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AHORA ESTÁS A MI LADO 19 page

—Con solo acercarme a un cuartel me saldría una urticaria —apuntó el mayor del grupo, un picapedrero más leído que ninguno y discípulo del anarquismo más puro—. Yo me niego. Odio las armas y siento un rechazo infinito por todo lo que tenga que ver con el espíritu castrense.

—Respetamos tu posición, Mateo —participó Mario, el Tuercas—. En mi caso no tengo problema alguno, y además recuerdo que uno de mi barriada está destinado en un regimiento de Infantería.

—Eso sería lo mejor —retomó la palabra el cabecilla—. Si conocéis a alguien que esté dentro, pedidle que nos ayude a difundir el periódico. Tengo un ejemplar conmigo por si queréis echarle un vistazo. —Se lo pasó—. Quien lo escribió hizo un buen trabajo, porque explica muy bien qué somos, a qué aspiramos y cuál es nuestro compromiso hacia ellos luchando también por sus derechos sociales. ¿Se os ocurre alguna cosa más?

—¡Desde luego que sí! —respondió Mario con toda contundencia.

—Tú dirás.

—Deberíamos armarnos y pasar de las palabras a los hechos.

 


X

Cárcel de Salamanca

18 de abril de 1936

 

 

Cuando Zoe vio a su padre se le cayó el mundo encima.

Su deterioro era preocupante.

Le sobraba uniforme por todos lados y hasta le pareció que había empequeñecido. Pero la extrema demacración de su cara fue sin duda lo que más impresión le produjo.

Al sentarse frente a él se sintió desarmada. Aunque había transcurrido poco más de un mes de su anterior visita, su aspecto parecía el de una persona diez años mayor. Físicamente estaba molida debido a la incomodidad de los asientos de madera de un tren que para hacer el recorrido Madrid-Salamanca parecía haber dado la vuelta a España dos veces, entre mujeres chillonas y vergonzosas confidencias, jaulas con gallinas, y un permanente olor a sudor y miseria. Pero el desahucio de su padre acababa de terminar de destrozarla.

—Papá, ¿por qué me has ocultado tu enfermedad? —Su gesto no podía reflejar más inquietud.

—Para no preocuparte, hija, y porque tampoco es tan grave. —Su sonrisa agrietó sus secas mejillas.

—Dime qué tienes.

—No deberías haber venido, cariño. Con las cartas que me mandas puedo vivir tu vida casi al día, el viaje te cuesta un dinero y no me gusta que dejes de trabajar.

—No cambies de tema. Ese color amarillento en tus ojos y en la piel… —Lo cogió de las manos con cariño—. Ya te había notado algo raro la última vez, pero hoy es mucho más evidente. Tienes algo de hígado, ¿verdad?

Como don Tomás había tenido mucho tiempo para pensar la manera de afrontar sus preguntas cuando llegaran, había ideado una elaborada hipótesis con la que evitar la verdad de su cáncer. Porque después de haber superado el primer impacto emocional de su diagnóstico, y de medio digerir el fatal desenlace que le esperaba, había visto claro cómo quería que Zoe viviera su enfermedad mortal.



Iba a mentirle pensando en ella, pero también en él mismo.

Porque la cárcel no era un buen lugar para nada, pero menos para vivir con una fecha marcada en el calendario y levantarte sabiendo que las personas a las que quieres, aparte del dolor que la propia separación les supone, tienen que sufrir todavía más al no poder darte su cariño, servirte de consuelo, o compartir el último adiós de la vida.

—¿Recuerdas que poco antes de entrar en prisión padecí una hidatidosis hepática? Quizá está recidivando. Sabes que no es grave si se controla, tan solo aparatosa. No te preocupes por mí —distanció cada una de esas cinco palabras para darles un significado más rotundo.

Comenzó a toser de una forma ronca y dolorosa.

—Tú dirás lo que quieras, pero eso tampoco suena nada bien… Con una hidatidosis, ¿no te habrá salido un quiste en el pulmón? No me gusta nada. ¿Te lo han empezado a tratar? —Como era una enfermedad bastante común entre la profesión y los síntomas coincidían con los que estaba viendo en su padre, a Zoe no se le ocurrió dudar de él.

—Sí, sí… Ya está todo hablado con el médico —trató de tranquilizarla con una verdad a medias.

