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AHORA ESTÁS A MI LADO 18 page

—Estamos asistiendo a un insoportable número de asaltos y saqueos a las sedes de los partidos, últimamente hasta con muertos, y parece que nos acostumbramos a ello. Han ardido más de un centenar de iglesias y conventos, y la tendencia tampoco indica que vayamos a mejor. Llevamos once huelgas generales. Los motines dentro de las fábricas o las reyertas a fuego de fusil son incontables. Y en la calle, da la impresión de que los pistoleros empiezan a ganar terreno a las fuerzas del orden. Por todo eso, los que estamos en la política activa vemos que el país se está dirigiendo hacia el caos, pero nadie pone un poco de sentido común, o mejor, un poco de grandeza de miras.

—Son cosas que, en efecto, se están viendo a diario y que muchos conocemos, pero la mayoría calla —intervino Bruni.

—Qué razón tienes. Las minorías son las que hacen más ruido, se atribuyen la verdad absoluta, y apoyándose en la democracia encima nos imponen sus visiones. Siempre ha sido así. Pero, hijos míos, pueden suceder cosas aún mucho peores. —La última frase dejó a todos sin respiración—. La semana pasada, como os decía antes, mantuve una importante conversación con Azaña —el cambio en el tono de su voz adelantaba una noticia de peso—, y por eso os he reunido hoy. —Hizo una pausa para retomar un poco de aire.

—Padre, no nos haga esperar más, y ¡cuéntelo ya!

Sigfrido se estaba comiendo las uñas.

—Veréis, la noticia es que me han ofrecido la Embajada de España en México —proclamó, mientras recorría uno a uno los gestos de asombro de sus hijos.

—Pero, don Félix —intervino Anselmo—, eso significaría abandonar la escena política en España. Después de lo mucho que ha luchado durante todos estos años.

Don Félix carraspeó y meditó bien sus palabras antes de hablar.

—Creo que lo necesito. Será algo temporal; dos años a lo sumo. Tengo el compromiso de Martínez Barrio y del propio Azaña de que así será. Es verdad que ese puesto me interesaba desde hacía tiempo, pero no quiero esconderos que pesa mucho más en mi decisión el sufrimiento y la impotencia que siento al ver cómo se está ensombreciendo mi querida República.

Sigfrido y sus hermanas se miraron preocupados. México era un destino demasiado lejano, y no sabían si su padre estaba pensando en llevarse a toda la familia con él. Bruni no había acabado sus estudios, Ofelia hacía ya vida aparte y Sigfrido acababa de empezar a trabajar. Al preguntárselo, don Félix anunció que la toma de destino sería inminente, no más tarde del treinta de abril, pero que de todos modos mantendría el alquiler de la casa para quien se quisiera quedar.



Zoe temió que Bruni pudiera terminar yéndose a medio plazo, pero se lo guardó para sus adentros. Sin embargo, Ofelia, a pesar de ser la pequeña de los tres hermanos, ante los gestos de desolación de todos los presentes, se prestó a ayudar en la medida de sus posibilidades.

—Padre, nosotros, como el trabajo de Anselmo de momento nos retiene en Madrid, podemos estar al tanto de los que se queden.

Su padre la miró agradecido pero no aliviado, porque todavía tenía que contarles algo mucho más grave, algo que le había manifestado el propio jefe de Gobierno sin disimular una honda preocupación.

—Azaña tiene serias evidencias de que se avecina el comienzo de una guerra en España.

—¿Cómo? —soltaron todos.

—¿Una guerra contra quién?

—Entre nosotros, entre españoles.

 


VIII

Sede central del Partido Nazi

Briennerstrasse. Múnich

15 de abril de 1936

 

 

A Luther Krugg se le agrió el estómago nada más pisar aquel lugar.

