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AHORA ESTÁS A MI LADO 5 page

—¡Va a entrevistar a tus compañeras de carrera! —apuntó Julia encantada con la coincidencia de su visita.

Zoe imaginó a sus amigas muy nerviosas, como lo estaría ella con solo pensar en la cantidad de gente que podía estar escuchando el programa, uno de los más seguidos. Su público, mayoritariamente femenino, la escuchaba con fervor porque tocaba temas relacionados con los derechos de la mujer, algo que muy pocos hacían, desde una visión bastante liberal. Matilde era una abanderada de la igualdad, y por eso, cualquier empeño que supusiese un avance en esa dirección trataba de llevarlo a las ondas, como iba a hacer con las siete estudiantes de la Escuela de Veterinaria.

«El salto ha sido de gigante. Nada puede oponerse a esta reivindicación del derecho al trabajo que las mujeres alegan. Y además, cuando rota la primera capa de hielo de las falsas ideas, nos paramos a pensar un poco, terminamos por decirnos: ¿Pues no es lógico y natural que la mujer, que siempre tuvo a su cuidado a los animalitos domésticos, la mujer amiga de los pájaros, y de los lindos gatitos, y de los perros fieles, de la nutrición de los gallineros, quiera llevar esta afición, hasta ahora contenida en los moldes de lo doméstico, a terrenos más científicos y ampliarlos de modo que sus cuidados a esas bestezuelas, hacia las que siempre se sintió atraída, sean conscientes, científicos y verdaderamente eficaces?»

La entrevista, sin abandonar un tono amable, se alargó durante algo más de media hora, incluyendo en las preguntas temas personales y sociales, pero interesándose especialmente en la relación con sus compañeros, el alcance social de su decisión y las posibles salidas laborales. Alguna de las alumnas argumentó que los atractivos que tenía la carrera veterinaria para la mujer habían surgido una vez había desaparecido la grotesca imagen del antiguo veterinario, rudo y herrador, al haberse convertido ahora en una profesión más científica y accesible para ellas.

Cuando terminó la alocución final de la presentadora, Zoe se quedó quieta, sin hablar y con una expresión triste, frotándose las manos frente al receptor.

—Imagino que te ha afectado. —Julia se percató de su desánimo.

—La verdad es que un poco. Me siento orgullosa por ellas, pero me hubiera encantado ser una más. Aunque, en este momento de mi vida, dudo si algún día eso se hará realidad.

A Julia no podía ocultarle nada, porque aparte de ser la hija del embajador, había sido su primera compañera de pupitre en el Colegio Alemán, su mayor cómplice y, a falta de una madre, la persona con quien había compartido los cambios que toda mujer vive en su adolescencia, como también sus miedos, sueños y pensamientos más íntimos.



Julia entendió su reacción y no quiso animarla con vanas expectativas de futuro. Era consciente de su difícil momento, pero ella ya había emprendido gestiones para cambiarlo.

—La próxima semana se va a proyectar una película en la embajada de no me acuerdo quién, y después se dará una recepción. Necesitas cambiar de aires y distraerte. Acompáñame. Estoy moviendo algunos hilos y puede que para entonces tenga alguna buena noticia para ti.

Zoe escuchó la invitación desanimada. Arrastraba un penoso día, veía su futuro más que negro y lo que menos le apetecía era un evento social.

—No sé, la idea no me tienta demasiado. Y encima no tengo nada que ponerme… Con toda confianza, no cuentes conmigo.

—Si es por lo del vestido, te vienes antes y eliges uno mío. No tienes nada que perder y puede que te dé una alegría.

Zoe le pidió un adelanto.

—No debo. He de confirmar antes ciertos puntos, y además me gustaría que fuera una sorpresa. Tú ven, y lo descubrirás por ti misma.

—Lo pensaré, pero lo más seguro es que no vaya. En serio, no me encuentro con ánimos.

De vuelta a la calle Serrano, Zoe caminó sin destino alguno. Atravesó varias calles arrastrando sus zapatos por la acera sintiéndose fracasada. La estaban rechazando en todos los trabajos, hacer posible su sueño profesional lo veía inviable, y tampoco podía ayudar en la defensa de su padre cuando económicamente no se sostenía ni ella.

