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SÍGUEME A DONDE YO VAYA 2 page

Andrés se acercó hasta el centro de la sala donde estaban los otros tres oficiales de su mismo rango comentando entre ellos la muerte de Sanjurjo. Algunos dudaron que hubiese sido un accidente.

Mientras el resto de los agentes abandonaban la sala, el teniente coronel Yagüe llamó a Carlos Pozuelo. Quería asegurarse de la idoneidad del teniente Urgazi para la misión que le quería encargar.

—No lo dude; es el idóneo. Su trabajo en la SSE ha sido en todo momento impecable. El teniente Urgazi se ha sabido mover con enorme eficacia en todas las misiones que le hemos encomendado, teniendo que resolver situaciones francamente complejas. En su favor ha de contar la convicción y templanza que ha demostrado para manejar como lo ha hecho, y con éxito, los difíciles pasos que le llevaron a tomar partido por nosotros. Pero sumado a lo anterior, he de decir que es un hombre que siempre ha trabajado con eficacia y un alto grado de autonomía. Y encima sabe francés.

—Parece el más adecuado, sí. La solicitud viene desde San Juan de Luz y la ha hecho alguien que se ha significado mucho en nuestro levantamiento: el conde de los Andes. Nos pide al mejor hombre que tengamos, alguien con una buena capacidad organizativa, que conozca bien todas las técnicas de espionaje, templado e inteligente, acostumbrado al peligro, y sobre todo leal y valiente. No sé si será mucho para tu candidato.

—Háblelo con él directamente y juzgue —lo animó Carlos.

El teniente coronel Yagüe desdobló el escrito del conde de los Andes, don Francisco Moreno Zulueta, e hizo llamar a Andrés.

—Mi teniente coronel, estoy ansioso de escuchar sus noticias.

—Eso está bien, muchacho. Tengo entendido que habla bien francés.

—Sí, señor, mi madre era francesa y desde bien pequeño me habló en su lengua.

—Aunque no de forma inmediata, quizá le mandemos a San Juan de Luz. ¿Conoce la ciudad?

—Todo lo bien que se puede conocer el lugar donde pasé tres vacaciones durante mi infancia.

—Mejor, mejor… Su conocimiento de la lengua y del terreno sin duda le pueden ser muy útiles para el encargo que le pensamos dar, aparte de sus habilidades como agente de información que, según me cuentan, ha demostrado con gran excelencia hasta el momento. Le explico.

Yagüe empezó a contar que bastante antes del mes de julio, entre San Juan de Luz y Biarritz, se habían establecido tres unidades de información en favor del derrocamiento del Gobierno de la República. La primera la formaba un grupo de aristócratas leales al rey Alfonso XIII, que de toda la vida veraneaban en el sudoeste francés. Otra estaba integrada por un clan de carlistas navarros, y la tercera dirigida por los catalanes de la Lliga Regionalista; todos ellos huidos de España meses antes del alzamiento, ante los estertores de muerte de la República y las amenazas que estaban sufriendo personalmente desde el poder.



—Como primer objetivo, cada grupo a su manera se dedicó a buscar la financiación necesaria para asegurar la viabilidad de nuestro proyecto. Pero ahora, una vez que se ha desencadenado todo, quieren invertir sus esfuerzos y recursos en otras actividades de índole secreta. Sin duda un loable objetivo, porque en una guerra se ha de combatir desde muchos frentes y no solo el armado. Y en cuanto a usted, se le ofrece la oportunidad de unirse a esas actividades, de las que poco más le puedo contar. Cabe decir que no sería algo inmediato, pero que les urge. Si acepta, tanto ellos como nosotros somos conscientes de que a sus actuales cualidades hemos de sumar un entrenamiento más específico en África. —Recogió la carta manuscrita por el conde de los Andes y se la pasó para que la leyera. Le dejó unos minutos.

—El trabajo me parece francamente interesante.

Desde su doble condición de espía y a la vista de un escenario con tantas posibilidades, el plan le pareció perfecto. Con solo imaginar la enorme cantidad de información a la que iba a acceder, hasta los riesgos personales que iba a correr le parecieron de menor importancia.

—¿En qué consistiría esa formación?

—Queremos enseñarle a usar cualquier tipo de explosivos y a manejarse bien con la radiotelegrafía. Conocerá los últimos métodos para encriptar mensajes y también los de camuflaje, y las mejores técnicas de seguimiento. Son solo algunos ejemplos que se me ocurren. Superada esa fase, lo mandaríamos a Francia. ¿Qué le parece?