—Papá, tienes que exigírselo. Y tampoco puedes seguir adelgazando; pareces un saco de huesos. Has de comer más.

Don Tomás recibió el calor de sus manos, se las llevó a la cara con ternura, y prometió tomárselo en serio, para de inmediato cambiar el tema de conversación.

—A pesar del dramático desfile, ¿qué tal lo hicieron tus perros?

—Me sentí muy orgullosa. No puedes imaginarte cómo los ovacionó la gente. Viví un momento muy especial, en realidad lo estoy viviendo desde que conseguí el trabajo en la Cruz Roja y puedo hacer lo que me gusta. Pero, como me sucede tantas y tantas veces, también me sentí un poco culpable.

—Pero, hija, no entiendo por qué.

—Verás, cada vez que pasa algo bueno en mi vida pienso que estás aquí, solo, y me siento fatal. Me encanta recibir tus cartas, pero me saben a muy poco; preferiría tenerte a mi lado para enseñarte el criadero de Torrelodones, para que me ayudaras cuando enferma un perro, que los vieras entrenar, disfrutar de tus consejos, que conocieras a mis compañeras, mi casa. O tan solo que pudieras pasear conmigo y con Campeón por el parque. Fíjate qué poco pido, pero qué difícil es…

Don Tomás arrugó la boca y apretó las mandíbulas encajando como pudo aquellas palabras. Le dolían, pero al mismo tiempo le aliviaban. Porque en aquel lugar de reclusión, además de su fatídica enfermedad, no había nada peor que sentirse olvidado por los suyos. Casi todos los presos contaban los días que les faltaban para salir, pero él ya no lo hacía. Solo sumaba los que había dejado de tener a sus dos hijos cerca, y sobre todo a Zoe, los días que ya no sentía los logros y fracasos de su trabajo, los días que pasaban entre una y otra de sus cartas, o los días que tendría por delante hasta la siguiente visita, a la que quizá no llegase vivo.

Cuando los otros internos restaban meses, él solo sumaba pena y resignación.

—Zoe, no puedes seguir viviendo mi situación como lo haces. Escucha —le recolocó el rizo permanentemente rebelde—, la vida tiene momentos únicos y maravillosos, pero también otros que no pueden ser peores. Estar aquí es duro, sin duda, pero he vivido intensamente; le he sacado jugo a las cosas importantes que me han ido pasando a lo largo de mi vida, he disfrutado de mi trabajo que me parece el más maravilloso del mundo, he conocido el amor con letras mayúsculas, y además he tenido unos hijos de los que me siento orgulloso y que me han dado muchísimas alegrías…

Zoe lo abrazó emocionada.

—Entiendo el mensaje, pero me cuesta ver cómo se puede sacar algo bueno de tu paso por la cárcel.

—Vivir entre rejas no solo te roba la libertad, también te hace preso de tu pasado porque aquí apenas sientes el presente y menos el futuro. Pero tú no puedes padecer la misma pena que yo, porque eres libre. Así que dejemos de hablar de mí y cuéntame otras cosas, por ejemplo de tu hermano, del que por cierto sigo sin saber apenas nada, o de tu trabajo. ¿Sabes algo de don Félix Gordón?

Zoe reconoció la misma falta de noticias por parte de Andrés, al que acusó de desapegado, pero aprovecharon para ponerse al día con lo poco que cada uno sabía. Sin embargo, cuando iba a responder a la siguiente pregunta de su padre con relación al trabajo, le vino a la cabeza la conversación que había mantenido con Max a mitad del desfile, por lo que se la trasladó para recabar su opinión.

—Está claro que lo que necesitas son sabuesos. Para los rastros no existe perro más pertinaz que él. Los recuerdo a mi lado cazando jabalíes y no puedes imaginarte cómo los perseguían; podían pasarse cuatro horas detrás de ellos y ahí los tenías, con la trufa pegada al suelo y sin desfallecer. Y a ese tesón hay que sumarle la particularidad de sus ladridos. No sé si lo recordarás, pero utilizan diferentes tonos según la fase de su rastreo, diferenciando el acercamiento a la presa de su levantamiento, de su persecución, o cuando finalmente llaman a muerte. Creo que esa habilidad puede serte muy útil para la localización de heridos. Y ahora que me acuerdo, en El Burgo de Osma trabaja Justiniano, uno de mis mejores compañeros de carrera. Sé que conoce a mucha gente de Soria, y si no recuerdo mal, en esa región es donde más sabuesos hay. Si se lo pides, él te puede ayudar a buscar buenos reproductores.

