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CAPÍTULO NUEVE

 

 

Pasaron dos semanas interminables antes de que supiera algo de Oliver, dos semanas recordando todo lo que había sido dicho y hecho por ellos, dos semanas buscándose a sí misma. Al principio había estado en guardia constantemente, preguntando cuándo o dónde aparecería... pues estaba segura de que volvería. Había visto aquella expresión de determinación en su mirada cuando le había hablado de aquel algo especial que había encontrado, y su intuición femenina le decía que tuviese cuidado.

Al principio estaba enfadada, porque Oliver la había engañado, enfadada porque había picado el anzuelo. Luego estaba el dolor de sentirse traicionada. Sí, habían tenido algo especial, pero había sido construido sobre la mentira y ahora estaba destruido.

Lo malo era que ella también lo deseaba, ese algo especial. No podía negarlo, lo mismo que tampoco podía negar que sólo con pensar en Oliver, le palpitaba el corazón con una fuerza inusitada.

Sí, lo deseaba. Antes de ir a St. Barts, sabía que había algo que le faltaba en la vida. Había estado a la búsqueda de ello, y se había sentido intranquila. ¿No había llegado a preguntarse si debía volver a la escuela o no? O aún peor, ¿no había llegado a preguntarse si debía unirse a la Corporación? Pero ninguna de aquellas opciones hubieran servido para curar una enfermedad que era mucho más profunda. Le encantaba su profesión tal como era. Lo que echaba en falta era un hombre, un hogar, unos hijos. Necesitaba intimidad, calor, y dulzura. Necesitaba amor. Ya tenía treinta años; ¿no había esperado suficiente?

Algo especial. Y además lo había encontrado en St. Barts. Por mucha ficción que pudiera haber habido, había sido divino mientras duró. De alguna manera, cuando lo comparaba con el resto de su vida, ésta resultaba dramáticamente vacía.

Gran parte de su enfado y su dolor habían desaparecido cuando la primera semana estaba llegando a su fin, siendo sustituidos por una tristeza abrumadora. Quería creer todo lo que le había dicho Oliver la última noche, pero no podía. Tenía miedo... miedo de confiar, de volver a ser herida otra vez.

Estaba sola. Muy sola. Incluso durante las horas que estaba ocupada en alguno de los centros, se sentía dolida. Encontraba un poco de consuelo en el hecho de que Diane parecía estar respondiendo al tratamiento de Oliver. Aunque Leslie no podía olvidar la visión de destrucción en la casa de los Weitz, hablaba con Tony con regularidad, al igual que con la misma Diane, para asegurarse de que su hermana progresaba. Era Brenda, de alguna manera, la que sistemáticamente se preocupaba por los problemas de la propia Leslie.



—Pareces triste, Leslie —comentó en una de sus llamadas telefónicas.

—Estoy preocupada por Diane. Ya lo sabes.

—¿Y eso es todo?

—¿Te parece poco?

—¿Y Oliver?

Leslie se puso rígida, sorprendida.

—¿Qué tiene que ver él en todo esto?

—Tony me lo dijo.

—¡Ése no es asunto tuyo!

—Es tu hermano. Está preocupado por ti.

—Le dije que no tenía por qué preocuparse, que estaba bien.

—No lo pareces.

—Por favor, Bren. No tengo ganas de discutir.

Pero Brenda insistió.

—¿Es muy especial... ese Oliver?

¡Muy especial! Irónica elección de palabras. Leslie se preguntó si Brenda no estaría de acuerdo con Oliver, pero después achacó la elección a la casualidad.

—Sí —suspiró cansadamente—. Lo es.

—Entonces cede, Leslie. Cede un poco.

Le había llegado al corazón. ¿Qué sería lo próximo?

—Brenda... —le advirtió.

—De acuerdo, pero inténtalo al menos.

—Lo intento, lo intento —refunfuñó Leslie, además era cierto; procuraba aclarar su futuro, pero continuaba siendo confuso. Los recuerdos de Oliver la atormentaban continuamente. La típica retirada, se dijo a sí misma. Si perseveraba, se pondría bien. Pero el dolor persistía, al final de la segunda semana comenzó a perder las esperanzas.

Entonces llegó el gatito. Acababa de llegar a casa, cuando sonó el timbre de la puerta. Se quedó helada durante un instante, preguntándose si sería Oliver en esta ocasión, que había decidido volver a entrar en su vida Pero había una camioneta de una empresa que se dedicaba al reparto de paquetes aparcada enfrente de su casa, y que ya estaba arrancando. Había dejado una pequeña cajita envuelta en papel marrón.

¿Un paquete? No tenía ni idea de lo que podría ser. Lo desenvolvió, y se encontró con el gatito de peluche más encantador que había visto desde... desde que tenía siete años y el que tenía, que era igual que éste, se lo habían llevado a la lavandería y nunca más regresó. La visión se desvaneció cuando vio el pequeño botón plateado que había en su oreja. Y su nombre, Jigs. Sonrió y sacudió la cabeza. Entonces, con manos temblorosas, cogió la caja y sacó la tarjeta que había en su interior.

 

No es un cachorro juguetón, sino un gatito mimoso. Yo le perdonaría incluso cuando se enfada y se le eriza el pelo. Con todo mi cariño, Oliver.