Vestía traje negro y había cuidado su aspecto siguiendo las indicaciones de Katherine. Porque la cita a la que iba era ineludible, su interlocutor demasiado poderoso y el motivo importante: llevarle en persona uno de los perros que había traído desde Argentina como parte del proyecto que habían denominado Wiedergeburt Bullenbeisser, «el renacimiento del bullenbeisser». Así se lo había ordenado su más próximo promotor, Von Sievers.

Nada más entrar en el edificio, la hembra más joven de las cinco que había conseguido reunir empezó a mirar con recelo a todo aquel que se le acercaba. El largo viaje en coche desde Grünheide tenía buena culpa de su nerviosismo. A pesar de que Luther les iba advirtiendo de su mal carácter, algunos ignoraron sus consejos hasta que una inesperada y seca dentellada a punto estuvo de llevarse la mano de un oficial excesivamente empeñado en acariciarla.

Luther siguió las instrucciones de uno de los porteros y empezó a atravesar el recibidor de pulidísimo mármol blanco camino del ascensor, acompañado de la perra cuyas patazas apenas podían moverse sin resbalar. La planta del despacho de Reinhard Heydrich era la cuarta.

Pulsó el botón, pero antes de que se cerraran las puertas entró corriendo una joven con una enorme pila de papeles entre los brazos y gesto de agobio.

—¿A qué piso va? —preguntó él.

—Al cuarto. ¿Y usted? —La mujer esperó para apretar uno u otro número.

—Al mismo, gracias.

La chica le echó un vistazo de arriba abajo y descubrió a la perra, escondida detrás de él.

—¡Hola, preciosa! —Se dobló para buscar la cabeza del animal que asomaba entre las rodillas de Luther. La perra gruñó como primera advertencia y enseñó los colmillos a continuación.

—Tenga cuidado. No le gustan mucho los extraños y lleva un día un poco duro.

La mujer, una rubia de increíble belleza, comprendió y sonrió. Pero en el proceso de volver a incorporarse se le cayeron los papeles que apenas le cabían entre los brazos, y quedaron esparcidos por el suelo del ascensor.

—Ups… Mira que soy torpe…

—Déjeme que la ayude.

Luther se agachó para recoger los que tenía más cerca con los gruñidos de la perra de fondo, que no apartaba la mirada de la mujer. Un discreto toque de campana señaló que habían llegado a la cuarta planta. Las puertas se abrieron y al otro lado de ellas apareció el gruppenführer Heydrich. Observó la extraña escena y se le escapó una sonrisa. Se dirigió a su secretaria:

—Olga, haga que me preparen el coche, necesito resolver un asunto fuera de la oficina con este caballero. —Miró a la perra con insana curiosidad—. Herr Krugg, mientras viene nuestro transporte, sígame, por favor, a mi despacho.

Luther comprobó cómo a su paso todo el mundo los miraba con inusitado interés, imaginó que atraídos por la presencia del animal. Atravesaron un despacho con otras dos secretarias, y al alcanzar la puerta del suyo, Heydrich lo invitó a pasar. Luther echó un rápido vistazo, impresionado por su sobriedad, y esperó sus indicaciones.

—Von Sievers me ha rogado que le disculpe por no poder estar hoy con nosotros, muy en contra de sus deseos. Ha tenido que viajar fuera de Múnich por un asunto urgente. Pero, por favor, tome asiento, y permítame observar mejor a este animal.

Le señaló un amplio sofá en un lateral del despacho.

—Lamento que su colaborador no pueda ver a la perra, cuando ha sido él quien me ha convocado. Dígale que podrá hacerlo cuando guste en Grünheide.

—Descuide que lo hará. Pero, por razones que luego entenderá, también yo he querido verlo hoy. —Acercó la mano a la cabeza de la perra, pero la retiró de inmediato al recibir un serio gruñido de advertencia.

