Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






AHORA ESTÁS A MI LADO 17 page

Buscó sus datos en una agenda y se los anotó en un papel.

—¿Crees que puede conservar algún ejemplar vivo de aquellos bulldog originales?

—Lo desconozco, pero si hay alguien que pueda darte esa respuesta sin duda es ella.

Para alivio del estómago vacío de Luther, en ese momento entró en el salón la cocinera preguntándoles si preparaba algo para cenar.

—Déjenos un par de piezas de carne y avive las brasas, por favor. Nuestro invitado todavía no ha probado el toque especial que le doy a la carne.

A setecientos kilómetros de distancia, Dieter Slummer, reportero del Berliner Illustrierte Zeitung, escuchaba con inquietud las preocupantes y escasas noticias que llegaban desde la ciudad de Córdoba. El periodista al que habían encargado el seguimiento del veterinario alemán estaba desaparecido desde hacía tres días. Avisada la Policía, un par de agentes se habían personado en la hacienda de San Huberto para recabar alguna noticia sobre su paradero, pero allí nadie había visto al muchacho.

—Alguien miente —comentó Dieter con su corresponsal en Buenos Aires—. Algo le ha tenido que pasar.

—Quizá haya tenido un accidente.

—Si fuera eso, tendríamos un coche o algún testigo.

Dieter acababa de regresar de su expedición por las mayores haciendas de la provincia de Buenos Aires en manos alemanas, y tenía el pasaje de barco para la mañana siguiente. Su trabajo había sido fundamentalmente gráfico, pero de las conversaciones mantenidas con alguno de sus propietarios, le había sorprendido la importante presencia entre ellos de un movimiento de carácter local que al parecer había surgido a partir de los años treinta: la Unión Cívica. Un grupo, según ellos, de patriotas argentinos, antijudíos, defensores de una revolución de corte fascista, y estrechamente relacionados con la Falange española y las juventudes de Mussolini. Hasta los había visto entrenar con pistolas en alguna de las fincas o incluso recibir instrucción militar, pero le habían prohibido tomar fotografías de ello. La crónica política no era de su competencia, aunque lo que se había encontrado en aquellos ambientes le parecía un asunto serio y muy noticiable, con estrechas similitudes con lo que estaba sucediendo en su país. Por eso, en medio de aquel clima tan proclive a la violencia y a la barbaridad, el destino de su compañero le preocupaba sobremanera.

Había congeniado lo suficiente con Luther Krugg como para poder comentar con toda libertad lo que había visto y oído una vez estuviesen en Alemania. Quizá él pudiera ofrecerle luz sobre la desaparición del periodista. Antes de despedirse de su corresponsal para volver al hotel, le rogó que no dejara de informarlo sobre el asunto, sin que ninguno de los dos pudiera imaginar que aquel desgraciado estaba hundido en una acequia con dos grandes piedras atadas al cuerpo, para que el agua y el tiempo borraran las huellas del crimen.



A esa misma hora, en la villa de Santa Isabel, Luther marcaba el número de teléfono de su casa para hablar con Katherine.

Escuchó la señal, cuatro veces, seis.

Extrañado, probó de nuevo. Era raro que a mediodía su esposa no estuviera comiendo en casa. Pensó que quizá se había equivocado de número. Lo intentó una vez más.

En esta ocasión contó seis tonos, pero cuando estaba a punto de colgar escuchó al otro lado de la línea una voz femenina.

—¿Quién llama?

—¿Con quién hablo? ¿Katherine? —contestó él desconcertado.

—¿Herr Krugg?

—Sí, soy yo, pero ¿quién es usted?

—Mi nombre es Eva Mostz.

—No la conozco y sin embargo usted a mí sí. ¿Me puede explicar por qué?

—Herr Krugg, lo entenderá. Con lo que el Gobierno está invirtiendo en usted y dado el interés de sus proyectos, ha de comprender que tomemos ciertas medidas.

—No termino de comprenderla, ni tampoco cómo puedo estar hablando con usted en mi línea privada de teléfono. ¿Dónde está mi mujer? ¡Quiero hablar con ella, no con usted!

—Haga el favor de suavizar sus maneras conmigo y quédese con dos ideas, herr Krugg. Tenga mucho más cuidado con lo que habla y con quién lo habla. Y si por una remota casualidad se le ocurriese aflojar en su esfuerzo o, peor aún, abandonar el mandato, valore las consecuencias que arrastraría su decisión sobre gente muy cercana a usted, a la que sabemos que quiere.