—Estoy deseando empezar con esa formación, señor.

—Así se habla, muchacho. —Le palmeó en el hombro, satisfecho por su elección—. Le deseo un rápido entrenamiento y sobre todo un exitoso destino, que en su caso le recordará viejos tiempos.

—Seguro que así será. Gracias.

Ya se estaba dando la vuelta cuando le asaltó una duda.

—Perdóneme una última pregunta. Y esa formación específica que he de recibir, ¿dónde se me dará?

El teniente coronel Yagüe se disculpó por no haberle facilitado aquel dato.

—Contamos con una base secreta que muy pocos conocen. Está entre la ladera sur de la cordillera del Riff y el desierto. En un paraje tan aislado que la población más próxima está a algo más de setenta kilómetros. Constituye el lugar idóneo para el tipo de preparación que usted necesita. Es discreto, cuenta con excelentes entrenadores y una estricta disciplina interna que ayuda a conseguir en el menor tiempo posible la formación deseada.

—¿Cuándo he de salir para aquella base?

—Esta misma noche. Sin el sol se viaja mucho mejor por aquellas calurosas tierras.

 


III

Puerto de Somosierra

25 de julio de 1936

 

 

Cada vez que se escuchaba la explosión de un obús Campeón lanzaba dos ladridos al aire. Estaba flanqueando a Zoe, al amparo de una ambulancia de la Cruz Roja y enfrente de una pequeña camioneta donde habían viajado otros diez perros sanitarios.

Era media tarde y se encontraban en las proximidades de la pequeña población de Madarcos, en la cara sur del puerto de Somosierra, al abrigo de un bosque de castaños y en un hermoso paraje cuyo frescor era de agradecer después del tórrido día que había padecido Madrid.

Para Zoe y para el resto de mujeres que componían la unidad canina de la Cruz Roja aquella era su primera misión. Acompañaban al Quinto Regimiento, un cuerpo de voluntarios que había sido organizado en pocas horas por iniciativa del Partido Comunista de España y de las Juventudes Socialistas Unificadas en el patio de un colegio requisado, el de los hermanos salesianos, después de haber intervenido activamente en la toma del Cuartel de la Montaña. Sus miembros, procedentes de las milicias antifascistas obreras y campesinas, muchos de ellos del ramo metalúrgico, se habían hecho con el fervor y las armas necesarias para poner freno al intento de toma de Madrid por parte del ejército sublevado. Liderados por militares profesionales leales al Gobierno, se habían dividido en tres columnas para combatir a las unidades que venían desde Pamplona, Valladolid y Segovia, esperándolas en los puertos de los Leones, Navacerrada y Somosierra. Los enviados por el general Mola habían conseguido tomar el día anterior este último, como también el túnel ferroviario que comunicaba las dos mesetas y que constituía un enclave estratégico para poder atravesar la sierra con más comodidad que por el alto de la montaña.

Campeón, a los pies de Zoe, miraba a uno y otro lado con la sensación de haber vivido una situación parecida años antes. Aquel olor a pólvora quemada, a sudor y a miedo le transportaba a otros tiempos y a otras tierras. Miró a su ama y al pastor alemán que iba a acompañarla. Aunque los conocía a todos desde cachorros y ejercía con ellos un papel de guía, no terminaba de acostumbrarse a tener que compartirla.

A diferencia de su perro, aquel escenario era nuevo para Zoe, que acababa de vivir, con una mezcla de congoja y responsabilidad, los primeros disparos que se habían escuchado, prometiéndose ser fuerte y responder como se esperaba de ella. Acarició a Campeón y después a Toc y observó a su grupo de enfermeras.

Estaban acurrucadas, unas sobre otras, detrás de una enorme piedra de granito y a escasos cincuenta metros de ella. Su trabajo empezaría una vez cesara el fuego entre los dos bandos. Si no se les hacía de noche, soltarían a los perros en ese momento para buscar a los milicianos que hubiesen quedado heridos. Cada perro llevaba colgada del cuello una pequeña pieza de cuero en forma de cilindro que el animal mordía solo cuando encontraba a un herido, y que no soltaba hasta haber mostrado a su guía el emplazamiento de la víctima.

—Cuando empecemos a trabajar, quiero que me sigáis sin abandonar mis rodillas en ningún momento. ¿De acuerdo?

Los dos perros la miraron solícitos, jadeando y con la lengua fuera.