Luther, bastante nervioso ya, cuando solo pensaba entrevistarse con Von Sievers, se sintió más coaccionado todavía ante Heydrich y su inquietante comentario. Sin ni siquiera esperar a recibir sus preguntas, empezó a hablar del viaje a Argentina, ahondando en lo que podía resultarle de mayor interés. Le contó la historia de la raza llamada viejo perro de pelea cordobés y los motivos que lo habían llevado a pensar que podía tratarse de una de las herederas de la alemana que perseguían. Detalló lo hablado con el doctor Nores, y qué esperaba hacer a partir de ese momento con los siete ejemplares comprados al argentino. Le avanzó sus intenciones de viajar a Inglaterra en un breve plazo de tiempo para traerse varios bulldogs de buena casta, con idea de cruzarlos con los argentinos y conseguir con ello la misma cabeza del mítico perro que le habían encargado. También le explicó el trabajo que había realizado hasta la fecha en Grünheide usando otras razas, y el poco resultado obtenido hasta el momento. Por eso terminó citando a los bullmastif como alternativa a los dogos franceses que había empleado hasta ahora, en su intento de fijar la capa atigrada del bullenbeisser, la fortaleza ósea deseada y la anchura de morro que finalmente necesitaba.

—Sigo explorando infinidad de tratados antiguos con idea de rastrear en qué otros países pudo dejar huella nuestro perro. Sospecho que el pitbull americano comparte mucha sangre con él, y en ese sentido he encargado a nuestro embajador que nos mande una pareja. Y lo último que estoy estudiando tiene que ver con España. He podido ver algún grabado firmado por el famoso pintor Goya donde aparecen perros, con cierta similitud a los que buscamos, participando en una curiosa variedad de corrida de toros. No tengo demasiados problemas para entenderme en inglés, pero en español, todos. Lo que hace que me cueste mucho ahondar en el conocimiento de las razas que pudieron emplear en esos espectáculos, o saber si acaso ha quedado algo de ellas. Ahora ando tras esa pista que…

—Va demasiado lento.

Heydrich, con su habitual sequedad, lo dejó con la palabra en la boca. Los tacones de sus botas repiquetearon sobre el suelo reflejando sus nervios.

—¿Perdone?

—Que, por lo que veo, apenas ha hecho nada.

Luther se revolvió en el sillón empezando a sentirse francamente incómodo mientras le contestaba.

—En Wewelsburg le dije a Von Sievers que este no era un proyecto de meses, sino de años, y no pocos. Supongo que así tuvo que transmitírselo.

—Lo hizo, sí, pero de ese comentario han pasado ya diez meses. Y por lo que veo, todavía sigue pensando los pasos que dar. Me preocupa. Así es como lo pienso y así quiero que lo sepa. —Su gesto se endureció—. Últimamente me viene preocupando el proyecto, me preocupan sus inexplicables retrasos, y ahora me preocupa usted. Usted y su pasado.

A Luther se le secó la boca de golpe.

Heydrich lo miró fijamente a los ojos y mantuvo un excesivo silencio que su invitado no supo interpretar. Unos toques en la puerta, y la voz de Olga, confirmaron que el coche los esperaba a la entrada del edificio.

—Nos vamos a Dachau, herr Krugg. Quiero contrastar una confesión que ha hecho uno de los presos sobre usted.

—¿A Dachau? ¿Ahora?... ¿Cómo? No sé a qué se refiere.

Heydrich no le contestó, pero Luther recordó inmediatamente la cara del recluso al que había reconocido en una de sus primeras visitas al campo: su antiguo jefe de milicias socialistas Guido Strehler. Alguien con quien había coincidido en su época estudiantil, tan loca en fervores políticos. Su mente se puso a trabajar a toda velocidad buscando qué podía hacer. Dachau era el infierno, y si el tal Guido les había contado algo, su destino iba a consistir en engrosar su lista de presos. Sintió tanta presión en el pecho que empezó a faltarle el aire. Cuando entró en el vehículo oficial del hombre más frío y seguramente más cruel de toda Alemania, empezó a ser consciente de que su trayecto podía ser solo de ida.

Durante el camino apenas hablaron, pero las pocas frases que se intercambiaron resultaron nefastas para el penoso estado de incertidumbre de Luther.

