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AHORA ESTÁS A MI LADO 6 page

—Si encuentras algo interesante, sea lo que sea, coméntamelo directamente a mí. Y ahora unámonos al resto.

Las dos mujeres, al ser informadas por Heydrich de la excepcional inauguración del castillo de Wewelsburg que iba a tener lugar a mediados de junio, el último capricho de Himmler, empezaron a pensar qué vestidos lucirían para tan magno acontecimiento. Ningún alto dirigente del partido había visto todavía el resultado final de las obras de restauración de aquella fortaleza, pero se imaginaban algo grandioso, dada la millonada de marcos invertidos y las ensoñaciones de su promotor.

—Creo que me decidiré por uno rojo, bien ceñido y escotado —apuntó Emma, que lucía mejor tipo que la otra.

—Pues yo estrenaré uno que tengo encargado; uno de tres colores, los de la esvástica; negro, blanco y rojo. Conozco demasiado bien a nuestro excéntrico amigo Himmler y sé cómo le gusta que cuidemos la simbología.

 


IX

Embajada alemana

Calle de los Hermanos Bécquer

Madrid

6 de mayo de 1935

 

 

Las luces se apagaron en el salón principal de la embajada y el proyector empezó a trasladar hasta una gran pantalla la película El triunfo de la voluntad, de la directora Leni Riefenstahl, una cinta de propaganda política que recogía la multitudinaria concentración del Partido Nazi en Nuremberg, celebrada en septiembre del año anterior. Unas larguísimas filas de alineados militantes rodeados de un mar de esvásticas acompañaban con fervor las palabras de un Hitler enardecido.

En las sillas habilitadas para el visionado de la película se encontraban algo más de dos centenares de personas. La mayoría eran miembros de la colonia alemana en Madrid; empresarios, funcionarios de la legación diplomática, profesores del Colegio Alemán y una docena de miembros del Partido Nazi en España. Pero también habían sido invitados varios periodistas afines al régimen germano, algunos miembros de la alta sociedad madrileña y otras personas con estrechas vinculaciones comerciales o familiares con aquel país.

Zoe se sintió inmediatamente incómoda con el contenido del film. Conocía muy bien la historia de Alemania, su cultura, y había tenido que aprender la vida de sus principales músicos, filósofos, artistas y científicos. Al haber estudiado en el sistema académico alemán y convivido con compañeras y profesoras nacidas en aquel país, entendía el trasfondo ideológico del discurso del Führer, pues ensalzando al pueblo ario como lo hacía, le devolvía el orgullo perdido en la pasada Gran Guerra. Por eso interpretó sus gestos bruscos, casi violentos, como una forma de reforzar su mensaje ante la entregada multitud.



Después de una ovacionada primera intervención, Hitler pasó, esta vez con voz más profunda y serena, a reclamarles su entrega, su lealtad y, sobre todo, su trabajo para entre todos construir el tercer Reich; el nuevo imperio.

Miró de reojo a su amiga y comprobó que los efectos de la arenga en ella eran diametralmente opuestos a los suyos. Zoe repudiaba tanto aquella ideología que lo que le pedía el cuerpo era levantarse e irse en ese preciso momento, pero decidió no hacerlo. Sería una descortesía por su parte, y podría poner a su amiga en un aprieto con su padre el embajador, al que localizó dos filas por delante. Aguantó hasta que terminó la película, con la salida en coche descubierto del funesto líder y los títulos de créditos. En la sala, un cerrado aplauso coincidió con el encendido de luces y los primeros movimientos de sillas.

Julia se arrimó a Zoe y habló en voz baja:

—Con verte la cara no me hace falta preguntar qué te ha parecido. Pero tranquila, como puedes imaginar no te hice venir solo por esto. Espero compensártelo durante el cóctel cuando te presente a un individuo muy interesante. Pero ahora vamos al jardín, que quiero hablarte de Oskar y necesito fumar un cigarrillo.

—¿He venido a la embajada para conocer a ese tal Oskar?

—No, qué va… Oskar es…, bueno, digamos que lleva unas semanas rondándome y he de reconocer que me tiene loca.

—Entiendo. Tu última conquista.

Zoe se levantó tras ella acusando un agudo dolor de pies. El vestido negro que le había prestado le sentaba perfecto, pero los zapatos no tanto. Todavía no sabía para qué la había hecho ir, pero Julia era así. Le encantaba mantener el misterio hasta el final.