 

Se desplomó en una silla cercana, con el gatito estrujado contra su corazón, y estalló en lágrimas. ¿Cómo podía haberse acordado de una cosa tan pequeña? ¿Cómo podía hacerle eso?

Pero lo había hecho. Le había mandado un rompecabezas, y luego, nada. Pasó otra semana sin saber nada de él. Contemplaba el gatito todas las noches, y lo acariciaba, sabiendo que Oliver habría hecho lo mismo cuando lo compró, y se sentía de lo más triste y sola.

Como era previsible, con el tiempo, se acostumbró a la idea de que Oliver era psiquiatra. E imprevisiblemente, dado el enfado que le había causado el que fuera algo diferente de lo que le había hecho pensar, le entró curiosidad. De modelo a psiquiatra; todo un cambio. En St. Barts, se había imaginado cómo sería su vida de modelo. No había preguntado nunca los detalles, ya que se sentía lo suficientemente ignorante, lo suficientemente intimidada, como para no preguntar demasiado.

Él no había hablado mucho del tema. Y reflexionando sobre ello, se dio cuenta de que las pocas veces que le había preguntado algo sobre el asunto, él había cambiado de tema con habilidad.

Al pensar que era psiquiatra, se hizo un cuadro muy diferente de cómo sería su vida. En vez de estar en un estudio con un albornoz puesto, que se quitaría cuando llegara el momento de meterse en una cama para hacer fotos de algo parecido al anuncio de Homme Premier, estaría en una consulta, vestido con un traje de chaqueta, camisa y corbata, de modo parecido a como había ido a casa de Diane aquella noche. Tony decía que era todo un profesional; además Diane parecía haber llegado a controlar sus emociones más violentas. Tony decía que estaba muy ocupado. Leslie se lo imaginaba detrás de su mesa, recostado sobre su silla y con los dedos en los labios, escuchando atentamente las palabras de sus pacientes, interponiendo preguntas o sugerencias.

Se dedicaría por completo a cada paciente, con toda su atención. Esto sería parte de su habilidad, hacer que el paciente se sintiera querido. Igual que Leslie se había sentido deseada, necesitada, y amada.

Nada más librarse de este pensamiento, su curiosidad comenzó a trabajar de nuevo. Se preguntó a qué hora iría a trabajar por las mañanas, cuándo llegaría a su casa, y lo que haría por las noches y durante los fines de semana. Desde luego había estado lo suficientemente libre de compromisos como para invitarla a salir todo el fin de semana. Pero seguramente haría vida social, y ésta, seguro, sería diferente de la de un modelo profesional. Pensó que sería parecida a la de su propia familia. Oliver parecía tener éxito. Sin lugar a dudas, vivía bien. Era parte del mundo social al que ella había renunciado hacía tanto tiempo...

Con el paso del tiempo, se hizo propensa a cambios bruscos de estado de ánimo, subía un minuto y bajaba el siguiente. Echaba de menos a Oliver con todo su corazón, y después se sentía contenta de que se hubiera marchado. Se sentía satisfecha de que no fuera modelo, y después triste de que lo fuera. Se sentía orgullosa de que fuera psiquiatra, y después furiosa por la manera tan hábil con que manipulaba sus propios pensamientos. Enfadada y después arrepentida, indignada y después dispuesta a perdonar. Pero siempre se sentía confusa. Su futuro parecía más incierto que nunca. Simplemente no sabía lo que quería, y la inseguridad que esto le causaba, la inquietaba constantemente.

 

* * *

 

Al final de la cuarta semana, la oreja del gatito de peluche comenzó a mostrar las marcas de sus dedos. Por mucho que deseara que no fuera así, Oliver nunca estaba lejos de su pensamiento. Con marzo llegando a su fin, la primavera estaba a punto de entrar. Y la primavera era una época de nacimientos, claridad, y amor.

¿Habría tenido él aquello en la mente cuando le mandó el florero lleno de violetas? ¿Sabría él con qué desesperación deseaba verle?

Le temblaba la mano mientras leía la tarjeta escrita con el enérgico estilo ya familiar para ella: No pude resistir la tentación. Siempre que veo una violeta me acuerdo de ti. ¿Las cuidarás? Te quiero. Oliver.

Se puso más nerviosa que de costumbre. Aunque se entusiasmaba cada vez que recibía sus regalos, tenía pavor a leer las tarjetas. Aún peor, estaba horrorizada por lo mucho que deseaba leerlas.

Con la determinación de no ver en las violetas nada más que un regalo, las puso en el centro de la mesa de la cocina, e intentó seguir con su rutina cotidiana.

Y las violetas permanecían en la mesa. Las regaba. Recortaba los tallos. Se marchitaba un poco cada vez que una de las delicadas flores moría, se secaba, y tenía que ser separada del ramo. Cuando sólo quedaban cuatro o cinco flores, el jarrón comenzó a pareen tan vacío como ella misma se sentía.

Entonces, una noche lluviosa de abril, llegó a casa y se encontró con un charco de agua en el sótano, que creía peligrosamente cerca de la caldera. Estaba intentando hacer que funcionara la bomba del sumidero, cansada y desanimada, cuando sonó el timbre. Se esforzó frenéticamente, tirando y empujando en vano. Entonces el timbre sonó por segunda vez. Soltó una maldición contra la inquebrantable máquina, se limpió las manos, y corrió escaleras arriba.

