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AHORA ESTÁS A MI LADO 7 page

—Tranquilos, chicos, en un rato todo habrá terminado.

Con gran agitación, los canes lo miraban a través de las rendijas de los cajones donde eran transportados. El camión disponía de dos pisos con veinticinco perros en cada uno. La jauría atrajo de inmediato la atención de un sinfín de curiosos que se acercaron a verlos.

—¿Herr Krugg?

Luther miró a su espalda. Las insignias del hombre que lo acababa de nombrar por su apellido coincidían con las de un capitán de las SS.

—Soy yo. Imagino que usted será el capitán Mayer.

—Por supuesto. Encantado de tenerlo entre nosotros. —Se aproximó a uno de los camiones sin poder resistirse a mirar—. Espero que no hayan tenido demasiados incidentes durante el viaje.

—No los hemos tenido porque apenas hemos parado, solo para repostar; muy a pesar de lo que hubieran preferido ellos, claro. —Los señaló con la mirada—. Decidimos que controlar a cincuenta perros entre tres personas podía ser una auténtica locura.

—Nadie los conoce como usted. ¿Cómo hemos de proceder con ellos?

—Lo más urgente es que beban. Después, si se pudiera, les vendría muy bien correr un buen rato, a ser posible en algún recinto vallado.

El capitán mandó que trajeran las correas para los perros e hizo formar a veinticinco soldados para que se hicieran con una pareja cada uno. Una vez que tenían todo preparado, Luther se dirigió al camión y abrió una portezuela lateral. Por ella apareció la cabeza de un animal, lo bajó en brazos y se lo pasó al primer soldado que le colocó de inmediato su correa. Demostrado el procedimiento, se formaron dos filas de hombres, de tal modo que, uno a uno y en menos de veinte minutos, consiguieron vaciarlo. Después de beber, los fueron llevando hasta un campo de fútbol donde quedaron sueltos.

Cuando terminaron con todos, Luther y el capitán Mayer, apoyados sobre la valla, contemplaron las imponentes carreras y quiebros que daban, gastando la energía que llevaban acumulada de tan largo viaje.

—Son verdaderamente magníficos —comentó el capitán.

—Sí lo son, es verdad. Tienen una raza portentosa.

Pasados unos minutos el capitán lo invitó a conocer el emplazamiento donde quedarían alojados los perros, en un lugar bastante separado de los pabellones dormitorio de los soldados. Luther apreció de inmediato su diseño como también sus excelentes condiciones de ventilación y limpieza. Se trataba de una larga hilera de casetas de madera con un pequeño patio exterior, todo enrejado, y con una puerta de acceso que miraba hacia un frondoso bosque. El capitán agradeció los elogios.

—Hasta que se familiarice con las enormes dimensiones de Dachau, podrá comprobar que el diseño de este campo está pensado para que los recorridos y los edificios de uso común queden cerca los unos de los otros. Dachau consta de treinta y seis pabellones dormitorio para unos cinco mil soldados y una veintena de casas para los oficiales. Le hemos preparado una de ellas para que su estancia con nosotros sea lo más agradable posible.



—No me lo imaginaba tan grande. —Por más que miraba a su alrededor, Luther no dejaba de ver edificios.

—Créame que lo es. Ahora nos encontramos en el área de la academia, la más importante que tienen las SS en Alemania, donde se están formando los nuevos oficiales. Pero ahí no termina todo, el complejo también encierra un batallón completo de soldados con un total de ciento veintiocho edificaciones, que ocupan su dos terceras partes. Y en su cara este se localiza el recinto para los presos con dieciséis edificios, aunque en breve serán treinta y cuatro, porque no dejamos de recibir nuevos. Esa última parte del campo se encuentra aislada del resto, opera con tropas específicas y tiene un régimen de funcionamiento autónomo.

Una vez de vuelta a donde estaban los perros, escucharon unos pasos que se acercaban por detrás. Al volverse, Mayer saludó, mano en alto y haciendo sonar las botas, al comandante en jefe de Dachau, Theodor Eicke, que acababa de ser avisado de la llegada de los animales.

Luther, en su condición de civil, le estrechó la mano.

—¡Bienvenido a Dachau! —proclamó Eicke con una mueca lo menos parecida a una sonrisa.