Luther entendió la coacción y se le revolvieron las tripas.

La mandó al infierno y exigió que le pasara de inmediato con su mujer.

—Se la paso sin ningún problema. Cuídese y vuelva pronto.

 


VII

Paseo de la Castellana

Madrid

14 de abril de 1936

 

 

Acababa de llegar el jefe de Gobierno, Azaña, a la tribuna de autoridades, instalada en el paseo de la Castellana a la altura de Fernando el Santo, cuando Zoe tomó asiento en la zona habilitada para los representantes de las instituciones civiles con sede en Madrid.

Se encontraba expectante y nerviosa.

Después de siete meses de intensa dedicación en el centro de entrenamiento de Torrelodones, sus perros iban a desfilar por primera vez en las celebraciones del quinto aniversario de la República, por delante de las ambulancias de la Cruz Roja y de la mano de un grupo de enfermeras.

El día se había levantado luminoso y sin una sola nube en el cielo, con una temperatura más propia del mes de agosto.

Acababa de estar con ellos antes de buscar asiento y le preocupaba la larga espera que habían tenido que sufrir, más de dos horas en formación junto al resto de las tropas, y el calor que estaban pasando.

Al tanto de su agudo estado de ansiedad, Max trató de relajarla.

—Tranquilízate, mujer. Verás cómo van a causar una gran sensación.

Ella no paraba quieta en el asiento. Cuando no taconeaba los tablones de la grada, practicaba una infructuosa búsqueda en su bolso de no se sabía qué, o se levantaba una y otra vez intentando ver a sus perros.

—Eso espero. Solo quiero que esto termine pronto y hagan un buen papel —contestó, mordisqueándose las uñas.

Al lado de Max estaba su mujer Erika, quien les dio ánimos, consciente de la importancia del evento tanto para su marido como para Zoe.

Los altavoces dieron aviso de la inmediata llegada del presidente de la República, Alcalá Zamora. Zoe se volvió hacia su derecha, siguiendo el rumor y los vítores del público, y lo vio aparecer en un coche descubierto y rodeado por el escuadrón de la escolta presidencial a caballo. A la bajada del vehículo lo esperaba Azaña con un gesto falsamente cordial, pues se había sabido que pocos días antes había solicitado su dimisión para presentarse a la Presidencia. Los mayores aplausos surgieron de un numeroso grupo de las juventudes marxistas que rodeaba la tribuna y formaba un estrecho cordón a lo largo del paseo.

El presidente, junto a los generales Miaja y Masquelet, inició una rápida revista a un destacamento de la Guardia de Asalto para buscar después la tribuna y dar comienzo al desfile.

No eran las once y media, y apenas habían empezado a pasar las primeras formaciones de soldados, cuando desde la parte trasera del estrado se oyeron unas fuertes detonaciones que de inmediato sembraron el pánico. Los caballos de la escolta presidencial, asustados por el ruido, tuvieron que ser sujetados por varios soldados para evitar que escaparan al galope. Alcalá Zamora y Azaña fueron de inmediato protegidos por varios guardias de asalto, y una gran parte del público, imaginando que se trataba de un tiroteo de los muchos que sufría Madrid por aquel entonces, intentó escapar derribando las vallas de protección. Algunos, para su desgracia, quedaron atrapados bajo ellas en un ambiente de confusión, gritos y miedo.

Zoe y Erika, cada una agarrada a un brazo de Max, vieron horrorizadas cómo aparecían pistolas por doquier, algunas entre el mismo público, y hasta se sintieron encañonadas en más de una ocasión.

—¡Agachaos, corred! —Max tiró de las dos hacia el suelo y las cubrió con su propio cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Zoe medio aturdida, intentando localizar a sus perros—. ¿Qué ve?

—Se ha producido una gran confusión y también hay heridos. No sé qué ha pasado, pero esto tiene toda la pinta de un atentado.

—Sácanos de aquí, Max —imploró medio histérica Erika.

—Ahora sería lo peor. Hay que esperar —contestó más templado.

Muchos de los embajadores y sus mujeres estaban siendo protegidos por los miembros armados de sus legaciones, y lo mismo sucedía con los ministros y diputados presentes, a algunos de los cuales se les veía incluso buscando amparo entre las tropas que desfilaban.