La casa tenía una puerta interior, un pequeño vestíbulo, y una puerta exterior más gruesa con múltiples cerraduras. Pasó a toda velocidad por la primera puerta, y se puso de puntillas para mirar por la mirilla. ¡Estaba salvada!

A cubierto bajo el escaso saliente, estaba Oliver. Su pelo brillaba, y su impermeable estaba mojado. Estaba medio encorvado, como para protegerse de la lluvia.

Sin perder un instante, Leslie se echó hacia un lado para dejarle pasar. Respiraba con agitación; debía haber ido corriendo desde el coche.

—Hola —dijo sacudiendo el impermeable—. ¡Está diluviando! Oye, siento haber venido sin avisar, pero temía que no quisieras verme a menos que te cogiera por sorpresa...

—¡Gracias a Dios que estás aquí, Oliver! ¿Entiendes algo de bombas de agua? —se acercó hasta él para ayudarle a quitarse el abrigo.

—¿Qué?

—¡Bombas de agua! —colgó el abrigo en un perchero para que se secara, y después le condujo directamente hacia la puerta del sótano—. ¿Sabes cómo funcionan... o lo que les pasa cuando no funcionan?

Bajó las escaleras de dos en dos, hablando a voces a la figura que, perpleja, la seguía.

—No puedo conseguir que ese trasto funcione, y el sótano está comenzando a inundarse. Y si el agua sigue entrando en la caldera, acabará por romperla y me quedaré sin calefacción, y...

—Quédate aquí un momento mientras le echo un vistazo.

Se puso en cuclillas y miró por el pequeño agujero de la máquina, que sobresalía escasamente sobre el nivel del agua. Se quitó la chaqueta y se la dio a Leslie, se remangó las mangas de la camisa y se dedicó a localizar una pieza aquí, a apretar otra allí, a manipular una tercera, mientras Leslie le observaba.

—¡No puedo creer que esto esté ocurriendo! —exclamó—. Vienen dos veces al año para comprobar que la caldera y la bomba están en buenas condiciones. Me aseguraron que estaban bien. ¿Qué te parece? —preguntó estrujando ansiosamente la chaqueta—. ¿Debería llamar al fontanero?

—Creo —gruñó, bajando más para tirar de una palanca que se le resistió momentáneamente—, que el tipo se dejó la máquina apagada. Está atascada. Un momento... Ahora.

Dio un último tirón, y consiguió que la bomba comenzara a funcionar. Sacó la mano del agua, la sacudió, y se puso de pie.

—No estaba encendida —afirmó Leslie, como cualquier tonto podría haber deducido sin pensar demasiado. Exasperada, sacudió la cabeza—. Bueno, voy a por una toalla.

Habría escapado por las escaleras si Oliver no la hubiera sujetado.

—La toalla puede esperar. Yo no —dijo, y la atrajo hacia él.

El sótano estaba muy oscuro, iluminado tan solo por una bombilla que colgaba sobre sus cabezas. Leslie le miró, y al instante comprendió la importancia de su presencia. Estaba allí.

—¡Oye! No te pongas nerviosa —murmuró—. Sólo voy a besarte.

Y la besó, con una mano sobre su cuello y el otro brazo en su espalda, apretándola contra él.

Leslie estaba aturdida. En unos segundos, cada una de las emociones con las que había estado luchando durante cinco semanas, le declararon la guerra. Le amaba, no le amaba. Le necesitaba, no le necesitaba. Confiaba en él, no confiaba. Le deseaba, no le deseaba. Pero... sí.

Oliver dejó de besarla un momento y hundió la cabeza entre sus cabellos. La rodeó con ambos brazos y la abrazó apasionadamente durante un minuto, hasta que ella intentó apartarse un poco.

—Oh, Leslie, he deseado hacer esto noche tras noche —susurró, y aflojó su abrazo.

Le miró, y se encontró con los mismos ojos llenos de dulzura que le habían encantado en St. Barts. Se defendió desviando la mirada y apretando con más fuerza la chaqueta, mientras se dirigía hacia las escaleras.

—Voy a por la toalla —murmuró, corriendo hacia arriba.

Oliver se lo permitió, aunque le había comenzado a temblar la mano. Estaba nerviosa. Demonios, también lo estaba él. Bendita bomba de agua, que le había permitido entrar en la casa. Esa noche no le habría apetecido tenerse que dedicar a forzar cerraduras. Era una noche oscura y lluviosa, y el día había sido largo y agotador para él. Había estado preparándose para esa visita desde hacía mucho tiempo. Había planeado que fuera así... casi. Había supuesto que sería mejor dejarla sola un tiempo hasta que se calmaran los ánimos y las cosas se pudieran ver con más claridad. El gatito y las violetas habían sido sólo pequeñas pruebas de que no se olvidaba de ella. Ahora estaba la prueba de fuego.

—Aquí tienes —dijo Leslie cuando le tendió la toalla. Entonces, sin saber qué hacer, se apoyó contra la mesa de la cocina y esperó a que hablara él.

Al sentirse inseguro de cómo sería recibido, Oliver no tenía ninguna prisa en comenzar. Se limpió las manos, se bajó las mangas de la camisa, recogió la chaqueta de la silla donde la había dejado Leslie, y se la puso.