De un solo vistazo, Luther decidió que el personaje era de temer. Corpulento aunque tieso como una vara, ojos claros, gruesa nariz y mentón fuerte, su voz sonaba áspera y seria.

—Le agradezco su bienvenida, comandante.

—Desde el mismo día que nuestro gruppenführer Heydrich nos habló de estos perros tan especiales, estamos deseando tenerlos por aquí. —Observó con gesto de satisfacción cómo corrían por el campo de deportes; le parecieron inagotables—. ¿Están todos los que les pedimos?

Luther confirmó que en solo dos días llegarían cincuenta más.

—Perfecto, perfecto… ¿Y cuándo estarán listos para el trabajo?

—Necesitaré por lo menos dos semanas, una de aclimatación y la siguiente para que se familiaricen con sus nuevos guías —contestó el veterinario.

—Es comprensible. Pero verá, se nos ha presentado una circunstancia excepcional que va a requerir acortar esos tiempos. Esperamos la visita de Himmler el próximo miércoles y lógicamente han de estar listos para entonces; los quiere ver en acción. ¿Podrá conseguirlo en menos de una semana? —La fría expresión de Eicke dejaba claro que no iba a admitir una negativa.

—Haré lo posible para que así sea.

—Perfecto, perfecto… Nos veremos. —Se dio media vuelta y tomó dirección este, probablemente hacia el campo de prisioneros, pensó Luther.

El capitán, una vez se quedaron de nuevo a solas, suspiró aliviado.

—Hágame caso, herr Krugg; trate de no tener nunca en contra a ese hombre. ¿Me comprende?

—Le agradezco la recomendación. Así lo haré.

Mayer lo acompañó hasta la casa que le habían asignado y se la enseñó comentando algunos datos de orden interno: los horarios del comedor, dónde debía dejar la ropa para su lavado, y el nombre del suboficial que estaría a su servicio durante toda la estancia. Cuando estaba a punto de despedirse, Luther le hizo una pregunta que desde hacía un rato le estaba quemando en la boca.

—Disculpe si le parezco demasiado curioso, capitán, pero se me explicó que los perros serían usados para patrullar el campo de prisioneros. ¿De cuántos presos hablamos?

Mayer no le había dicho todavía a Luther que quien se responsabilizaba de la tropa de vigilancia del recinto penal era él mismo. Aprovechó la ocasión para hacerlo, y respondió de forma escueta, todavía con ciertas reservas.

—Ahora tendremos unos diez mil.

A Luther le impresionó la cantidad, aunque no lo confesó en voz alta. Sin embargo sí se interesó por los motivos. Preguntó cuántos eran por causa política y cuántos por delitos comunes. Mayer, que ni se había planteado las objeciones éticas o políticas que pudiera tener su interlocutor, respondió sin tapujos.

—Políticos casi todos. Son una pequeña muestra de la escoria de nuestra sociedad, créame. Los podrá ver durante los próximos días. La mayoría son miembros del Partido Comunista o del Socialdemócrata, pero también hay bastantes sindicalistas. Estamos empezando a recibir judíos, muchos de ellos funcionarios que han sido despedidos, y en unos días llegarán seis sacerdotes católicos y algunos pastores luteranos más, acusados de traición al pueblo alemán por defender la causa judía, cuando no por su encendida aversión a nuestras tesis.

Luther recibió sus palabras con enorme inquietud, pero no hizo el menor comentario. Él también aborrecía la ideología nazi.

Esperó a quedarse solo, buscó un sofá y se acomodó para relajarse y tratar de asimilar todo lo que estaba viviendo.

En Alemania casi nadie conocía hasta dónde llegaban los oscuros planteamientos que barajaban los líderes del Partido Nacionalsocialista, y eran muchos los ciudadanos que firmaban su afiliación. La mayoría lo hacía como solución práctica ante el asfixiante poder que iba adquiriendo aquella formación.

Luther nunca sería nazi, sus convicciones eran otras.

Pero tenía un gravísimo problema si alguien se ponía a hurgar en su pasado. Porque pocos conocían sus devaneos revolucionarios de juventud, y menos aún el grave suceso que vivió hacía diecisiete años y que todavía lamentaba.

Sucedió antes de empezar la carrera.