Se mordió el labio, inspiró una larga bocanada de aire y al meter la mano en el bolsillo de su abrigo encontró el billete arrugado que le había dado la mujer de la última entrevista. Lo miró. Por poco que era, le parecía mucho, sin embargo decidió usarlo en aquella pastelería que tanto la había tentado antes. Al llegar a su escaparate, localizó una enorme trufa de chocolate que destacaba sobre otras más pequeñas, y tomó la única decisión dulce que se había permitido en todo el día.

Cuando su sabor le inundó la boca se sintió más feliz. Al salir a la calle miró al cielo, recapacitó la propuesta de Julia y cambió de parecer; iría a la embajada.

 


VIII

 

Residencia de caza del mariscal Göring

Karinhall, al noroeste de Berlín

30 de abril de 1935

 

 

Bajo la protección de un denso arbusto, uno de los dos cazadores oteó la pieza a menos de treinta metros. La distancia era un poco justa para la potencia de su arco y la frondosidad del bosque demasiado cerrada, circunstancias que iban a dificultar su acierto. Pero esos retos eran los que convertían la caza en una actividad fascinante.

Tensó el cordaje hasta la máxima apertura para conseguir las sesenta libras de potencia que le daba el arma, apuntó la flecha medio metro por encima del pecho del venado para salvar su caída, comprobó que desde el otro puesto su compañero no estuviese marcando la misma pieza y contuvo la respiración en el justo momento de disparar. Pero el animal reaccionó ante un inoportuno ruido, pegó un gran brinco y se arrancó a correr en dirección contraria. Llevaban ya dos horas, había amanecido hacía una, y todavía no habían acertado a un solo objetivo. Se guardó la flecha en su carcaj y se aproximó hasta el refugio del otro cazador.

—Está claro que no tenemos un buen día —proclamó con resignación su invitado.

—Oskar, ha llegado el momento de probar con algo más grande. Está visto que los venados andan más espabilados de lo normal. Llevo cinco intentos y todavía no he conseguido estrenar mi arco.

Oskar Stulz envidió su arma. Se trataba de una pieza exclusiva, fabricada a medida para su compañero de caza, Hermann Göring, una maravilla hecha en tejo, recurvo, y que según le había explicado podía tomar una potencia de ochenta libras; algo inaudito. Solo un hombre con su fortaleza y corpulencia podría permitirse aguantar cinco minutos de apertura máxima antes de disparar.

—Sígueme. Te llevaré a uno de los lugares más recónditos de este bosque donde con suerte quizá nos crucemos con alguna sorpresa. —Su azulada mirada se llenó de felicidad. No había nada en el mundo que le gustase más que cazar.

Oskar había decidido llevar su mejor arco, el de madera de naranjo de Luisiana, una de las más duras que existían. Le había costado un ojo de la cara, pero con mucho era bastante peor que el de su amigo y jefe de la Luftwaffe, Göring.

Se adentraron por una formidable foresta de robles centenarios en busca de unas pozas de agua donde iban a beber los animales. Oskar iba detrás de su anfitrión. Los dos vestían chaleco de grueso cuero sobre camisa blanca de amplias mangas para poder angular los brazos sin sentir tirones, pantalón de ante al estilo bávaro y unas buenas botas a las que les daba igual pisar en agua o en tierra.

Iban en silencio, cuidando de hacer el menor ruido para no espantar a ningún posible objetivo. Eran viejos amigos y apasionados cazadores casi a la vez, pues a pesar de que Oskar era once años más joven, habían congeniado en esa afición desde la proximidad de los castillos de sus respectivas familias. Su relación era bastante más estrecha que si fuera de sangre, pues para la caza Göring no había encontrado mejor compañero que Oskar Stulz; con ninguno disfrutaba tanto como con él. Por eso, cuando coincidían, se paralizaba el mundo; no había nada más, ni trabajo ni obligaciones… Nada.

—Chisss… —Göring dirigió su dedo en dirección nordeste, señalando una sombra que vio moverse.