Estaban saliendo de su fila de sillas cuando forzaron a levantarse a un apuesto oficial alemán, oportunidad que el hombre aprovechó para estudiarlas con cierta indiscreción; Julia no pasó por alto el detalle y sonrió con coquetería. Siempre había sido así; la más exitosa de las tres en asuntos de hombres, la más desinhibida y simpática, y además la más guapa. Durante la adolescencia, Zoe había envidiado su carácter, pero sobre todo su irresistible charme; una virtud heredada de su bellísima madre chilena, una de esas mujeres que cada vez que entran en algún lugar se atraen de inmediato a todos los presentes, sean varones o no. Su hija, con similares dones, aparte de un físico perfecto, preciosa melena oscura y ojos enormes y azules, se había convertido en una competencia imposible para Zoe y Brunilda a la hora de ganarse el interés de los chicos.

—¿Te has fijado en lo atractivo que era?

Julia se volvió para comprobar si seguía mirándola y sonrió al confirmarlo. Aceleró el paso para esquivar a la gente que trataba de saludarla y buscó la salida del palacete al jardín.

—Me he fijado más en las insignias de su uniforme. —Zoe se levantó el ajustado traje negro por encima de las rodillas para afrontar la importante altura de los escalones que terminaban en el césped.

—¿Cómo eran? Ni las he visto.

—¡De las SS! —contestó sin disimular su desprecio.

—Mira, no sé… A mí no me parece tan abominable lo que defienden. En realidad, intentan curar las heridas de nuestro pueblo y devolverle el orgullo. Y además, y eso no me lo negarás, les sientan tan bien esos uniformes oscuros…

Buscó la zona más discreta del jardín; un rincón escondido entre dos arbustos donde había un banco de piedra. Una vez sentadas sacó un cigarrillo americano de su diminuto bolso y una caja de cerillas. Con la primera calada cerró los ojos con una expresión de placer.

—Si me viera mi madre, me mataría. Dice que no hay nada peor en la mujer que un aliento con olor a tabaco, pero también tengo remedio para eso. —Con gesto pícaro le enseñó un pequeño vaporizador con un fuerte olor mentolado.

Zoe la oía hablar, pero no escuchaba. Verse allí, tan arreglada, en uno de los edificios más lujosos de Madrid y con aquellos selectos invitados, le resultaba tan ajeno a su vida en esos momentos que se sintió incómoda.

—Julia, esto ya no es para mí.

Ante la contundencia de su comentario, su amiga descartó cualquier otra conversación para centrarse en algo que quería decirle desde hacía tiempo.

—Imagino a lo que te refieres, y no estoy de acuerdo. Este mundo no te ha rechazado. Y lo que más me preocupa es cómo te has distanciado de nosotras.

—¿Para qué os voy a amargar?

Julia aplastó el resto de cigarrillo en el suelo y escondió la colilla entre las ramas de uno de los setos.

—Zoe, Zoe… Muchos dicen que soy una mujer superficial y simple, y quizá tengan razón, no lo niego. Con los años he asumido que Dios no me dio una mente brillante, aunque me lo compensó con un buen físico. Por eso mi madre, desde bien pequeña, me enseñó a sacarle partido, para que cuando fuera mayor supiera atraerme un marido guapo y pudiente. Pero cuando vinieron los problemas, y algunos fueron muy agobiantes, qué te voy a contar que no sepas, nunca, nunca dejé de compartirlos contigo. ¿O no fue así?

—Es verdad; siempre has sido completamente transparente. —Zoe empezó a acusar el golpe.

—¿Entonces, por qué no haces lo mismo? —Su mirada no podía ser más expresiva—. Tu vida ha cambiado como de la noche al día, y soy consciente de las dificultades por las que estás pasando. No te dejaste ayudar cuando te ofrecí mi casa y ahora me preocupa tu silencio. Tanto Bruni como yo queremos ayudarte, pero si no sabemos lo que te pasa, poco podemos hacer. —Zoe asintió, sabía que su amiga tenía razón—. Apóyate en nosotras, somos tus mejores amigas.

—Os lo agradezco, de verdad, pero creo que debo salir sola de esto. Necesito saber que puedo conseguirlo.

Se miraron en silencio, mientras a lo lejos se oía el murmullo de las conversaciones entre los invitados, los brindis y los saludos.