Zoe apuntó los datos.

—Me parece perfecto, papá. Lo llamaré de tu parte para ver qué me recomienda hacer y por dónde empezar. Max se encargó de contactar directamente con la Asociación Veterinaria para pedirles también ayuda.

—Te preguntaba antes por Gordón Ordás, pero ahora que has mencionado a esa asociación que tanto le debe, haz uso de tu amistad con él. Cualquier compañero con el que trates, sea en esa zona como en el resto de España, lo conoce perfectamente, y en general suele ser bastante respetado. Te ayudará a abrir puertas; ya verás. Y si vas a Soria, a tu vuelta cuéntamelo todo. Ya me dirás qué te parece mi querido Justiniano. Es un gran veterinario. Como lo serás tú, mi niña. —La besó en las mejillas—. Porque imagino que, pasado este difícil año de arranque, tu jefe te dejará matricularte en septiembre, ¿verdad?

—¡Eso espero! La verdad… Pero habrá que ver también cómo evolucionan las cosas en España, porque cada vez están peor, papá. Tu amigo don Félix, el mismo día del desfile, contó algo que nos puso los pelos de punta a todos, algo que había hablado con el mismísimo Azaña. Y me refiero a una posible guerra. Supongo que aquí os llegará muy poca información, pero puede que no estén muy equivocados. Es horrible.

—En la cárcel no se vive tan al día de lo que pasa afuera. Pero ahora que me lo cuentas, claro que me preocupa, y mucho, sobre todo por ti y por tu hermano metido en el ejército. De todos modos confío en Azaña; él sabrá poner las cosas en su sitio y arreglarlo a tiempo. Ya lo verás.

La impetuosa entrada del funcionario con el aviso de que habían agotado su tiempo detuvo la conversación. El hombre pidió al recluso que se levantara para ponerle las esposas, pero Zoe lo frenó y le pidió a su padre un último abrazo.

Lo vio irse con una extraña sensación, como si en vez de haberle levantado el ánimo ella a él como se había propuesto, hubiese sido a la inversa. Decidió que esa era la magia de su padre, de su saber hacer. Sintió una enorme ternura, y al verlo unos pasos por detrás de su carcelero, en un caminar agotado y extremadamente débil, tomó la determinación de no volver a Madrid sin hablar con el médico del penal, aunque tuviera que pedir de rodillas al director de la prisión la autorización necesaria.

Quería asegurarse de que estuviera recibiendo el tratamiento adecuado para su hidatidosis.

Pero le esperaban noticias mucho peores.

 


XI

Desierto de Erg Chebbi

Protectorado español de Marruecos

1 de mayo de 1936

 

 

A Valeria le sobraba toda la ropa.

El intenso calor que surgía desde la misma arena, en aquellas interminables dunas que subían y bajaban, no solo le quemaba los pies, sino que estaba consiguiendo que hasta se le olvidara su habitual ardor por Andrés, con quien había acudido hasta los confines de Marruecos.

Menos mal, pensó, que su acompañante tenía licencia para pilotar, y que había alquilado un biplano de dos plazas para cubrir la distancia que los separaba de Tánger. De no ser por eso, les hubiese costado más de diez horas de coche y habrían consumido casi todo el tiempo de que disponían sin haber podido poner en práctica sus sueños más secretos.

Valeria, agobiada por la elevadísima temperatura, intensificó el movimiento de su abanico y se desabrochó otro botón de la blusa.

—¿Dónde ti ha detto la guía che trovaríamos il oasis e la jaima?

Andrés miró la brújula y resopló asfixiado.

—Tiene que faltarnos muy poco. Según sus indicaciones, debemos de estar a menos de diez minutos y en la dirección correcta.

La mujer se apiadó de él. Además de sufrir la infernal temperatura y el agotador caminar, sintiendo cómo se les hundían los pies en la arena, su amante había tenido que cargar con la pesada bolsa en la que había metido lo necesario para hacerle pasar una noche inolvidable. Caminaban con la cabeza baja y un idéntico panorama bajo sus pies: arena y más arena. Un monótono paisaje que solo variaba según desde qué ángulo se mirara, fuera hacia arriba de una duna o hacia abajo.