Oskar usó los prismáticos y localizó, sin poder ocultar su emoción, a un enorme animal, una mezcla de bisonte y toro, una especie que no había visto jamás. Le pasó los prismáticos a Göring, que reaccionó con una amplia sonrisa nada más enfocarlo. Prepararon sus arcos y decidieron disparar a la vez para abatirlo. Se escondieron detrás de dos árboles, eligieron una flecha con punta de acero y estrías, y adoptaron la posición de tiro antes de lanzar su mortal envío a una velocidad próxima a los tres mil quinientos metros por segundo. Sin embargo, la inesperada aparición de un gigantesco oso al que no habían visto los dejó sin aliento. El úrsido atacó al enorme toro lanzando sus afiladas garras al costillar y la mandíbula al cuello del despistado animal. Completamente asombrado por la salvaje escena, Göring relajó el cordaje e hizo un gesto a su amigo para que esperaran antes de tirar. El violento bóvido se revolvió bramando, y por efecto de su imponente fortaleza le lanzó una potente cornada al oso, derribándolo aparatosamente. Con el cuello angulado y los ojos inyectados en furia, el toro clavó sobre la tierra su tercio trasero y embistió a su enemigo sin darle tiempo a responder. Del segundo golpe, el oso, aparentemente superior en fuerza, se golpeó la cabeza con el tronco de un grueso árbol y quedó medio atontado.

Göring apuntó con su arco y Oskar también. Uno buscando la yugular del fabuloso toro y el otro el corazón del oso.

Las dos flechas silbaron hacia cada objetivo. Pero antes de que hubieran penetrado en los cuerpos de los animales, repitieron disparo en busca de nuevos puntos mortales. Los animales habían quedado heridos sin solución.

—¡Excelente puntería! —exclamó Göring una vez frente al oso, al ver el certero destino de la primera flecha de Oskar que le había atravesado el corazón.

—Opino lo mismo. Pero, dime, ¿qué es ese bicho? No había visto nada parecido en mi vida.

Göring sonrió maliciosamente, dejándose la explicación más detallada para cuando se reunieran con su tercer invitado, Heydrich.

—Es un mito viviente.

Reinhard Heydrich era rubio, esbelto y atlético. Medía más de metro ochenta, amaba el tenis, la lectura, la natación y la hípica; tocaba el violín como el mejor de los concertistas y solo tenía treinta años. Su anfitrión, a los mandos de un gran panel desde donde controlaba una gigantesca maqueta de trenes de no menos de veinte metros cuadrados, era un hombre grueso, de cuarenta y dos años, apasionado por la naturaleza y la pintura clásica, excéntrico en sus gustos y a la vez refinado; héroe de la aviación en la guerra del catorce y morfinómano a causa de dos heridas de bala. Aunque en lo físico Hermann Göring era el polo opuesto a Heydrich, ambos encabezaban la cúpula de la Alemania nazi y compartían el sueño de convertir su pueblo en director de los destinos del mundo.

Göring colocó una curiosa locomotora eléctrica Schienen Zeppelin de treinta y siete centímetros de largo, que imitaba en su diseño a los afamados dirigibles, sobre las vías de una nevada estación alpina. Se la acababa de regalar Heydrich después de haber mandado a uno de sus colaboradores a recogerla ex profeso a la fábrica de juguetes en miniatura Märklin, en Göppingen, ciudad cercana a Stuttgart.

Al accionar el conmutador que daba electricidad a la vía, comprobó cómo su hélice impulsora trasera giraba en sincronía con la marcha del tren. Abrió emocionado los tres paquetes restantes envueltos en el papel de la afamada juguetería, y aparecieron tres vagones de transporte militar; uno con un potente foco, otro con un cañón y el tercero cargaba un tanque oruga.

—Excelente…, excelente… —Al incorporarse desde el suelo, se estiró a duras penas el chaleco de cuero negro y sopló aliviado al liberar el estómago demasiado constreñido con su anterior postura—. En Berlín hay una tienda especializada donde de vez en cuando me dejo caer para admirar las novedades de Märklin, pero estas no las conocía. —Le golpeó en la espalda con afecto—. Una vez más alabo tu buen gusto, y, cómo no, agradezco el detalle.

—Mi querido Hermann, con tu invitación a pasar el fin de semana me siento más que pagado. Nuestras esposas se adoran y no imaginas cómo añoro un largo paseo a caballo a primera hora de la mañana por los maravillosos bosques de tu finca. Reconozco que su naturaleza salvaje y la paz que se respira en ellos ha sido testigo de alguna de las decisiones más importantes que he tomado a lo largo de mi carrera.