—Respeto tu decisión, pero no conseguirás que tire la toalla.

—Señorita Welczeck, el señor Stulz la busca, y su madre también.

Uno de los empleados de la embajada la acababa de localizar para darle el encargo.

—Gracias, Markus, iremos de inmediato.

Mientras volvían a la recepción, Julia le aclaró que el señor Stulz era su Oskar, Oskar Stulz.

—¿Te ha pasado alguna vez que nada más conocer a un hombre te das cuenta de que se va a convertir en alguien importante en tu vida? —Zoe pensó en su marido Carlos, pero no lo quiso decir—. A mí me sucedió el mismo día en que me presentaron a Oskar. Es piloto, teniente de la Luftwaffe, y ejerce como instructor para Iberia. Ya verás qué inteligente es y qué buena planta tiene.

—Te noto algo más que interesada por él.

—De momento hemos salido solo cinco veces, pero es verdad, me tiene atrapada. Me contó que proviene de una antiquísima familia de Baviera, propietaria de numerosas fábricas de cerveza repartidas por la región de Nuremberg. Sin embargo, su padre se saltó la tradición después de haber combatido en la guerra del catorce y quiso que su hijo hiciera carrera en el ejército. Quizá por eso no parezca el típico militar. Es educado, romántico, seguro de sí mismo, guapísimo… Y yo creo que le gusto, Zoe. Pero será mejor que lo conozcas ya y juzgues por ti misma.

Al entrar en el salón, y tras una fugaz búsqueda entre los invitados, lo localizó cerca de donde se estaban sirviendo las bebidas.

—Es ese. —Señaló discretamente a un grupo de tres militares en animada conversación—. El de uniforme gris claro.

Caminaron hacia ellos.

—Oskar, quiero que conozcas a mi amiga Zoe.

El hombre recibió a Julia con un abrazo un tanto excesivo, algo que a Zoe le extrañó teniendo en cuenta el lugar donde estaban y lo poco que se habían tratado. Con un golpe de vista tuvo que reconocer que la descripción de su amiga no había sido exagerada. Armado con una sonrisa y una mirada verdaderamente cautivadoras, el joven era algo más que el vivo ejemplo del clásico perfil alemán; rubio, ojos claros, nariz perfecta y mentón proporcionado, cabellera rasurada por los lados, cuerpo atlético y buena estatura.

—He escuchado cosas estupendas sobre ti, Zoe —se expresó en un español muy mejorable.

—Puedes hablar en alemán si lo prefieres —contestó ella, fijándose en la sonrisa de boba que lucía su amiga.

—¿Las señoritas querrán alguna bebida? —les ofreció un camarero.

—Una copa de vino blanco para mí —contestó Zoe, antes de que Julia pidiera lo mismo.

Oskar se despidió de los hombres con los que había estado hablando y a continuación se dirigió a Zoe.

—Tengo entendido que eres una apasionada de los animales. —Ella se lo confirmó a la vez que probaba el aromático vino—. Pues aquí tienes a otro, y no imaginas hasta qué grado. Tendrías que conocer a mis perros weimarianos en plena caza. Me he traído a Madrid una hembra, o sea que un día si quieres verla…

—¿En serio tienes bracos de Weimar? Por Dios, si son preciosos.

Zoe sabía que para la caza era una de las razas más reconocidas en el mundo, por su habilidad como cobradores.

—Sí, y nada menos que dieciséis. —Sonrió, encantado de tener a una interlocutora que manifestaba idéntica devoción por el mundo canino. Desde ese momento supo que se iban a llevar muy bien.

—He escuchado decir que tienen un carácter muy especial, que son muy tímidos. ¿Es cierto que necesitan que se les hable en voz baja y con dulzura? Mi padre es un ferviente cazador y recuerdo lo bien que hablaba de ellos.

Julia, desde su silencio, empezó a notar entre ellos un flujo de afinidades que le agradó.

—¿Con qué perro cazaba?

—En casa, para la caza mayor, tenía una pareja de sabuesos, sabuesos españoles. ¿Los conoces?

—La verdad es que no. He visto sabuesos franceses e incluso ingleses, pero nunca uno español. ¿Todavía tienes alguno?

—No, desde que vivo en Madrid no tengo perro.