—Señorita camarada —un joven miliciano carraspeó para captar su atención. Al volverse, Zoe se fijó en sus brazos arañados por obra de las abundantes zarzas del terreno—. Me dice el comandante Luis Rivas que vaya preparando a los perros. Calcula que en menos de una hora habremos recuperado esos dos cerros. —Señaló con el dedo dos elevaciones rodeadas de frondosas zonas de bosque—. Dejaremos despejada una amplia franja de terreno para que puedan moverse con seguridad. Creemos que entre la arboleda y el arroyo, donde ha habido numerosos combates cuerpo a cuerpo, han quedado bastantes heridos.

Al ver que no iba armada le ofreció una pistola.

—Prefiero no tener que usarla, gracias.

—¿Y un cigarro? —Se sacó del bolsillo de su pantalón un paquete de picadura de tabaco y empezó a liarse un pitillo.

—No fumo, gracias —Zoe le sonrió.

Por el aspecto de sus dedos el tipo debía de trabajar en un taller mecánico. Lo miró con simpatía. El muchacho había dejado apoyado su fusil en una piedra y estaba rellenando con más tabaco el papel de fumar. Una vez que lo tuvo bien repartido, chupó el papel dos veces para dejárselo listo. Encontró un fósforo en uno de sus múltiples bolsillos y lo rascó sobre la cremallera. La llama iluminó su rostro en el mismo momento en que una bala atravesaba su cabeza.

—¡No!

El joven se derrumbó al lado de Zoe con un agujero en la frente por el que al instante empezó a surgir un fino reguero de sangre oscura. Su mirada se había quedado como congelada en ella. Completamente espantada, Zoe trató de acercárselo tirando con fuerza de su camisa y pidió ayuda a las enfermeras. Mientras dos de las muchachas corrían agachadas hacia ellos, Toc, el pastor alemán, olfateó al herido demostrando una extraña inquietud. Todo lo contrario que Campeón, más acostumbrado a convivir con ese tipo de situaciones de guerra, que siguió con el morro apoyado en el suelo. Las enfermeras, botiquín en mano, comprobaron nada más llegar que el hombre había fallecido. Las expresiones de impotencia de las tres mujeres surgieron tan sentidas que se abrazaron preocupadas.

Desde una arboleda cercana, algunos milicianos que habían presenciado la desgraciada escena acudieron a protegerlas colocándose en diferentes puntos de la ambulancia, para de inmediato vaciar los cargadores de sus máuseres en dirección norte.

—En cuanto os lo digamos, corred hacia donde están las demás. Aquí estáis demasiado expuestas —les advirtió uno muy joven.

Zoe se agarró al cuello de sus dos perros destrozada. La imagen de aquel pobre desgraciado al que le habían volado la cabeza, y que yacía a escasos centímetros de sus pies, le iba a resultar imposible de olvidar. Campeón, advirtiendo a su manera lo que le pasaba, se pegó más a ella, como si así quisiera protegerla de esos terrores.

—¡Ahora! —gritó el joven, señalando con la punta del fusil hacia dónde debían ir—. ¡Corred!

Sin haber pasado un segundo, las tres mujeres lo obedecieron en busca de la gigantesca roca donde se refugiaban las demás. Pero Zoe, al darse cuenta de que solo la seguía Toc, se volvió para mirar sin dejar de correr, extrañada de que Campeón siguiera allí, tumbado y sin demostrar la menor preocupación. Al llamarlo por su nombre el perro levantó la cabeza y se volvió hacia ella, pero como no entendió qué quería recuperó su postura anterior.

—¡Será tranquilo…! —exclamó indignada.

Estaba dispuesta a volver para recogerlo cuando sintió pasar una bala a escasos centímetros de su cabeza. Con su aliento desbocado se lanzó a correr hacia la enorme roca, viendo cómo otra de las balas se incrustaba en la corteza de un pino que apenas había dejado atrás, y una más hacía saltar chispas al explotar en un pedrusco que acababa de superar de un salto. Los silbidos de los proyectiles a su alrededor le helaron la sangre. Nunca había sentido tan cerca un peligro tan real como aquel. Y sintió miedo, mucho miedo.

Pasada media hora, a solo una del anochecer, los últimos reductos de resistencia habían sido neutralizados con la llegada de dos piezas de artillería que barrieron de proyectiles la línea enemiga y no pararon hasta que el comandante Rivas vio el combate ganado.