Göring apagó los interruptores que daban vida a la maqueta, montada bajo la cubierta de la planta alta del edificio principal, y animó a Heydrich a acompañarlo al coqueto pabellón de caza, origen del resto de construcciones que formaban la colosal residencia, con idea de sorprenderlo.

Salieron al patio de entrada, delimitado por el edificio central y dos largos aleros, donde fueron saludados por la tropa de seguridad. Hermann, haciendo uso de su cetro de marfil y oro, que rara vez abandonaba, señaló la última escultura en bronce que acababan de traerle.

—Él todavía no lo ha visto. Lo encargué como homenaje a nuestro Führer. —Heydrich observó la figura de un lobo en posición de alerta, con las orejas en alto—. Está mirando al exterior de la guarida, protegiéndola. —Göring aprobó una vez más su calidad artística—. Imagino que nuestro querido Führer te habrá hablado alguna vez de las virtudes que desde joven vio en este animal, en el lobo; su astucia natural, la lealtad que demuestra hacia su manada, su persistencia a la hora de cazar o su ferocidad son algunos de los valores que nos propone continuamente.

Heydrich conocía la afición de Hitler por la simbología, y recordó haberle escuchado decir que hasta su propio nombre, Adolf, etimológicamente significaba «noble lobo», y desde luego su apodo, Herr Wolf, una forma de dirigirse a él reservada a sus más allegados. Ambas eran algunas de las pruebas de su inclinación por un animal que también había dado nombre a su cuartel más secreto y recóndito, al este de Prusia, al que había llamado Wolfsschanze, «la guarida del lobo».

—Hay otra estatua que no conoces; allá al fondo, antes del arco de salida. Se trata de un jabalí. Simboliza el mundo salvaje del bosque. La compré en recuerdo de El cantar de los nibelungos; sin duda el mejor poema escrito sobre nuestras épicas leyendas, como bien sabes.

Su imaginación lo transportó a los oscuros bosques que daban fama a Karinhall, de los que acababa de volver de cazar, tal y como lo hacía su héroe Sigfrido, quien en el poema se enfrentaba valientemente a fieras y a dragones, o a los legendarios uros, esos mismos uros que se había encargado de recuperar. Cerró los ojos recorriendo las sombras de la muda arboleda, con el crujir de sus botas sobre la hojarasca, y le pareció volver a ver el perfil del mastodóntico ser contra la umbría de la ladera poblada de castaños, antes de ser atacado por aquel oso.

Heydrich, ante los excesivos minutos de silencio que parecían haber dejado a Göring como obnubilado, carraspeó varias veces para ver si conseguía devolverlo a la realidad.

—No hay nada más excitante que dar caza a un uro. —Los ojos de su anfitrión se abrieron de golpe y reflejaron su retorno a la consciencia—. Todavía no hace un año que empecé a repoblar los bosques de Schorfheide, aún en mis dominios, con esos toros de origen euroasiático: los urus o uros, herederos de aquellos enormes búfalos que un día poblaron las tierras de nuestros antepasados, y que les dieron tanta fama como aguerridos cazadores.

Heydrich, poco aficionado a la caza, reconoció su desconocimiento en la materia.

—Hace unos años puse a trabajar a dos de nuestros más ilustres científicos, curiosamente hermanos y directores de los zoológicos de Múnich y Berlín, para que recuperaran esa ancestral bestia que se había extinguido a mediados del siglo XVII.

Heydrich escuchó con interés cómo lo habían conseguido.

Göring explicó que los dos científicos habían buscado las formas originales del animal en varias pinturas de los siglos XV y XVI, donde los uros habían quedado inmortalizados, mezclando unos bóvidos de similares características, encontrados en unos bosques al este de Polonia, con los bisontes americanos.

—Si los vieras al natural… Son animales tremendamente peligrosos, crueles, diría que sanguinarios. En cuanto huelen tu miedo, solo estudian cómo matarte. Te aseguro que no existe una emoción más intensa que ver a una de esas moles viniendo hacia ti a toda velocidad con los ollares abiertos y sus ojos clavados en tu cuerpo… Ufff… Hace solo un rato hemos matado uno. Ya te enseñaré fotos otro día.

Al hilo de aquella exitosa recuperación animal, Göring recordó otra idea que llevaba tiempo madurando y aprovechó para comentarla con su invitado.

—¿Has escuchado alguna vez hablar del perro bullenbeisser?