Hubo quien entre los bancos donde estaban los políticos acusó directamente a la derecha, e incluso dijo haber visto cómo un camisa azul escapaba entre el público. Pero la voz del máximo responsable de la Guardia de Asalto se alzó sobre el griterío para transmitir un poco de serenidad.

—¡Falsa alarma! —exclamó repetidas veces a través de un megáfono—. ¡Solo han sido unos petardos y un loco! Pueden volver a ocupar sus asientos. ¡Todo está controlado!

Max vio que se dirigía al general Miaja, y que este iba a continuación hasta el palco donde permanecía el presidente Alcalá Zamora, quien a pesar de la confusión general seguía mostrando un semblante bastante sereno. Después de ser informado sobre lo sucedido, él mismo decidió reanudar el desfile. Y para tranquilizar un poco al público mandó a la banda de música que empezara a tocar la marcha de artillería.

—Parece que ya ha pasado todo. Podéis levantaros. —Max ayudó a su mujer y a Zoe a incorporarse—. ¿Estáis bien?

—Vámonos —le suplicó Erika—. No quiero estar aquí.

—Te lo prometo, cariño, pero espera a que salgan los perros.

Zoe volvió a tomar asiento con una profunda sensación de desasosiego. Se podía quitar importancia a lo sucedido, pero desde las elecciones de febrero la violencia estaba a la orden del día, y cada vez se levantaban más voces que vaticinaban peores consecuencias si alguien no detenía de una vez aquella locura.

—No sé cómo lo ves tú, Max, a mí me parece que la situación no puede ser más inquietante. Este país da miedo…

—Eso que dices no solo se está percibiendo aquí, fuera de España también; existe un creciente temor a que pueda pasar algo gordo. Tanto es así que desde Suiza me han sugerido dar un cambio de enfoque a nuestro centro de Torrelodones. Tenía pensado comentártelo en otra ocasión, pero ya que ha salido el tema te lo avanzo.

—¿En qué están pensando?

—Consideran que además de hacerlo crecer en número de perros hemos de abordar su especialización. O dicho de otra manera, disponer de animales entrenados para otras funciones aparte de la sanitaria. Tú misma viste en Fortunate Fields cómo se preparaban para rastrear minas o transportar un botiquín en situaciones de emergencia, por poner algún ejemplo.

Zoe apuntó que para esas nuevas tareas se requerirían razas específicas.

—Estoy de acuerdo, pero empecemos por una. Si quisiéramos tener al mejor rastreador, ¿qué me propondrías?

—Sin ninguna duda a los sabuesos.

—Sabuesos, vale… Si quieres piénsatelo un poco más, trata de averiguar dónde podríamos hacernos con ellos, y lo volvemos a hablar en unos días, que ya se acercan nuestros perros.

Devuelta su atención sobre el desfile, le llegó el turno a un numeroso grupo de artilleros, sentados en grupos de tres, sobre armones arrastrados por caballos que a su vez tiraban de unas piezas de artillería de medio calibre. A estos los siguió un batallón de guardiamarinas con uniforme de gala, e inmediatamente detrás aparecieron los perros por delante de seis ambulancias de la Cruz Roja. Los animales llevaban un peto con el símbolo de la institución a la espalda y un falso botiquín de urgencia en forma de dos cartucheras a cada lado.

Zoe se sintió tremendamente orgullosa al escuchar la cálida ovación con que los recibió el público entre «vivas» y aplausos. Sus quince pastores caminaban de forma sincronizada sin abandonar la rodilla de las enfermeras, demostrando un adiestramiento perfecto. Conocía a cada uno por su nombre, sus historias particulares y hasta el carácter que tenían. Recordaba las noches que había pasado velándolos para hacer más llevadera su enfermedad o para aliviar sus dolores. Todavía los podía ver de cachorros, tan necesitados de su presencia y de sus caricias.

Pero entre todos ellos le produjo una especial emoción ver a Tic y a Toc en primera fila, sus preferidos; los responsables de que pudiera estar disfrutando como lo hacía. Al pasar frente a ella les hizo un disimulado saludo al que respondieron agitando la cola.

Max miraba de reojo a Zoe para contrastar sus reacciones.