En respuesta al interés que Oskar le manifestó a continuación, deseoso de conocer más cosas sobre aquella raza, ella empezó a explicar sus principales detalles morfológicos, así como sus más destacadas cualidades, refiriendo su origen a los reinos astures del siglo once. Encantados con el objeto de su charla, a los sabuesos los siguieron otras razas en una conversación que no parecía tener fin, y que derivó después de un rato a asuntos más personales.

—Yo también quise ser veterinario —confesó Oskar en un momento de la charla—, pero para mis padres eso significaba el peor de los sacrilegios posibles. Desde la más vetusta tradición familiar, para un Stulz no había más alternativas que seguir en el negocio de la cerveza o entrar en la milicia; los únicos trabajos que se han repetido de generación en generación.

Julia, con la copa vacía en su mano y la cabeza en otro lado, en ese momento localizó al contacto por el que había hecho venir a Zoe.

—Perdonad que os corte. Oskar, espérame aquí. Ha llegado el momento de presentarte a alguien —se dirigió a su amiga. Zoe se terminó la copa y emplazó a Oskar para continuar su charla en otra ocasión.

—Cuando gustes. Me ha encantado conocerte. —Le besó la mano.

Mientras las dos mujeres se dirigían en busca del misterioso personaje, Zoe aprobó la elección de su amiga con la mejor nota.

—Mira que te he conocido novios, pero creo que por fin has dado con un tipo interesante.

Julia le dio un beso. Se la veía realmente enamorada.

El estricto protocolo de la recepción tenía que ver con la presencia del capitán de navío Wilhelm Canaris, de visita por España. Su dominio del español y su excelente relación con algunos de los más notables hombres de Estado, así como con importantes empresarios españoles, le animaban a visitar el país con cierta frecuencia. En los ambientes gubernamentales sus estancias no agradaban, pero era importante mantener las relaciones diplomáticas con Alemania en un nivel de razonable respeto mutuo. Otra cosa era lo que el propio presidente o los ministros pensasen sobre la inquietante deriva que estaba tomando el Partido Nacionalsocialista. Por ese motivo, la presencia del alemán solía ser controlada de forma discreta por un equipo de información del Ministerio de Estado. Era de imaginar que en aquella recepción hubiese alguno de sus miembros, quizá bajo la falsa adscripción de empresario.

—Bueno, a ver si de una vez por todas me revelas ese secreto que estás llevando con tanto misterio. —Zoe saludó a dos antiguas compañeras de colegio de camino y a su profesor de Literatura; un berlinés al que recordaba con angustia cada vez que tenía que declinar las preposiciones que regían en dativo, en acusativo o en genitivo.

—Ya queda poco, espera. —Julia se iba haciendo hueco entre los invitados y los camareros, armados con bandejas llenas de canapés y bebidas. Atravesar aquel salón de lado a lado les costó una eternidad—. ¿Ves al hombre que se acaba de apoyar sobre la repisa de aquella chimenea? —Julia dirigió su mirada en esa dirección y Zoe jugueteó con uno de sus rizos llena de curiosidad—. Pues ese, como que me llamo Julia, te va a dar tu primer trabajo.

—¿De qué? —La sujetó por el codo para saber algo antes de enfrentarse a él.

—Quédate con este nombre: Max Wiss. Es suizo, de cincuenta y pocos, casado con una concertista de piano, riquísimo y cultísimo. Pero ahora viene lo mejor: acaba de ser destinado a las oficinas de Madrid desde la central de la Cruz Roja Internacional.

De momento, Zoe no encontró nada que lo hiciera interesante para ella.

—¡Sigue, por favor!

—El señor Wiss habla en alemán, sabe inglés y francés, pero casi nada de español. Hace pocos días, se presentó en la embajada solicitando un intérprete para entenderse en el trabajo, al menos hasta que consiga un cierto nivel de español.

Zoe la cortó.

—¿Me propones que trabaje de intérprete para él?

—¡No! Llegué tarde a eso. Ya le habían asignado a otra persona. Su elevada posición en la Cruz Roja hizo que se entrevistara directamente con mis padres, y fue a ellos a quienes les trasladó otra de sus peticiones. —Mantuvo un deliberado silencio para darle más tensión al momento. Zoe protestó—. Vale, te cuento. Les preguntó si conocían a algún miembro de la colonia alemana en España que hablase a la perfección el francés y el alemán, y que tuviera además…, y agárrate, experiencia y conocimiento en el manejo de perros.