Por entonces, la lectura, un profesor de literatura al que adoraba y la repulsa que sentía hacia la decadente monarquía y sus privilegios lo empujaron, por partes iguales, a abrazar las ideas socialistas con tanta pasión y convencimiento que se implicó de lleno en ello. La intensidad de su celo y un invencible afán de cambio lo habían llevado a participar en casi todas las actividades que el Partido Socialdemócrata alemán había puesto en marcha con la instauración de la República y los movimientos revolucionarios de noviembre de 1918. En aquellos años de adolescencia, quizá demasiado henchido de idealismos y arrojo, Luther había empezado a acudir a manifestaciones, dirigido comités estudiantiles, había boicoteado fábricas que explotaban a los obreros y denunciado talleres donde la mano de obra era infantil. Y en general, se le podía ver en un sinfín de mítines de corte revolucionario. Para su desgracia, también había estado presente en un funesto asalto a una comisaría, donde una pistola que nunca debió ser disparada acabó con la vida de dos policías. Él sintió los fogonazos a escasos centímetros de su brazo; partieron desde el compañero que tenía a su izquierda. Y vio, también, a los dos destinatarios con los pechos atravesados de muerte. No fue detenido ni acusado porque salió despavorido del escenario y por suerte nadie lo reconoció. O eso se pensó en un primer momento, porque unos meses después, cuando tuvo lugar el juicio, su nombre apareció dentro de la causa por culpa de una lista que la Policía había obtenido al registrar la sede del partido. Todos los testigos y las evidencias apuntaban a una sola persona, y la pena recayó exclusivamente en el culpable. Nadie más se vio encausado, pero su nombre estaba ahí, en esa lista.

Con el inicio de la carrera universitaria abandonó toda militancia, quemó su carné de afiliado y se dedicó en cuerpo y alma al estudio y posteriormente a su profesión. Se especializó en el área de la genética con un gran reconocimiento por parte del mundo académico, a pesar de su juventud.

En el treinta y tres, cuando ya habían pasado once años de aquellas incursiones reivindicativas, completamente olvidadas por su parte, Hitler ilegalizó el Partido Socialdemócrata por haberse opuesto a su Ley de Plenos Poderes. Y fue entonces cuando empezó la persecución de sus miembros. Luther lo supo y la sintió cerca, al saber que muchos de sus compañeros de por entonces habían sido detenidos. Y fue en esos momentos cuando recordó la lista, la famosa lista que podía dormir olvidada en los sótanos de los juzgados de Berlín, o estar en manos de alguien que pretendiera devolverla a la vida a saber para qué.

Con el Partido Nazi en el poder, había tratado de mover todos los hilos posibles entre sus antiguos camaradas para dejar borrado definitivamente su rastro político, no tanto por lo que le pudiera pasar a él, sino por las consecuencias sobre su mujer. Le aseguraron que todas las fichas, informes y registros de su paso por la política activa habían sido quemados. Pero de la lista nadie sabía nada.

Luther vivía desde entonces con esa incertidumbre. Y el hecho de saber que aquella prisión estaba concebida como un centro de reclusión y represión política le parecía detestable.

Solo deseaba una cosa: abandonar lo antes posible aquel lugar.

Los primeros dos días parecieron volar al empuje de unas ajetreadísimas jornadas. El segundo transporte de perros llegó puntual, aunque los animales venían más agitados y la descarga resultó más complicada.

Durante el resto de la semana, Luther fue conociendo uno a uno a los soldados que se harían cargo de los perros para las tareas de vigilancia. A todos les fue explicando cómo tenían que manejarlos y a qué órdenes respondían, insistiendo en la importancia que tenían las rutinas para sacarles el máximo rendimiento en el trabajo.

Durante la mañana de su sexto día tuvo la oportunidad de visitar el campo de prisioneros, imagen que le dejó una profunda impresión. Al atravesar la puerta de hierro que irónicamente contenía en su propio forjado la frase «El trabajo os hará libres», fue consciente de que estaba entrando en otro mundo. Los presos vestían un uniforme a rayas numerado, tenían rapado el pelo y calzaban unas pesadas botas. Pero lo que le llamó más la atención fueron sus miradas, unas miradas cargadas de desesperanza, en un caminar arrastrado.