Para Zoe aquella era la primera prueba pública de su trabajo. No había dormido en toda la noche, pero ahora, viéndolos desfilar con su elegante paso frente a las máximas autoridades de la República, le pareció un lujo de estreno. Le había costado muchos meses de trabajo, renunciar a su tercer curso de Veterinaria, un agotador periodo de su vida cargado de tensiones, sustos y alegrías, pero ahí estaban. La perfecta formación y el éxito que arrastraban a su paso era su forma de pagar a Max la valiente apuesta que había hecho un día por ella.

—¡Son fantásticos! —exclamó él dirigiéndose a Zoe y después a Erika, a quien todavía no se le había pasado el susto.

—Desde luego, desde luego… —respondió su mujer de forma vaga, presa de una incontrolable ansiedad. En ese momento le daban igual Zoe, los perros, los soldados y el Gobierno en pleno. Solo quería verse a salvo y en su casa.

Acababa de pasar la última ambulancia y empezaba a hacerlo la Guardia Civil cuando desde una zona del público surgieron unos disparos. De nuevo el terror se adueñó de los que estaban más cerca. La gente empezó a correr sin saber por dónde huir derribando a su paso sillas y vallas. Max vio cómo un grupo de guardias de asalto irrumpía violentamente en el lugar y encontraban cuatro cuerpos tendidos en el suelo con heridas de bala.

La escolta presidencial recogió en volandas al presidente y se lo llevó de la tribuna. Lo metieron en su coche y salieron a toda velocidad. Lo mismo se hizo con Azaña y con los ministros presentes. Nadie sabía nada. Los agentes de seguridad temieron que aquel grupo que había comenzado a disparar, seguramente falangistas, extendiera su acción hacia las gradas donde todavía quedaban diputados y autoridades.

La confusión era enorme y el peligro extremo.

La posibilidad de verse en medio de un tiroteo o de recibir una bala perdida hizo que Max decidiera escapar de la tribuna con una Erika en pleno ataque de nervios. Zoe sintió una aguda preocupación por sus perros. Pero en ese momento se cruzaron dos de las enfermeras que había conocido en Torrelodones para atender a los primeros heridos. Sin pensárselo dos veces, decidió echarles una mano, en contra de lo que su jefe quería que hiciera.

Prometió tener cuidado, pero se unió al grupo de enfermeras en el momento que accedían al lugar donde había empezado todo. La Guardia de Asalto había abatido a dos hombres después de ser recibidos a tiros, y a pesar de la tensión que se respiraba, parecía que lo peor había pasado.

Las dejaron entrar para asistir a los que aún estaban vivos, mientras empezaban a llegar las primeras ambulancias.

Zoe se agachó para ayudar a una mujer de avanzada edad herida en una pierna. No parecía grave, pero la pobre estaba completamente pálida y sobre todo preocupada por su nieto con el que había acudido al desfile, al que no veía cerca y no dejaba de llamar a voz en grito.

—Joven, búsquelo, por Dios se lo pido. Se llama Pablo, es muy delgado y tiene seis años. Vestía de blanco. ¿Le habrá pasado algo?

Dejó a la mujer en manos de dos enfermeras y se puso a buscar al pequeño por los alrededores. Lo llamaba por su nombre, preguntaba a todos con los que se cruzaba, o se agachaba cada pocos pasos tratando de localizar entre tantos pantalones unos blancos de niño. Pero no aparecía.

Se adentró entre las tropas que ya habían desfilado.

Unos se apostaban tras las piezas de artillería, apuntando con sus fusiles en todas direcciones; la mayoría obedeciendo órdenes de sus superiores y otros a su propio instinto. Preguntó por el niño, pero tampoco sabían de él. Unos metros más adelante, localizó la ambulancia preparada para el transporte de perros. Entre un enorme barullo de gente localizó a Rosinda y corrió hacia ella.

—¿Estás bien?

—No mejor que ese… —Señaló a un niño agarrado al cuello de uno de los perros, detrás del vehículo. Rosinda había conseguido meter a los demás en la ambulancia desde la que se los oía ladrar muy nerviosos.

Zoe se agachó a la altura del chavalito.

—¿Eres Pablo, verdad?

Los ojos del chico la observaron durante unos segundos y volvieron al pastor alemán.

—Sí, pero él se llama Torbellino y estaba muy asustado —se explicó con su vocecilla—. Conmigo está tranquilo.