A escasos metros de alcanzar la cumbre más elevada desde la cual esperaban ver el oasis, Valeria sintió que le faltaba el aliento y le sobraba sol. Miró la hora en su reloj. Como faltaba poco para anochecer y les habían recomendado evitar el frío nocturno, aceleró el paso, rasgándose la falda para evitar su estrechez.

—¡Mira! ¡Ahí está! —exclamó Andrés. Dejó caer sus bultos y suspiró con gusto.

Valeria observó una mancha verde a menos de un kilómetro de donde se encontraban. Jadeando por el esfuerzo del último repecho, se agarró de su brazo, recuperó el aliento y disfrutó del hermosísimo lugar en el que estaban. Un mar de olas naranjas se extendía desde ellos hasta el infinito, bañado por un tenue sol que empezaba a ser digerido por el horizonte arenoso.

E un lugar molto maravilloso. —Apoyó la cabeza sobre su hombro, afectada por el imponente silencio que se respiraba en aquel escenario, tan carente de vida como rico en sensaciones.

Andrés la besó en los labios y ella se dejó hacer, sintiendo una placentera presión sobre su cintura.

—¿Estás cansada? ¿Va todo bien?

Non sono cansada, sono deseosa di te.

El oasis de Shertad no era tan pequeño como desde lejos les había parecido, sin embargo, tampoco tardaron tanto en recorrer sus tres zonas bien diferenciadas: un pequeño cañón de paredes calizas que terminaba en un modesto pero insólito salto de agua; el palmeral, sembrado de dátiles y sombras; y en medio de un llano, una jaima preparada con todos los lujos posibles.

Andrés dejó la bolsa de Valeria dentro de la tienda, se retiró de la cabeza el pañuelo con el que se había protegido del sol, y después de sacudirse la arena de la ropa, tomó su primera decisión al localizar la botella de vino que había encargado. Ella se había puesto a recorrer el interior de la jaima observando cada detalle. Le maravillaron las sedas que colgaban de sus paredes y el precioso juego de té en plata repujada dispuesto sobre una repisa; o los incensarios colgados a diferentes alturas del techo. En uno de sus rincones descubrió una docena de frasquitos perfumeros embellecidos en plata, con las formas más variadas, que contenían los más seductores aromas. Sus pies caminaban sobre un suave y mullido suelo de alfombras y su mirada se iba llenando de sensualidad. Se imaginó como una princesa de leyenda, una Sherezade en compañía de un hombre que, cada vez que la amaba, le hacía sentir placeres que nunca había alcanzado antes.

—Tutto è perfetto.

—A tu lado, todo es perfecto.

Él la cogió de la mano, agarró la botella y las copas con la otra, y salieron de la tienda para dirigirse al rincón más sensual de todos los que el oasis ofrecía.

La fresca y fina lluvia se dejaba caer desde la roca, y el privilegio de saberse solos fue suficiente motivo para recibirla desnudos. Allí probaron el vino y la humedad de sus bocas. Allí se dejaron embriagar del único sonido que se escuchaba: las gotas que caían desde sus cuerpos a la piedra después de apenas haber conseguido templar su ardor. Y allí se recorrieron y se fundieron como nunca lo habían hecho antes, con un cielo brillante de estrellas y un soplo de viento seco.

Terminaron la botella de vino dentro de la tienda, después de que Valeria, con un divertido aire de misterio, le pidiera quince minutos a solas para poder arreglarse. A cambio le dio el sobre con la información que había conseguido. Él abandonó la tienda para abrirlo con ansiedad.

A la luz de un candil, nada más empezar a leer el contenido del escrito que estaba sellado como alto secreto, se le cortó la respiración. En él se listaban los agentes republicanos del SSE, o sea, sus propios compañeros, que estaban colaborando con los servicios secretos italianos. Leyó sus nombres uno a uno, sin terminar de creérselo, y contó más de doce; casi todos. Sin duda alguna, aquella era la información más delicada que había caído en sus manos desde que estaba trabajando en tareas de espionaje. Dentro del sobre había otros tres informes, aunque comparados con el primero apenas tenían importancia. Recogían datos sobre los seguimientos a un militar de alta graduación y reconocida lealtad republicana, y a otros dos empresarios de dudosa reputación. Y el tercero daba constancia de la llegada de un nuevo agente ruso.