En esa visita lo acompañó un joven sargento del que no se había separado desde el primer día, para que conociera por dónde patrullarían los perros. Comprobó las infranqueables medidas de seguridad del recinto: el muro exterior de imponente altura, unas vallas electrificadas a continuación, y la zanja perimetral llena de agua. Un conjunto que sin duda ponía muy difícil cualquier intento de fuga.

Contó seis torres de vigilancia y doce soldados en ellas, y presenció un recuento de presos en el patio central, a la cabecera de un paseo arbolado a cuyos lados se extendían los diferentes pabellones. La angustia de los reclusos era palpable, y la debilidad en algunos realmente inquietante. Pero cuando escuchó un coro de alaridos, a espaldas de un pabellón que el soldado identificó como la zona de cocinas, la sangre se le terminó de congelar.

—¿De dónde salen esos gritos?

—No se me permite dar más explicaciones, lo siento —contestó lacónicamente su guía y ayudante.

Luther miró hacia las cocinas escandalizado de las atrocidades que se podrían estar cometiendo allí.

Cuando se cumplió el octavo día, todo el campo experimentó un especial nerviosismo desde primera hora de la mañana.

Luego supo por qué.

Se esperaba la visita de los dos máximos dirigentes de las SS, Himmler y Heydrich, para que oficialmente revisaran las últimas ampliaciones realizadas y el nuevo reglamento de orden interno que había ideado su comandante en jefe. Pero en realidad venían con otro objetivo mucho más deseado: ver a los perros.

A Heydrich lo conocía de su visita a Grünheide, pero de Himmler solo sabía lo que todos en Alemania, que siendo la mano derecha del Führer su poder no tenía límites. Y su locura tampoco.

El comandante en jefe de Dachau, Eicke, tampoco se quedaba corto. De hecho, Luther había escuchado comentar a varios soldados con los que había ganado confianza que se hizo con aquel destino y una cruz de hierro después de haber disparado a muerte al máximo responsable de los llamados camisas pardas, fuerza de choque paramilitar del Partido Nazi, Ernst Röhm, enemigo número uno de Hitler, aunque uno de sus más apreciados colaboradores hasta entonces.

Eicke lo había liquidado en la misma celda donde había sido apresado tras la llamada noche de los cuchillos largos, no hacía ni un año de ello. La culpa de Röhm, un declarado homosexual, había consistido en reunir a un ejército de casi tres millones de personas, en su mayoría miembros de las clases más desfavorecidas, dispuestos a lo que se les pidiera a cambio de alojamiento, comida y vestido. Una fuerza demasiado poderosa para estar en otras manos diferentes a las de Himmler o en última instancia Hitler. Y para mayor demérito, la variada tipología que componía aquella tropa la había convertido en el polo opuesto a la selecta fuerza de las SS, los auténticos caballeros del Reich y herederos de los nobles guerreros arios.

Los altavoces del campo estuvieron toda la mañana alternando canciones militares y melodías populares bávaras, hasta que empezó a sonar el preludio de la ópera de Wagner, Parsifal, la preferida de Himmler.

Durante algo más de una hora, los recién llegados fueron recibidos por el máximo responsable del campo y los oficiales de mayor rango en el pabellón principal.

A Luther le habían encargado que tuviera preparados dos perros para hacerlos trabajar, y así lo hizo, eligiendo a los dos mejores. Junto a ellos iba un voluntario vestido con el traje acolchado de protección que se habían traído de Grünheide. Los noventa y ocho restantes animales permanecerían en formación con sus soldados, alineados en el patio central del campo de prisioneros y frente a ellos, para que los ilustres visitantes pasaran revista.

La entrada de la comitiva fue aplaudida por la tropa y despreciada por los presos en los que Luther se fijó. Ninguno se distinguió por expresarlo en voz alta porque sin duda eso les costaría un castigo y quién sabe si incluso la vida, pero sus gestos lo decían todo. Himmler llevaba un abrigo largo de color gris y Heydrich el clásico uniforme negro y gorra con calavera. Mientras el primero se dirigió a saludar a la tropa y conocer los nuevos pabellones, Heydrich, al ver al veterinario Krugg, se acercó hasta él.

—Siempre me agrada ver cumplidas mis órdenes, pero en este caso mucho más. Como soy consciente de las dificultades que conllevaban, aprecio sobremanera lo que ha hecho.

Luther adoptó una expresión indeterminada sin querer agradecerle el elogio.

—Ahí los tiene.