—¿Cómo? ¿De perros? —La expresión de Zoe cambió de golpe—. ¿Para qué? ¿Tus padres le hablaron de mí?

Julia sabía que la siguiente frase le iba a producir un contundente efecto, por lo que la pronunció con enorme ilusión.

—Para organizar la primera unidad canina de socorro de la Cruz Roja Española.

—¡No me lo puedo creer! —proclamó Zoe.

—Hecho a tu medida —apuntó Julia.

—¡Preséntamelo! No perdamos más tiempo.

—Espera… No te adelantes. —Julia sacó de su bolso un papel doblado, se lo pasó y sonrió. Zoe lo cogió a toda prisa y leyó su contenido. Tenía escritos un día y una hora—. Te va a entrevistar. Pero vas a tener que sacar lo mejor de ti, porque confesó a mis padres que en realidad buscaba a un varón. Mi madre peleó todo lo que pudo por tu causa, pero él insistió en su idea. Porque, según dijo, trabajar con perros exigiría a su adiestrador bastante fuerza y sobre todo autoridad.

Zoe se sintió medio mareada por lo que estaba escuchando. A pesar de que lo tuviera difícil, albergó esperanzas.

—Gracias, gracias… Un millón de gracias. —Le dio un sentido beso en la mejilla—. Y también dáselas a tus padres de mi parte. Son un encanto. Pero, oye, ¿le contaron algo más de mí?

—No, Zoe. Ese hombre no sabe casi nada de ti. Tendrás que jugar bien tus cartas. Y no me des las gracias. Los favores entre amigas no se han de agradecer.

Max Wiss dibujó una comedida sonrisa cuando Julia le presentó a Zoe. Besó su mano con cortesía, pero su mirada no se dirigió en un primer momento hacia ella, sino a otro punto de la sala.

—Discúlpenme… Estaba buscando a un hombre con el que he de hablar con urgencia antes de que se me escape. Pero ya estoy con ustedes. —Se fijó detenidamente en Zoe—. Gracias a las referencias que me dieron de usted, pero sobre todo porque partieron de quien partieron, le haré una entrevista pasado mañana. Será entonces cuando le cuente con detalle en qué consiste el trabajo. Después ya veremos. —Volvió a escudriñar entre los invitados, muy inquieto—. Les pido perdón, pero ahora, como les decía, he de atender un asunto importante.

La actitud esquiva del hombre y su impactante aspecto consiguieron que Zoe se sintiera incómoda. Debía medir más de un metro noventa, ojos profundos, mentón marcado y mejillas secas, cuidado corte de pelo y un traje de impecable factura. No era atractivo, pero su estilo clásico realzaba su imagen.

—No queremos robarle su tiempo, no se preocupe. Allí estaré. Pero quiero que sepa que su proyecto para la Cruz Roja me parece fascinante —nada más decirlo, Zoe se arrepintió, al obligarle a volver cuando ya había empezado a caminar.

—Sí, sí…, lo es… Me disculpan, ¿verdad?

Cuando se quedaron solas, Julia tranquilizó a Zoe al verla confusa.

—No puedo decir que haya sido la mejor presentación del mundo, pero lo importante no es lo de hoy; prepárate muy bien esa entrevista porque será cuando te lo juegues todo.

—Dispongo solo de un día para pensármela, pero te juro que lucharé como una fiera para conseguir ese puesto. ¡Qué feliz me haría!

—¡Esa es mi amiga Zoe!

Julia se excusó por tener que atender al resto de invitados, pero a Zoe no le importó. Localizó a Max hablando con dos hombres y lo estudió discretamente, sintiéndose bien pero rara. Por fin le había pasado algo positivo —reconoció—, pero la rapidez de los hechos no le estaba permitiendo disfrutar del todo. Trató de relajarse. La orquesta estaba tocando en esos momentos una suite francesa de Bach, una de sus preferidas. Decidió pasear entre la gente, saludando a alguna que otra compañera, con la única compañía de una copa de champán en la mano y su corazón lleno de ilusión.

Al cabo de un rato buscó de nuevo a Julia y la encontró junto a Oskar.

La expresión de felicidad de su amiga lo decía todo. Tenía que reconocer que aquel tipo era de lo más interesante y además un agradabilísimo conversador. Solo había una cosa que no le gustaba: su uniforme. Si había algo que odiaba de la vida social alemana era la injerencia de la política nazi en todo. Desconocía si estaría afiliado al partido o no. Solo deseaba que no fuera así, porque odiaría que su amiga se viese afectada por ello de una manera u otra.