Las once mujeres, todas en silencio, sintieron el alivio del alto el fuego, pero también la falta de fuerzas para empezar a trabajar a partir de ese momento. Durante el largo tiroteo, quien no había rezado todas las oraciones que se sabía, había estado llorando. Y hasta hubo una que no dejó de pedirle a Zoe, entre gemidos, que se volvieran a Madrid. Su valor, como el del resto de aquellas voluntarias que habían visto en la Cruz Roja un modo de hacer el bien, no había sido medido hasta entonces en una situación tan crítica como la que acababan de vivir.

Zoe recuperó a Campeón sano y salvo y se dirigió hacia donde estaba el comandante Luis Rivas.

—Señor, cuando usted nos diga, mandamos a los perros.

El hombre, que dirigía una columna de obreros sin preparación militar alguna, a la que habían llamado Galán en honor del héroe militar Fermín Galán, muy popular entre la clase trabajadora, se sentía orgulloso del resultado conseguido. Habían sido capaces de detener a un ejército profesional en un enclave difícil, echándole muchas ganas, una gran dosis de valor y quizá bastante inconsciencia. Pero, en definitiva, el éxito había estado de su parte.

—Me pongo a su disposición —le contestó el hombre—. Acabo de ordenar por radio que sean avisados los alcaldes de los pueblos vecinos para que nos envíen con urgencia cualquier tipo de vehículos con los que poder evacuar a los heridos hasta los hospitales de Madrid. Me temo que tenemos muchos.

Zoe le explicó cómo trabajaban los perros, y que una vez los animales fueran localizando a los columnistas su única necesidad sería la de disponer de soldados y camillas suficientes para recogerlos y transportarlos hasta las ambulancias, quedándose las enfermeras encargadas del control de los perros o de practicar cualquier cura de urgencia para estabilizar a los heridos.

—¡Perfecto! Dispondrá de esos hombres en menos de cinco minutos. ¿Necesitará alguna otra cosa?

—Que no se nos haga de noche y poco más.

Zoe se dirigió hacia el grupo de enfermeras para dar las últimas indicaciones. Le agradó verlas preparadas y con sus respectivos pastores alemanes. Al acercarse fue recibida por un mar de rabos que se agitaban al unísono. Explicó a las chicas lo que había hablado con el comandante y les pidió dos cosas más.

—Sed muy prudentes. Hasta que no se os asigne la pareja de hombres que os acompañarán para protegeros, quiero que os quedéis aquí quietas. No necesitamos más héroes que los que tenemos que encontrar por esos montes. Yo me encargaré de vigilar que todo marche correctamente y de ir comprobando la respuesta de vuestros animales. ¡Mucha suerte! ¡Ya podéis soltarlos!

En ese momento las diez enfermeras aflojaron al unísono las correas de los canes y se inició un auténtico espectáculo para los que nunca habían visto trabajar a animales como aquellos. Cada perro cargaba a sus espaldas dos cartucheras identificadas con el símbolo de la Cruz Roja y un botiquín de primeros auxilios. Se pusieron a correr campo a través en distintas direcciones. Sin ladrar y con el hocico pegado al suelo, iban buscando cualquier rastro de olor humano, sobre todo de sangre, atendiendo a su entrenamiento. Pasados los primeros minutos, desde donde se encontraban las enfermeras todavía se podía ver a alguno de los perros corretear entre jaras y matojos de tomillo batiendo sus colas al aire.

Zoe, junto con Campeón y Toc, se dirigió a una zona que había sufrido con mayor intensidad los combates. Campeón corrió hasta una pequeña loma, alcanzó su máxima elevación y olfateó el aire dibujando un arco de ciento ochenta grados. El otro, con su pelaje casi negro, no se separaba de Zoe. Alcanzaron la posición de Campeón en el momento en que este la abandonaba y corría como un loco en dirección norte, salvando los pedruscos y la espesa vegetación que encontraba de camino, sordo a los gritos de Zoe.

—¡Vuelve aquí!

El animal no obedeció, adelantándose a otros perros que se dirigían hacia un bosque donde se había producido el tiroteo más cruento. Zoe, enfadada, aceleró el paso para encontrarse con ellos, pero a mitad de camino vio a uno de los pastores alemanes parado entre unas zarzas y un arroyo. Husmeaba alrededor de unos arbustos, lanzando ladridos. Se acercó a mirar.

—¿Algún herido por ahí? Soy de la Cruz Roja —exclamó en voz alta.