El pulso de Leslie se aceleró al contemplar cada uno de los movimientos de Oliver con los brazos apretados contra su agitado cuerpo. Demonios, estaba muy atractivo. ¿Estaba tan bien en St. Barts? Su pelo parecía más oscuro; claro, que estaba mojado. Y las canas plateadas que ya tenía, parecía que tenían nuevas compañeras en las patillas; ¿o era sólo el reflejo de la luz de la cocina? Parecía más delgado, lo cual la sorprendió, ya que había supuesto que aquellas ropas le harían parecer más grueso. Quizás era lo mucho que le favorecían los pantalones grises que llevaba, la longitud de sus piernas, el efecto estilizante de su chaqueta azul marino. Ropa elegante. Bien cortada. Y encima, con su ancha espalda y sus facciones perfectas... era el modelo ideal.

—Bien —dijo, dando un último toque a su camisa—. Gracias.

—Gracias a ti. De no ser por ti, el sótano se habría inundado.

—Podrías haber llamado al fontanero. Era un problema sencillo.

—Bueno —suspiró—, gracias de todos modos.

Le miró, luego apartó la vista, intimidada por la intensidad de su mirada. Leslie no sabía qué decir. ¿Qué querría? En otro tiempo, tal vez hubiera creído que quería estar con ella. Pero en ese momento, debía actuar con cautela.

—¿Qué tal te ha ido, Leslie?

—Bien —alzó la vista con timidez—. Gracias por el gatito. Es adorable. Y las flores —su mirada erró hasta la mesa, donde ya sólo quedaba el jarrón vacío—. Eran hermosas.

—Tú también eres hermosa.

Leslie frunció el ceño. Distraídamente, frotó una pequeña melladura que había en el borde del mostrador. Al ver lo incómoda que se sentía, Oliver cambió de táctica al instante.

—Oye —se aclaró la garganta—, he pensado que podríamos salir a tomar algo.

—Está diluviando.

—A mí no me importa si a ti no te importa. Hace mucho que comí. Me parece que he pasado por un sitio a unos diez minutos en coche de aquí.

Leslie asintió con la cabeza, mordiéndose la lengua. Podría preparar algo de cena allí. Pero no lo haría. Oliver Ames en la cocina sería algo demasiado difícil de resistir para ella.

—¿Qué te parece?

Leslie se encogió de hombros.

—No sé.

—¿Has cenado?

—No.

—Pues vamos —señaló con la cabeza hacia la puerta—. Acompáñame. Cenaremos algo... y después podemos hablar. Te traeré aquí después.

Como ella todavía vacilaba, la miró burlonamente.

—¿No será que te doy miedo, verdad?

—¿Darme miedo tú? ¿Bromeas? —preguntó, aunque estaba muerta de miedo en realidad.

—¿Entonces por qué no cenar?

«Porque estar contigo puede ser tan doloroso como estar sin ti. Aunque por otro lado...». Suspiró con resignación.

—Bueno, ¿por qué no?

En quince minutos, estuvieron sentados frente a frente en la cafetería a la que Oliver se había referido. Leslie guardaba silencio, pues prefería que fuera él quien tomara la iniciativa. Si le apetecía hablar, que hablara él para variar. Ella ya lo había hecho en St. Barts.

Como comprendiendo su exigencia silenciosa, Oliver comenzó a hablar poco después de haberse sentado. Y si se había mostrado reticente a contarle todo en la isla, eso ya se había acabado. Además, daba la impresión de que deseaba que Leslie lo supiera todo. Por su parte, ella no podía evitar corresponder a su franqueza.

—Siempre quise ser médico —comenzó, casi con timidez—. Desde que era un crío. Me decidí por la psiquiatría ya a mitad de la carrera.

—¿Por qué?

—¿Qué por qué esperé tanto? —sonrió, algo cohibido—. Porque me atraía otra cosa más... —frunció el ceño buscando la palabra adecuada— vistosa. Tenía mis ilusiones puestas en la cirugía. Quería ser un pionero de la cirugía, mejorar los métodos de trasplante, investigar...

—¿Qué sucedió?

—Fui un desastre como estudiante de cirugía. No sólo era torpe manejando los instrumentos, sino que tampoco me importó demasiado descubrirlo. El bisturí es frío, impersonal. El instrumento fundamental de un psiquiatra es su propia inteligencia. De alguna manera, me gustó ese pensamiento. Sentí que había un reto mayor que la psiquiatría. Quizás no la gloria de un cirujano especializado en trasplante, pero sí una buena sensación justo aquí —se dio golpecitos en el corazón.

—¿Y te sigues sintiendo igual de bien?

—La mayoría de las veces. Por supuesto, hay pacientes por los que, o bien no puedo hacer nada; o bien, por ésta o aquella razón, son difíciles de hacer progresar. Pero en general bien.

—Diane parece mejor —comenzó, para enseguida rectificar—. Lo siento. Sé que no puedes hablar sobre ello.

—No pasa nada. No sería violar el principio de confidencia que debe haber entre doctor y paciente el decirte que las cosas están empezando a funcionar. Comienza a confiar en mí. Me visita con frecuencia, lo cual es normal al principio. No quiero que se haga dependiente. Antes la veía tres veces por semana, pero ya sólo tenemos una sesión semanal.