—Eso es que le has gustado. ¡Muy bien! Pero sabes una cosa, he estado con tu abuela y me ha dicho que también ella necesita que la tranquilices. Ven conmigo y te acompaño hasta donde está.

El niño la obedeció, y cuando se despedía del perro preguntó si podía volver a jugar con Torbellino algún otro día. Su inocencia y ternura emocionaron a las dos mujeres, que se lo prometieron.

—Mete al perro en la ambulancia y llévatelos a la finca —señaló Zoe a Rosinda—. Yo me quedaré un rato más por si puedo serle útil a alguien.

Durante la siguiente hora la determinación de Zoe se fue apagando a medida que la situación recobró cierta normalidad y el público se dispersó. Porque en el momento en que entendió que no era necesaria su ayuda, empezó a vagar sin destino por los alrededores del atentado. Sus pasos la llevaron desde una esquina a la otra, mientras por su cabeza bullía un tropel de pensamientos; al principio de desorientación, bajo los efectos del miedo o de la confusión, pero después de desamparo. Porque de pronto se vio allí, en medio de Madrid, sin nadie con quien hablar, ni tan siquiera para compartir lo sucedido. Max y Erika se habían ido, las enfermeras y Rosinda también, y en la calle solo quedaban un montón de sillas tiradas, la sangre de los heridos, y cuatro despistados como ella a los que o no les había llegado la hora de la comida para reunirse con los suyos, o estaban igual de perdidos.

Siguió deambulando sin norte hasta que sintió una mano amiga sobre su hombro, la de Sigfrido, el hermano de Bruni. La había reconocido cuando estaba cruzando la Castellana para ir a su casa procedente de la escuela de Veterinaria. Al joven le bastó ver su expresión para preocuparse y adivinar lo que necesitaba: un poco de ambiente familiar y estar con su amiga Bruni.

Por eso, su inesperada aparición en el salón de los Gordón Ordás quedó inmediatamente justificada en cuanto Sigfrido contó a su hermana dónde y cómo la había encontrado.

—Lo peor se lo ha llevado el público, imagino que el número de heridos ha tenido que ser importante. ¡Qué mal se están poniendo las cosas, Bruni!

—Me hubiera encantado estar contigo viendo a los perros, pero ya sabes, con el examen de mañana…

Sonó el timbre de la puerta y al momento entró Ofelia del brazo de Anselmo Carretero, con el que se había casado hacía solo tres semanas en una ceremonia civil sin apenas invitados. Zoe aprovechó la oportunidad para felicitarlos.

—No sé ni cuánto tiempo hacía que no nos veíamos, Zoe —señaló Ofelia.

Sin darle tiempo a contestar, intervino Anselmo.

—Perdona que en su momento no te agradeciera la nota que me hiciste llegar desde Suiza, pero significó el inicio de una investigación sobre el tal Oskar Stulz que todavía sigue en marcha. De momento no tenemos nada en concreto, pero ya te contaré si surgiera algo importante.

—Hazlo, te lo ruego. Me preocupa mi amiga Julia.

—Descuida, que si descubriéramos algo que pudiera afectarla, te lo haré saber.

Zoe notó a Anselmo inquieto. Por eso no le extrañó cuando le dijo en voz baja que en cuanto pudieran necesitaba contarle algo más. La oportunidad surgió tan solo unos minutos después cuando las dos hermanas salieron del salón para ayudar en la cocina. Buscaron una discreta esquina de la enorme librería, y Zoe se le adelantó a hablar.

—Conocí a un veterinario alemán de nombre Luther Krugg que por lo visto dirige un masivo programa de cría de perros para los ejércitos nazis, y pensé que te…

—Espera, Zoe, espera… Agradezco y mucho tu buena intención, pero no me parece justo dejarte hablar sin que sepas algo importante que tiene que ver con tu padre. Sobre todo porque son malas noticias.

—¡Por Dios! Dime pronto qué has sabido —exclamó angustiada.

—La primera es que, dada la gravedad del delito y la personalidad del fallecido, está siendo muy difícil encontrar una manera de ayudarlo judicialmente. En realidad no sé si se podrá avanzar mucho más… Pero todavía hay algo peor: tu padre tiene una enfermedad muy seria.

—¿Cómo? ¿Pero qué le pasa? No hace un mes que estuve con él y no me contó nada. Lo encontré débil, pero no más que otras veces…

Anselmo le acercó una silla para que se sentara al advertir la palidez de su rostro.