Nadie respondió. Observó extrañada al perro, hasta que entendió lo que pasaba cuando desde el matojo salió una liebre a toda velocidad y el perro detrás.

—No me lo puedo creer.

Después de haber recuperado su posición anterior, miró a Toc a los ojos y le dio la primera orden.

—¡Busca!

El animal, perfectamente entrenado, clavó su trufa en el suelo y barrió el contorno de un seto cercano, y tras él, dos o tres más a su alrededor. Y de repente agudizó el oído al escuchar algo. Zoe también lo había sentido. Avanzaron unos pasos más hacia las orillas del arroyo y se detuvieron a oír mejor. El gorgoteo de la poca agua que llevaba se mezcló en ese momento con los ladridos de un par de pastores, que por su tono e insistencia tenían que haber localizado a los primeros heridos. Zoe hizo ademán de irse. Necesitaba localizar pronto a esos perros para valorar su comportamiento al encuentro de los heridos. Pero en ese preciso momento se escuchó una tos a escasos cinco metros de donde estaban. Toc gruñó y fijó su atención en una masa de retamas. Zoe volvió a identificarse en voz alta, pero nadie contestó. Se dirigió despacio hasta donde le parecía haber escuchado la presencia humana, y cuando estaba a solo dos metros, entre las ramas vio a un hombre tumbado y escondido.

—Estate tranquilo, acabo de verte. —Sujetó al perro por el cuello para no intimidarlo.

—Quédate ahí, quieta, o te vuelo la cabeza.

Zoe lo obedeció al ver el cañón de una pistola dirigido a ella.

—Trabajo en la Cruz Roja y vengo a ayudarte. No te preocupes.

—Como… —tosió varias veces reflejando su mal estado—, como me denuncies, te llevo por delante.

Zoe comprendió que se trataba de un soldado del otro bando. Trató de hacerle entender que para ella tan solo era un herido, al que atenderían sin tener en cuenta de qué lado había combatido.

—Quizá tú lo hagas así, pero en cuanto me identifiquen esos comunistas seré hombre muerto.

—Déjame echar un vistazo a tu herida. Si es grave, te llevaremos a un hospital.

El hombre accedió, pero negándose a que viniera más gente.

Zoe, agazapada, atravesó los dos arbustos arañándose con las ramas. Le echó unos cuarenta años. Vestía uniforme de Infantería y tenía un impacto de bala en el hombro y otro en el vientre, este último muy superficial. A pesar de que ninguna de las heridas era mortal, estaba perdiendo demasiada sangre, lo que su rostro traducía con una lividez preocupante. Zoe le calculó una hora de vida si no actuaban. Se lo dijo con toda crudeza.

—¡He dicho que no quiero que avises a nadie! Ponme unas vendas, un antibiótico y déjame aquí. Si nadie más me encuentra, cuando se haga de noche podré escapar.

Zoe se lo pensó. No llevaba material sanitario ni tampoco su perro. Si lo dejaba allí, se iba a morir y nunca se lo perdonaría. Lo miró con gesto decidido, se incorporó y explicó lo que pretendía hacer.

—Iré en busca de ayuda. Te garantizo que nadie va a hacerte nada; tienes mi palabra. —El hombre, desconfiando, le apuntó amenazando con disparar—. Si lo haces, en cuanto se escuche la detonación vendrán a ver qué ha pasado y entonces sí que serás hombre muerto. Tú sabrás lo que te conviene.

El soldado, al ver que la mujer se iba, ante la encrucijada de saberse en manos del enemigo o de tener una muerte digna aunque fuera matando a todo el que se le acercara, levantó el percutor con intención de disparar. Apuntó a una de sus piernas, y cuando estaba a punto de apretar el gatillo vio venir hacia él una sombra a toda velocidad. Sin darle tiempo a responder, en décimas de segundo su muñeca recibió un primer mordisco. Entre la inercia del golpe y el dolor que le produjo la hilera de dientes de aquel perro enfurecido, perdió la pistola. Zoe se volvió y vio cómo Campeón lo atacaba con furia. Su perro acababa de salvarle la vida.

Pidió ayuda a gritos, ordenó a Campeón que lo dejara y permitió a Toc ir en apoyo de su perro. El soldado se quedó completamente quieto al tener a menos de diez centímetros de su cara a los dos animales enseñándole los dientes y dispuestos a todo. Pero, de repente y sin saber por qué, Campeón se separó y, ante la desconcertada mirada de Zoe, buscó el arma que había caído al suelo, la recogió entre los dientes y se la llevó a su dueña agitando el rabo, encantado.