Él sintió su mirada desde lejos y le sonrió encantador.

 


X

Konzentrationslager

Dachau. Noroeste de Múnich

10 de mayo de 1935

 

 

Luther Krugg, veterinario del centro de cría y adiestramiento canino de Grünheide, conducía su coche particular delante de un camión cargado con cincuenta perros que tenía que entregar en una pequeña población cercana a Múnich, en Dachau, después de haber recorrido algo más de seiscientos kilómetros. Su única referencia era un nombre, el capitán de las SS, Rudolph Mayer, quien le indicaría la ubicación de los animales y el plan de trabajo para entrenarlos con sus nuevos guías.

A pocos kilómetros de su destino rememoró las vicisitudes que había tenido que superar hasta llegar allí. Su jefe, Adolf Stauffer, había sido informado de aquel destino con pocos días de antelación, y ese lugar supuso para ambos una negra noticia. Toda Alemania sabía que se trataba de un lugar de reclusión para presos políticos, levantado bajo el expreso deseo del Führer hacía poco menos de dos años, aunque había sido vestido oficialmente como centro de trabajo. La búsqueda de una mayor agresividad en los perros ya tenía respuesta.

Para conseguir aquella indeseable aptitud en los animales, Luther había tenido que modificar sus habituales pautas de trabajo, pensadas específicamente para el adiestramiento de perros patrulla, introduciendo nuevos ejercicios que desarrollaran en los canes una mayor fiereza. No había sido sencillo.

A pesar de sus reiteradas objeciones ante una tarea que atentaba contra su ética profesional, las órdenes de su director habían sido tajantes. El hombre, atenazado por el peso político del principal promotor de la idea, Heydrich, no solo no había tenido en cuenta la opinión de su veterinario, sino que además le había exigido una dedicación plena.

El pastor alemán era un perro genética y formalmente acostumbrado a la convivencia con el hombre, nunca a atacarlo. Luther y todos sus ayudantes lo sabían, pero a pesar de ello habían tenido que empeñarse en estimular esa innoble actitud en unos animales que tardaron en entender lo que se les pedía. Tuvieron que descartar el uso de perros adultos, o ya educados, al constatar la incapacidad que demostraban para soslayar su instinto, decidiéndose por los más jóvenes, cachorros entre seis y ocho meses de edad. Luther, apremiado por el poco tiempo que le habían dado y después de haber ensayado con ellos una y otra técnica, finalmente había conseguido establecer un sistema que aumentaba sensiblemente su agresividad. Pero como sabía que para la educación de los perros la formación de sus instructores era crítica, decidió que, además de hacerles llegar los animales, pasaría unos días dentro del campo para acostumbrarlos a obedecer a diferentes amos, tantos como turnos de patrulla. Una empresa sobre la que también mantenía serias dudas.

Luther regresó de sus recuerdos al alcanzar la pequeña población de Dachau. De ella arrancaba la carretera que terminaba en la entrada del campo.

Era mediodía cuando la vio.

Sobre dos grandes portones de madera se perfilaba un arco de piedra presidido por una enorme águila, con una esvástica entre sus garras. Una pareja de soldados le dieron el alto. Luther bajó del coche, se identificó y esperó intranquilo a que le devolvieran su documentación. En menos de un minuto los dos hombres salieron de la garita blindada dando órdenes para que levantaran la barrera. Las puertas de Dachau se abrieron y el coche de Luther con el camión de los perros detrás tomó el primer camino a la izquierda siguiendo la indicación «Academia y campo de entrenamiento. Waffen SS».

Luther, con una extraña sensación de amenaza, observó a su derecha unos enormes garajes ocupados con motocicletas y coches blindados, detrás de ellos un horno de panadería cuyo olor penetró agradablemente por la ventanilla, y después dos grandes naves. Siguieron el camino hasta llegar a un edificio rodeado de zonas ajardinadas donde les habían indicado que encontrarían al capitán Mayer. Aparcó su vehículo en la entrada, y preocupado por el estado de los perros se dirigió al camión antes de preguntar por el oficial. Los animales lo recibieron con ansiedad y con un sonoro coro de ladridos.


Date: 2015-12-24; view: 771


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