—Espero por su bien —le soltó Heydrich, a escasos metros del control de entrada al campo— que lo que ese hombre ha dicho no sea cierto. Porque de lo contrario no sé cómo me cobraría mi decepción.

A la llegada a Dachau, la lividez en Luther era constatable a distancia. Viéndolo recorrer los escasos pasos desde el coche en el que había llegado a la puerta forjada del campo de Dachau, con la cabeza baja y en un coro de suspiros, daba más la imagen de un preso que la de un visitante.

En la entrada los esperaba el capitán Mayer con expresión grave.

—Está en las duchas. Síganme.

Luther y Heydrich fueron tras él, de camino al pabellón central donde estaban las cocinas, unos cuantos almacenes y los baños. A la perra la dejaron con un teniente a las puertas del campo. Luther tenía la sensación de estar caminando hacia el patíbulo. Solo sentía pena al pensar en su mujer, a la que sin duda no volvería a ver en mucho tiempo. Si es que alguna vez lo conseguía.

Atravesaron dos primeras puertas protegidas por soldados, y una tercera que separaba un ancho vestuario de una dependencia recorrida por tres largas líneas de duchas. El suelo estaba en pendiente para recoger el agua. Apoyado sobre una pared Luther vio a un hombre atado a una silla con el pecho descubierto y la cara rota a golpes. A su lado, dos oficiales de las SS, con camisa remangada y unos mandiles de cuero, se cuadraron nada más ver aparecer a su gruppenführer.

—¡Heil Hitler! —proclamaron a coro.

—¡Heil! —contestó Heydrich permitiéndoles recuperar su anterior posición de descanso.

Luther sintió espanto al mirar al preso, al que costaba verle la cara entre tanta sangre. Tenía el pelo alborotado, un hematoma que le ocupaba media mejilla, el labio abierto y una ceja partida. Estaba en un estado tan irreconocible que por unos segundos deseó que se tratase de otra persona. Pero le duró muy poco el consuelo cuando el individuo levantó los ojos ante el ruido de voces y taconazos de sus verdugos.

Se miraron.

El capitán Mayer le sujetó la barbilla con una de sus manos y con la otra señaló a Luther.

—¿Reconoces a este hombre?

—No —contestó para desconcierto de sus verdugos.

—Será cabrón. —Uno de los soldados lo abofeteó con tanta fuerza que se llevó de camino una de sus muelas y un largo escupitajo de sangre—. Ayer confesaste que era un colega socialista con el que habías acudido a mítines, asaltos y a boicotear varias fábricas. ¿Y ahora no sabes nada? —Se dirigió a Heydrich—. Mi gruppenführer, nos dio hasta su nombre y apellido.

—Háganlo hablar.

Los dos soldados se acercaron al preso y empezaron a golpearlo consecutivamente con una brutalidad insoportable para Luther.

—Me conoce —fue el propio Luther quien lo confesó para que terminara de una vez aquel suplicio. Los presentes se miraron, sorprendidos de su espontáneo testimonio—. Es verdad, ese hombre, Guido Strehler, fue mi superior hace muchos años. Milité en el Partido Socialdemócrata en coincidencia con el establecimiento de la República de Weimar. Fueron otros tiempos, pero es la verdad. Y ahora déjenlo en paz.

Heydrich se acercó a Mayer y le habló al oído. Y este, a continuación, hizo lo mismo con los dos soldados. Le quitaron las correas al preso, lo levantaron y se lo llevaron fuera de los baños arrastrándolo. Luther se quedó a solas con el máximo dirigente nazi.

—Bien, bien… ¿Y ahora qué vamos a hacer con usted?

Luther lo miró resignado.

—Fue algo del pasado, pero si he de pagar por ello, ordene lo que crea conveniente.

—Ya lo he hecho. He mandado fusilar a su amigo Guido.