Volvió a releer el de mayor trascendencia muy impresionado. De ser cierto, casi todo el servicio secreto español del norte de África estaba colaborando con un país extranjero de corte fascista.

Se sintió mareado. Guardó el documento en el sobre, suspiró largamente y se puso a pensar. Coincidiendo con el ocaso del sol que hacía temblar el perfil de las dunas, lo primero que le vino a la cabeza fue preguntarse cómo podía manejar aquella noticia. De la información que hasta ese momento había conseguido, incluido el correo de Luccardi a Roma que Valeria le había pasado en Xauen, todo hacía pensar que una importante parte del ejército estaba fraguando una contundente respuesta contra el Gobierno republicano. Molina lo sabía, y muchos de sus superiores también. Sin embargo, el informe que tenía en sus manos añadía un factor de excepcional importancia al quedar implicado un país extranjero.

Dudó qué hacer.

La SSE sabía quién era Valeria y cuán especiales las relaciones que mantenía con ella, considerando a la mujer como la mejor fuente de información de que disponía la unidad. Hasta entonces, él había estado pasando a la SSE lo que averiguaba de la italiana, dejándose alguna parte para exclusivo conocimiento de Molina. Pero si ahora no entregaba a su actual jefe lo que acababa de recibir y se lo pasaba solo a su coronel, la reacción lógica de Molina sería detener a los agentes desleales, y la de sus actuales compañeros sospechar inmediatamente de él, desvelándose así su doble condición de espía. Aquella era una situación francamente complicada.

Estuvo pensando qué opciones tenía durante un buen rato, hasta que encontró una interesante solución. Pasaría el documento con la lista de los agentes a ambas partes. Con ese gesto se ganaría la confianza de los traidores de la SSE, a los que convencería después de la veracidad de su compromiso, para integrarse en su estrategia y obtener más y mejor información de ellos. Y a Molina, además de hacerlo cómplice de su táctica, le pediría que no desbaratara todavía al grupo, para poder llegar a conocer quiénes inspiraban desde la sombra aquella revolución del espionaje republicano. Trataría de hacerle ver que, estando dentro de la trama, podía conseguir mucho más que cargándosela de un plumazo.

Cerró el sobre preocupado y suspiró intentando relajarse. Aunque hubiese dado con una salida al grave problema, era consciente de que el mínimo error o una mala decisión le podía costar la vida.

—¡Mio amore, vieni a me!

Ni la llamada de Valeria ni su espectacular y seductora pose fueron suficientes motivos para sobreponerse a lo que acababa de conocer. Ella, bajo una serie de vaporosos velos, dejaba adivinar buena parte de su espléndido cuerpo deseando que él lo tomara entre sus brazos. Había colgado de sus pantorrillas y muñecas unos cascabeles que hizo tintinear al compás de sus pasos, atrayéndolo hacia ella con una mirada felina. Sus ojos, remarcados de oscuro, le daban un aire de misterio.

Questa noche, hazme la tua esclava… Fai lo che quieras di me —le susurró al oído, bailando a su alrededor una danza oriental—. ¡Hazme l’amore! —le rogó, después de haberle rozado sutilmente los labios con los suyos.

Andrés sufría una congoja que lo tenía medio ahogado. No podía explicarse que Valeria no diera importancia al informe. A pesar de todo buscó su cuello para cubrirlo de besos, pero lo hizo sin demasiada pasión.

—¿Che cosa sucede? —Ella encontró una oscura sombra de inquietud en su mirada.

—Lo siento, es por lo que acabo de leer.

Comprendió su inquietud, pero en esos momentos su cuerpo no le pedía charlar. Trató de provocarlo mordisqueando sin prisa una de sus orejas, lo que siempre le había funcionado. Pero ni con ello obtuvo la menor respuesta positiva. Se recogió la melena, serenó sus sentidos como buenamente pudo y le pidió que se explicase.

—Te lo resumo en solo cuatro palabras: estoy sorprendido, desconcertado, incómodo y, por qué no confesarlo, bastante preocupado. —Se rascó la barbilla y buscó alguna reacción en el gesto de Valeria, en un intento de situar su posición.