Heydrich era aficionado a muchos deportes y se consideraba un adicto a la música clásica, pero de perros no sabía nada. Göring lo disculpó y le avanzó algunos detalles sobre ese animal.

—La antiquísima raza de los bullenbeisser, famosa por su increíble ferocidad y valentía, era usada por entonces para abatir toros, osos o cualquier otra bestia salvaje, pero desapareció hace mucho tiempo de nuestras tierras. Era tal su fortaleza que no había animal que se les resistiese; unos verdaderos colosos dentro de la especie canina.

—¡Qué interesante! —apuntó Heydrich, teniendo en mente su reciente visita al centro de adiestramiento y cría de Grünheide—. ¿Qué más sabes de ellos?

Göring situó su origen en época asiria, unos dos mil años antes de Jesucristo, con una importante influencia posterior en Grecia, donde estaban considerados como los mejores perros de guerra.

—Siglos después, sabemos que nuestros heroicos antepasados germanos, gracias a sus habilidades guerreras y al uso de feroces perros, se hicieron con media Europa ganándosela a los romanos. Pero también que dejaron constancia de ello introduciendo en muchos de aquellos nuevos territorios a un can capaz de enfrentarse a cualquier enemigo; un animal con una fuerza increíble, suficiente para frenar con su mordida a osos o a toros, a la espera de que su amo los matara después. Sin duda, se trataba de nuestro bullenbeisser.

Heydrich escuchaba a Göring con creciente atención, sin saber qué estaría maquinando el hombre con más poder después del Führer. Sus dudas quedaron resueltas al momento

—Quiero recuperar ese animal para Alemania, Reinhard. —Sus ojos parecían volar al compás de su sueño—. Estoy decidido a ello, como hice con los uros. ¿Qué te parece la idea?

—¡Me entusiasma! —contestó eufórico—. Sería como si rescatásemos una parte de nuestra esencia milenaria, el arma de esos viejos guerreros que derrotaron a todos los ejércitos cuando luchaban al lado de sus imbatibles perros. Si me lo permites, lo comentaré con Von Sievers. La oficina Ahnenerbe que está montando estará especializada en el estudio de nuestras tradiciones y mitos, y dispondrá de grandes expertos en todas las materias. Sé que esto le va a encantar. Y estoy pensando también en una persona que quizá sepa cómo conseguir recobrarlos para nuestro Reich. Aunque antes he de asegurarme de otras cosas. Ya te tendré al corriente.

—Háblalo con Von Sievers, sí. Yo seguiré estudiándolo por mi parte.

En el porche de entrada del pabellón de caza, el original de la finca que había sido regalo del Gobierno prusiano, la mujer de Göring, Emma Sonnemann, y la de Heydrich, Lina von Osten, estaban tumbadas sobre dos hamacas. Conversaban con un vino espumoso en la mano disfrutando del sol de abril y de la amena conversación de Oskar Stulz, quien les contaba alguna de sus anécdotas en España, donde estaba destinado. A los pies de las mujeres, dos enormes dogos dormitaban en el suelo.

—No se te ocurrirá sacarlo. —La que fuera actriz, Emma, conocía demasiado bien a su marido. Por eso, al verlo entrar con Heydrich en la cabaña imaginó cuál era su intención—. Te recuerdo que están los perros sueltos.

—Descuida, querida, no pasará nada.

Emma previno a Lina y a Oskar.

—Veáis lo que veáis, ni se os ocurra moveros.

—¿Qué sucede? —preguntó Oskar agarrado a un Martini, mientras se encendía un cigarrillo.

—Un nuevo capricho de Hermann. Uno más.

Göring abrió con llave la puerta del pabellón de piedra y entraron en su interior. Al fondo de una cálida sala de estar y al lado de una generosa chimenea, la cabeza de un joven león se volvió hacia ellos. Heydrich, al percatarse de lo que era, dio un paso atrás.

—Tranquilo, Reinhard, es un cachorro de seis meses que de momento solo se plantea jugar.

El animal se levantó y buscó a su amo bostezando. Unos afilados colmillos encerraban una pesada lengua rosa. El león se puso a dos patas colocando las delanteras sobre los hombros de Göring, quien a duras penas pudo con él sin caerse.

—¿Qué te pasa, muchacho? ¿No vas a recibir a tu amo con un lengüetazo?