—Pero ¿cómo? ¿Qué dice? No lo entiendo…, es… injusto. —A Luther le costaba hablar. Se sentía ahogado por la impotencia, por el odio, por la sorpresa.

—No se queje; esa muerte le salvará la vida. Su silencio se convertirá en su protección. Le aseguro que todos los que han estado presentes borrarán de su cabeza lo que han escuchado. Usted no ha existido para ellos. Pero yo lo sé todo, no lo olvide. —Dio dos o tres pasos a su derecha y después a su izquierda, meditativo. Hasta que se detuvo de nuevo a hablar—. Le permitiré que siga haciendo su trabajo, pero hágalo con mucha más eficacia de lo que viene acostumbrándonos. Solo así evitará que un día usted o su adorable Katherine terminen como su amigo Guido.

Los ojos de Luther se abrieron de par en par al escuchar el nombre de su esposa en boca de aquel canalla.

—¿Qué sabe de mi mujer?

—Veo que me ha captado muy bien, ¿a que sí?

 


IX

Cine Tetuán

Madrid

16 de abril de 1936

 

 

La platea del cine Tetuán era un mar de banderas que coreaban las encendidas palabras del orador y presentador de aquella asamblea extraordinaria de la Federación Anarquista Ibérica.

Sin llegar a ocupar los doscientos asientos con los que contaba la sala, habían acudido a ella la totalidad de los miembros que formaban los tres grupos de afinidad libertaria del distrito de Cuatro Caminos y el único de la pobre barriada de Tetuán, junto con una abultada representación de las juventudes libertarias de ambos.

—¡Compañeros! —tomó la palabra el responsable de la FAI para el gremio de editores y prensa—. Una vez leído y aprobado el informe La insurrección al alcance de todos, cuyo contenido está pensado para ayudaros a que remováis la conciencia de la masa obrera de vuestro entorno, pasaremos ahora a tratar el intento de atentado contra los presidentes Azaña y Alcalá Zamora del pasado martes. —Los asistentes ahogaron sus palabras explotando en un sinfín de imprecaciones y la más variada colección de insultos a las derechas, encauzando hacia ellas su enorme indignación—. ¡Un poco de silencio, por favor! ¡Dejadme hablar! ¡Haced un esfuerzo! —A pesar de sus reiteradas peticiones, al hombre le costó unos minutos más conseguir recuperar su turno de palabra—. Tenéis razón, sí. Y como entiendo y comparto vuestra exasperación ante hechos tan graves como los sucedidos en el desfile de la Castellana, los fascistas han de entender que desde el anarquismo no van a recibir una respuesta tan timorata y débil como la que hasta ahora les ha dado el Gobierno. La FAI ha de responder de forma mucho más contundente y expeditiva. —Alargó la pausa y a continuación levantó la voz—: ¡Vivimos tiempos de excepción y asistimos a una insoportable cobardía dentro de la clase política! Los derechos ganados para la clase obrera están siendo pisoteados por los patronos, y no hay día que no surjan nuevos rumores sobre la amenaza de un levantamiento militar. —Aquella última referencia se vio ahogada por un enorme estruendo de silbidos y un intenso pataleo. Cuando estos fueron menores, continuó—. No podemos permitir que sindicatos y partidos de izquierda sigamos desunidos. Porque mientras, vemos cómo los fascistas campan a sus anchas maquinando en los cuarteles, en sus despachos, fábricas, escuelas o iglesias.

—¡Vayamos a por ellos! —exclamó un anciano doblado por los años, pero lleno de arrojo.

—¡Levantemos al pueblo contra esos hijos de puta! —se le sumó otro de los presentes, desencadenando un gran aplauso.

Al fondo, el grupo de las juventudes libertarias arrancó un grito que contagió a toda la sala en muy pocos segundos.

—¡A violencia fascista, violencia libertaria! —clamaban con feroz intensidad—. ¡A violencia fascista, violencia libertaria!

El orador pidió de nuevo silencio para exponer la decisión tomada por la mesa de representantes.