—A mí me da la impresión de que está bien cuando hablo con ella.

—Lo está. Realmente lo está. Y estará todavía mejor.

Leslie asintió con la cabeza. Pensó en lo irónico que era que Diane tuviera tanta confianza en Oliver mientras que ella estaba en guardia con él todo el rato.

—¿Te gusta la práctica privada? —preguntó, pues necesitaba que la conversación prosiguiera para no pararse a pensar...

La camarera llevó una botella de vino, y Oliver procedió a llenar los vasos antes de responder.

—Sí...

—No pareces muy convencido.

—Lo estoy —dijo con más firmeza, pero continuó contemplando los reflejos rosados de su copa—. Lo que no sé, es si seguiré así siempre —como Leslie permanecía callada, continuó—: Trabajo en un Centro de Beneficencia. Voy dos veces a la semana para ver a los pacientes. En algunos aspectos, prefiero este trabajo.

Leslie estaba sorprendida. En los círculos sociales en los que ella había sido educada, la práctica privada habría sido ciertamente muchísimo más prestigiosa, por no mencionar lucrativa.

—¿Por qué?

—Los pacientes. Sus problemas. Son más diversos, y, con bastante frecuencia, más graves. Soy necesitado y apreciado mucho más. Estos pacientes no podrían hacer frente a las tarifas que cobro normalmente.

Había hablado con franqueza. No había ni orgullo ni arrogancia en sus palabras. Pero Leslie le picó perversamente para intentar provocar la segunda:

—Si tan poco te gusta la práctica privada, ¿por qué no la dejas? Esta clase de centros suelen dedicarse además a la enseñanza; seguro que te admitirían en jornada completa.

—Supongo que sí.

—¿Y por qué no lo haces?

Se miraron fijamente a los ojos.

—El dinero. La práctica privada me puede ofrecer más.

Así que era como todos, reflexionó Leslie, aunque no se sintió demasiado contenta de descubrirlo.

—Es noble —murmuró.

—Noble, no. Sólo práctico —la atravesó con la mirada, pues había un cierto aire de cinismo en sus palabras—. Quiero una esposa... y una familia. Quiero poder mantenerlos bien, tener una casa bonita, viajar, poderlos llevar a restaurantes buenos y al teatro, comprarles regalos... Llevo ahorrando unos diez años, invirtiendo, y reinvirtiendo el dinero. Calculo que en seis o siete años más podré hacerlo. Podré trabajar la jornada completa en un hospital, Bellevue o cualquier otro, sin tener que renunciar a ofrecerle lo mejor a mi familia... y a mí mismo.

Durante unos momentos, se quedó callada. Había sido directo. Y sincero. No podía creer que se hubiera arriesgado a mencionar algo que sabía que le desagradaba, pues él sabía lo que sentía por la gente que hacía las cosas por dinero. Pero había sido tan sincero... Comprobó, asombrada, que sentía respeto por él.

—Háblame de tu familia, Oliver.

Y habló. Le habló de sus padres y de su hermana, de sus orígenes modestos, y de la comodidad relativa que habían conseguido alcanzar últimamente. Mientras comían una buena ensalada y unos filetes, le habló de sus años de universidad. Provocó la risa de Leslie, y le hizo sentir simpatía por él.

 

* * *

 

Aquel fin de semana, cenaron en un restaurante más elegante y Oliver le contó más cosas acerca de su trabajo, le explicó cómo era más o menos un día de su vida, y la divirtió con anécdotas de sus pacientes más estrafalarios.

El martes siguiente le habló, mientras esperaban a que comenzara la película en un cine, de su experiencia en casos criminales y del libro que esperaba escribir.

El sábado después de aquello, se fueron a dar una vuelta abrazados por Central Park. Le habló de los pocos buenos amigos que tenía, de su afición por el tenis, y de su sueño de poder alquilar algún día un yate y cruzar el Mediterráneo.

Y el lunes siguiente, Oliver insistió en que fueran a la recepción que había organizado su hermana Brenda para conmemorar la entrada de la Corporación Parish en el campo de las computadoras. Leslie no quería ir. Recepciones como aquélla, a las que sólo eran invitados la crema de la sociedad y los clientes más poderosos y prometedores, le aburrían a más no poder. Aunque en esa ocasión no estuvo tan mal, pues Oliver estuvo siempre a su lado. La única situación algo delicada surgió cuando, entre los cientos de invitados, se encontraron con Diane y Brad. Diane se sorprendió, y se notaba que estaba un poco violenta al principio. Después se vio que estaba claramente nerviosa; Oliver llevó el encuentro con tacto y estilo. En cuanto a Leslie, se olvidó del asunto nada más salir de la recepción.

En realidad estaba tan enamorada de Oliver, que estaba a punto de estallar. Había sido tan franco, tan amable, y evidentemente tan sincero, que no podía seguir dudando de él.

También se sentía muy frustrada. Durante todos aquellos días en que había ido conociendo más cosas de él, dulce y tranquilamente, no había vuelto a hablarle de amor. Después de cada cita, la dejaba en su casa con una sonrisa tierna, a veces también en un abrazo cariñoso... Aunque debía saber que estaba más que deseándolo, no la había vuelto a besar. Y su cuerpo parecía atormentado por el deseo que sentía por él, pero él no mostraba ningún deseo de hacer el amor. Y aparte de decir que la llamaría, siempre se mostraba evasivo.