El león, que a pesar de su juventud debía de pesar más de cien kilos, le lamió feliz la cara y observó a continuación al invitado. De vuelta al suelo rugió dos veces y se acercó a Heydrich, quien a pesar de confiar en el criterio de Göring sintió un enorme respeto por aquella fiera.

—Igual te lo pido prestado. Con él, dudo que mis detenidos no canten. —Con una forzada sonrisa disimuló la tensión que le tenía medio paralizado—. Me imagino la cara de pánico que pondría más de uno si lo viera entrar conmigo a un interrogatorio.

Göring tiró de su collar para sacarlo al exterior.

—A todo esto, ¿has podido avanzar en esa importante y tan anhelada reorganización de los Servicios de Información?

—Vamos a buen ritmo, sí —contestó Heydrich—. Cuento ya con dos centenares de agentes que he seleccionado personalmente. Y el mes pasado quedó organizado todo el trabajo en cinco secciones a las que he asignado recursos proporcionales: judíos, marxistas, líderes religiosos, opositores de derechas y liberales, y por último masones.

—Tenemos demasiados enemigos en el Reich —proclamó convencido Göring—. Si pudiéramos ser más contundentes con esa basura de gente, aplastaríamos cualquier capacidad de respuesta a las nobles aspiraciones de nuestro Führer. Y lo necesitamos.

Heydrich, que entendía la extensión de sus palabras, compartió sus planes en ese sentido.

—Mi idea es sembrar Alemania de campos de reclusión, tomando como modelo Dachau. El trabajo de su director está siendo impecable y su experiencia valiosísima para no repetir errores con los próximos.

—Sin duda Theodor Eicke nos será muy útil para ese empeño. Estoy de acuerdo.

Al salir al exterior de la cabaña los dogos se abalanzaron al león para jugar con él. Lina gritó de espanto, pero siguió los consejos de su amiga y se quedó quieta, aferrada a la manta que le había servido para protegerse cada vez que se iba el sol. Oskar sin embargo quiso acariciarlo, idea que descartó en cuanto sus ojos se cruzaron con la amenazante mirada del animal y escuchó un gruñido de advertencia. Göring le lanzó un pedazo de carne para evitar problemas, sintiendo en ese momento un doloroso vacío en su estómago.

—Yo no sé vosotros, pero tengo hambre. Vamos a comer.

De camino al salón principal de la residencia, adelantándose al resto del grupo, buscó la compañía de Oskar para que le pusiera al día de su trabajo en España.

—¿Cómo te va por ese turbulento país?

—Sabes que no puedo vivir sin pilotar un avión, y en ese sentido no me puedo quejar. Sigo entrenando a los nuevos pilotos contratados por la compañía Iberia y por tanto respiro el suficiente queroseno para ser feliz. Y además voy a cazar siempre que puedo. No te imaginas el potencial cinegético que tiene aquel país; perdices, corzos, jabalíes, venados, liebres. Hay un sinfín de posibilidades para un aficionado como tú, tantas que casi se podría recorrer de un extremo al otro saltando de coto en coto.

—Te envidio. —Suspiró fastidiado. Tenía tal cantidad de trabajo que vivía pegado a la mesa de su ministerio.

—¿Te preparo una buena batida de corzos?

La propuesta no podía ser mejor, pero sus posibilidades nulas, como así lo expresó. Sin embargo, pensó en otra idea que podría servirle de ayuda.

—Oye, Oskar, tú que gozas de cierta libertad de movimientos por España y que te apasiona la caza tanto como a mí, ¿podrías investigar qué razas de perros tienen que compartan procedencia con las nuestras?

—No parece un encargo difícil, cuenta con ello. ¿Necesitas algo más?

Göring lo pensó y se le ocurrió otra tarea.

—Pues sí. También me interesaría saber quién puede ser el mejor especialista español en genealogía e historia de sus razas caninas.

Oskar, extrañado por la naturaleza de su petición, imaginó que estaría buscando algún perro especial para cazar en sus bosques, pero no le pareció oportuno preguntárselo cuando su anfitrión había decidido no ser más concreto. Por su lado, Göring, consciente del extraño encargo, prefirió no avanzarle detalles hasta tener más madura la idea de su proyecto bullenbeisser.


Date: 2015-12-24; view: 579


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