad de perros que estaba demandando la Junta de Defensa, y a Max no podía abandonarlo en esos momentos; no estaría a la altura de un hombre que se había volcado con ella. ¿Cómo iba a defraudar su confianza ahora?

En el exterior de la embajada, el murmullo de los milicianos había subido de intensidad por momentos, hasta que se escucharon varios disparos.

—¡Dinos algo, cielo! —Los ojos de Julia temblaron a la espera del sí que tanto deseaba escuchar—. ¡Tendríamos que irnos ya!

Zoe tenía la decisión tomada.

—No iré. Lo siento, Julia… Me quedo. Aquí todavía puedo hacer mucho por la gente y también por mí misma. Aunque esté muy complicado todo, quiero seguir estudiando y colaborando con la Cruz Roja.

—Zoe, recapacita. Te quedas sola en Madrid. Bruni se fue hace tres meses a México y su hermano Sigfrido está alistado y peleando en vete a saber qué frente. Y ahora me voy yo… Es una oportunidad única. Imagínate cuántos en esta ciudad soñarían con lo que te estoy proponiendo. —Al hilo de su comentario vieron pasar algunos de los cuarenta y cinco refugiados que habían residido en la embajada los últimos meses bajo protección diplomática. La mayoría estaban siendo entregados a las autoridades españolas.

Zoe se abrazó a su amiga.

—Vale, no vas a venir. Pero no me puedo ir sin tener una promesa por tu parte. Necesito saber que te vas a cuidar muchísimo y que no vas a asumir riesgos innecesarios. —Julia la acarició en la mejilla—. ¿Me lo prometes?

—Claro que sí. Y tú trata de hacerme saber algo de vosotros, ¿vale? Y otra cosa, si te llegase alguna noticia sobre mi padre que creas que he de saber, utiliza la Cruz Roja para contármela, por favor.

Julia golpeó con el codo a su novio para que explicara a Zoe lo que habían acordado antes de su llegada. Él se resistió. Había escuchado la conversación deseando que Zoe rechazara la oferta.

—Dile lo que hemos hablado. ¡Venga!

Oskar se tragó su orgullo y las pocas ganas de hacerlo, sintiéndose incapaz de resistir a más presiones de su novia, y le propuso algo.

—Si un día necesitases contactar conmigo, por cualquier motivo, o si tuvieras serios problemas, recuerda el nombre de José Banús. Búscalo en el hospital militar número veinticuatro en la calle Monte Esquinza, un palacete habilitado para los heridos de la CNT. Trabaja como enfermero y masajista, pero es de total confianza y puede hacerme llegar cualquier aviso —le soltó de un tirón—. Si te ves en aprietos, acude a él y dale mi nombre. Con eso será suficiente.

—Lo tendré presente. —Le sonrió agradecida, pero sin poder olvidar su anterior denuncia—. Y ahora os dejo, tenéis mucho que hacer y os estoy quitando demasiado tiempo.

—He de hacer una llamada antes de irnos. —Oskar comprobó la hora en su reloj—. Nos vemos en el vestíbulo en diez minutos.

El asunto tenía nombre de raza, y el número de teléfono que iba a marcar era el de su amigo Göring, quien sin duda se iba a alegrar con las conclusiones a las que había llegado después de haberse estudiado a fondo aquel libro prestado por el catedrático. La pista que había descubierto en el metódico trabajo sobre genealogía canina la había terminado de contrastar sirviéndose de un contacto en el consulado de Bilbao, llegando a la conclusión de que en España todavía quedaban algunos ejemplares de una raza muy antigua, heredera de otra alemana de ancestrales orígenes. Mientras subía las escaleras de dos en dos, Oskar pensó que con esa noticia cerraría el encargo que Göring le había hecho tiempo atrás en Karinhall y con ello se ganaría un ascenso, o eso esperaba. Göring dirigía la Luftwaffe y él estaba deseando lucir los galones de geschwaderkommodore, como jefe de un ala de cazabombarderos.