Ella se dio cuenta y prefirió ir al grano para no demorar lo que en realidad deseaba. Confesó su dependencia física hacia él y su firme voluntad de evitar cualquier cosa que pudiera ponerla en peligro. La política le daba igual, le importaba él. Y desde su interesado criterio ya había filtrado las dos posibilidades que se le ofrecían dada la situación, decidiéndose con claridad por una.

—Únete al tuo compañeros. Non denuncies.

Él preguntó por qué le recomendaba esa opción.

—Penso che nessuno mi ha amato come tu. E para tenerte piu cerca di me io preferisco que ti sumes alla lista...

Para ella no había mejor solución. Lo besó en los labios con necesidad, y después confesó algo verdaderamente sorprendente. En su particular mezcolanza de ambos idiomas, contó que había descubierto pocos días antes que su esposo ejercía de enlace entre los dos servicios de información, entre el italiano y el de los agentes de la SSE afines. Y que nada más saberlo, lo había imaginado colaborando con su marido y, por tanto, entrando en su casa con más facilidad. Su feliz razonamiento pasaba por soñar con la posibilidad de amarse en su propio dormitorio, lo que la excitaba especialmente.

—Me gusta la idea —respondió Andrés, interesado sobre todo en la oportunidad de conocer a su marido, quizá una de las primeras piezas a investigar en el complejo entramado que acababa de conocer.

Cansada de una conversación que daba ya por agotada, Valeria decidió actuar.

Se levantó dos de los velos para que Andrés recibiera la imagen de su aterciopelada piel desnuda, agitó las caderas a escasos centímetros de su rostro y lo rodeó seduciéndolo con su melena y su perfume. Él olvidó de inmediato todo y volvió a mirarla con la necesidad de exprimir a esa mujer entre sus dedos, como si la oscura tormenta en la que acababa de verse inmerso, cargada de riesgos y dudas, se hubiera despejado de golpe y solo viera un cielo abierto y brillante, y a ella como único destino.

Valeria lo notó en su mirada. Se sentó encima de sus piernas, tomó posición a menos de un centímetro de su cuerpo, y dejó que los últimos tres velos, que apenas ya la cubrían, se evaporaran.

Y entonces se arropó entre sus brazos antes de pedirle que la amara.

—Voglio ser la tua espía per sempre.

 


XII

Centro de adiestramiento canino de la Cruz Roja

Torrelodones. Madrid

Madrugada del 3 de mayo de 1936

 

 

La luz del faro delantero de la BMW R11 que conducía Zoe barrió la última cuesta antes de enfilar la entrada de la finca. Había conducido de forma temeraria desde su casa después de haber recibido de madrugada una llamada de Rosinda. Aunque en un primer momento no la había entendido apenas, dado su nivel de histeria, después sí, cuando escuchó que se le morían los perros.

Max y su mujer Erika estaban ya en el recinto cuando Zoe apareció con una excesiva velocidad, tanta que tuvo que apretar a la vez y con energía los dos frenos para no llevarse por delante las perreras. Se detuvo a escaso medio metro, y bajó corriendo sin ni siquiera parar el motor. Con ella lo hizo Campeón, que se había unido a la expedición nocturna a pesar de sus iniciales negativas.

Rosinda la esperaba con dos grandes linternas de mano y el horror en su cara. A su lado y con un semblante que daba miedo estaba Max, y tras ellos Erika.

—He llamado a don Miguel Ruiz para que venga de inmediato a verlos. ¡Están fatal! —apuntó él.

—Una afortunada decisión —confesó Zoe, conocedora del enorme prestigio que tenía aquel veterinario, pionero de la clínica de pequeños animales en Madrid. Si había un especialista que supiese resolver un problema como el que tenían ese era don Miguel.

Zoe vio que Rosinda llevaba el botiquín de urgencia en la mano, y aprobó una vez más su eficiencia.

—¿Síntomas?

—Los guardeses me llamaron hará cosa de una hora y media. —Rosinda iba abriendo las puertas del recinto donde se alojaban los perros y después las de los cajones individuales—. Al llegar lo primero que me llamó la atención es que estuviesen todos mal; unos vomitando y el resto babeando de una forma exagerada, muy nerviosos y tocándose la boca con las patas. Al principio no escuché gemidos, pero poco después sí, como si se estuviesen ahogando. Me asusté muchísimo, sobre todo al ver sus miradas de moribundos.


Date: 2015-12-24; view: 516


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