Y la llamaba, eso sí. Todas las noches. Para hablar, y saber qué tal le había ido el día, contarle lo que había hecho él... Había veces que estaba cansado, y Leslie entonces percibía la fatiga en el tono de su voz. A ella le complacía consolarle y tranquilizarle cuando sentía mal.

Pero Oliver no decía que la amara. Y ella tampoco se atrevía a decir nada.

Un día, en medio de una conversación telefónica de lo más trivial, él le soltó de pronto:

—Oye, encanto. ¿Podríamos, podríamos intentar ir a Berkshires otra vez?

—¿Te apetece?

—¡Sí! Pero sólo si tú quieres.

—Claro que quiero.

—Estupendo. ¿A las seis el viernes?

—Déjalo en las seis y cuarto. Soy supersticiosa.

—Seis y cuarto, entonces. Hasta el viernes.

—Adiós.

 

* * *

 

Casi lo consiguieron. Eran las cinco y media cuando Oliver telefoneó. Nunca le había oído hablar con voz tan tensa. Al instante supo que algo no iba nada bien.

—¿Qué pasa, Oliver?

—Tengo un problema aquí. Puede que me retrase.

—¿Estás en tu despacho? ¿En el hospital?

—No.

Había sido muy sincero durante las últimas semanas. La evasividad con que hablaba sólo sirvió para aumentar su preocupación.

—¿Qué es lo que pasa?

En otras circunstancias, Oliver hubiera retrasado la hora de la cita, y asunto arreglado. Pero sabía que la poco estable relación que tenía con Leslie estaba basada fundamentalmente en la sinceridad.

—Es Diane, Les. Está... poniéndose difícil.

—¿Está allí ahora?

—Sí. Escucha, esto puede llevar algo de tiempo. Te llamaré cuando sepa mejor lo que está sucediendo.

—Oliver...

—Por favor, Les, no más preguntas ahora. He estado esperando que llegara esta noche desde... desde St. Barts. Y si piensas que me agrada el sentido de la oportunidad que tiene Diane, estás loca. Te llamaré, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Y, ¿Leslie?

—¿Sí?

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Hubo una pausa que Oliver rompió.

—Te llamaré.

Con los ojos llenos de lágrimas, Leslie colgó. Oliver parecía desesperado. ¿Qué podría haber ocurrido? «Te quiero», le había dicho. Y ella le había respondido con sinceridad absoluta por primera vez.

Asimismo, por primera vez, no había sentido duda alguna. De repente parecía que todo lo que Oliver había dicho y hecho tenía sentido. Le creía. Confiaba en él. Y sabía con toda seguridad lo que quería.

En media hora, llegó a casa de Diane. Consternada, observó que había muchos coches frente a la casa. Estaban los coches de los Weitz, el coche de Tony, el coche de Oliver... ¿era aquél el coche de Brenda? Se mordió los labios al pasar junto a uno que no reconoció. ¿Qué habría sucedido?

Brenda, con tara de estar rendida de cansancio, abrió la puerta.

—¡Leslie! ¿Qué estás...?

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Estoy... estoy intentando ayudar.

Leslie pasó al vestíbulo y dejó el abrigo sobre una silla. Miró alrededor, y habló en voz baja.

—¿Dónde están ellos? ¿Qué ha hecho Diane? ¿Por qué no me habéis llamado?

Al oír las voces que provenían del comedor, se dirigió hacia allí.

—Leslie, por favor —Brenda intentó detenerla, pero era demasiado tarde. Nada más aparecer en el cuarto, todas las miradas se dirigieron hacia ella.

Lo que vio, la asombró bastante, ya que parecía una reunión familiar muy tranquila. No había señales de destrucción ni de lágrimas, aunque la tensión que había en el cuarto estaba cerca del punto peligroso. Diane, con una expresión de plácida arrogancia, estaba sentada con mucha pompa en una silla de respaldo alto. Su marido estaba de pie, detrás de ella, con ambas manos en el respaldo, y una expresión de indignación en la cara. Uno de los extremos del sofá estaba ocupado por un hombre que no había visto nunca. Le desagradó al instante. Tony estaba cerca de la chimenea en un estado de obvia agitación. Y Oliver estaba cerca de la ventana, observando al grupo desde una posición más separada. A primera vista, parecía tranquilo. Sólo Leslie percibió el aspecto severo de sus labios y la rigidez de su cuerpo.

Fue a Oliver al que se dirigió, con voz muy tensa.

—¿Qué es lo que pasa aquí?

—No deberías haber venido —comenzó sombríamente, sólo para ser interrumpido por una indignada Diane.

—¿Y por qué no? El resto de la familia lo sabe. Y ella debería saberlo. Quizás con más razón que los demás. Al fin y al cabo, es ella la que más cegada está. Creo que tiene derecho a...

—¡Diane! —vociferó Tony—. ¡Ya está bien!

—Lo sabrá cuando salga en los periódicos de todas maneras. Es tu hermana. ¿No quieres ponérselo más fácil?