 


V

Residencia de Max Wiss

Calle Maldonado, 3

Madrid

19 de noviembre de 1936

 

 

Max Wiss vivía a solo cuatro manzanas de la embajada, en la calle Maldonado. La puerta de su vivienda, en la tercera planta, lucía una placa con la bandera suiza y otra con su nombre. Y bajo ellas una pequeña palanca, que al accionarla desencadenaba un coro de campanillas. A Zoe le encantaban. Las había escuchado por primera vez la tarde en la que Max la había puesto a prueba con los dos cachorros en su cocina, y desde hacía unos meses en bastantes más ocasiones, pues solían despachar allí para no tener que desplazarse a Torrelodones.

—Señora, disculpe que haya tardado en abrir. Estaba tan atento a las noticias de la radio que no me he enterado de su llamada. —Una dulce sonrisa ciñó los ojos del mayordomo hasta casi no vérsele las pupilas—. Por favor, pase, pase…

Zoe entró en el recibidor y se dejó ayudar con el abrigo.

—Mucho frío, ¿verdad?

—Pues sí lo hace, pero vengo caminando a buen paso y casi he entrado en calor. ¿El señor?

—Está en su despacho. La acompaño.

—Por favor, no se moleste. Conozco el camino. ¿Sabe algo nuevo de sus hijos?

El hombre arqueó las cejas y torció el morro, afectado por la pregunta.

—No, señora. Por eso escuchaba la radio. El mayor sigue embarcado en el destructor Velasco y no sé nada de él desde el dieciocho de julio. El segundo vive en Bilbao. Y el tercero es el que más me preocupa porque es un inconsciente y lo tengo defendiendo la Ciudad Universitaria; cualquier día me dará un susto. Ya verá. —Se llevó una mano a los ojos ocultando con pudor su pena.

—No lo piense, que eso no sucederá. —Le pasó la mano por el hombro con cariño.

—Dios la oiga, señora Zoe. Dios la oiga.

La puerta del despacho de Max estaba cerrada con llave. Tocó con los nudillos.

Tras escuchar pasos, le abrió Erika.

—¿Cómo te ha ido estas últimas noches, querida? —La esposa de Max vivía con pavor las actividades de aquella mujer a la que había cogido aprecio.

—Cansada pero contenta. Los perros están haciendo un trabajo increíble. Nunca imaginé lo bien que se comportan y lo poco que me fallan.

—Zoe, siéntate. —Del fondo del despacho le llegó la voz de Max—. Mi mujer ya se iba.

Erika captó la indirecta y sin quejarse excusó su presencia.

—Dentro de un momento volveré con un café. Así podremos hablar otro poquito, que este solo te quiere para él. —Sonrió a su marido con una pícara mirada.

Zoe se lo agradeció y buscó la comodidad de uno de los sofás de la estancia, dándose cuenta de que llevaba todo el día de pie. Suspiró agotada.

—Hoy no sé si resistiré una noche más como la de ayer.

—Quizá esta noche no puedas salir… —intervino misterioso.

Zoe preguntó a qué venía ese comentario.

—Podemos perder el centro y los perros esta misma madrugada. —La noticia dejó a Zoe perpleja. Max siguió explicándose—. Acabo de hablar con Rosinda, y me dice que las tropas del general Varela, o las de Yagüe, que para el caso me da igual, están tan cerca de la finca que es solo cuestión de horas. Si no voy a por ellos antes de esta madrugada, nos quedaremos sin unidad.

—Te acompañaré. —Zoe abandonó su relajada postura.

—¡Ni hablar! Cuento con la ayuda de cuatro hombres de la casa, cuatro enfermeros de nuestro hospital que se han prestado a echarme una mano, y la operación es arriesgada.