—¡Atendedme, por favor, compañeros!

El público fue sentándose, y en pocos segundos hubo el suficiente silencio como para que el hombre retomara la dirección de la asamblea.

—Cada grupo de afinidad se reunirá por separado en cuatro lugares de este mismo cine. Dos os quedaréis aquí, otro en el atrio, y el de Tetuán en la sala privada de proyecciones. Es pequeña, pero sois el menos numeroso. —Bebió agua y carraspeó para aclararse la garganta—. Pensamos que siguiendo este procedimiento se facilita el diálogo y la igualdad en las deliberaciones, lo que sería imposible en asamblea, con tanta gente.

Hizo uso de la palabra otro de los representantes de la mesa; del gremio de trabajadores de banca.

—Tomaos una hora para la discusión y, en cuanto terminéis, pasadnos las conclusiones a cualquiera de los miembros de esta mesa para poder reunirlas y remitirlas a nuestra federación de Madrid, donde imagino que llegarán las del resto de asambleas que están convocadas para hoy. —Terminó de dar su aviso y, sin querer ser menos que los anteriores oradores, levantó la voz poniendo en su proclama un apasionado ímpetu—: ¡Compañeros, a luchar todos por la justicia y la igualdad!

Algunos repitieron la arenga, y con un cerrado aplauso se dio por terminada la asamblea.

Los dos grupos que iban a realizar su reunión fuera de la sala la abandonaron en ruidoso murmullo. Entre ellos iba Mario, a quien apodaban el Tuercas, comentando sus impresiones con otro de los participantes de su grupo de afinidades libertarias.

—Somos demasiado blandos… Hablamos y hablamos, pero a la hora de la verdad, nada.

—Tienes toda la razón, Mario. Ha llegado el momento de mover a la gente, y de que se sepa que no vamos a quedarnos quietos. Si te parece, lo hablamos en nuestro grupo.

Gracias al triunfo del Frente Popular en las elecciones del mes de febrero, Mario había sido puesto en libertad al acogerse a la masiva amnistía firmada por el nuevo Gobierno. Aunque los primeros destinatarios de la medida habían sido los encarcelados por los hechos revolucionarios de octubre del treinta y cuatro, esta se había extendido a presos políticos, sindicalistas y a muchos comunes, como era su caso.

De su lamentable estancia entre rejas había sacado dos únicas conclusiones: que España estaba preparada para vivir una nueva revolución abanderada por su gente, y la segunda, que haría pagar a Zoe sus irritantes nueve meses sin libertad, a pesar de las vehementes súplicas por parte de Rosa para que dejara en paz a la chica y se olvidara de ella.

Una libertad que en su vida siempre había tenido un coste muy alto.

Porque Mario, aparte del taller mecánico en el que había vuelto a trabajar y de sus dos vidas, la oficial y la que alternaba con su amante Rosa desde hacía quince años, arrastraba un pasado lamentable. Cuando se ha nacido en el más pobre de los barrios pobres de Madrid, en uno que llamaban de las Injurias, cerca de la puerta de Toledo y en la sucia vera del río Manzanares, las razones de su desprecio hacia todo y hacia todos podían parecer hasta lógicas. Porque, en aquel suburbio, Mario no había conocido otra cosa que el hambre; desde el mismo día de su nacimiento cuando fue a mamar en los pechos secos de una madre tuberculosa hasta el día en que puso un pie en el otro Madrid para no regresar jamás. Las Injurias eran una excrecencia de la ciudad, llena de miserables, traperos y gente humilde, rodeados de un auténtico ejército de ladrones. Los niños se peleaban con los perros por un trozo de pan, y las niñas se vendían por media perra gorda sin haber pasado ni su primera regla. En aquel ambiente de olores agrios y rostros míseros, donde las ollas solo podían cocer patatas día y noche, la injusticia viajaba en el corazón de sus habitantes y la ira en sus miradas.