—¿Poner más fácil el qué? —preguntó Leslie con el estómago revuelto—. ¿De qué estáis hablando?

Volvió a mirar a Oliver, el cual tenía los labios apretados.

—Parece que tu novio no ha perdido su tan bien pagado tiempo y ha seducido a mi esposa —dijo Brad fríamente.

—¿Qué? —Brenda había puesto las manos sobre su hombro para darle apoyó, pero Leslie se libró de ella.

Fue Tony el que habló con más tranquilidad.

—Diane le ha denunciado. Afirma que la forzó sexualmente aprovechándose de la terapia.

—Ésa es la cosa más absurda que he oído en toda mi vida —afirmó Leslie, con sorprendente calma—. Oliver nunca haría algo así.

—¿Y yo mentiría? —gritó Diane, reanudando la lucha—. Mira, te ha lavado el cerebro lo mismo que a mí. Sólo que yo no estoy tan loca por él como para no darme cuenta.

—Eso es otra cuestión. ¿Qué dice Oliver a todo esto?

—Lo niega —contestó Oliver con voz profunda y clara.

—Bueno, lo puede negar en el juicio —replicó Brad, y señaló con un gesto de la cabeza al hombre que había en el sofá—. Hemos llamado a Henry para que nos represente.

Leslie sacudió la cabeza sin poderlo creer.

—¿Estás hablando en serio? Estoy asombrada. Deberías ser más consciente, Brad. No es Diane la que se ha comportado con más sensatez hasta...

—¡Leslie! —la interrumpió Oliver con brusquedad, y después bajó el tono de su voz—. Por favor.

Los ojos que la miraron fueron mucho más elocuentes: «Está enferma. Sé comprensiva con ella. Además, no puede haber juicio. Confía en mí. Te amo». Pareció decirle.

Asintió con la cabeza y se sentó en una silla. Se tranquilizaría, pero antes se moriría que marcharse de allí.

—De acuerdo —dijo Tony suspirando cansadamente—. ¿Dónde estábamos?

Brad fue el que habló, mirando a Diane de un modo que a Leslie le dio náuseas.

—Diane estaba contando lo que pasó. Estabas diciendo, cariño...

—¿Pero cuál es el fin de todo esto? —estalló Brenda, mirando a Brad y a Diane—. No comprendo qué es lo que estáis buscando. ¿Vais a hacer una demanda por daños y perjuicios? Ninguno de los dos necesitáis dinero.

—Es por principios —contestó Brad—. Ha perjudicado nuestras relaciones, y amenazado seriamente la tranquilidad de ánimo de Diane.

—Espera un momento —saltó Oliver—. Vuestras relaciones eran ya bastante malas antes de que yo apareciera en escena. Y en cuanto a la tranquilidad de ánimo de Diane, tampoco existía entonces. ¿Por qué crees que se pasó todo un día haciendo pedazos vuestro dormitorio?

—Eso no tiene nada que ver —prosiguió Brad como si fuera el inocente ofendido—. Lo que a mí me preocupa es lo que sucedió después de que Diane comenzara a verte.

—Pero el juez y el jurado querrán saberlo todo —señaló Oliver con calma—. Os harán preguntas acerca de vuestro matrimonio. Oirán testimonios acerca del estado emocional de Diane. ¿Estás seguro de que quieres hacer pasar a tu esposa por todo eso?

—Por la satisfacción de verte perder la licencia para practicar, sí.

—Eso no sucederá, Brad. Lo que alegas es absurdo. No tienes ni la más pequeña evidencia.

—Tengo el testimonio de mi mujer. Henry me ha dicho que los jueces hoy en día tienden a inclinarse a favor de las mujeres en los casos de violación.

—No ha sido violada —se burló Oliver, lleno de impaciencia—. Lo único que conseguirás será montar un escándalo. Titulares en las revistas. Habladurías. Pero no un caso.

Diane habló suavemente.

—Los titulares y las habladurías serán suficiente —se volvió sonriendo hacia Leslie e hizo una mueca—. ¿No querrás que te vean con un tipo que tenga una reputación atroz y esté sin trabajo, verdad?

—Estás loca —murmuró Leslie.

—Di —dijo Brenda—, ¿no crees que estás yendo demasiado lejos? A lo que me refiero, es que la Corporación también podría salir perjudicada por los titulares y las habladurías.

—No si soy la parte perjudicada.

—Pero no lo eres —añadió Tony, que se estaba poniendo tan impaciente como Oliver—, y Brenda tiene razón. Esto es estúpido.

—¡No lo es! —gritó Diane—. ¡Tú no eres quien fue... quien fue violado!

Tony habló esta vez con sarcasmo y suavidad.

—¿Y de verdad fuiste violada?

—¡Sí! ¡Se aprovechó de mí! puede ser que se aproveche de todas las chicas bonitas que puede. No lo sé. Eso es algo que tendrán que investigar las autoridades. Lo único que sé es lo que me hizo a mí.

—¿Qué te hizo? —preguntó Brenda con sequedad—. Cuéntanoslo, Di. Cuéntanos todo.

—Me sedujo haciéndome creer que era tratamiento psiquiátrico.

—¿De qué revista has sacado esa frase?

—Lo hizo. Me sedujo.

—Te sedujo. ¿Qué significa eso?