Ante la preocupante noticia, Zoe no quiso cargarle con más responsabilidad y se calló lo que pensaba. El recrudecimiento de los combates estaba demandando un mayor servicio canino, y fallar un solo día podía suponer algún herido más que moriría por no haber sido encontrado a tiempo.

—Ya tengo el camión y un nuevo destino para los animales: en la carretera de Vallecas, en una vieja vaquería que nos puede sacar del aprieto. No cuenta con las mejores instalaciones, pero nos servirá.

—¿Y Rosinda?

—Prefiere quedarse en el lado nacional. Por lo que nos deja.

—No sabes cómo la echaré de menos. Sin ella nos costará que todo funcione como hasta ahora. —Zoe sintió verdadera pena—. De todos modos, consigas recuperar los perros o no, seguiré yendo a ayudar por las noches —decidió Zoe.

—No entiendo cómo lo vas a hacer sin perros.

—Aunque sea iré con el mío. Campeón también fue entrenado en Fortunate Fields, algo hará.

Max recordó otra de las peticiones del general Miaja.

—Al parecer los nacionales están sembrando la nueva ciudad universitaria de minas para frenar los ataques de las columnas milicianas. La Junta nos pide que nuestros perros las detecten para evitar las constantes muertes que producen.

—Para esa tarea los sabuesos son los mejores. No creo que me llevase mucho tiempo tenerlos preparados.

—Pues hazlo, Zoe. Te los traeré a la vaquería de Vallecas.

La puerta del despacho se abrió y entró Erika completamente alterada.

—Querido, han venido otros…

Max se incorporó de golpe, miró a Zoe, y sin dar ninguna explicación salió de la habitación con Erika. Zoe no entendía nada, pero se quedó preocupada por el delicado rescate que iba a acometer. Hasta que la llamase esa noche, no se quedaría tranquila.

Pasados unos minutos, Max volvió acompañado de un matrimonio mayor con los rostros completamente desencajados. Zoe asistió a su conversación en silencio.

—No sabe cómo se lo agradecemos. —La mujer se secó las lágrimas con su pañuelo.

—Acabamos de saber por un vecino nuestro que el dueño de la panadería donde compramos a diario nos ha denunciado —continuó el marido—. Verá, aunque estoy jubilado, soy militar de carrera, y puedo haberme convertido en un objetivo más de alguna de esas temibles brigadas de milicianos que actúan cada noche. Tememos seriamente por nuestra vida.

Max le palmeó el hombro tranquilizándolo.

—Haré lo que pueda por ustedes.

—Tiene que escondernos… —suplicó entre gemidos la mujer—. ¡Nos matarán!

—Venimos a usted por recomendación de uno de sus amigos que también es íntimo nuestro, de Jacinto Robledo.

—Claro, claro… Han hecho bien. Les puedo ayudar. Pero antes han de hacer algo por mí para que no acabemos todos en el paredón.

—Usted dirá, ¿quiere dinero? —El hombre sacó de su chaqueta un fajo de billetes agitándolos nervioso delante de Max.

—Por favor, guárdeselo para cuando de verdad lo necesite. No, no se trata de eso. Quiero que ahora abandonen el edificio con toda naturalidad, como si hubiesen terminado la visita, y a eso de las cuatro de la madrugada vuelvan. Los esperaré en el portal de enfrente y subirán conmigo. Después los alojaré en una habitación, y a partir de entonces estarán a resguardo.

Zoe se sintió sobrecogida con el gesto de Max. Su generosidad implicaba un enorme riesgo. Había escuchado decir que en algunas casas de diplomáticos extranjeros se habían encontrado refugiados, y el resultado para todos había sido fatal.

—Pero a esas horas… es muy peligroso andar por las calles. —Al hombre le temblaban las manos.

—Lo siento. Lo sé, pero no queda más remedio que hacerlo así. En estos tiempos nunca se sabe quién puede estar observándonos. Por eso es necesario extremar las precauciones. Vayan con cuidado y a las cuatro los espero.