Heydrich se acercó a ver a los perros, orgulloso de su apariencia, y acarició a los tres primeros.

—Aparte del encargo especial que le hicimos, ¿cuántos perros más saldrán de Grünheide este año para uso militar?

Luther reconoció que se quedarían por debajo de los mil novecientos, consciente de que era una cifra inferior a la prevista. A juzgar por la taladrante mirada que le lanzó Heydrich, la noticia no le debió de gustar nada. Se acercó tanto al veterinario que sus caras quedaron a menos de cuatro dedos. Luther notó sus siguientes palabras como si se tratase de balas disparadas a quemarropa.

—Escúcheme bien, porque solo me lo va a oír una vez. Dicen de usted que es toda una autoridad en genética y por eso lo respeto. Pero para un buen alemán, respeto también significa obediencia, disciplina y cumplimiento. Por tanto, no aceptaré menos de dos mil quinientos este año. —Sus ojos se quedaron tan fijos en los de Luther que parecían haberse congelado.

—Señor, me gustaría conseguirlo, pero puede ser un objetivo imposible. Las perras tienen dos épocas de celo al año y hemos agotado la primera. Se nos ha de dar especialmente bien en esta segunda para que se queden todas cubiertas. Tenga en cuenta que muchas son primerizas, y que de parir varias lo harían el próximo año. ¿Me entiende?

El capitán Mayer, al tanto de la conversación, empalideció con solo escuchar que aquel loco de Krugg se estaba atreviendo a rebatir al mismísimo Heydrich. Pero al gruppenführer no le importó tanto, el tal Luther demostraba tener agallas.

—También le parecía imposible preparar a tiempo estos perros. ¿Lo recuerda? —Usó deliberadamente sus mismas palabras—. No me preocupa: confío en sus reconocidos méritos. —Sonrió de forma hasta cordial. Aquel técnico le estaba empezando a gustar, pero tenía que ver el resultado final de su trabajo con los perros—. Hagan lo que tengan que hacer; empiecen a cubrir a esas hembras desde más jóvenes, no dejen escapar sus celos o fuércelas si hiciese falta. —Alzó la voz, pero sin acalorarse en ningún momento. Su autoridad surgía desde la firmeza, no desde la ira—. No me importa cómo, pero háganlo. Nosotros necesitamos más perros, y ustedes están organizados para hacerlo. ¿Necesita saber algo más? —terminó con voz serena.

—No, señor. Lo he comprendido a la perfección.

Luther era consciente de las limitaciones del nuevo objetivo y sintió un gran agobio. Miró al cielo. Una pesada nube de color ceniza lo tapaba por completo, dando a la mañana un aire tétrico. Al bajar la vista, se encontró con el rostro de Himmler, quien en ese momento le estaba tendiendo la mano. Las pequeñas gafas redondas que llevaba escondían unos ojos sin expresión, casi gélidos, dentro de una cabeza ovoide y fea. Su físico y en general su apariencia eran muy poco arios, pero su personalidad lo desbordaba todo, provocando una rara tensión a su alrededor.

—Estábamos ansiosos por ver su trabajo.

Luther hizo venir al ayudante vestido con el traje protector mientras sujetaba por la correa a uno de los dos perros. El animal parecía relajado, pero a la orden de «atención» empezó a gruñir y se le erizó el pelo desde la base del cuello hasta la cola. Sin embargo se mantuvo completamente quieto. El soldado que hacía de señuelo se le acercó un poco más, marcando un ligero ademán de agresión. Ante el cual, el perro respondió ladrando furioso y enseñando los dientes.

Luther lo mantuvo sujeto.

—Se les ha entrenado para mostrarse sobre todo intimidatorios, hasta que no perciben un serio motivo de amenaza no agreden.

Himmler y Heydrich comentaron algo en voz baja.

A una señal de Luther el soldado se aproximó con ademán de pegar al animal, pero este no reaccionó hasta que escuchó la orden «ataca» y se vio libre de la correa. El perro se lanzó entonces a por el brazo del joven que acabó en el suelo protegiéndose de él.

—¡Quieto, tranquilo!

Luther recogió al animal y lo mantuvo sujeto, explicando que habían llegado a medir la potencia de su mordida con un resultado equivalente a cinco veces su peso.