—No te puedo decir qué tiene en concreto, porque mi informador tampoco lo sabía. Lo siento, Zoe.

—Tengo que ir a verlo —murmuró completamente apesadumbrada.

—Dime si te puedo ayudar en algo. Lo que sea. Y en cuanto a lo de ese veterinario que has conocido, ya lo hablaremos mejor en otro momento. Si su caso fuera interesante, podría pedir a mis colegas más información sobre él.

Doña Consuelo hizo presencia en el salón del brazo de su marido buscando a Zoe. Con ellos también entraron sus tres hijos.

—Acabábamos de escuchar la noticia en la radio cuando Bruni nos ha venido a contar que estabas en el desfile.

Don Félix se sonó la nariz bajo los efectos de un severo catarro que le mantenía encerrado en casa desde hacía unos días, pero al ver la expresión de Zoe se preocupó de inmediato.

—¿Qué ha pasado, hija mía?

Anselmo pidió permiso a Zoe para transmitirles la mala noticia, lo que provocó una inmediata ola de afecto por parte de todos, que sentían su pena como propia. Bruni la abrazó de forma tan sentida que terminó haciéndola llorar.

En medio de aquel doloroso momento y sin que nadie supiera qué decir, doña Consuelo decidió retomar la noticia del atentado para despistar la pena de la chica.

—¿Se produjo algún herido entre las autoridades?

Zoe se recompuso como pudo, bebió un poco de agua y resumió a su manera lo sucedido, tranquilizando a don Félix al asegurar que su amigo Azaña y los demás ministros habían salido ilesos. Pero no pudo contestar a su siguiente pregunta, pues desconocía la posible autoría del acto.

—Este país va de mal en peor —sentenció el patriarca, y decidió a quién iba a llamar para obtener más detalles.

—Será cosa de la Falange —intervino Anselmo, aceptando una copa de Jerez que Ofelia iba ofreciendo a todos.

—Desconozco quién puede haber estado detrás de lo sucedido —apuntó don Félix—, pero por desgracia creo que veremos cosas peores. —Dudó en adelantarles la noticia que había previsto para el final de la comida. Saboreó su copa de Jerez, lo meditó bien, y finalmente se decidió—. Os he de anunciar algo importante, escuchadme bien. —Sus palabras atrajeron la inmediata atención de todos—. No hace muchos días mantuve una discreta entrevista con el presidente Azaña y me gustaría haceros partícipes de las decisiones que he tomado desde entonces. Porque os van a afectar a todos.

Doña Consuelo, consciente de la trascendente revelación que les iba a hacer, pidió que se aproximaran más. Zoe también lo hizo.

—¿Qué pasa, papá?

Sigfrido percibió un gesto de gravedad poco común en su progenitor.

Para ponerlos en antecedentes, don Félix resumió a su manera la grave situación política que España estaba arrastrando desde las elecciones de febrero, a causa del extremismo de algunas formaciones dentro del Frente Popular y el sectarismo antirrevolucionario de la derecha; unos y otros cada vez más violentos.

—El problema lo tenemos con ciertos representantes políticos que ya no solo aspiran a ganar un número de escaños en el Parlamento o una determinada cuota de poder asociada a ellos. Lo preocupante es que algunos se están atribuyendo el papel de «elegidos por la Historia» para llevar a cabo una especie de utópica misión universal: la de transformar de una forma definitiva la sociedad, el poder y hasta la vida privada de todos nosotros. Y englobo dentro de estos grupos de iluminados a los anarcosindicalistas, a carlistas y alfonsinos, a la Falange, a ciertos socialistas revolucionarios y comunistas y, cómo no, a varios grupos de integristas católicos. La formación de los dos frentes en las elecciones pasadas ha significado en sí misma dividir a los españoles en dos posiciones extremadamente opuestas. Y tan grave ha sido esta evolución que estamos a punto de saltar de las palabras a las manos. —Guardó un breve silencio—. Antes lo estábamos comentando Anselmo y yo.

Anselmo Carretero, desde su posición como activo militante del Partido Socialista Obrero Español y miembro de la UGT, sumó a las impresiones de su suegro su propio balance de los dos últimos meses.


Date: 2015-12-24; view: 538


<== previous page | next page ==>
AHORA ESTÁS A MI LADO 16 page | AHORA ESTÁS A MI LADO 18 page
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.016 sec.)