—Brenda... —protestó Diane.

—Te sedujo. Explícalo.

Por primera vez, Diane pareció titubear.

—Él... él... me hizo el amor.

—¿Dónde? —le preguntó Brenda.

—Un momento —interrumpió Henry, el abogado. Leslie pensó que su voz era tan falsa como el resto de él—. Creo que mi cliente no tiene por qué contestar a sus preguntas.

Brenda se acercó hasta él con las manos en las caderas.

—Da la casualidad de que su cliente resulta ser mi hermana. Y el hombre al que acusa, significa mucho para mi otra hermana. Así que le preguntaré todo lo que me dé la gana —volvió a dirigirse a Diane—. Bueno, ¿dónde hicisteis el amor?

Diane se movió en su asiento, manteniendo la mirada apartada de Oliver.

—Me hizo el amor, y fue en su consulta.

—¿Sobre la mesa del despacho? —preguntó Brenda, con la misma suavidad y sarcasmo que su hermano poco antes.

—No. Hay un sofá...

—¿Estás tumbada en el sofá durante las sesiones?

—No. Yo... me siento en una silla.

—¿Y cómo consiguió que te tumbaras en el sofá?

Diane se puso de mal humor. A Leslie le recordaba a un niño que ha sido cogido en una mentira, e intenta disimularlo enfadándose.

—Me dijo que me sentiría mejor si estaba tumbada.

—Y tú te tumbaste.

—Él era el doctor. Sí.

—¿Y después te dijo que te desnudaras?

—Un momento —interrumpió Brad, que a su vez fue interrumpido por Tony.

—Deja que responda. Esto se está poniendo interesante.

—Se está poniendo personal —replicó Brad.

—¿No es todo el asunto personal? —Tony respiró profundamente, y se dirigió a Brenda—. Continúa.

Sin pausa, Brenda reanudó su implacable interrogatorio.

—¿Qué hizo... después de que estuvieras tumbada en el sofá?

Diane miró a la alfombra.

—Él... él me dijo... Imagínatelo.

—No me lo imagino. Dímelo.

—Dijo... ¡Puedes imaginarte lo que dijo, Brenda! ¿Qué dice cualquier hombre cuando pretende seducir a una mujer?

—Sólo he conocido a dos hombres en toda mi vida, y ninguno de los dos ha intentado seducirme en el sofá de un psiquiatra. Así que la imaginación no me sirve para nada, Di. Dime lo que dijo.

Parecía que Diane vacilaba. Frunció el ceño, y comenzó a arañar el brazo de la silla.

—Dijo cosas dulces.

—¿Cómo qué?

Si la paciencia de Brenda se estaba acabando, la de Diane estaba agotada. Con rabia repentina, miró ferozmente a su hermana.

—¡Me dijo que sería bueno para mí, que era una parte vital de mi tratamiento! ¡Me dijo que también era porque me deseaba y que lo haría bien! —la rabia dio paso a la tristeza—. Dijo que Brad debía de estar loco si me ignoraba y se iba con otras mujeres que probablemente no me llegarían a la suela de los zapatos.

Con lágrimas en los ojos, estalló por fin. La expresión de consternación y sorpresa que había en el rostro de su marido, le pasó desapercibida.

—Me dijo que todavía era joven y hermosa. Me dijo que me amaba —reveló con tono desafiante—. Y yo le amaba. Era amable, considerado, y se preocupaba por mí —miró a Leslie con maligna satisfacción—. Es un buen amante, Leslie. Muy experto y dulce. No egoísta como Brad.

Mientras los otros escuchaban en diferentes estados de enfado, consternación y compasión, Diane se hundió en la silla, y echó la cabeza hacia atrás. Sorprendentemente, al igual que su expresión, su voz se suavizó. Parecía que se había sumido en un estado de ensueño.

—Su piel era suave en algunos sitios, y áspera en otros. Y él era fuerte y duro. Me deseaba. Y yo le deseaba —cerró los ojos y respiró profundamente—. Creo que nunca podré olvidar aquel olor...

Leslie se incorporó, medio fascinada por la actuación de su hermana.

—¿Qué olor? —murmuró.

Diane abrió los ojos y la sonrió con aire de suficiencia.

—Su colonia. Homme Premier. Es tan agradable. No todas las mujeres tienen la suerte de tener a un modelo como terapeuta.

—El no usa colonia —afirmó Leslie con toda tranquilidad.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el abogado, volviéndose hacia ella para observarla. Ella le miró fijamente, y habló con lentitud y confianza.

—He dicho que no usa colonia. Yo lo sé —se levantó y se dirigió hacia donde estaba Oliver, deslizando el brazo alrededor de su cintura. Juntos harían frente a la situación—. Le conozco mucho mejor de lo que Diane nunca logrará conocerle. Oliver no usa Homme Premier... ni cualquier otra colonia. Nunca ha usado. Y si tengo algo que decir respecto a este asunto, nunca la usará.

En sus labios se formó una sonrisa que contrastaba con las lágrimas que había en sus ojos.

—Su propio olor es mucho mejor que el de cualquier colonia.

Al pedírselo los brazos de Oliver, se volvió hacia él y se abrazaron.

—Te amo —musitó Leslie, y supo que todo acabaría bien.


 


Date: 2015-12-18; view: 632


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