Antes de salir del despacho la mujer se abrazó espontáneamente a Max repleta de gratitud, y su marido le estrechó la mano fuertemente emocionado.

Minutos después, al ver entrar a Max, Zoe le dio un sentido beso expresando lo mucho que valoraba su noble gesto.

—Pero… ¿y esto? ¿Qué pensará Erika si nos ve así?

—Pensará que tiene un marido muy grande.

—Vale, déjalo, que al final hasta me lo voy a creer.

Zoe le preguntó una sola cosa respetando profundamente su decisión, lejos de ponerse a juzgar lo que hacía.

—¿Hay más?

Max sonrió ante su curiosidad, pero la entendió.

—Sígueme.

Nunca había recorrido al completo la casa de Max. Le pareció gigante porque tuvieron que atravesar tres pasillos y dos recibidores hasta llegar a una estancia donde aparentemente terminaba la vivienda. Max se dirigió a una pared, entre una chimenea y una librería, corrió una pequeña pieza giratoria que disimulaba una cerradura y la abrió. Tras una puerta perfectamente camuflada en la pared, apareció un nuevo pasillo con cuatro puertas a los lados. De ellas empezaron a salir varias personas. Zoe contó ocho. Algunas parecían asustadas, pero otras mantenían la calma. Un hombre de excelente aspecto se dirigió hacia ellos. Su cara no le era del todo desconocida.

—Señorita Zoe… ¡Qué alegría verla de nuevo! —El hombre besó su mano, y de pronto lo recordó. Se trataba de un catedrático de Medicina amigo de la familia de su marido.

—Don Cortés tuvo la poca vista de definirse en público a favor de Gil Robles desde su cátedra, y lleva con nosotros tres meses, ¿me equivoco? —comentó Max.

—Así es, mi querido amigo y patrono. Y qué pocas veces tenemos el placer de ver a una mujer tan guapa —se fijó en su vestimenta— que ni la fea moda de ahora, tan proletaria y vulgar, ha rebajado ni un solo ápice de su natural belleza.

Zoe respondió al elogio con un sentido «gracias», y escuchó a Max.

—Los demás arrastran sus propias historias. Tenemos a un cura, dos políticos y sus esposas, un escritor tachado de fascista, y una mujer en cuyos apellidos hay cinco siglos de historia de España.

Cuando Zoe salió a la calle, su mundo se había hecho pequeño y el de su jefe enorme. Caminó abstraída, todavía impresionada por lo que acababa de ver, y recordó la invitación a abandonar Madrid por parte de Julia. Se alegró de haber tomado la decisión acertada, más aún al constatar el heroico comportamiento de Max.

Recorría la acera en silencio, en busca del tranvía que la llevaría hasta la plaza de España. Llevaba una boina calada, abrigo negro con las solapas subidas y los dos brazaletes de la Cruz Roja, que más de una vez la habían sacado de un aprieto con los controles que se montaban en medio de la calle.

Estaba a punto de anochecer cuando se dio cuenta de la poca gente que paseaba como ella o compraba en los comercios, quizá porque desde hacía unas semanas estaban escaseando los alimentos más básicos. Por eso no se fijó en un lujoso vehículo descapotado que circulaba despacio, justo a su espalda. Ella iba pensando. Julia le había recordado lo sola que estaba en Madrid, y era verdad. Casi todos sus amigos y conocidos habían ido abandonando la ciudad por un motivo u otro. Tan solo le quedaban Max y su perro Campeón.

Sentado al lado del conductor del misterioso vehículo iba un viejo conocido de Zoe: Mario. Junto a cuatro milicianos más, venían de la sierra con los fusiles aún calientes, después de haberse liquidado toda la munición y de haber perdido una posición clave en el control del puerto de la Cruz Verde.


Date: 2015-12-24; view: 575


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