Allí fue donde Mario aprendió a vivir, a odiar y a robar.

Y como fruto de uno de esos robos, en el palacete de unos marqueses, un día pudo reunir suficiente botín como para abandonar el barrio e ir al de Tetuán, que sin ser muchísimo mejor le permitió quemar en putas la mitad de lo ganado, y pagar medio taller mecánico con otro socio, que además de convertirse en un amigo lo empujó a senderos más normales de la vida.

Aunque las cosas le habían ido mejor desde entonces, a Mario nunca se le había olvidado lo que había vivido, visto y sufrido; como tampoco las ganas de hacer pagar por ello a quienes habían recibido de la vida todo lo contrario; a esos que solo habían tenido infancias felices, bienestar y comodidades de todo tipo. Su particular revolución no era tanto la que enarbolaba las siglas de su sindicato como poder ver un día a aquellos privilegiados sufriendo del mismo modo que sus hermanos de miseria.

Los ocho miembros del grupo de afinidad libertaria de Tetuán tomaron asiento formando corro en la estrecha sala de proyección. Se conocían demasiado bien como para tener que repartirse los papeles.

—Yo propondría hacer una lista con todos los guardias civiles, de asalto y militares que vivan en nuestra barriada —se arrancó el cabecilla, un hombre que trabajaba de día en una frutería y de madrugada repartiendo periódicos—. Una vez terminada, nos repartimos sus nombres y nos ponemos a investigarlos a fondo hasta saber todo de ellos: dónde están destinados, cuántos son de familia, sus horarios, y desde luego su ideología. Si un día tuviésemos que buscarlos con urgencia, siempre sabríamos dónde. Ya me entendéis…

Al más resolutivo del grupo se le ocurrió ampliar aquella lista con cualquier otro vecino, familiar o conocido con pinta de fascista, para empezar a hacer con ellos una limpieza preventiva. Simuló una pistola con la mano, y apoyó su argumento con la contundente frase: «Dejémonos de bobadas y vayamos a joderlos de verdad».

La propuesta no prosperó por excesiva.

—¡Lo que tenemos de hacer es cepillarnos a uno de esos falangistas que no son más que unos hijos de perra! —apuntó fuera de sí otro, en la misma dirección que el anterior, harto de tantas palabras.

—En mi opinión, todavía no es momento de actuar, sino de tener más y mejor información que ellos —volvió a intervenir el que había hablado primero, conocido por ser el más juicioso de todos—. Eso es lo que nos pide la Federación Madrileña. Por tanto, centrémonos. En el treinta y cuatro, la falta de preparación, la improvisación y, sobre todo, no saber contra qué nos enfrentábamos hizo trizas la ansiada revolución. No cometamos el mismo error. Aparte de la lista de la que ya hemos hablado, propongo señalar los edificios públicos próximos a nuestro barrio y tener claro quién trabaja en ellos que sea de nuestra cuerda. Si un día tuviésemos que intervenirlos, no perderíamos el tiempo, como pasó en el treinta y cuatro. Y por otro lado, deberíamos tener perfectamente localizada la red de distribución de agua y de luz, las centrales telefónicas, imprentas, cocheras, almacenes con posibilidades o cualquier pequeña industria que en un momento dado pudiera sernos útil. —El encargado de redactar sus conclusiones pidió que hablara más despacio porque se estaba perdiendo—. Disculpa, compañero, que ya casi termino. Pienso que con los militares deberíamos actuar de otro modo a como lo hemos venido haciendo. Me explico. Hace unos meses, como sabéis, desde la central se elaboró un periódico llamado Soldados del pueblo dirigido a la simple soldadesca con idea de hacerla más afín a nuestras ideas. Pero como la verdad es que no lo movimos demasiado, se me ocurre que lo hagamos ahora repartiéndonos entre los aquí presentes todos los cuarteles de Madrid para hacérselos llegar. Los soldados rasos han de estar de nuestro lado.


Date: 2015-12-24; view: 564


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