—Buen perro, sí, señor.

Zoe lo acarició orgullosa de su oportuna reacción, como hizo también con Toc mientras veía a un grupo de milicianos venir en su ayuda, entre ellos al comandante Rivas. Encañonaron al herido y lo levantaron sin ningún cuidado.

—Lo mandaremos a un hospital junto con los nuestros para que sea curado. Pero más adelante le esperará un juicio —concluyó, viéndolo irse ayudado por dos de sus hombres—. Y en cuanto a usted, déjeme que le diga que ha sido una imprudente. Siguiendo sus propias instrucciones, dispuse que sus enfermeras estuviesen en todo momento acompañadas por mis hombres, y sin embargo ha sido la primera en tomar un riesgo innecesario. Haga el favor de no hacer más tonterías.

Zoe se disculpó y le dio la razón, pero con prisa. Quería averiguar cómo habían respondido los demás perros.

Una hora después, reunidos todos los animales y sus guías, hicieron balance del servicio. En total habían localizado a una treintena de hombres, tres de ellos del bando enemigo, aunque también a otros cuarenta y dos muertos. Los perros se habían comportado en general bien, salvo uno que se había perdido durante la operación aunque ya estaba recuperado, y otro que había sido acuchillado por uno de los sublevados antes de ser localizado por una patrulla de milicianos.

Zoe se quedó para atender al perro herido que necesitaba una intervención de urgencia. La hizo a la luz de los faros de un camión de transporte de tropas, después de que el resto de enfermeras tomase camino de vuelta a Madrid. Mientras le suturaba la piel una vez había detenido su hemorragia, y con la inoportuna presencia del morro de Campeón a escasos centímetros de sus manos, suspiró llena de buenas sensaciones. Por primera vez había visto los resultados de su trabajo con la unidad canina de la Cruz Roja. Y ahora, gracias a sus conocimientos, iba a poder recuperar a ese perro para que siguiera desempeñando sus funciones.

Nunca se había sentido tan importante y tan bien, aunque odiase el escenario.

Los miedos, el peligro que había sufrido con aquel soldado, o sus dudas sobre la operatividad del propio servicio de rescate; todo se había esfumado en un halo de satisfacciones. Y en esos momentos se acordó de su padre. Estaba segura de que, si la viera allí, entre rollos de catgut, agujas de sutura y gasas empapadas en desinfectante, se sentiría muy orgulloso; como ella se había sentido cuando lo acompañaba de pequeña, a su adorado padre.

 


IV

Embajada alemana

Calle de los Hermanos Bécquer

Madrid

19 de noviembre de 1936

 

 

Para los que habían pensado que el levantamiento de los militares se iba a resolver en menos de una semana, cuatro meses después no se vislumbraba todavía ninguna solución, ni tampoco a medio plazo.

A la gente le quedaba todavía mucho por sufrir.

El primer cordón humano que Zoe tuvo que atravesar fue el de los milicianos, y por lo menos serían un millar. Lo hizo enseñando su carné y el brazalete de la Cruz Roja. Ocupaban la calle Serrano, a ambos lados del cruce con la de Hermanos Bécquer, por la que tenía que bajar para acceder a la puerta principal.

El segundo control estaba a cargo de la Guardia de Asalto, que había apostado dos vehículos blindados a la entrada de la legación diplomática y otros dos a una veintena de metros. Lo formaban por lo menos un centenar de miembros, todos perfectamente armados.

El Gobierno, presionado por la intensa campaña de bombardeos y ataques que estaban asolando Madrid desde principios de otoño, se había desplazado el día seis de aquel mes a Valencia para establecer allí las sedes de la presidencia y del Gobierno de la República. Madrid se había convertido en un lugar lleno de peligros y carencias. El miedo recorría sus noches y el hambre sus días.

El dieciocho de noviembre, Hitler y Mussolini habían dado legitimidad al levantamiento del general Franco, y como consecuencia de ello el Gobierno de la República les había dado veinticuatro horas para que abandonasen sus embajadas en Madrid. La de Alemania se desplazaría a Salamanca. En el proceso de desalojo, la Guardia de Asalto se había encargado de la protección del cuerpo diplomático alemán e italiano, como también de los trabajadores de sus sedes.


Date: 2015-12-24; view: 490


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