Los presos observaban la demostración horrorizados, con la firme sospecha de que un día se verían en el pellejo de aquel soldado, pero sin la protección del traje. Lo mismo debió de pensar Himmler, quien planteó su propia idea.

—Hagámoslo más real. —Se dirigió al director del campo—. Elíjanos un preso cualquiera y veamos si el perro responde de igual modo.

—Pero…, señor —intervino Luther—, deje que le ponga antes el traje.

Himmler, sin ni siquiera mirarlo, dibujó una tenue sonrisa.

—Ni se le ocurra.

Ante el estupor del veterinario y el pánico de los internos, el comandante del campo, Eicke, agarró por la correa al perro y mandó que le trajeran a uno de los presos. Así lo hicieron, eligiendo a un joven de aspecto afeminado. Eicke le gritó al animal: «¡Muerde!», pero no respondió al desconocer el sentido de aquel comando. Heydrich le recordó la palabra exacta que debía decir, desanimado por lo que estaba viendo. Finalmente, el inocente perro, a la orden de «¡Ataca!» se lanzó hacia el aterrorizado individuo, quien al recibir la primera dentellada en una pierna comenzó a gritar, lo que hizo tanta gracia a los soldados que empezaron a reírse y a imitar su amaneramiento.

Luther hizo amago de ir en su ayuda, pero sintió una mano sobre el hombro.

Se trataba de Heydrich.

—¡Déjelo hacer!

El veterinario miró a unos y a otros horrorizado, confiando en que alguien reaccionara.

Pero nadie lo hizo.

—Muchacho… Esperaba una mayor agresividad en esos perros. —Luther no terminaba de creerse lo que estaba diciendo—. Tal y como nos acaba de demostrar, si no se ven amenazados no responden. Y yo buscaba otra cosa… Necesitamos un perro mucho más violento, que demuestre mayor ferocidad y sin tantos miramientos. Pero como creo en usted, ha cumplido los plazos que le marqué y posee una inmejorable preparación técnica, volveremos a hablar en breve… Puede que tengamos un nuevo encargo para usted.

Luther volvió a mirar al interno herido y compadeció a los presos.

Casi todos mantenían la cabeza gacha, seguramente para no presenciar aquella brutalidad, pero de pronto se dio cuenta de que uno de ellos lo estaba mirando atentamente. En sus ojos Luther revivió una escena del pasado en un solo segundo. Recordó una plaza, un día de violenta lucha contra la policía en Berlín, y un nombre, Guido, y un cargo: su jefe político en las juventudes socialistas. Sintió cómo la sangre se le empezaba a acumular en las orejas cuando se dio cuenta de que Guido acababa de reconocerlo.

 


XI

Cruz Roja Española

Calle de Pablo Iglesias

Madrid

8 de mayo de 1935

 

 

Zoe preguntó por Max Wiss en recepción.

El despacho al que el ordenanza la invitó a entrar olía a medicina y a lejía, la mesa de escritorio necesitaba una sustitución inmediata, o por lo menos un tratamiento intensivo para la carcoma, y su aspecto en general era bastante descuidado, lo que chocaba con la excelente presencia que tenía aquel hombre.

—Ah sí, Zoe, disculpe, casi había olvidado la cita. —Se retiró unas diminutas gafas redondas enmarcadas en oro y las dejó sobre la mesa por encima de los papeles con los que estaba trabajando, eso sí, perfectamente centradas. Se incorporó de su silla y le estrechó la mano.

—Espero no haberme equivocado de hora.

—No sé ni en qué día vivo, perdone. —Sus ojos buscaron un reloj de mesa—. ¡Uff…, si ya son las doce! ¡Qué tarde es!

Zoe, que apenas conseguía contener sus nervios, recibió sus comentarios con inquietud. Estaba claro que no parecía demasiado entusiasmado con su presencia.

—Siéntese, por favor. —Le acercó una silla—. Como le avancé en la embajada, la señora Welczeck insistió mucho en que tuviéramos esta entrevista, a pesar de no coincidir demasiado su perfil con el que tenía pensado para este puesto. El que esté hoy aquí se lo debe a ella y a su marido, el embajador.

—Siempre han sido encantadores conmigo. Es verdad —contestó, con la moral bastante hundida.

—Perdone mi descortesía, ¿desea algo de beber? ¿Un café?


Date: 2015-12-24; view: 548


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